El primer día (7 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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—Bien, ¡esta vez creo que ya lo he entendido, Walter! Si mi texto es tan poco atractivo, pues bien, búscate a otro orador.

—¿Que sueñe también con volver a Chile? Lo siento, no tengo tiempo.

Pasé la página de mi cuaderno y carraspeé antes de retomar la lectura.

—Vas a ver —le dije a Walter—, lo que sigue es mucho más interesante, no tendrás oportunidad de aburrirte.

Sin embargo, a la lectura de la tercera frase, Walter se burló soltando un ronquido.

—¡Soporífero! —exclamó, con el ojo derecho muy abierto—. ¡Completamente tedioso!

—¿Quieres decirme con esto que soy un coñazo?

—Eso es, un coñazo, es justo eso. Tus extraordinarias estrellas no son más que simples combinaciones de cifras y de letras imposibles de retener. ¿Qué quieres que hagan los miembros del jurado con eso de la X321 y la ZL254?, ¡no estamos en un episodio de «Star Trek», mi pobre amigo! En cuanto a tus lejanas galaxias, ¡nos defines sus distancias en años luz! ¿Quién sabe contar en años luz, pregunto yo? ¿Tu encantadora vecina? ¿Tu dentista? ¿Tu madre, tal vez? Es ridículo. Nadie podría sobrevivir a un empacho de cifras de este calibre.

—¡Pues a la mierda! ¿Qué diablos quieres que le haga? Que les ponga un nombre a mis constelaciones, «tomates», «peras» y «patatas» para que tu madre entienda mis trabajos?

—Seguro que no te vas a creer lo que te voy a decir, pero ella te ha leído.

—¿Que tu madre ha leído mi tesis?

—Te lo juro.

—Me siento muy halagado.

—Padece un insomnio terrible. Ningún medicamento le hacía ya efecto, así que se me ocurrió la idea de llevarle un ejemplar encuadernado de tu obra. ¡Tendrás que ponerte a escribir de nuevo, a mi madre pronto le va a hacer falta más!

—¡Venga, dímelo de una vez!, ¿qué es lo que esperas de mí?

—Que nos hables de tus investigaciones en términos accesibles a los seres normales. Esa obsesión por las palabrejas eruditas al final resulta exasperante. Mira en medicina por ejemplo, ¿a qué viene tanto galimatías? ¿Es que no hay suficiente con estar enfermo? ¿Es que tenemos alguna necesidad de escuchar que tenemos una displasia en la cadera? ¿La palabra «deformación» no nos serviría también?

—Lamento mucho escuchar que tus huesos te hacen sufrir, mi querido Walter.

—Sí, bueno, no lo lamentes, no estaba hablando de mí. Es mi perro el que padece de displasia.

—¿Tienes un perro?

—Sí, un encantador Jack Russell. Vive con mi madre; y si ella le ha leído esta noche las últimas páginas de tu tesis, ahora ambos deben de estar durmiendo profundamente.

Tenía ganas de estrangular a Walter, pero me contenté cobardemente con desafiarle con la mirada. Su paciencia me desconcertaba, su voluntad también. Sin que supiera realmente cómo, mi lengua se desató y, por primera vez desde mi infancia, me escuché a mí mismo diciendo en voz alta:

«¿Dónde empieza el alba?»

Al amanecer, Walter todavía seguía sin dormir.

París

Keira no conseguía conciliar el sueño. Se había ido de la habitación y se había instalado en el sofá del salón por miedo a despertar a su hermana. ¿Cuántas veces había maldecido la dureza de su catre plegable? Y, sin embargo, ¡cómo lo echaba ahora de menos! Se volvió a levantar y se dirigió hacia la ventana. Aquí, nada de noche estrellada, tan sólo una hilera de farolas que resplandecían en la calle desierta. Eran las cinco de la madrugada. A cinco mil ochocientos kilómetros de allí, en el Valle del Omo, el día ya había amanecido y Keira intentó adivinar lo que Harry debía de estar haciendo. Volvió al sofá y, sumida en sus pensamientos, acabó por dormirse.

A media mañana, una llamada del profesor Ivory la arrancó de sus sueños.

—¡Tengo dos noticias que darle!

—¡Empiece por la mala! —respondió Keira desperezándose.

—Tenía usted razón, ni siquiera con la punta de diamante de la que estaba tan orgulloso he conseguido extraer el más mínimo fragmento de su joya.

—Ya se lo había dicho. ¿Y la buena?

—Un laboratorio alemán acepta realizar nuestro encargo durante esta semana.

—¿Nos va a costar mucho?

—No se preocupe de eso por el momento, ésa será mi pequeña contribución.

—Me niego rotundamente a aceptar; además, no hay ningún motivo para que corra usted solo con todos los gastos.

—¡Dios mío!… —suspiró el anciano—. ¿Por qué tiene que haber un motivo para todo? ¿Es que el placer del descubrimiento no le parece suficiente? Si quiere una razón, aquí tiene una: su misterioso objeto me ha tenido despierto casi toda la noche y, créame, para un viejo que se pasa el día bostezando de aburrimiento, eso vale mucho más que la módica suma que reclama el laboratorio.

—Entonces, mitad y mitad. ¡Eso o nada!

—¡Pues mitad y mitad! ¿Acepta entonces que les envíe su preciado objeto? Tendrá que separarse de él algún tiempo.

Keira no había pensado en ello y la idea de dejar de llevar su colgante la contrariaba, pero el profesor parecía tan entusiasmado, tan feliz de enfrentarse a un nuevo desafío, que Keira no tuvo el valor de echarse atrás.

—Creo que podré devolvérselo el miércoles, como muy tarde. Lo enviaré por correo urgente. Mientras esperamos, voy a volver a sumergirme en mis viejos libros para tratar de averiguar si alguna iconografía muestra un objeto similar.

—¿Está seguro de que vale la pena que se tome tantas molestias? —preguntó Keira.

—¿Pero de qué molestias me está hablando? Yo en esto no veo más que provecho. Y ahora la dejo. ¡Por una vez, gracias a usted, me espera un trabajo de verdad!

—Gracias, Ivory —dijo Keira justo antes de colgar.

Pasó la semana. Keira había retomado el contacto con sus colegas y amigos, a los que no veía desde hacía mucho tiempo. Cada noche era una nueva oportunidad de hacer una cena entre amigos en un pequeño restaurante de la capital o en el apartamento de su hermana. Las conversaciones a menudo giraban sobre los mismos temas, la mayor parte del tiempo ajenos a Keira, que se aburría como una ostra. Jeanne se lo reprochó una noche que salían de una cena un poco más animada que las anteriores.

—Si estas veladas te resultan un coñazo, no tienes por qué seguir viniendo —le había sermoneado.

—¡Pero si no me parecen un coñazo!

—Pues entonces, el día en que te aburras de verdad, avísame, que me prepararé para el espectáculo. Mientras estábamos en la mesa parecías una morsa atrapada en un banco de hielo.

—Joder, Jeanne, ¿cómo lo haces tú para soportar este tipo de conversaciones?

—A eso se le llama tener vida social.

—¿Esto es tener vida social? —se carcajeó Keira mientras llamaba a un taxi—. ¿Ese tipo que retoma todas las banalidades leídas en la prensa para imponernos un discurso interminable sobre la crisis? ¿Su vecino, que se alimenta de los resultados deportivos igual que los monos se atiborran de plátanos? ¿La psicóloga en ciernes con todos esos lugares comunes sobre la infidelidad? ¿El abogado y sus veinte minutos de monólogo sobre el recrudecimiento de la criminalidad en el medio urbano porque le han robado el
scooter
? ¡Tres horas de cinismo absoluto! ¡Teorías y contrateorías de la desesperación humana, es patético!

—¡Nadie te gusta, Keira! —dijo entonces Jeanne mientras el taxi las dejaba en la puerta de su casa.

La discusión se acabó poco más tarde. Y, sin embargo, al día siguiente, Keira volvió a acompañar a su hermana a otra cena. A lo mejor porque la soledad en la que había vivido aquellos últimos tiempos era más profunda de lo que ella quería admitir.

Fue durante aquel fin de semana, mientras atravesaba el jardín de las Tullerías con el cielo amenazando tormenta, cuando se cruzó con Max. Los dos corrían por la avenida central, intentando llegar hasta la verja de entrada del Hotel De Castiglione antes de que estallara el aguacero. Sin aliento, Max se detuvo delante de la escalera, al pie del pedestal donde dos leones de bronce la emprenden con un rinoceronte; al otro lado de los escalones, Keira se había apoyado sobre aquél donde dos leonas despedazan a un jabalí agonizante.

—¿Max? ¿Eres tú?

Max tenía lo mismo de guapo que de terriblemente miope. Tras sus gafas empañadas no había más que niebla; sin embargo, habría reconocido la voz de Keira entre cientos.

—¿Estás en París? —preguntó sorprendido mientras se secaba los cristales.

—Sí, como puedes ver.

—¡Sí, ahora sí que lo veo! —dijo al volver a colocarse la montura sobre la nariz—. ¿Has llegado hace mucho?

—¿Al parque? Poco menos de media hora —respondió Keira incomodada.

Max la observó atentamente.

—Estoy en París desde hace unos días —acabó ella por confesar.

Un crujido en el cielo los convenció a ambos de ir a buscar refugio bajo las arcadas de la rué de Rivoli. Una lluvia torrencial empezó a caer.

—¿Y no pensabas llamarme? —la interrogó Max.

—Pues claro que sí.

—Entonces, ¿por qué no lo has hecho? Perdona, te estoy bombardeando con preguntas idiotas. Si hubieras tenido ganas de verme, me habrías telefoneado.

—En realidad no sabía muy bien cómo hacerlo.

—Pues parece que tenías razón, al final bastaba con esperar a que el azar nos pusiera en el mismo camino…

—Me alegra verte —interrumpió Keira.

—A mí también me alegra verte.

Max le propuso ir a tomar algo al bar del hotel Meurice.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar? ¡Fíjate, ya empiezo de nuevo con las preguntas!

—No pasa nada —respondió Keira—. Llevo encadenadas seis noches seguidas en que la gente sólo hablaba de política, de huelgas, de negocios y de chismes. Nadie parecía interesarse por nadie y yo he acabado por pensar que me había vuelto invisible; me habría ahorcado con la servilleta con tal de que alguien me preguntara qué tal estaba y se tomara el tiempo de escuchar la respuesta.

—¿Qué tal estás?

—Como un león en una jaula.

—¿Y desde cuándo estás en esa jaula? Como mínimo casi una semana…

—Un poco más.

—¿Te quedas o te vas a volver a marchar?

Keira le habló a Max de sus peripecias etíopes y de su regreso obligado. Tenía muy pocas esperanzas de encontrar la manera de financiar una nueva expedición. A las ocho desapareció un instante para telefonear a Jeanne y avisarla de que volvería tarde.

Max y ella cenaron en el Meurice y cada uno explicó lo que había hecho con su vida a lo largo de aquellos últimos treinta y seis meses en los que no se habían vuelto a ver. Después de la partida de Keira y de su separación, Max había acabado por dejar su puesto de profesor de arqueología en la Sorbona para hacerse cargo de la imprenta de su padre, muerto de cáncer el año anterior.

—¿Ahora eres impresor?

—La frase adecuada era: «Siento muchísimo lo de tu padre» —contestó Max sonriendo.

—Bueno, Max, ya me conoces, yo nunca digo la frase que toca. Siento muchísimo lo de tu padre… Aunque creo recordar que no os entendíais demasiado bien.

—Al final nos reconciliamos… en el hospital de Villejuif.

—¿Por qué dejaste tu puesto? Adorabas tu trabajo…

—Adoraba sobre todo las excusas que me daba.

—¿Qué excusas? Eras muy buen profesor.

—Pero nunca sentí esa locura que te anima y te lleva a investigar sobre el terreno.

—¿Y acaso la imprenta es mejor?

—Al menos miro la verdad de cara. Ya no aspiro a llevar a cabo un proyecto que me permita hacer el descubrimiento del siglo. He acabado harto de mis mentiras. Era un arqueólogo de anfiteatro, bueno solamente para seducir a los estudiantes.

—¡Qué me vas a decir a mí, que he formado parte del club! —ironizó Keira.

—Tú has sido más que eso, y lo sabes muy bien. Yo soy un aventurero de los suburbios de París. Ahora, al menos, veo las cosas claras. ¿Y tú? ¿Encontraste lo que buscabas allí en África?

—Si te refieres a mis excavaciones, no; sólo unos pocos sedimentos que me convencieron de que estaba sobre la pista, de que no me equivocaba. Pero lo que sí he descubierto es un modo de vida que me gusta mucho.

—Entonces, vas a volver…

—Verdad por verdad, tengo ganas de pasar la noche contigo, Max, y por qué no también la de mañana. Pero el lunes tendré ganas de estar sola, y los días siguientes también. Si puedo volver, lo haré lo antes posible. ¿Cuándo? No lo sé. Hasta entonces, tendré que encontrar un trabajo.

—Antes de proponerme que me acueste contigo, podrías al menos haberme preguntado si hay alguien en mi vida.

—Si así fuera, ya la habrías llamado. Es más de medianoche.

—Si así fuera, no habría cenado contigo. ¿Tienes algún contacto que te pueda ayudar a buscar un trabajo?

—No, de momento no; no tengo demasiados amigos en el oficio.

—Podría garabatearte sobre este mismo mantel, en dos minutos, una lista de investigadores que estarían encantados de acoger a alguien como tú en su equipo de trabajo.

—No quiero contribuir a los descubrimientos de otro. Ya he cumplido con mis años de prácticas, ahora quiero llevar a cabo mi propio proyecto.

—¿Quieres trabajar en la imprenta mientras tanto?

—Guardo muy buenos recuerdos de mis años a tu lado en la Sorbona, pero tenía veintidós años. Las rotativas no son precisamente mi rollo. Y, además, no creo que fuera una buena idea —respondió Keira con una sonrisa—. Pero gracias por el ofrecimiento.

Al amanecer, Jeanne encontró vacío el sofá del salón. Miró su teléfono móvil: su hermana no le había dejado ningún mensaje.

Londres

Se acercaba la fatídica fecha en que debían entregarse a la Fundación Walsh los dosieres de las candidaturas. La gran vista oral tendría lugar en algo menos de dos meses. Me pasaba las mañanas en casa, comunicándome con mis colegas en las cuatro esquinas del globo y respondiendo a mis correos, dando prioridad a los que recibía de cuando en cuando de mis colegas de Atacama. Walter venía a buscarme hacia mediodía y nos dirigíamos a un
pub
donde yo le resumía los avances de mi monografía. Después, las tardes se desarrollaban en la gran biblioteca de la Academia, donde me dedicaba a cotejar obras que sin embargo ya había leído infinidad de veces, mientras Walter repasaba mis notas. Por la noche llegaba el momento de distraerme un poco vagabundeando por la zona de Primrose Hill, y los fines de semana me evadía paseando por las avenidas del mercado de ocasión de Camden Lock. Cada día retomaba un poco más el gusto por mi vida londinense, por los barrios de mi ciudad, e iba construyendo una cierta relación de complicidad con Walter.

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