El primer hombre de Roma (51 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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El quinto año (106 a. JC.)
EN EL CONSULADO DE QUINTO SERVILIO CEPIO Y CAYO ATILIO SERRANO

 

C
uando Quinto Servilio Cepio recibió el mandato para marchar contra los volcos tectosagos de Galia y sus aliados germanos, ya tranquilamente asentados en las cercanías de Tolosa, era perfectamente consciente de que iban a dárselo. Tuvo lugar el primer día del Año Nuevo, en la sesión del Senado en el templo de Júpiter Optimus Maximus, tras la ceremonia inaugural. Quinto Servilio Cepio, en su primer discurso como nuevo primer cónsul, anunció a la nutrida asamblea que él no utilizaría el ejército romano de nueva creación.

—Emplearé los tradicionales soldados romanos, no los pobres del censo por cabezas —dijo, entre vítores y aplausos.

Claro que hubo senadores que no aplaudieron, pues Cayo Mario no estaba solo en aquel Senado totalmente hostil. Buen número de los senadores de los bancos de atrás eran lo bastante clarividentes para comprender la lógica de la posición de Mario frente a los irreductibles, e incluso entre las familias ilustres había senadores con criterio independiente; pero el grupo de conservadores que se sentaban en la primera fila de la cámara, junto a Escauro, era el que dictaba la política senatorial; cuando ellos vitoreaban, los demás les secundaban y la cámara emitía su voto a ejemplo suyo.

A este grupo pertenecía Quinto Servilio Cepio, y era la activa presión de la facción lo que hizo que los padres conscriptos autorizasen un ejército de ocho legiones para que Quinto Servilio Cepio demostrase a los germanos que no eran bien recibidos en las tierras del Mediterráneo, y a los volcos tectosagos de Tolosa que no les traía cuenta acoger a los germanos.

Unos cuatro mil soldados de la tropa de Lucio Casio habían vuelto a alistarse, pero casi todas las tropas auxiliares de su primitivo ejército habían perecido con el resto, y la caballería que se salvó volvió a desperdigarse por sus tierras de origen con la tropa auxiliar y sus caballos. Así, Quinto Servilio Cepio se enfrentaba a la tarea de reunir cuarenta y un mil soldados de infantería más doce mil de tropas auxiliares, ocho mil esclavos auxiliares y cinco mil jinetes con sus cinco mil servidores. Todo ello en una Italia esquilmada de hombres con los debidos requisitos de propietarios, ya fuesen romanos, latinos o de origen itálico.

Las técnicas de reclutamiento de Cepio eran asombrosas. No es que él participase directamente o siquiera se molestase en ver cómo iban a encontrarse aquellos hombres, sino que pagó a un equipo de gente y envió a su cuestor, mientras él se dedicaba a otras cosas más propias de un cónsul. Así, las levas se hicieron a la fuerza, obligando a la gente a incorporarse a filas no sólo contra su voluntad, sino llegando a secuestrarla y sacando a los veteranos de grado o por fuerza de sus casas. Reclutaban tanto al hijo de catorce años y con el aspecto desarrollado de un granjero, como a su abuelo de sesenta años de aspecto juvenil. Y si la familia no podía aportar el dinero para equipar a los reclutados, siempre había alguien a mano para anotar el precio de los pertrechos y confiscar la pequeña propiedad como garantía. Quinto Servilio Cepio y sus partidarios se hicieron con gran número de tierras. Pero cuando, a pesar de todo, no se pudo juntar suficientes hombres entre los ciudadanos romanos y latinos, acosaron inmisericordes a los aliados itálicos.

De este modo, Cepio logró, al fin, reunir sus cuarenta y un mil soldados de infantería y doce mil hombres libres de tropas auxiliares según el método tradicional, para que el Estado no tuviese que pagar armas, armaduras y equipo. Y dado el predominio de legiones formadas por aliados itálicos, la mayor carga financiera de aquel ejército recayó más sobre los pueblos aliados que sobre Roma. Como consecuencia, el Senado ofreció a Cepio un voto de agradecimiento y no tuvo inconveniente en abrir su bolsa para pagar jinetes de Tracia y de las dos Galias. Mientras Cepio se daba cada día mayores aires de grandeza, los elementos conservadores de Roma hablaban maravillas de él siempre que encontraban quien los escuchara.

El resto de las cosas que realizó Cepio en persona mientras sus pandillas de secuestro asolaban la península itálica, tuvieron todas que ver con la recuperación del poder por parte del Senado. De un modo u otro, el Senado había ido perdiendo fuerza desde los tiempos de Tiberio Graco, unos treinta años atrás. Primero éste, luego Fulvio Flaco, después Cayo Graco y luego un conjunto de hombres nuevos y de nobles reformistas, habían ido cercenando la intervención senatorial en las tareas de las principales sedes legislativas.

De no haber sido por los recientes ataques de Cayo Mario a los privilegios senatoriales, es muy posible que Cepio no se hubiera visto imbuido de tal celo y decisión por restablecer las cosas en su marco tradicional. Pero Mario había revuelto el avispero senatorial y la consecuencia durante las primeras semanas del consulado de Cepio fue un deplorable obstáculo para la plebe y los caballeros que la dirigían.

En su calidad de patricio, Cepio convocó a la Asamblea del pueblo, de la que no había sido expulsado, y la obligó a decretar una ley despojando a los caballeros del tribunal de extorsiones, que lo habían recibido de Cayo Graco; de nuevo el jurado de estos tribunales volverían a constituirlo exclusivamente miembros del Senado en quienes poner la defensa de sus intereses. Fue una acerba batalla en la Asamblea del pueblo, en la que el apuesto Cayo Memio a la cabeza de un grupo de senadores se opuso a la maniobra de Cepio. Pero Cepio se salió con la suya.

Una vez que se hubo impuesto, a finales de marzo, el primer cónsul salió con las ocho legiones y una importante fuerza de caballería en dirección a Tolosa, con la cabeza llena de ilusiones, no tanto por la gloria sino por la modalidad más privada de incrementar su fortuna. Pues Quinto Servilio Cepio era un auténtico Servilio Cepio, para quien la ocasión de aumentar su fortuna durante su mandato de gobernador era muchísimo más halagadora que sus deseos de gloria militar. Había sido pretor-gobernador en la Hispania Ulterior, cuando Escipión Nasica había declinado el nombramiento alegando que no podían confiar en él, y le había ido muy bien. Ahora que era cónsul-gobernador, esperaba que le fuera mucho mejor.

De haber sido habitualmente posible enviar tropas por mar de Italia a Hispania, Cneo Domicio Ahenobarbo no habría tenido necesidad de abrir la ruta por tierra a lo largo de la costa de la Galia Transalpina; pero lo cierto era que los vientos dominantes y las corrientes marinas dificultaban la navegación entre las dos penínsulas. Así pues, las legiones de Cepio, igual que las de Lucio Casio el año anterior, tuvieron que cubrir a pie la distancia de más de mil millas entre Campania y Narbo. Y no es que a las legiones les importase la marcha, porque todos temían y detestaban el mar, y les horrorizaba mucho más la travesía que el hecho material de caminar mil millas. Para empezar, tenían acostumbrados desde la infancia los músculos a caminar de prisa durante largas distancias, ya que la marcha era el modo más cómodo de locomoción.

Las legiones de Cepio invirtieron en el viaje de Campania a Narbona algo más de setenta días, lo que quiere decir que cubrieron una media de menos de quince millas diarias; una marcha lenta, entorpecida por una gran caravana de pertrechos y el cuantioso ganado, vehículos privados y animales que tenían derecho a llevar los soldados romanos con propiedades, enrolados según el sistema tradicional.

En Narbo, un pequeño puerto reorganizado por Cneo Domicio Ahenobarbo para servir los intereses de Roma, el ejército descansó el tiempo suficiente para recuperarse de la marcha pero sin ablandarse. A principios de verano, Narbo era un lugar delicioso en cuyas diáfanas aguas abundaban gambas, langostas, grandes cangrejos y toda clase de peces; en el fango al final de las salinas, junto a la desembocadura del Atax y el Rustino, había, además de ostras, sabrosos salmonetes. De todos los pescados conocidos por las legiones romanas en sus expediciones, aquellos salmonetes del fango estaban considerados como los más exquisitos. Estos peces se escondían en el fango y había que hacerlos salir para ensartarlos cuando se revolcaban tratando de volver a hundirse.

Los legionarios no sufrían de agujetas, estaban habituados a andar, y sus sandalias de gruesa suela, ceñidas a los tobillos, llevaban tachuelas para hacer un menor contacto con el suelo, amortiguar la pisada y que no se les pegasen los guijarros. Pero era una delicia nadar en aquel mar, descansando los músculos doloridos, y los que hasta entonces habían eludido las clases de natación eran allí descubiertos, para poner en seguida remedio a su ignorancia. Las muchachas de la localidad, como las de cualquier otro lugar, se volvían locas por los uniformes; durante dieciséis días, Narbo fue un hervidero de padres encolerizados, hermanos ahítos de venganza, risitas femeninas, legionarios lascivos y peleas tabernarias, actividades que mantenían a los capitanes prebostes atareados y a los tribunos militares de muy mal humor.

A continuación, Cepio reunió sus tropas y avanzó por la excelente carretera construida por Cneo Domicio Ahenobarbo entre la costa y la ciudad de Tolosa. En el lugar en que el río Atax, procedente de los Pirineos, tuerce en ángulo recto su curso hacia el sur, la siniestra fortaleza de Carcaso se erguía en lo alto. A partir de allí, las legiones salvaron las alturas que separan las aguas del río Garumna de los riachuelos que desembocan en el Mediterráneo y entraron por fin en las fértiles llanuras aluviales de Tolosa.

Como de costumbre, Cepio tuvo la inmensa suerte de hallarse con que los germanos se habían enemistado con sus aliados los volcos y el rey Copilo de Tolosa les había ordenado evacuar la región. Así, Cepio se encontró con que los únicos adversarios para sus ocho legiones eran los desventurados volcos, quienes echaron una ojeada a las nutridas filas con coraza metálica que descendían las faldas de las colinas como una interminable serpiente, y convinieron en que la discreción era con mucho preferible al valor. El rey Copilo y sus huestes se dirigieron a las fuentes del Garumna para dar la alerta a las diversas tribus de la región y esperar a ver si Cepio era tan incauto como lo había sido Lucio Casio el año anterior. Tolosa, en manos de hombres viejos, se rindió inmediatamente. Cepio no cabía en sí de gozo.

¿Por qué ese alborozo? Porque Cepio sabía lo del oro de Tolosa. Y ahora podía caer en sus manos sin necesidad de combatir. ¡La suerte sonreía a Quinto Servilio Cepio!

 

Ciento setenta años antes, los volcos tectosagos se habían incorporado a una migración gala, dirigida por el segundo de los dos famosos reyes celtas llamado Breno. Este segundo Breno había invadido Macedonia y entrado en Tesalia, venció a las defensas griegas en el paso de las Termópilas, para luego penetrar en Grecia central y el Epiro, saqueando y pillando los tres templos más ricos del mundo, el de Dodona en el Epiro, el de Zeus en Olimpia y el santuario del oráculo de Apolo en Delfos. Luego, los griegos contraatacaron y los galos se retiraron al norte con su botín. Breno murió de resultas de una herida y sus planes se vinieron abajo. En Macedonia, las tribus, al verse sin jefe, decidieron cruzar el Helesponto para pasar a Asia Menor, donde fundaron una avanzadilla del pueblo galo llamada Galacia. Pero hubo quizá una mitad de los galos tectosagos que quiso volver a Tolosa en vez de cruzar el Helesponto, y en una gran asamblea todas las tribus acordaron que a aquellos añorantes galos se les confiaran las riquezas producto del pillaje en medio centenar de templos, entre ellos los de Dodona, Olimpia y Delfos. Pero se trataba de un simple depósito, porque los volcos, de regreso a Tolosa, tenían que guardar las riquezas de toda aquella migración hasta que las tribus volvieran y las reclamasen. Para facilitar el viaje, los volcos lo fundieron todo: estatuas macizas de oro, jarrones de plata de un metro de alto, copas y platos, trípodes de oro, coronas de oro y plata fueron a parar al crisol. Cuando lo tuvieron todo en lingotes, mil carros cargados pusieron rumbo oeste por los apacibles valles del Danubio, y llegaron al cabo de varios años al Garumna y a Tolosa.

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