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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (55 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Segurísimo, Aulo Manlio.

—Pues di primero lo del negocio —terció Mario con cara de palo—. Me gusta la aproximación indirecta.

—Caracoles —dijo Publio Vagienio.

Los cuatro romanos le miraron sin decir palabra.

—Esa es mi propuesta de negocio —añadió pausadamente el ligur—. Unos caracoles. ¡Los caracoles más grandes y sabrosos que existen!

—Ah, por eso apestas a ajo —comentó Sila.

—Sin ajo no puedo comer caracoles —replicó Vagienio.

—¿Y en qué podemos ayudarte con lo de los caracoles? —inquirió Mario.

—Deseo una concesión —contestó Vagienio— y que me presentéis a buenos clientes en Roma para venderlos.

—Entiendo —dijo Mario, mirando a Manlio, Sila y Sertorio. Ninguno sonreía—. Bien, acordada la concesión; me imagino que podremos arreglar lo de la presentación. ¿Y cuál es la información que dices?

—He encontrado un camino para subir a la montaña.

Sila y Aulo Manlio se irguieron en su asiento.

—Has encontrado un camino que asciende a la montaña —dijo Mario pausadamente.

—Sí.

Mario se puso en pie detrás de la mesa.

—Enséñamelo —dijo.

—¡Sí, Cayo Mario, claro, os lo enseñaré! —replicó Vagienio dando un paso atrás—. Pero cuando hayamos recogido los caracoles.

—¿Y no pueden esperar? —terció Sila con gesto amenazador.

—¡No, Lucio Cornelio, no es posible! —respondió el ligur, demostrando que conocía perfectamente los nombres de los mandos—. La vía hasta la cumbre pasa por la pista de los caracoles, ¡y son mios! ¡Los mejores caracoles del mundo! Mirad —añadió, descolgando el zurrón de su absurda ubicación cruzado sobre la larga espada de caballería, para abrirlo y extraer cuidadosamente un caracol de dieciséis centímetros, que puso en la mesa de Mario.

Los cuatro lo miraron perplejos, sin decir palabra. Como la superficie de la mesa estaba fresca y lustrosa, al cabo de un rato el caracol comenzó a salir de su concha, porque tenía hambre y llevaba en el zurrón de Publio Vagienio bastante tiempo, estirándose poco a poco como una tortuga, elevando la concha y desplegando su cuerpo bajo ella en viscosas protuberancias disformes. Una de las protuberancias adoptó forma de cola y el extremo contrario se configuró en achaparrada cabeza con unas antenas gelatinosas surgidas como por ensalmo. Una vez completada la metamorfosis, todos pudieron oír cómo mordía la hoja en que Publio Vagienio le había envuelto.

—Esto sí que es un caracol —dijo Cayo Mario.

—¡Ya lo creo! —añadió jadeante Quinto Sertorio.

—Con caracoles así se podría alimentar un ejército —comentó Sila, a quien los caracoles le apetecían tan poco como las setas.

—¡Precisamente! —exclamó Publio Vagienio—. ¡No quiero que esos mentulae glotones me quiten los caracoles! —Todos hicieron una mueca—. ¡Hay muchos caracoles, pero quinientos soldados darian cuenta de ellos! Lo que yo quiero es llevarlos a Roma para criarlos, y no deseo que me destrocen el criadero. ¡Quiero esa concesión y que nadie de este ejército de cunní me estropee la parcela donde están los caracoles!

—Un ejército de cunni, si que es —dijo Mario muy serio.

—Se da el caso —terció Aulo Manlio con su marcado acento de clase alta— de que puedo ayudaros, Publio Vagienio. Tengo un cliente en Tarquinia, en Etruria, ¿sabéis?, que ha montado un lucrativo y selecto negocio en los mercados Cuppedenis, de Roma, ¿sabéis?, para la venta de caracoles. Se llama Marco Fulvio, no es un Fulvio noble, ¿sabéis?, y yo mismo le presté algún dinero hace un par de años. Ahora le va bien, pero imagino que llegaría con mucho gusto a un acuerdo cuando vea este magnifico... realmente magnífico, Publio Vagienio... caracol.

—Trato hecho, Aulio Manlio —dijo el ligur.

—¿Nos enseñas ahora el camino a la cumbre? —inquirió Sila, impaciente.

—En seguida, en seguida —respondió Vagienio volviéndose hacia Mario, que se ataba las botas—. Primero quiero ver qué dice el general para asegurarme que no se destruye la parcela de los caracoles.

Mario acabó de atarse las botas y se incorporó, mirando de hito en hito a Vagienio.

—Publio Vagienio —dijo—, ¡eres un hombre al que aprecio! Unes un buen sentido comercial a un firme espíritu patriótico. No temas: tienes mi palabra de que se respetará la parcela de los caracoles. Ahora, haz el favor de guiarnos hasta ese camino.

Cuando, poco después, el grupo explorador se dispuso a salir, se vio aumentado por el jefe de zapadores. Cabalgaron para ganar tiempo. Vagienio en su mejor caballo; Mario en el corcel viejo pero muy elegante, que montaba principalmente en los desfiles; Sila, haciendo honor a su preferencia, en una mula, y Aulo Manlio, Quinto Sertorio y el zapador, en caballos jóvenes de la reserva.

La fumarola no presentaba dificultades para el zapador.

—Será fácil construir una escalera hasta arriba —comentó, observando la altura de la misma—. Hay espacio.

—¿Cuánto tardarás? —inquirió Mario.

—Tengo unos carros con tablones y vigas. Así que... un par de días, trabajando día y noche.

—Pues manos a la obra —dijo Mario, mirando a Vagienio con admiración—. Debes de ser unas tres cuartas partes de cabra para subir por ahí —dijo.

—La montaña le hace a uno —respondió modestamente el ligur.

—Bien, tus caracoles no correrán peligro cuando esté la escalera —añadió Mario mientras regresaban al sitio de los caballos—. Y si les sucede algo, ya me encargaré yo de ajustar cuentas.

Cinco días después, la fortaleza del Muluya caía en poder de Cayo Mario, junto con un fabuloso botín de monedas y barras de plata y mil talentos de oro; se hizo también con dos cofrecillos, uno lleno de finísimos y rojisimos carbunculus y el otro de unas piedras desconocidas, unos cristales largos con facetas naturales, cuidadosamente pulimentados, de rosa oscuro por un extremo y con toda la gama del verde por el otro.

—¡Una fortuna! —dijo Sila alzando una de aquellas curiosas piedras que los indígenas llamaban lychnítes.

—¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo! —exclamó Mario, relamiéndose.

En cuanto a Publio Vagienio, fue condecorado en una revista general del ejército y se le recompensó con nueve phalerae de plata maciza, que eran unos medallones de relieve cincelado montados en grupos de tres sobre bandas engastadas en plata para llevarlos al pecho sobre la coraza o la cota de mallas. A él le agradó aquella distinción, pero le complacía mucho más que Mario hubiese cumplido su palabra, protegiendo del pillaje los caracoles, cubriendo la subida a la cumbre con pieles para que los soldados no pudieran imaginar las exquisiteces que circulaban morosamente por la concavidad de los helechos. Una vez tomada la fortaleza, Mario ordenó derruir la escalera. Y no sólo eso, sino que Aulo Manlio escribió a su cliente el innoble Marco Fulvio acordando una sociedad para cuando acabase la campaña africana y Publio Vagienio quedase licenciado.

—Os advierto, Publio Vagienio —dijo Mario mientras le imponía las nueve phalerae de plata—, que los cuatro esperamos la justa compensación en años venideros de tener caracoles gratis en nuestra mesa, y una participación para Aulo Manlio.

—Contad con ello —dijo Publio Vagienio, que había comprobado apesadumbrado la desaparición de su afición por los caracoles desde aquella indigestión. Pero ahora los veía con el ojo vigilante del conservador, más que del consumidor.

 

A finales de agosto, el ejército emprendió el camino de regreso desde las tierras fronterizas, bien alimentado porque era época de cosecha. La visita a los confines del país del rey Boco dio el resultado apetecido, pues el monarca, convencido de que una vez conquistada Numidia Mario no iba a detenerse, decidió unirse a la suerte de Yugurta y se apresuró a conducir su ejército moro al río Muluya, donde se entrevistó con su yerno, que había esperado a que Mario se fuera para volver a ocupar su saqueada fortaleza.

Los dos reyes siguieron a los romanos en su marcha hacia el este, sin prisa por atacar y a suficiente distancia para no ser avistados. Y cuando Mario se hallaba a cien millas de Cirta cayeron sobre él.

Estaba oscureciendo y el ejército romano estaba montando el campamento. Pese a ello, el ataque no los sorprendió del todo porque Mario procedía a montar los campamentos con escrupulosas medidas de seguridad. Los agrimensores habían marcado las cuatro esquinas con sus respectivas estacas y a continuación todo el ejército procedió con meticulosa precisión a situarse en el interior del recinto previsto, dirigiéndose maquinalmente cada legión a su ubicación, con cada cohorte y cada centuria bien distribuidas dentro de las mismas. Nadie entorpeció los movimientos de los demás y ninguno se equivocó ocupando más espacio del previsto. Metieron también el convoy de pertrechos, y las tropas auxiliares de las respectivas centurias condujeron las mulas de cada octeto y el carro de la centuria, mientras los mozos montaban los establos y colocaban los carros. Con las herramientas de excavar, las estacas de empalizada y su respectivo armamento, los soldados se situaron en los segmentos de perímetro asignados, trabajando con cota de mallas, espada y puñal al cinto y las lanzas clavadas en tierra, con el escudo apoyado en ellas y el casco colgado de las mismas por delante para que en caso de una ráfaga de viento no se volcasen. De ese modo, toda la tropa tenía a mano el casco, el escudo y la lanza sin dejar de trabajar.

Los exploradores no localizaron al enemigo, dieron parte de que todo estaba tranquilo y fueron a ocupar sus puestos en la construcción del campamento. Ya se había ocultado el sol, y fue bajo la escasa luz crepuscular que precede a la noche cuando los ejércitos númida y mauritano surgieron por detrás de unas crestas y cayeron sobre el campamento a medio terminar.

La lucha se entabló en la oscuridad y fue una pugna desesperada, desfavorable a los romanos durante unas horas, pero Quinto Sertorio surtió a las tropas auxiliares de antorchas de tea para que Mario pudiera observar el campo y ver cómo se desarrollaba el combate; a partir de ese momento, las cosas comenzaron a cambiar. Sila se distinguió notablemente, reuniendo a las tropas que comenzaban a huir despavoridas y apareciendo en todos los sitios en que era preciso como por arte de magia, pero en realidad porque tenía un don militar congénito que le hacía prever dónde iba a darse un punto débil. Con la espada ensangrentada y lleno él mismo de sangre, luchó como un veterano, valiente en el ataque, prudente en la defensiva y magnífico en los trances apurados.

A la octava hora de la noche, la victoria era de los romanos. Los ejércitos númida y mauritano se retiraron en bastante buen orden, dejando en el campo de batalla miles de soldados, mientras que Mario sufría pocas bajas.

Por la mañana, el ejército romano se puso en marcha, pues Mario había decidido que no era momento para descansar. Los romanos muertos fueron debidamente incinerados y los cadáveres del enemigo quedaron para los buitres. Las legiones avanzaban en cuadro, con la caballería delante y detrás de la compacta columna, y las mulas y el convoy de pertrechos en el centro. Si sobre la marcha se producía un segundo ataque, la maniobra que tenían que hacer los soldados era ponerse de cara a los lados del cuadrado, mientras la caballería se situaba formando alas. La tropa llevaba el casco puesto, con el penacho de crines de colores flameando al viento, y portaba el escudo sin funda y las dos lanzas. No se relajaría la vigilancia hasta que avistasen Cirta.

El cuarto día, cuando estaba previsto alcanzar Cirta a la noche siguiente, los dos reyes volvieron a atacar. Pero esta vez encontraron a Mario preparado. Las legiones formaron en cuadrados, cada uno de ellos configurando un enorme cuadrilátero, con los pertrechos en el centro, y a continuación estos cuadriláteros se deshicieron en filas para duplicar su espesor frente al enemigo. Como siempre, Yugurta contaba con miles de caballos númidas para romper el frente de los romanos. Soberbios jinetes, sus guerreros montaban sin silla ni brida y no llevaban armadura, confiando en la fuerza y la rapidez de la embestida, en su coraje y en la impecable precisión con que manejaban la jabalina y la espada larga. Pero ni su caballería ni la de Boco pudieron abrir brecha en el centro del cuadrado romano y sus fuerzas de infantería se estrellaron contra un compacto muro de legionarios.

Sila combatía en primera línea con la primera cohorte de la primera legión, pues Mario estaba dirigiendo la táctica y el elemento sorpresa era mínimo; cuando las líneas de infantería de Yugurta cedieron, fue Sila quien dirigió la carga, seguido de cerca por Sertorio.

El angustioso deseo de verse libre de Roma para siempre, hizo que Yugurta sostuviese el combate lo más posible, y cuando optó por retirarse ya era demasiado tarde; no le quedaba más remedio que debatirse contra las tropas romanas, ya animadas con la moral del triunfo. La victoria que obtuvieron fue absoluta y terminante. Los ejércitos númida y mauritano fueron destrozados, quedando casi todos sus hombres muertos en el campo de batalla. Pero Yugurta y Boco consiguieron huir.

Mario cabalgó hasta Cirta a la cabeza de una columna exhausta pero jubilosa. Ya no habría guerra a gran escala en Africa, y todos lo sabían. Esta vez Mario acuarteló a sus tropas dentro de Cirta para no exponerlas al enemigo, y las distribuyó entre los hogares de la desventurada población númida, con la cual formó las brigadas que al día siguiente envió a limpiar el campo de batalla, quemar los montones de cadáveres enemigos y recoger los de los romanos para hacerles los funerales adecuados.

Quinto Sertorio quedó encargado de disponer todas las condecoraciones que Mario quería imponer en una revista general del ejército tras la cremación de los caídos, cuya ceremonia también le encomendó. Como era la primera vez que asistía a aquella clase de operación, no tenía ni idea de cómo organizarla, pero era inteligente y mañoso y encontró a un centurión veterano primus pilus, quien le informó.

—Lo que tienes que hacer, Quinto Sertorio —le dijo el veterano—, es coger todas las condecoraciones de Cayo Mario y exponerlas en el estrado del general para que la tropa vea cómo ha sido su carrera de soldado. Estos son buenos chicos, proletarios o no, pero no saben nada de la vida militar ni vienen de una familia con tradición castrense. ¿Cómo van a saber qué clase de soldado ha sido Cayo Mario? ¡Yo sí! Porque he estado con él en todas las campañas en que ha luchado desde... Numancia.

—Pero no creo que tenga aquí las condecoraciones —dijo Sertorio, consternado.

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