El primer hombre de Roma (63 page)

Read El primer hombre de Roma Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
5.96Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Oh, padre! —dijo el joven, tratando virilmente de contener la emoción de su voz, sin conseguirlo; cruzó el cuarto, cogió la mano, se la besó, y después se acercó y rodeó con sus brazos aquellos hombros esqueléticos, arrimando su mejilla a los plateados cabellos.

—No llores, hijo —balbució César—. Pronto ya no estaré. Mañana viene Atenodoro Sículo.

Un romano no lloraba. O se suponía que no debía llorar. Al joven César le parecía un falso código de conducta, pero contuvo sus lágrimas, se apartó y tomó asiento cerca de su padre para conservar su esquelética mano entre las suyas.

—Tal vez Atenodoro sepa un remedio —dijo.

—Atenodoro sabrá lo que sabemos todos; que tengo una excrecencia incurable en la garganta —dijo César—. De todos modos, tu madre espera un milagro, pero ya estoy demasiado mal para contar con que Atenodoro pueda realizarlo. He seguido viviendo por una sola razón: para asegurarme de que todos los miembros de la familia tienen su futuro asegurado y verlos a todos felizmente situados. —Hizo una pausa y con la mano libre alcanzó la copa de vino puro que era ya su único consuelo físico. Dio un par de sorbitos y prosiguió—: Tú eres el que queda, joven Cayo —musitó—. ¿Qué puedo desear para ti? Hace muchos años te concedí un lujo que aún no has reclamado; la libertad de elegir esposa. Creo que ha llegado el momento de que lo hagas. Descansaría más feliz si supiera que quedas decentemente establecido.

El joven César alzó la mano de su padre y se la arrimó a la mejilla, inclinándose para sujetarle el escuálido brazo.

—La he encontrado, padre —dijo—. La he conocido esta noche... ¿No es extraño?

—¿En casa de Publio Rutilio? —inquirió César, perplejo.

—Creo que ha hecho de tercerón —dijo el joven sonriendo.

—Extraño papel para un cónsul.

—Sí —dijo el joven con un suspiro—. ¿Habéis oído hablar de su sobrina Aurelia, la hijastra de Marco Aurelio?

—¿Esa famosa beldad? Todo el mundo debe de haber oído hablar.

—Exacto. Pues de ella se trata.

César puso cara de preocupación.

—Tu madre me ha dicho que tiene una cola de pretendientes que da la vuelta a la casa, y entre ellos los solteros más ricos y nobles de Roma; me han contado que hasta los hay que no son solteros.

—Es la pura verdad —respondió el joven Cayo—. ¡Pero, perded cuidado, pienso casarme con ella!

—Si tu inclinación por ella es cierta, vas a buscarte un mal futuro —dijo César, muy serio—. Las beldades de ese tipo no son buenas esposas, Cayo. Resultan mimadas, caprichosas, veleidosas y respondonas. Déjala para otro y elige una muchacha más humilde —añadió con gesto más relajado—. Afortunadamente no eres nadie en comparación con Lucio Licinio Orator o Cneo Domicio hijo, aunque seas patricio. Marco Aurelio no te hará caso, estoy seguro. Así que no entregues a esa muchacha tu corazón sin pensar en otras.

—¡Se casará conmigo, tata, ya verás!

Ante semejante argumento, Cayo Julio César no tuvo fuerzas para hacer cambiar de opinión a su hijo y dejó que le ayudase a ir hasta el lecho que ocupaba él solo, dado lo agitado y escaso que era su sueño.

 

Aurelia iba tumbada boca abajo en la litera perfectamente cerrada por cortinas, que avanzaba bamboleándose por las colinas entre la casa de su tío Publio y la de su tío Marco. ¡Cayo Julio César hijo! ¡Qué estupendo, era ideal! Pero ¿querría casarse con ella? ¿Qué habría pensado Cornelia, madre de los Gracos?

Cardixa, que compartía la litera con su ama, la miraba con suma atención. Era una Aurelia desconocida. Erguida en un rincón, sosteniendo con cuidado un candil de alabastro para que la litera no fuese totalmente a oscuras, resultaban evidentes los síntomas de un profundo cambio. Veía aquel cuerpo nervioso y tenso de Aurelia ahora relajado y distendido, no apretaba tanto los labios y sus pestañas apenas celaban un destello en sus ojos. Como era muy inteligente, Cardixa sabía perfectamente el motivo del cambio: aquel joven tan bien parecido que Publio Rutilio había ofrecido casi como plato principal. ¡El viejo zorro! Pues si, Cayo Julio César hijo era un hombre estupendo; ideal para Aurelia; había algo que se lo decía.

Independientemente de lo que Cornelia, madre de los Gracos, hubiera hecho en similares circunstancias, cuando se levantó por la mañana, Aurelia ya sabía lo que tenía que hacer. Lo primero fue enviar a Cardixa a casa de los César con un billete para el joven.

"Pídeme en matrimonio", decía escuetamente.

Luego, ya no hizo nada. Se quedó en su estudio y apareció en las comidas, haciéndose notar lo menos posible, consciente de que había cambiado, y evitando que sus padres lo notaran antes de decidirse a actuar.

Al día siguiente aguardó a que Marco Cota terminara de despachar tranquilamente con sus clientes, porque el secretario le había comunicado que no tenía que asistir a ninguna sesión del Senado ni de la plebe y pensaba quedarse en casa un par de horas más.

—Padre.

Cota levantó la vista de los papeles del escritorio.

—Ah, hoy toca padre, ¿no? Pasa, hija, pasa —dijo sonriéndole con afecto—. ¿Quieres que venga tu madre?

—Sí, por favor.

—Pues ve a buscarla.

La muchacha salió para regresar al poco con Rutilia.

—Sentaos, señoras.

Ambas se sentaron una al lado de otra en un diván.

—Bien, Aurelia, dinos.

—¿Ha habido algún nuevo pretendiente? —preguntó ella sin más.

—Pues, sí. Ayer vino a verme el joven Cayo Julio César, y como nada tengo contra él, le apunté en la lista. Con lo que ahora son treinta y ocho.

Aurelia se ruborizó. Cota la miraba fascinado, porque nunca la había visto perder la continencia. Vio asomar la punta de su lengua rosada, que humedecía los labios, y advirtió que Rutilia, igualmente intrigada por aquel rubor, se había girado en el diván para mirar a su hija.

—Ya me he decidido —dijo la muchacha.

—¡Estupendo! ¿Quién es? —instó Cota.

—Cayo Julio César hijo.

—¿Qué? —exclamó Cota sin salir de su asombro.

—¿Quién? —inquirió Rutilia, igualmente pasmada.

—Cayo Julio César hijo —repitió Aurelia pacientemente.

—¡Vaya, vaya! —dijo Cota, sonriente—. El último caballo inscrito gana la carrera.

—¡La apuesta de mi hermano! —exclamó Rutilia—. ¡Por los dioses que es listo! ¿Cómo se le ocurriría?

—Es un hombre extraordinario —dijo Cota a su esposa—. Conociste al joven Cayo anteayer —añadió dirigiéndose a Aurelia— en casa de tu tío... ¿Era la primera vez que le veías?

—Sí.

—Y quieres casarte con él.

—Si.

—Querida niña, es un hombre relativamente pobre —dijo la madre—. No tendrás ningún lujo siendo esposa de Cayo Julio, ¿lo sabes?

—Una no se casa para vivir en el lujo.

—Me alegro de que tengas sentido común para darte cuenta de eso, hija. Sin embargo, no es el hombre que yo te habría elegido —añadió Cota, no muy contento.

—Quisiera saber por qué, padre —replicó Aurelia.

—Son una familia rara. Demasiado... heterodoxa. Y están vinculados ideológicamente, y familiarmente, a Cayo Mario, un hombre que yo detesto profundamente —respondió Cota.

—Al tío Publio le agrada Cayo Mario —replicó Aurelia.

—Tu tío Publio a veces se deja llevar por mal camino —contestó Cota, ceñudo—. No obstante, no está tan embrutecido como para votar contra su propia clase en el Senado a favor de Cayo Mario, mientras que no puedo decir lo mismo de los Julios de la rama de los Cayos. Tu tío Publio ha combatido con Cayo Mario muchos años y es comprensible que eso cree un vínculo. Pero Cayo Julio César padre recibió a Cayo Mario con los brazos abiertos y ha influido para que toda la familia le estime.

—¿Y no se casó Sexto Julio con una de las Claudias más humildes, no hace mucho? —inquirió Rutilia.

—Eso creo.

—Bien, pues es una unión irreprochable. Tal vez los hijos no estimen tanto a Cayo Mario como tú crees.

—Son cuñados, Rutilia.

—Padre, madre —terció Aurelia—, vosotros me dejasteis que eligiera. Voy a casarme con Cayo Julio César, no se hable más —añadió con firmeza pero sin insolencia.

Cota y Rutilia la miraron consternados, pero comprendiendo que la fría y sensible Aurelia estaba enamorada.

—Es cierto —dijo Cota tajante, pensando en que la mejor alternativa era salir lo mejor posible del asunto—. ¡Bien, dejadme! —añadió, dirigiendo un gesto a las dos mujeres—. Tengo que mandar hacer treinta y siete cartas a los escribas. Y supongo que tendré que ir a ver a Cayo Julio César padre, y al hijo.

La carta circular que envió Marco Aurelio Cota decía así:

 

Tras profunda consideración decidí consentir en que mi sobrina y pupila Aurelia eligiese esposo por sí misma. Mi esposa, y madre suya, estuvo de acuerdo. Ésta es para anunciar que Aurelia ya ha elegido. Su esposo será Cayo Julio César, hijo menor del padre conscripto Cayo Julio César. Confío en que os unáis a mí ofreciendo toda suerte de parabienes a la pareja en su próximo matrimonio.

 

El secretario miró a Cota con ojos desorbitados.

—¡Vamos, no os quedéis ahí, manos a la obra! —dijo el cónsul con excesiva brusquedad para ser un hombre tan morigerado—. Quiero treinta y siete copias dentro de una hora, dirigidas a los de esta lista —añadió señalando el papel que tenía en la mesa—. Las firmaré para que se entreguen en mano inmediatamente.

El secretario se puso en acción al mismo tiempo que se difundía el rumor, que fácilmente alcanzó a los destinatarios antes que las cartas. Muchos fueron los corazones heridos y los nuevos rencores cuando se supo la noticia, pues era evidente que la elección de Aurelia era emocional y nada práctica, lo que la hacía más imperdonable, pues a ninguno de los pretendientes que ocupaban los primeros puestos de la lista le gustó verse desplazado por el hijo menor de un simple senador sin voto, por muy ilustre que fuese su linaje. Además, el afortunado era demasiado bien parecido, y eso solía considerarse una ventaja injusta.

Una vez repuesta de la primera impresión, Rutilia se sintió inclinada a aprobar la elección de su hija.

—¡Ah, piensa en los niños que tendrá! —le dijo a Cota, mientras éste se ataviaba con la toga bordada en púrpura para aventurarse a visitar la casa de Julio César, situada en una zona menos lujosa del Palatino—. Dejando el dinero aparte, es una buena unión para un Aurelio, y no digamos un Rutilio. Los Julianos son un linaje de gran solera.

—Los linajes de solera no dan para comer —gruñó Cota.

—¡Oh, vamos, Marco Aurelio, no está tan mal! La relación con Mario ha servido a los Julios para aumentar enormemente su fortuna, y seguirá haciéndolo. No veo nada que impida al joven Cayo Julio ser cónsul. Me han contado que es muy inteligente y capaz.

—Lo que sí es es guapo —replicó Cota, poco convencido.

No obstante, se colocó bien la magnífica toga, él que también era un hombre guapo, aunque con la tez rubicunda de los Cotas, una familia cuyos miembros no llegaban a una edad muy avanzada por ser proclives a la apoplejía.

El joven Cayo Julio César no estaba en casa, le dijeron, y optó por preguntar por el padre, sorprendiéndose cuando el mayordomo le miró con gesto grave.

—Excusadme, Marco Aurelio, que pregunte —dijo el hombre—, porque Cayo Julio no se encuentra bien.

Era la primera noticia que tenía Cota de que estuviera enfermo; pensándolo bien, se dio cuenta de que, efectivamente, hacía tiempo que no le veía por el Senado.

—Espero —dijo.

—Cayo Julio os recibirá —dijo el mayordomo al regresar al poco rato, y condujo a Cota al despacho—. Os prevengo para que no os sorprenda su aspecto.

Agradecido por el aviso, Cota contuvo su reacción cuando aquellos dedos descarnados hicieron el inmenso esfuerzo de tenderse para estrecharle la mano.

—Marco Aurelio, es un placer —dijo César—. ¡Sentaos, sentaos! Lamento no poder levantarme, pero el mayordomo os habrá dicho que no me encuentro bien —añadió con un esbozo de sonrisa—. Puro eufemismo: me estoy muriendo.

—Oh, vamos... —replicó Cota, incómodo, sentándose en el borde de la silla, olfateando; había un olor particular en aquel cuarto, algo desagradable.

—Sí, tengo una excrecencia en la garganta. Esta mañana me lo ha confirmado Atenodoro Siculo.

—Lamento oíroslo decir, Cayo Julio. Vuestra ausencia en la cámara se hará notar dolorosamente, en particular por parte de mi cuñado Publio Rutilio.

—Un buen amigo —dijo César, parpadeando fatigosamente con sus ojos enrojecidos—. Me imagino por qué habéis venido, Marco Aurelio, pero os ruego que me lo expongáis.

—Cuando la lista de pretendientes de mi sobrina y pupila Aurelia creció tanto y con nombres tan importantes que temí elegirle esposo por no dejar a mis hijos con más enemigos que amigos, opté por permitir que lo eligiera ella misma —dijo Cota—. Hace dos días conoció a vuestro hijo menor en casa de su tío Publio Rutilio, y hoy me ha comunicado que le ha elegido por esposo.

—Y a vos os desagrada tanto como a mi —dijo César.

—Así es —respondió Cota con un suspiro—. Pero como he dado mi palabra, debo cumplirla.

—Yo hice la misma concesión a mi hijo hace muchos años —añadió César, sonriendo—. Acordemos, pues, llevar el asunto lo mejor posible y esperemos que nuestros hijos tengan más sentido común que nosotros.

—Efectivamente, Cayo Julio.

—Querréis conocer los datos de mi hijo...

—Me los hizo saber él al pedirme la mano.

—Quizá no los haya expuesto debidamente. Cuenta con tierras suficientes para asegurarse un puesto en el Senado, pero de momento, nada más —dijo César—. Desgraciadamente no estoy en posición de poder adquirir una segunda casa en Roma, y eso es un inconveniente, porque esta casa es para mi hijo mayor Sexto, que acaba de casarse y vive en ella con su esposa, que ya se encuentra encinta. Mi muerte es inminente, Marco Aurelio. Después, Sexto será el paterfamilias y mi hijo menor tendrá que buscarse otro sitio al casarse.

—Sabréis, sin duda, que Aurelia tiene una cuantiosa dote —replicó Cota—. Quizá, lo más razonable sería invertirla en una casa —añadió con un carraspeo—. De su padre, mi hermano, heredó una buena cantidad que ha estado invertida todos estos años. Pese a las alzas y bajas del mercado, en estos momentos ascenderá a unos cien talentos. Con cuarenta talentos se puede comprar una casa más que aceptable en el Palatino o el Carinae. Naturalmente, se pondría a nombre de vuestro hijo, pero si se produjera el divorcio, vuestro hijo repondría la suma que costase la casa. Sin embargo, aparte del divorcio, a Aurelia aún le quedaría dinero suficiente para no pasar necesidades.

Other books

The Amnesia Clinic by James Scudamore
The Unknown Bridesmaid by Margaret Forster
The Great Hunt by Robert Jordan
Breathe by Christopher Fowler
Netherwood by Jane Sanderson
Prior Bad Acts by Tami Hoag
All The Stars In Heaven by Michele Paige Holmes
Blue Bedroom and Other Stories by Rosamunde Pilcher