El prisionero respiraba y estaba tiritando. No, sollozando. Kip miró a su alrededor; no había nadie más a la vista.
—¿Por qué no terminas de una vez, maldito seas?
Kip se quedó paralizado. Pensaba que se había acercado sin hacer ruido.
—Cobarde —continuó el hombre—. Me imagino que solo estarás cumpliendo órdenes. Orholam te aplastará por lo que estás a punto de hacerle a la pequeña ciudad de Rekton.
Kip no tenía la menor idea de a qué se refería el hombre.
Al parecer, su silencio habló por sí solo.
—No eres uno de ellos. —Una nota de esperanza tiñó la voz del prisionero—. ¡Ayúdame, por favor!
Kip dio un paso adelante. El hombre estaba sufriendo. Se detuvo. Miró al soldado fallecido. La pechera de su camisa estaba empapada de sangre. ¿Lo habría matado este prisionero? ¿Cómo?
—Por favor, déjame encadenado si quieres. Pero, por favor, no quiero morir a oscuras.
Aunque le parecía una crueldad, Kip guardó las distancias.
—¿Lo has matado?
—Mi ejecución estaba prevista para el alba. Escapé. Siguió mi rastro y consiguió echarme al saco por encima de la cabeza antes de perecer. Si el amanecer está cerca, su sustituto llegará de un momento a otro.
Kip seguía sin entenderlo. En Rekton nadie confiaba en los soldados que pasaban por allí, y la alcaldesa había pedido a los jóvenes de la ciudad que evitaran su compañía durante algún tiempo; al parecer el nuevo sátrapa, Garadul, se había declarado libre del control de la Cromería. Ahora era el rey Garadul, afirmaba, pero esperaba que los jóvenes de la ciudad continuaran engrosando sus levas. La alcaldesa había dicho a su representante que, puesto que ya no ostentaba el título de sátrapa, había perdido cualquier derecho a exigir levas. Rey o sátrapa, Garadul no aceptaría esa decisión de buen grado, pero Rekton era demasiado pequeña como para merecer su atención. Aun así, lo más prudente sería evitar a sus soldados hasta que las aguas volvieran a su cauce.
Por otro lado, que Rekton no gozara del favor del sátrapa en estos momentos tampoco convertía automáticamente a este hombre en amigo de Kip.
—Así que eres un delincuente —dijo Kip.
—De los de seis sombras hasta el Día del Sol —replicó el hombre. La esperanza se desvaneció de su voz—. Escucha, muchacho… eres un niño, ¿verdad? Lo pareces por tu voz. Hoy voy a morir. No puedo escapar. Ni quiero hacerlo, la verdad sea dicha. Estoy harto de huir. Esta vez lucharé.
—No lo entiendo.
—Tiempo al tiempo. Quítame la capucha.
Pese a las dudas indeterminadas que aún lo asaltaban, Kip desató el medio nudo que sujetaba el saco alrededor del cuello del hombre y le descubrió la cabeza.
Al principio, Kip no supo a qué se refería el prisionero, que se sentó con los brazos inmovilizados aún a la espalda. Debía de rondar la treintena, tyreano como Kip pero de piel más clara, con el cabello ondulado en vez de rizado, esbeltas y musculosas las extremidades. Entonces Kip reparó en sus ojos.
Las personas que podían controlar la luz y crear luxina —los denominados trazadores— siempre poseían unos ojos extraordinarios, impregnados de un tenue residuo de cualquiera que fuese el color que trazaban. A lo largo de su vida, el iris entero terminaba tiñéndose de rojo, o de azul, o de cualquiera que fuese su color. El prisionero era un trazador verde, o lo había sido. En lugar de estar confinado a un halo alrededor del iris, el verde se mostraba en fragmentos, como vajilla hecha añicos contra el suelo. Unos diminutos fragmentos de color verde relucían incluso en el blanco de sus ojos. Kip emitió un grito ahogado y retrocedió.
—¡Por favor! —imploró el hombre—. Por favor, no estoy loco. No te haré daño.
—Eres un engendro de los colores.
—Y ahora sabes por qué escapé de la Cromería.
Porque la Cromería sacrificaba a los engendros de los colores, como haría cualquier granjero con un perro que sucumbiese a la rabia, por mucho cariño que le profesara.
Kip se disponía a salir corriendo, pero el hombre no hizo ningún gesto amenazador. Además, todavía reinaba la oscuridad. Incluso los engendros de los colores requerían luz para trazar. La niebla parecía estar levantándose, no obstante, y el horizonte comenzaba a teñirse de gris. Conversar con un loco era una insensatez, pero no tenía por qué ser peligroso. No hasta que despuntara el sol, al menos.
El engendro de los colores había adoptado una expresión extraña mientras observaba a Kip.
—Ojos azules. —Se rió.
Kip frunció el ceño. Odiaba sus ojos azules. Era distinto que un extranjero como maese Danavis tuviera los ojos azules. A él le quedaban bien. Kip parecía un bicho raro.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el engendro de los colores.
Kip tragó saliva con dificultad mientras pensaba que lo más prudente sería alejarse de allí.
—Venga, por el amor de Orholam, ¿crees que voy a embrujarte con tu nombre? ¿Hasta dónde llega la ignorancia en este rincón olvidado? No es así como funciona la cromaturgia…
—Kip.
El engendro de los colores esbozó una sonrisa.
—Kip. Bueno, Kip, ¿no te has preguntado nunca qué haces atrapado en una vida tan modesta? ¿No has tenido nunca la impresión, Kip, de que eres alguien especial?
Kip guardó silencio. Sí, y sí.
—¿Sabes por qué sientes que te aguarda un destino mayor?
—¿Por qué? —preguntó Kip con voz queda, esperanzado.
—Porque eres un mierdecilla arrogante. —El engendro de los colores se carcajeó.
No debería haber pillado a Kip con la guardia baja. Su madre le había dicho cosas peores. Aun así, tardó un momento en reaccionar. Un pequeño fracaso.
—Púdrete en el infierno, cobarde. Ni siquiera eres capaz de correr. Capturado por soldados con los pies de plomo.
Las risas del engendro de los colores arreciaron.
—Ah, pero es que no me capturaron. Me reclutaron.
¿Quién querría que un demente se uniera a sus filas?
—No sabían que eras un…
—Sí, sí que lo sabían.
El miedo se instaló en el estómago de Kip como una piedra pesada.
—Has mencionado mi ciudad. Antes. ¿Qué se proponen?
—¿Sabes?, Orholam es un bromista. No me había dado cuenta hasta ahora. Eres huérfano, ¿verdad?
—No. Mi madre está viva —replicó Kip. Se arrepintió inmediatamente de haberle revelado siquiera esa migaja de información al engendro.
—¿Me creerías si te dijera que existe una profecía acerca de ti?
—No tuvo gracia ni siquiera la primera vez. ¿Qué va a pasarle a mi ciudad? —El amanecer estaba cerca, y Kip no tenía intención de quedarse a esperarlo. No era solo que entonces se produciría el relevo de la guardia, sino que Kip no sabía qué sería capaz de hacer el engendro cuando hubiera luz.
—¿Sabes?, tú eres el motivo de que esté aquí. No aquí, aquí. No en plan ¿«por qué existo»? No en Tyrea. Encadenado, quiero decir.
—¿Qué?
—La locura contiene poder, Kip. Claro que… —Dejó la frase flotando en el aire mientras se reía de algún pensamiento privado. Recuperó la compostura—. Mira, ese soldado tiene una llave en el bolsillo de la pechera. No pude sacarla, no con… —Sacudió las manos, inmovilizadas por los grilletes a su espalda.
—¿Y por qué iba a ayudarte?
—Por un puñado de respuestas sinceras antes de que salga el sol.
Chiflado y retorcido. Estupendo.
—Dame una antes.
—Dispara.
—¿Qué van a hacer con Rekton?
—Fuego.
—¿Cómo?
—Lo siento, has dicho que querías una.
—¡Eso no es ninguna respuesta!
—Van a arrasar tu aldea. Se tratará de un castigo ejemplar, para que nadie más ose desafiar al rey Garadul. La sublevación se ha extendido a otros lugares. La rebelión del rey contra la Cromería no se ve con buenos ojos en todas partes. Por cada ciudad que arde en deseos de vengarse del Prisma hay otra que no quiere saber nada de la guerra. Tu aldea ha sido elegida a propósito. En cualquier caso, me remordía la conciencia y me opuse. Se cruzaron unas cuantas palabras. Le di un puñetazo a mi superior. La culpa no fue enteramente mía. Saben que los verdes no nos llevamos bien con las normas y la jerarquía. Y menos cuando hemos roto el halo. —El engendro de los colores se encogió de hombros—. Ya está, una respuesta sincera. Con eso me he ganado la llave, ¿no crees?
Era demasiada información como para asimilarla de golpe (¿romper el halo?), pero había sido una respuesta sincera, sin duda. Kip se acercó al cadáver, cuya piel se veía pálida con la creciente claridad. Échale valor, Kip. Averigua todo cuanto puedas.
Kip sabía que el amanecer estaba a la vuelta de la esquina. La noche comenzaba a poblarse de formas siniestras. La colosal silueta geminada de la Roca Hendida se manifestaba allí donde las estrellas desaparecían del firmamento.
¿Qué necesito saber?
Titubeó, reticente a tocar al difunto. Se arrodilló.
—¿Por qué mi ciudad? —Tanteó el bolsillo del difunto, con cuidado de no tocar la piel. Allí estaba, dos llaves.
—Creen que tienes algo que pertenece al rey. No sé de qué se trata. Solo pude escuchar eso a hurtadillas.
—¿Qué podría tener Rekton que interese al monarca?
—No he dicho que Rekton tenga nada. Me refiero a ti.
Kip tardó un segundo en encajar la respuesta.
—¿Yo? —Se llevó la mano al pecho—. ¿Yo personalmente? ¡Pero si no tengo nada!
El engendro de los colores esbozó una sonrisa enloquecida, pero a Kip le pareció que era fingida.
—Entonces debe de tratarse de un trágico error. Error por su parte, y trágico para ti.
—¡¿Qué, piensas que miento?! ¿Crees que estaría aquí fuera, recogiendo restos de luxina, si tuviera elección?
—Lo cierto es que me trae sin cuidado. ¿Me vas a acercar esa llave o te lo tengo que pedir por favor?
Darle las llaves sería un error. Kip lo sabía. El engendro no estaba en sus cabales. Era peligroso. Él mismo lo había reconocido. Pero había cumplido su palabra. ¿Cómo podía faltar Kip a la suya?
Kip abrió los grilletes del hombre, primero, y después el candado que sujetaba las cadenas. Retrocedió con cuidado, como si tuviera delante una fiera salvaje. El engendro fingió no darse cuenta mientras se frotaba los brazos y se estiraba en todas direcciones. Se acercó al guardia y volvió a registrarle los bolsillos. Su mano emergió con un par de anteojos verdes con una lente resquebrajada.
—Podrías venir conmigo —sugirió Kip—. Si lo que dices es cierto…
—¿Cuánto crees que me dejarían acercarme a la ciudad antes de que saliera alguien corriendo, armado con un mosquete? Además, cuando salga el sol… Estoy preparado para lo que venga. —El engendro de los colores respiró hondo, con la mirada perdida en el horizonte—. Dime, Kip, si te has pasado la vida haciendo cosas malas, pero mueres haciendo algo bueno, ¿crees que lo uno compensará lo otro?
—No —respondió con sinceridad Kip, sin poder evitarlo.
—Yo tampoco.
—Pero es mejor que nada —dijo Kip—. Orholam es misericordioso.
—Me pregunto si seguirás pensando lo mismo cuando hayan terminado con tu aldea.
Kip tenía muchas más preguntas, pero los acontecimientos se habían precipitado de tal modo que no lograba ordenar sus ideas.
A la luz creciente Kip vio lo que ocultaban la niebla y la oscuridad. Cientos de tiendas ordenadas con precisión militar. Soldados. Muchos soldados. Mientras Kip enderezaba la espalda, a menos de doscientos pasos de la tienda más próxima, la llanura empezó a rutilar. Los destellos brotaban de los fragmentos de luxina como estrellas esparcidas por el suelo, reflejo de sus hermanas en el firmamento.
Era lo que Kip había venido a buscar. Por lo general, cuando un trazador liberaba luxina, esta se disolvía sin más, fuera del color que fuese. Pero en la batalla había habido tanto caos, tantos trazadores, que varios restos de magia sellada habían quedado enterrados y a salvo de la luz solar que podría desintegrarlos. Las últimas lluvias habían dejado más al descubierto.
Los ojos de Kip, sin embargo, se vieron apartados de la reluciente luxina por cuatro soldados y un hombre embozado en una brillante capa roja, con anteojos del mismo color, que se encaminaban hacia ellos procedentes del campamento.
—Me llamo Gaspar, por cierto. Gaspar Elos —anunció el engendro de los colores, sin mirar a Kip.
—¿Cómo?
—No soy un trazador cualquiera. Mi padre me quería. Tenía planes. Una chica. Una vida.
—No lo…
—Ya lo entenderás. —El engendro se puso las gafas verdes; encajaban a la perfección, ajustadas a su rostro, alargadas a los lados las lentes para que, mirara donde mirase, lo viera todo a través de un filtro verde—. Y ahora, largo de aquí.
Gaspar exhaló un suspiro mientras el sol acariciaba el horizonte. Era como si Kip se hubiera desvanecido. Era como ver a su madre aspirar la primera bocanada de cencellada. Entre los rutilantes espatos de verde oscuro, el blanco de los ojos de Gaspar se arremolinó como gotas de sangre glauca al hundirse en el agua, dispersándose antes de teñir todo el conjunto. El verde esmeralda de la luxina se expandió por sus ojos, se espesó hasta solidificarse y continuó propagándose. Se deslizó por sus mejillas, por las raíces de sus cabellos y por su cuello hasta brillar con fiereza al llegar por fin a las uñas, como si alguien las hubiera pintado de jade radiante.
Gaspar se echó a reír. Era un sonido ronco, un cloqueo disparatado e incesante. Las carcajadas de un loco. Ahora no estaba fingiendo.
Kip empezó a correr.
Llegó al túmulo funerario en el que estaba apostado el centinela, con cuidado de mantenerse en el lado opuesto al ejército. Tenía que ver a maese Danavis. Maese Danavis siempre sabía qué hacer.
Ahora no había ningún centinela en la colina. Kip se giró a tiempo de ver a Gaspar cambiar y transformarse. La luxina verde brotó de sus manos y se propagó por su cuerpo, cubriéndolo por completo como una concha, como una armadura gigantesca. Kip no podía ver a los soldados ni al trazador rojo que se acercaban a Gaspar, pero sí vio una bola de fuego del tamaño de su cabeza que volaba al encuentro del engendro de los colores, se estrelló contra su pecho y estalló, arrojando llamas en todas direcciones.
Gaspar se abrió paso entre la conflagración, envuelto en llameante luxina roja que se adhería a su armadura verde. Su aspecto era magnificente, poderoso y aterrador. Corrió hacia los soldados profiriendo alaridos desafiantes, y el muchacho lo perdió de vista.