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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (7 page)

BOOK: El prisma negro
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Las risas fueron el desencadenante. Una cosa era rendirse y morir, y otra permitir que unos majaderos te asesinaran entre risitas bobaliconas. Pero no había tiempo. Los jinetes se acercaban a galope tendido, arrollando los verdes tallos de hierba tierna y radiante como pensaban arrollar a Kip. Se dividieron en el último momento. Uno de ellos se cambió el vechevoral a la mano izquierda para poder atacar a Kip simultáneamente.

Kip dio un salto y atacó, decidido a borrar al menos una de aquellas estúpidas sonrisas con el puño antes de morir. Fue un respingo demasiado corto y precipitado, pero mientras el cuerpo de Kip volaba al encuentro de las lanzas extendidas, una radiante masa verde brotó de su interior. Sintió una ráfaga de energía que escapaba de su cuerpo. Una docena de briznas de hierba surgieron de su mano con el ímpetu del puñetazo, desgarrándole la piel en el proceso. Conforme la luz verde continuaba manando de él, engrosaron hasta adquirir el tamaño de puyas de garrocha y se transformaron en amenazadoras cuchillas.

Los jinetes apenas si tuvieron tiempo de dar un brusco tirón a las riendas antes de estrellarse contra el muro de lanzas. Los vechevorales salieron disparados de sus manos cuando los caballos se empalaron, levantados del suelo por el ángulo de las lanzas, partiendo las más adelantadas con la fuerza del impacto, tan solo para encontrar más detrás de esas y terminar de quedar ensartados. Los jinetes fueron arrojados de sus sillas contra las aristas verdes que los aguardaban. El más delgado de los dos se enganchó y quedó en suspensión a un paso y medio del suelo. El jinete más corpulento rompió las lanzas y cayó pesadamente de espaldas al lado de Kip.

El muchacho, estupefacto, tardó una eternidad en comprender qué había ocurrido. Oyó un grito procedente del puente:

—¡Un trazador! ¡Un trazador verde!

Se miró las manos. El verde radiante rezumaba lánguidamente de las ensangrentadas puntas de sus dedos; el color exacto de la hierba, y las lanzas. Presentaba cortes en los nudillos, las muñecas y debajo de las uñas, como si algo le hubiese desgarrado la piel al salir de su cuerpo. El aire estaba impregnado de una fragancia mezcla de cedro y resina.

Kip sintió un mareo. Alguien maldecía en voz baja, desesperado. Se giró.

Era el soldado, que se desangraba en el suelo a escasa distancia de él. Kip no entendía cómo seguía con vida. Las cuatro lanzas que le atravesaban el cuerpo comenzaban a desaparecer, combándose por su propio peso, reluciendo como si hirvieran por dentro, evaporándose. El soldado aspiró una bocanada de aire. El movimiento hizo que las dos lanzas que le atravesaban el pecho se movieran. El soldado sollozó y blasfemó, y las lanzas se desvanecieron lentamente, dejando tan solo una arenilla verde que se mezcló con la sangre. Pese a la cogulla torcida que caía sobre el rostro del hombre, Kip vio el destello de sus ojos oscuros, anegados de lágrimas.

Por unos instantes, Kip se había sentido «conectado». El verde era unidad, crecimiento, naturaleza, integridad. Pero mientras goteaba de sus dedos, con las grandes lanzas combadas como flores marchitas, volvió a sentirse solo de nuevo. Asustado. El más menudo de los jinetes, colgado de una arista, se liberó con un golpetazo y la cota repicó al golpear el suelo. Las lanzas tremolaron, se disiparon y se desmenuzaron como si estuvieran hechas de polvo pesado.

Kip oyó unos hipidos. Se trataba del más corpulento de los jinetes, que seguía maldiciendo. El hombre respiró hondo y sucumbió a un repentino ataque de tos, salpicando de sangre la malla que le cubría la cara. Rodó hasta quedar tendido de bruces, y otro reguero de sangre escapó del toep roto.

Kip se dio la vuelta. Dirigió la mirada hacia el puente. Los soldados del rey habían desaparecido. Kip solo podía aventurar que habían asumido que algún trazador adiestrado había acudido en su rescate. Quizá esperaran a que oscureciera antes de empezar a buscarlo, o puede que tuvieran su propio trazador en el campamento. Fuera como fuese, Kip tendría que emprender la huida, y cuanto antes.

Se giró con piernas temblorosas, sintiendo un hormigueo en los dedos, entumecido por la pena y el agotamiento, y encaminó sus pasos tambaleantes hacia el naranjal.

9

Mientras caía en picado, Gavin Guile dejó atrás aulas y barracones con la seguridad de que no pocos curiosos se agolparían en las ventanas para ver qué sucedía a continuación. De hecho, puesto que hoy era el primer día de clase de trazo para los tenues, su acción con toda probabilidad serviría de ejemplo gráfico con el que ilustrar una de las primeras enseñanzas de todos los magísteres.

El magíster encendía una vela y pedía a los estudiantes que le dijeran qué estaba pasando. Esto siempre daba a los magísteres multitud de oportunidades para regañar a los desconcertados chiquillos, que invariablemente respondían: «Está ardiendo». «Pero ¿qué significa esa palabra, “ardiendo”?» «Esto… ¿que está ardiendo?» Tarde o temprano se llegaba a la conclusión de que todo fuego comenzaba con algo tangible y terminaba con algo que era casi intangible. Cuando ardía una vela, ¿qué ocurría con el sebo? Producía energía, una energía que se experimentaba en forma de luz y calor, con algún residuo, en mayor o menor proporción según la eficiencia de la combustión de la vela.

La magia funcionaba al revés. Comenzaba con energía, luz o calor, y su expresión siempre era física. La luxina emanaba de uno mismo. Se podía tocar, controlar… o ser controlado por ella.

A medio camino, Gavin trazó una boneta y un arnés del frío azul del cielo, con algo de verde añadido para prestarles flexibilidad. El improvisado paracaídas se abrió con un chasquido y aminoró su descenso. A escasos pasos del suelo, proyectó unos surtidores de subrojo que lo frenaron hasta permitirle posarse con suavidad en la calle. La boneta se disolvió en polvo azul y arenilla verde con un olor mezcla de resina, tiza y cedro. Encaminó sus pasos hacia el malecón.

La encontró en cuestión de minutos, recién llegada a los muelles a su vez, con un petate colgado del hombro. Se había cambiado el uniforme de la Guardia Negra, pero seguía llevando pantalones. Karris solo se ponía vestido una vez al año, para el Baile de los Señores de la Lux, donde era obligatorio. De alguna manera también se había teñido el pelo hasta dejárselo casi negro para no llamar tanto la atención en Tyrea.

Aunque era imposible no llamar la atención con esos ojos, como un firmamento esmeralda tachonado de rubíes. Karris era un bicromo de verde y rojo, prácticamente un policromo. Había odiado toda su vida ese «prácticamente». Su arco rojo se adentraba tan lejos en el subrojo que podía trazar fuego, pero no era capaz de trazar luxina subroja estable. Había suspendido el examen. Dos veces. Daba igual que pudiera trazar más subrojo que muchos trazadores de subrojo, o que fuese la trazadora más veloz que Gavin hubiera visto nunca. No era un policromo.

Pero, por otra parte, los policromos eran demasiado valiosos como para permitir que se unieran a la Guardia Negra.

—¡Karris! —exclamó Gavin mientras corría para alcanzarla.

La mujer se detuvo y lo esperó con expresión intrigada.

—Lord Prisma —dijo a modo de saludo, siempre cortés en público; y evidentemente, sin haber leído la nota todavía.

Gavin se situó a su altura.

—Bueno —dijo—. Conque Tyrea.

—El mismísimo sobaco de las Siete Satrapías.

Cinco años, cinco grandes propósitos, Gavin. Llevaba fijándose objetivos desde que se convirtió en Prisma, tanto para concentrarse como a modo de distracción. Siete por cada período de siete años. Y el primero era, siempre lo había sido, contarle toda la verdad a Karris. Una verdad que podría estropearlo todo. Lo que hice. Por qué. Y por qué puse fin a nuestro compromiso hace quince años.

Y por eso te puedes pudrir eternamente en ese infierno azul, hermano.

—Se trata de una misión importante.

Karris se encogió de hombros.

—¿Por qué será que las misiones importantes nunca me llevan a Ruthgar o al Bosque de Sangre?

Gavin soltó una risita. Ruthgar era la nación más próspera y civilizada de las Siete Satrapías, y por supuesto, como trazadora verde, Karris sentía una poderosa afinidad con las Llanuras Verdegueadas. Al mismo tiempo, el Bosque de Sangre era el lugar de origen de su pueblo, y no había vuelto a pasear entre las secoyas desde que era una cría.

—¿Por qué no acortar el viaje? Te puedo dar un paseo hasta allí.

—¿Hasta Tyrea? ¡Pero si está al otro lado del mar!

—Me pilla de camino a un engendro de los colores con el que debo enfrentarme. —Y quizá no disponga de muchas más oportunidades de estar cerca de ti.

Karris frunció el ceño.

—Últimamente parece que hay muchos engendros.

—Siempre parece que hay muchos últimamente. ¿Recuerdas el verano pasado, cuando se avistaron seis en otros tantos días, y después ninguno en tres meses?

—Supongo que tienes razón. ¿De qué tipo? —preguntó. Como tantos trazadores, profesaba una antipatía especial a los engendros originarios de su propio color.

—Azul.

—Ah. Entonces, me imagino que partirás cuanto antes. —Karris conocía el particular odio de Gavin por los engendros azules—. Espera, ¿vas a cazar un engendro azul… en Tyrea? —preguntó, girándose para observarlo con sus fascinantes ojos verdes jaspeados de motitas rojas.

—En las afueras de Ru, en realidad. —Gavin carraspeó.

Karris soltó una carcajada. A sus treinta y dos años, su rostro presentaba unas ligerísimas arrugas; más fruto de los ceños fruncidos que de las sonrisas, lamentablemente, pero conservaba los hoyuelos en las mejillas. No era justo. Después de tantos años, la belleza de una mujer no debería ser capaz de penetrar con tanta impunidad en el pecho de un hombre y oprimirlo hasta arrebatarle el aliento. Sobre todo cuando jamás podría ser suya.

—¡Tyrea está a mil leguas de Ru!

—Un par de cientos, a lo sumo. Si dejas de malgastar la luz del sol discutiendo conmigo, podría dejarte allí antes de que anochezca.

—Gavin, eso es imposible. Hasta para ti. Y aunque lo fuera, no podría pedirte…

—No me has pedido nada. Me he ofrecido voluntario. Dime, ¿realmente prefieres pasarte dos semanas encerrada en una corbeta? Hoy está despejado, pero ya sabes cómo se presentan esas tormentas. Tengo entendido que la última vez que viajaste en barco te pusiste tan verde que podías trazar a partir de tu propia piel.

—Gavin…

—¿Se trata de una misión importante o no?

—La Blanca te matará por esto. Tiene una úlcera con tu nombre, ¿lo sabías? Literalmente.

—Soy el Prisma. Alguna ventaja tiene que tener. Además, me gusta hacer de transportista.

—Eres incorregible —claudicó Karris.

—Todos tenemos nuestro propio talento especial.

10

El olor a naranjas y humo despertó a Kip. Seguía haciendo calor, el sol de la tarde se deslizaba entre las hojas y le hacía cosquillas en la cara. De alguna manera, se las había apañado para llegar a uno de los naranjales antes de desplomarse. Recorrió las hileras, largas y perfectas, con la mirada en busca de soldados antes de incorporarse. Aún sentía la cabeza embotada, pero el olor del humo ahuyentó cualquier pensamiento sobre sí mismo.

Mientras se acercaba a la linde del naranjal, el olor se intensificó y el aire se tornó más espeso. Kip atisbó destellos de luz a lo lejos. Salió del calvero y vio cómo el sol se ponía tras la mansión de la alcaldesa, el edificio más alto de Rekton. Ante sus ojos, el sol pasó de un bello rojo oscuro a algo más oscuro y siniestro. Entonces Kip volvió a ver la luz: fuego. Una gruesa columna de humo se arremolinó de repente en el cielo y, como si fuera una señal, la humareda se alimentó de una docena de lugares repartidos por toda la ciudad. En cuestión de momentos, el humo se concretó en furiosas conflagraciones que señoreaban a docenas de pasos de altura sobre los tejados.

Kip oyó gritos. Las ruinas de una estatua antigua yacían desperdigadas por el naranjal. Los vecinos de la ciudad siempre la habían llamado el Hombre Roto. Se había disuelto en su mayoría a lo largo de los siglos desde su caída, pero la cabeza seguía estando ilesa en gran parte. Hacía mucho tiempo, alguien había labrado escalones en el cuello roto. La cabeza era tan alta que desde arriba se podían contemplar las puestas de sol sobre los naranjos. Era uno de los lugares predilectos de las parejas de enamorados. Kip subió por la escalera.

La ciudad estaba en llamas. Cientos de soldados a pie rodeaban la ciudad formando un inmenso círculo irregular. Cuando el fuego expulsó a un grupo de personas de su escondite, Kip vio a los jinetes del rey Garadul preparar sus lanzas. Se trataba de la anciana señora Delclara y sus seis hijos, los picapedreros. El más alto de todos, Micael, cargaba con ella sobre uno de sus fuertes hombros. Estaba gritando algo a los otros, pero Kip no logró entender lo que decía. Los hermanos corrían juntos en dirección al río, como si allí esperaran encontrar refugio.

No iban a conseguirlo.

Los jinetes bajaron las lanzas cuando sus monturas cargaron a galope tendido, a unos treinta pasos de la familia fugitiva.

—¡Ahora! —chilló Micael. Kip pudo oírlo desde su atalaya.

Cinco de los hermanos se arrojaron al suelo. Zalo fue demasiado lento. Una lanza le golpeó la espalda y lo derribó de bruces. Dos más resultaron ensartados cuando sus perseguidores se apresuraron a corregir la orientación de sus armas para alcanzar a los hombres agachados en el suelo. El perseguidor de Micael bajó su lanza a su vez, pero falló. El arma se incrustó con fuerza en el suelo.

El jinete no soltó la lanza a tiempo, y la fuerza de su propia carga lo arrancó de la silla.

Micael corrió hasta el soldado inerte y desenfundó el vechevoral del hombre, a quien estuvo a punto de separarle la cabeza del cuerpo de un tajo feroz, pese a las capas de malla.

Pero los demás jinetes ya habían tirado de las riendas y en cuestión de segundos se alzó un bosque de acero relampagueante que impidió que Kip viera a Micael, su hermano y su madre.

Sobrevino a Kip una arcada. A una señal que ni vio ni oyó, los jinetes se reagruparon y emprendieron la carga contra nuevas víctimas a lo lejos. Kip no pudo por menos de alegrarse de que estuvieran lo bastante lejos como para no poder reconocerlas.

Alrededor del resto de la ciudad, los soldados de a pie estrechaban su cerco.

¡Madre! Kip llevaba varios minutos contemplando el incendio de la ciudad y no le había dado tiempo a pensar en nada. Su madre estaba allí dentro. Tenía que ir a buscarla.

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