El prisma negro (32 page)

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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

BOOK: El prisma negro
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Unos pocos viandantes sonrieron con picardía. Al parecer esta era la clase de chiste que nunca perdía la gracia.

—¿Es por esto que…? —tartamudeó Kip mientras se acordaba de usar el término apropiado—. ¿Es por esto que mi tío quería que entrara por aquí?

—Parte de la razón, estoy seguro. Cada vez que tenemos que bregar con un rey recalcitrante, o sátrapa, o reina, o satrapesa, o lord pirata, nos aseguramos de que crucen con la marea alta. Es un bonito recordatorio de con quién están tratando.

¿«Bonito» recordatorio?

La siguiente ola también arrolló el puente, y pronto incluso las concavidades entre las olas eran más altas que el fondo del puente. Para cuando Kip y Puño de Hierro salieron de él, estaba medio sumergido en el mar. Increíble. Kip no se había criado en el mar, pero incluso él sabía que era inusual que la marea subiera tan duro y alto y rápido. Hizo que se preguntara si no habría magia de por medio. Y en todo momento, el puente ni siquiera se estremeció. Menudo recordatorio.

El puente se curvó hacia arriba antes de depositarlos en la orilla, por supuesto, pero cuando lo hizo Kip por fin pudo empezar a prestar atención a la Cromería.

Las dos primeras torres, a la derecha y la izquierda conforme uno salía al Pequeño Jaspe, estaban más juntas que las dos torres del fondo, bien para ayudar a fortalecer el muro junto a la inmensa puerta donde era más probable que fuera atacada o…

Oh. Es todo por la luz.

En cuando Kip comprendió eso, todo lo demás tuvo sentido. La Cromería entera estaba diseñada para maximizar la exposición a la luz del sol. Construir en pendiente significaba que podía llegar más sol a los niveles inferiores de las torres septentrionales y el patio. Levantar las dos primeras torres del hexágono más juntas significaba que no proyectaban sombra sobre las torres del fondo. Las murallas «de cristal» y los laterales septentrionales de cada una de las torres posibilitaban que todas las habitaciones con vistas al norte recibieran tanta luz solar como necesitasen, mientras que las habitaciones del sur tenían paredes opacas más propicias para la intimidad y el confort. Kip se imaginó que quienes tuvieran un miedo paralizador a las alturas lo pasarían mal en algunas de las habitaciones de la Cromería; minimizando su planta, y añadiendo a la forma de azucena llameante, todas las torres excepto la central se inclinaban hacia fuera. Tampoco era ninguna casualidad; pese a la inclinación, todas las plantas eran horizontales. Quizá fuera que la Cromería necesitaba más espacio del que había disponible en la isla, así que la única forma de obtener más espacio era hacer que las torres se extendieran más allá de la isla. Quizá fuera sencillamente porque podían.

Bien por apoyo o por conveniencia, había un entramado de pasarelas traslúcidas entre cada torre y sus vecinas. Rodeando la torre central, medio camino hacia arriba, una pasarela clara conectaba con la torre en dos puntos y radiaba a cada una de las otras torres a su vez. Kip podía ver que esas pasarelas cerradas estaban repletas de personas caminando entre las torres. Sin duda era mucho más rápido, si tenías negocios en lo alto de cada torre, ser capaz de viajar directamente en vez de caminar todas las escaleras abajo, cruzar el patio central y volver a subir todo el camino. Pero el efecto visual seguía estando presente. El aire alrededor de la torre central, como el estilo de una flor, se mantenía despejado y prominente.

—Cada color tiene su propia torre —dijo Puño de Hierro.

—Pensaba que no eras un guía —dijo Kip antes de poder evitarlo. Parpadeó. Si no sintiera tanta aversión por el dolor, se mordería físicamente la lengua para darse un recordatorio a sí mismo.

Puño de Hierro se limitó a quedarse mirándolo.

—Lo siento —dijo con voz chillona Kip. Carraspeó y dijo, con voz más profunda—: Quiero decir, lo siento.

Puño de Hierro seguía mirándolo, inexpresivo.

—Déjame adivinar —dijo Kip, retorciéndose, deseoso de desviar la intensa mirada de Puño de Hierro. Apuntó con un dedo a la izquierda de la puerta a la que se dirigían y trazó un círculo en el aire, en el sentido del desplazamiento del sol por el firmamento—. Subrojo, rojo, naranja, amarillo, verde y azul. —La azul era la última, justo a la derecha de la puerta.

—Tienes dotes de deducción —reconoció a regañadientes Puño de Hierro.

—Entonces ¿por qué se agachan los supervioletas encima de la valla? —preguntó Kip.

—¿Cómo dices? —El timbre de Puño de Hierro se elevó una octava.

—Ya sabes —dijo Kip. ¿Qué?

Puño de Hierro enarcó la ceja derecha.

—Como si se dispusieran a recibir una azotaina.

—Esa expresión no significa lo que tú crees —repuso Puño de Hierro.

Kip abrió la boca para preguntar qué era lo significaba entonces, pero saltaba a la vista que el comandante no pensaba decirle nada.

—Nunca hay supervioletas suficientes para llenar una torre entera, y los supervioletas trazan mejor desde las alturas. Las propiedades de la luz se adecuan mejor a su estilo, sin olvidar que la mayor parte de sus cometidos vienen dictados directamente por la Blanca. Por eso ocupan la Torre del Prisma, cerca de la cúspide.

Se acercaron a las grandes puertas rodeados de cientos de personas que acudían a sus puestos de trabajo o venían a hacer negocios. Las puertas estaban recubiertas de oro batido, pero estaban abiertas, de modo que Kip solo pudo atisbar la escena y las figuras labradas en ellas. Las murallas, no obstante, eran un prodigio por derecho propio. Resultaba evidente que su componente principal era la luxina azul, si bien no había un tono dominante, y al parecer debía mezclarse con luxina amarilla. ¿A fin de volverla más resistente? Esa debía de ser la explicación, puesto que todo el puente estaba construido con esa combinación. Pero todas las caras del hexágono eran distintas. Había vetas azules, amarillas y verdes por doquier, aun sin tener en cuenta las torres. Mientras que la cara septentrional de cada una de las torres era lo más transparente posible para maximizar la exposición al sol, las demás estaban diseñadas de modo que incluso un profano en la materia podría reconocer a quién pertenecía cada edificio. A juzgar por las apariencias, el afán de alardear también representaba un papel importante.

Todas las superficies de la torre azul estaban talladas como las de un zafiro gigantesco, por lo que la torre entera emitía destellos desde un millar de facetas sin importar desde qué ángulo la observara uno. La torre subroja, sobre su base de azul, amarillo y verde entrelazados, parecía que estuviera ardiendo. Las ilusorias lenguas de fuego recorrían la luxina en vertical durante diez o veinte pies, y las chispas y las llamaradas en ocasiones alcanzaban alturas aún mayores. El resto de la torre daba la impresión de ondular como el aire alrededor de una hoguera.

Kip tropezó al entrar en el patio central. Bajó la mirada a sus pies. Unos surcos recorrían el suelo en un amplio arco que conectaba ambas hojas. Pero las puertas que Kip acababa de cruzar no eran correderas, sino que se abatían sobre sus goznes como cualquier otra. Desconcertado, interrogó con la mirada a Puño de Hierro, que dijo:

—Una flor de cristal.

—¿Eh?

—¿Qué hacen las flores?

—¿Oler bien?

—Eh…

Puño de Hierro parecía estar disfrutando con su confusión.

—Con respecto al sol.

—¿Se abren?

—¿Y cómo funcionaría eso con un conjunto de edificios?

Tras devanarse los sesos durante unos instantes, Kip se dio por vencido.

—De ninguna manera —dijo Puño de Hierro.

—Oh. Entonces…

—Prueba otra vez.

—¿Es que nunca respondes directamente a ninguna pregunta?

—Solo ante mis superiores. —Lo cual, comprendió Kip, era una respuesta directa. Arrugó la nariz, demasiado intimidado por Puño de Hierro como para señalarlo, pero la sonrisa que aleteaba en las comisuras de los labios del gigante le indicó que este ya se había percatado—. Las flores siguen al sol desde la mañana a la noche —concluyó Puño de Hierro, tal vez a modo de disculpa.

Kip volvió a contemplar los surcos mientras Puño de Hierro y él se dirigían al edificio central. La carretera se ensanchaba antes de llegar a la puerta; tanto que la mayor parte de ella sencillamente colindaba con el muro formando una amplia medialuna.

—¿Insinúas que el edificio entero se mueve? —Kip comprendió que era la única explicación posible. Si la cara septentrional de todos los edificios era transparente, solo podrían aprovechar el sol al máximo a mediodía, pero si el conjunto al completo giraba, obtendrían toda la luz posible desde el amanecer al anochecer. Aun así… ¿todo? ¡Imposible!

—Ya hemos llegado —anunció Puño de Hierro.

Kip volvió a mirar al frente cuando se detuvieron ante un enorme portal plateado, tan desprovisto de adornos como excesivo era todo lo demás.

Había dos guardias a ambos lados de la puerta, vestidos con sendas armaduras de espejo completas. Cada uno de ellos llevaba una espada y sostenía un mosquete de mecha casi tan alto como él.

—Comandante Puño de Hierro —saludaron al unísono.

—Por fin. —Puño de Hierro empujó a Kip al interior del edificio—. Estás a punto de conocer al Trillador.

36

Los encuentros con Dazen siempre constituían un ejercicio de engaño.

La opresión que sentía Gavin en el pecho no se alivió al ver a su hermano. Debería haberlo matado hacía años. Qué fácil habría sido. Qué fácil podría serlo aún. Lo único que tenía que hacer era dejar de arrojar pan por la rampa. Así de fácil, su problema desaparecería. Pensaba en ello todas las mañanas, tras pasar las noches en vela. Pero era su hermano. Si no había acabado con él en el fragor de la batalla, ¿cómo sería capaz de asesinarlo a sangre fría?

Siete años, siete propósitos.

En tres ocasiones había añadido «contárselo todo a Karris» en la lista. No solo que la quería. También esto. Que Dazen no había perecido, que estaba aquí. Que muchas de las cosas que creía eran mentiras. Se merecía saberlo; pero no debía enterarse jamás. Porque si se enteraba, podría llevarlos a reconciliarse y vivir felices para siempre; o podría desencadenar otra guerra que arrasaría las Siete Satrapías.

—Hola, hermano —repitió Gavin. El aire le acariciaba la piel con dedos helados; el olor de la resina y la piedra lo impregnaba todo. Se preparó para encajar la respuesta. Después de todo, su hermano también era un Guile. Y al contrario que Gavin, no tenía nada en lo que pensar salvo qué le diría a Gavin cuando volviera a visitarlo. Eso y, por supuesto, en cómo escapar. Después de dieciséis años, cualquiera se habría dado por vencido, pero no un Guile. Ese era su legado: una fe absoluta e irracional en su superioridad sobre todos los demás. Gracias, padre.

—¿Qué quieres? —preguntó Dazen, con voz ronca por la falta de uso.

—¿Sabías que, durante la guerra, engendré un bastardo? Lo descubrí hace apenas cosa de un mes. Me sorprendí como el que más, pero en el transcurso de una guerra pueden pasar muchas cosas, ¿verdad? Karris se enfureció, como cabía esperar. Se negó a compartir mi cama durante tres semanas, pero, en fin… hacer las paces con Karris siempre resulta tan placentero que casi me dan ganas de pelearme con ella. —Levantó la cabeza y se permitió esbozar una sonrisa fugaz ante la intimidad del recuerdo.

Acumular una capa de mentiras sobre otra cuando se hablaba con un Guile era fundamental. Con el paso de los años, en el transcurso de sus conversaciones con Dazen, Gavin había ido forjando una vida alternativa. Karris y él estaban casados, pero no tenían descendencia; esta espinita en el costado constituía asimismo una incesante fuente de discordia con Andross Guile, a quien nada le gustaría más que Gavin se olvidara de Karris y buscase una mujer capaz de proporcionarle herederos. Dejaba caer estos detalles con cuentagotas, a regañadientes, obligando a su hermano a esforzarse por desenterrarlos. El paso siguiente consistía en filtrar más información para ver cómo reaccionaba Dazen ante la sarta de mentiras, si con perplejidad o con desdén.

Una sonrisa desagradable se cinceló en los labios de Dazen.

—Vaya, ¿con quién? ¿Sabes siquiera cómo se llama? ¿Ha presentado pruebas?

Estaba dando palos de ciego, esperando que Gavin le ofreciera algo a cambio de nada. Y si Gavin le daba lo que quería, sospecharía.

—La cara del muchacho habla por sí sola —continuó Gavin, sin inmutarse—. Es la viva imagen de Sevastian.

Dazen palideció.

—No te atrevas a involucrar a Sevastian en tus embustes, monstruo.

—Hemos adoptado al muchacho. Se llama Kip. Buen chico. Listo. Con talento. Un poco torpe, pero se le pasará con la edad.

—No te creo. —Dazen parecía mareado. Tal vez no lo creyera, pero le faltaba poco—. ¿Quién es la madre?

Gavin se encogió de hombros, como si no tuviera importancia.

—Lina.

—¡Mentira! —Dazen profirió un rugido y descargó un manotazo contra la luxina azul que los separaba—. ¡Karris no aceptaría jamás al bastardo de esa ramera! —Su furia era sincera; tras dieciséis años inmerso en balsámica luz azul, sería incapaz de fingir una reacción tan profunda, explosiva e instantánea.

Lo cual le decía a Gavin tres cosas. Pero para alcanzar algunos propósitos conviene dar un rodeo.

—Tenía una caja de palisandro —dijo—, más o menos así de larga. ¿Sabes qué contenía?

La expresión que se reflejó en las facciones de Dazen indicó a Gavin que había cometido un error. La cabeza echada hacia atrás en actitud sorprendida, seguida de confusión, después esperanza, y por último risa. Su regocijo también era sincero. Dazen no podía parar de reír, sacudiendo la cabeza, prolongando las carcajadas ahora, recreándose en ellas. Se apoyó en la luxina azul que mediaba entre ellos, pero con naturalidad, confiado.

—Esto es lo que me molesta más que ninguna otra cosa —dijo—. Más que tu traición. Más que tus asesinatos. Más que tu crueldad al encarcelarme en vez de limitarte a matarme. Más que el que me robaras a Karris. Más que todo lo demás junto. ¿Cómo es que nadie se ha dado cuenta todavía?

—No vamos a pasar por esto otra vez, difunto —repuso Gavin—. Si no quieres negociar, de acuerdo. Me iré.

—Te ofrezco un trato. Déjame oírlo, y te contaré todo lo que sé sobre la daga.

¿Daga? Dazen había soltado ese anzuelo a propósito. Mierda. Gavin había pasado algo por alto. Sintió una opresión en el pecho, al tiempo que se le cerraba la garganta. Si respirar era difícil, aún más lo era mantenerse impasible.

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