—Continuad con la prueba —ordenó el ama.
Kip y la magíster Arien miraron de reojo al señor de la lux Negro. Kip supuso que, técnicamente hablando, el señor de la lux era la máxima autoridad presente en la sala, pero el hombre se limitó a encogerse sutilmente de hombros, como si no valiera la pena discutir por algo así. Adelante, indicó con un gesto.
La magíster Arien volvió a sentarse, sacó unas tenacillas, y las usó para distribuir otra docena de fichas; solo que estas eran todas del mismo color rojo oscuro. Kip pestañeó. La magíster Arien le entregó las tenazas. Hum, ¿gracias?
Kip alargó una mano hacia una de las fichas, y entonces lo comprendió. Podía sentir el calor que irradiaban. ¿Se esperaba de él que distinguiera las diferencias en el calor? Observó las tarjetas intensamente, como si pudiera arrancarles la verdad sin más herramienta que su fuerza de voluntad.
Los minutos se desgranaban con parsimonia. Kip empezó a soñar despierto. Se preguntó si Liv Danavis estaría aquí. Oh, no, tendría que contárselo todo.
Hola, Liv, me alegro de verte. Tu padre está muerto.
Estupendo. Kip pensó en las llamas atronadoras que habían devorado su ciudad, en aquel trazador y su aprendiz, arrojando bolas de fuego. Pensó en la catarata por la que había saltado, en la travesía río abajo envuelto en la oscuridad más absoluta, en cómo había relajado los ojos para ver con más precisión que si los concentrara directamente. Oh, Orholam, sí que soy idiota.
—Vale, suficiente —dijo el señor de la lux Negro.
—¡No, esperad! ¡Esperad! Es solo… es solo… —Kip volvió a contemplar fijamente las fichas. ¡Relajaos, ojos, vamos! Dejó que su concentración se expandiera y, de pronto, lo vio todo claro. Valiéndose de las tenacillas, ordenó todas las tarjetas en el lugar adecuado, de más caliente a meramente tibia. ¿Era esto lo que le había estado enseñando maese Danavis? El viejo tintorero nunca había dado a entender que lo que le enseñaba a Kip no fuera normal. Increíble.
Kip sintió un vacío en su interior al acordarse del tintorero. Maese Danavis siempre se había portado bien con él. Se inventaba recados que probablemente podría haber hecho más rápido él mismo tan solo para darle algo de dinero a Kip. Y había sido asesinado, como el resto de Rekton.
Kip esperaba que maese Danavis se hubiera llevado unos cuantos malnacidos a la tumba.
—¿Hemos terminado ya? —preguntó, desabrido. Quería estar a solas. Se sentía demasiado cansado, sus emociones eran erráticas, la realidad de lo que había sucedido en Rekton intentaba asaltarlo y abrumarlo ahora que tenía un segundo de respiro, sin tener que huir de soldados o bandidos, y sin que nadie le arrojara una lluvia de proyectiles mágicos.
—No —dijo el viejo espantapájaros—. No te molestes, niña —se dirigió a Arien, que solo había dado la vuelta a la mitad de las fichas—. Las ha acertado todas. Enséñale las supervioletas.
La magíster Arien retiró las tarjetas calientes con una mirada de soslayo al señor de la lux Negro, que permanecía impertérrito. A continuación sacó el último juego de fichas, todas del mismo violeta intenso.
Relajar los ojos para ver un lado del espectro, así… Kip concentró la mirada tanto como le fue posible, y los colores se dividieron. Alguien había escrito una letra en cada una de las tarjetas. Juntas, decían: «¡Bien hecho!».
Kip se rió mientras las ordenaba.
La magíster Arien miró al ama Varidos.
—¿Por qué me miras, niña tonta? —preguntó la anciana—. No puedo ver los supervioletas. Estoy en la otra punta del espectro.
La muchacha se sonrojó y dio la vuelta a las fichas. El orden era correcto.
—Enhorabuena, muchacho —dijo el ama Varidos—. Puedes ser el jardinero de algún sátrapa.
—¿Qué? —preguntó Kip.
—Es una de las utilidades para quienes saben combinar los colores, y un ascenso para ti, tyreano.
La puerta se abrió y el comandante Puño de Hierro entró en la sala.
—¿Qué es esto?
—Acabamos de terminar el examen del aspirante —dijo la magíster Arien—. ¡Es un supercromado de espectro completo!
—¿Estás malgastando su tiempo con fichas? Me da igual qué colores puede ver, lo importante es qué puede trazar. ¿Dónde está el idiota del examinador con el que empecé? Le dije que sometiera a Kip al Trillador.
—¿Vas a someter al Trillador a un aspirante sin preparación? —preguntó el ama Varidos.
—Un momento, ¿el Trillador no era esto? —preguntó Kip.
—¿Te sientes trillado? —preguntó Puño de Hierro.
—¿Vas a someter al Trillador a un aspirante sin preparación? —insistió el ama.
—Se irá por la mañana. El Prisma exige conocer sus habilidades antes de partir.
—Esto es sumamente irregular —dijo el ama—. ¿Quién es este chico?
—Que estoy aquí —protestó Kip, irritado.
—Regular o irregular, da lo mismo —dijo Puño de Hierro—. ¿Podéis llevar a cabo el examen esta magíster y tú o no?
—¿Yo? —preguntó la magíster Arien, alarmada—. No creo que…
—Podemos hacerlo… —empezó el ama.
—Bien, en tal caso… —dijo Puño de Hierro.
—… pero antes exijo saber quién es.
—¡Que estoy aquí! —dijo Kip.
—No te atrevas a levantarme la voz, mocoso —dijo el ama, apuñalando el aire frente a su nariz con una zarpa huesuda.
—¿Quién eres, muchacho? —preguntó con voz queda el señor de la lux Negro, mientras los ánimos continuaban caldeándose.
—Creo que preferiría no ayudar con el Trillad… —estaba protestando Arien.
—No estás en condiciones de exigir nada, ama… —estaba diciendo Puño de Hierro a la anciana.
—¡Me llamo Kip Guile! —exclamó Kip—. Soy el hijo bastardo de Gavin Guile, Kip.
Silencio.
La mirada de Kip saltó de un rostro a otro. El señor de la lux Negro parecía sencillamente consternado. La magíster Arien parecía abrumada, al borde del llanto. El comandante Puño de Hierro parecía contrariado. El ama Varidos parecía curiosamente complacida.
—Ah —dijo—. En tal caso comenzaremos el Trillador de inmediato. Niña —ordenó a Arien—, prepara la sala. Llama a los examinadores. —Miró a Kip—. Parece que no vas a ser jardinero, después de todo.
Que te den, dijo Kip. Pero solo para sus adentros.
Liv Danavis subió los últimos escalones hasta lo alto de la Cromería sin dejar de mirar a su alrededor, hecha un manojo de nervios. Encabezaba la breve columna compuesta por sus compañeros de clase, tambaleándose a causa de la silla con la que cargaba en volandas para evitar que tropezara con la empinada escalera. Al principio pensó que la plataforma estaba desierta, pero entonces lo vio. Su objetivo. Su última oportunidad.
El Prisma estaba de pie al filo mismo del edificio, inclinado hacia el vacío, mirando al este, más allá de la torre roja, estudiando los barcos que salpicaban la bahía de Zafiro. Aunque Gavin Guile contaba literalmente el doble de años que Liv a sus diecisiete, su figura se recortaba apolínea al sol del atardecer. Una V pronunciada desde los anchos hombros al talle, los brazos musculosos allí donde las mangas se agitaban con el mismo viento que hacía ondear sus cabellos cobrizos. Poseía esa extraña combinación tan infrecuente incluso entre las casas más nobles de las Siete Satrapías: el pelo rojo y, en lugar de las pecas que lo señalarían como bosquesangriento, la piel muy bronceada. ¿Sería verdad? ¿Era posible que ese hombre fuese el padre de Kip?
—¡Liv! ¡Muévete! —siseó Vena.
Liv se sobresaltó. Se había detenido justo en lo alto de las escaleras, bloqueando el paso del resto de la clase. Se apresuró a reanudar la marcha, ruborizándose. Sabía que no auguraba nada bueno el que Vena, siempre tan indiferente, se oliera algo. Estupendo. Liv pagaría por esto. Si la magíster Goldthorn no se encargaba de ello, sin duda lo harían algunas de sus compañeras de clase menos simpáticas.
Cuando las seis muchachas ocuparon sus puestos (no había chicos en la clase), el Prisma reparó en su presencia. Se apartó del filo de la torre y encaminó sus pasos hacia el grupo de alumnas. Al igual que cuando se sentaban en su aula habitual (si bien los días de memorizar un libro tras otro por suerte ya quedaban atrás), Liv estaba en la segunda fila, sumando su Pobreza a la Artista Indiferente de Vena y a la Hija de un Mercader de Segunda de Arana. Las muchachas que de alguna manera se las apañaban para encarnar la belleza, la riqueza, la influencia, la nobleza, la elegancia y el talento en tan solo tres cuerpos se habían sentado en primera fila, como exigían siempre. La magíster Goldthorn, apenas tres años mayor que sus discípulas, bailaba al son que marcaban esas muchachas.
Gavin Guile se plantó ante la clase.
—Salve, discípulas —dijo. Era el saludo tradicional de los profesores.
—Salve, magíster —respondieron al unísono, sin pararse a pensar si deberían dirigirse a él por otro título. Después de todo, era el Prisma.
—Bueno —dijo este, con una sonrisa ladeada. Por Orholam, qué guapo era—. Hoy soy un simple magíster. Y vosotras, simples espejeos.
—Destellos —matizó Liv, antes de darse cuenta.
Se hundió en la silla mientras la magíster Goldthorn siseaba y todas sus compañeras la observaban fijamente, incrédulas. ¡A quién se le ocurre corregir al Prisma! Si se le antojaba afirmar que arriba era en realidad abajo, todos deberían asentir con una sonrisa. Pero no parecía molesto. Se limitó a observar fijamente a Liv durante un momento interminable con sus inquietantes ojos prismáticos.
—Ah, sí —dijo—. Bueno, puesto que sois alumnas avanzadas, supongo que querréis hacerme algunas preguntas. ¿Cómo te llamas?
—¿Yo? —preguntó Liv. Por supuesto que se refiere a mí, está mirándome directamente—. Hum, Liv.
—¿Humliv?
El rubor de Liv se intensificó.
—Aliviana. Liv. Liv Danavis. —¿Había añadido eso último con la esperanza de llamar su atención? ¿De lo contrario no habría dicho sencillamente Liv? ¿Intentaba congraciarse con él, tal y como deseaban sus amos ruthgari?
—Bien hecho —susurró la Belleza de la primera fila—. A la tercera va la vencida.
—¿Emparentada con el general Danavis?
Liv tragó saliva.
—Sí, señor. Es mi padre. —Ya estás vendida. Buen trabajo, Liv.
—Era un buen hombre. —El Prisma lo dijo como si de veras respetara a quien había sido responsable de la muerte de tantos de sus hombres.
—Era un rebelde. —Liv no pudo evitar que su voz se tiñera de amargura. Amargura ante el hecho de que su padre lo hubiera perdido todo en la guerra, incluida su madre. Amargura ante el hecho de que ella siempre fuera a ser diferente. Amargura ante el hecho de que su padre no hablara nunca de la Guerra del Falso Prisma, ni intentara siquiera justificarse por haber combatido en el bando equivocado.
—Y no muchos rebeldes eran buenos hombres, lo que hace que tu padre sea aún más especial. ¿Tienes alguna pregunta, Aliviana?
Se esperaba de todas las estudiantes que hubieran preparado sus preguntas de antemano, pero la Belleza, la Riqueza y la Influencia de la primera fila solían acaparar todo el tiempo de la clase con algún trazador importante, de modo que Liv no contaba con disponer de ninguna ocasión para plantear sus dudas. Titubeó.
—Yo tengo una pregunta —dijo la Belleza. Ana, como se llamaba en realidad, se inclinó hacia delante con avidez y cruzó los brazos bajo los senos. La temperatura era razonablemente agradable en lo alto de la Cromería, pero Ana debía de estar aterida, habida cuenta de lo escaso de la tela con que se cubría. Los magísteres varones rara vez pasaban por alto la combinación de belleza natural, faldas cortas y escotes generosos de Ana.
—Espera, tengo una pregunta —dijo Liv. Ya había desvelado que era la hija de Corvan Danavis. La única forma de volverse más interesante a sus ojos (y aumentar las sospechas de que era una espía) pasaba por declarar que era oriunda de Rekton y conocía a Kip.
Y la única salida consistía en ir aún más allá. Mucho más allá. Orholam misericordioso, por favor…
—Sí, Liv —dijo Gavin. Pero sin mirarla. Inexpresivo, observaba fijamente a Ana. Bajó la mirada al escote realzado, la subió a los ojos de la muchacha, y sacudió la cabeza. Tan solo una fracción. Sí, ya veo. No, no me hace gracia.
Ana palideció. Cabizbaja, irguió los hombros y se revolvió en la silla para alisarse la falda. Gracias a Orholam que Liv estaba en la fila de atrás, porque no pudo reprimir una sonrisa, a pesar de todo.
—¿Liv? —preguntó Gavin, cuyos ojos prismáticos se clavaron en ella. Hipnotizadores.
La muchacha carraspeó.
—Me preguntaba si podría hablarnos de las aplicaciones prácticas de la bicromancia del amarillo y el supervioleta.
—¿Por qué?
Liv se quedó petrificada. Sus plegarías habían sido escuchadas. Una oportunidad.
—¿Qué tal si hablamos mejor de la bicromancia del supervioleta y el azul? —intervino la magíster Goldthorn—. Es mucho más común. Tres de mis discípulas son bicromas. A Ana, aquí presente, le falta poco para ser policroma.
Gavin ni siquiera se dignó mirar en su dirección.
Liv jamás hubiera creído posible que este momento llegaría algún día. Llevaba tanto tiempo atrapada en esta clase, con estas chicas. Un año más y habría terminado. De hecho, su dominio del trazo era tal que podría presentarse al examen final ahora mismo y aprobaría sin problemas. Si no lo hacía era porque no la esperaba nada halagüeño cuando terminara. Un trabajo tedioso descodificando comunicados oficiales no confidenciales para el noble ruthgari que poseía su contrato. Ni siquiera le confiarían los comunicados secretos. Daba igual que hubiera sido un bebé de pecho durante la guerra y no profesara ninguna lealtad a la causa rebelde. Seguía siendo tyreana, y eso bastaba para condenarla a los ojos de la Cromería.
Cada una de las Siete Satrapías debía responsabilizarse de los costes de matriculación de sus estudiantes. Se trataba de una inversión que todas las satrapías afrontaban gustosas porque los trazadores desempeñaban un papel crucial en la economía, el ejército, la construcción, las comunicaciones y la agricultura. Pero Tyrea no tenía nada. Los corruptos gobernadores extranjeros de Garriston enviaban una miseria todos los años. La mayoría de los jóvenes que salían de Tyrea debían pagarse los estudios por sus propios medios. Puesto que la fortuna de los Danavis había sido saqueada durante la guerra, Liv había tenido que entrar al servicio de una mecenas ruthgari tan solo para poder quedarse en la Cromería.