El prisma negro (71 page)

Read El prisma negro Online

Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

BOOK: El prisma negro
8.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

Si intentaba escapar, aunque lo consiguiera, habría perdido el caballo, y montar en la bestia le daba demasiados problemas como para subir a la silla de un salto y alejarse al galope. Aunque no fuera la criatura más plácida de la tierra, era poco probable que apretara el paso aunque el infierno le pisara los talones.

—De acuerdo —dijo Kip. Se giró como si estuviera dispuesto a marcharse, pero en vez de eso agarró la jarra de cristal—. Me apetece acompañar la cena con algo de beber. Puedes quedarte con la vuelta. Por el estupendo servicio. —Husmeó la jarra. Tal y como sospechaba, era alcohol de trigo. Probó un sorbo para hacerse el valiente y hubo de esforzarse para mantener la compostura cuando sintió que se le incendiaba la boca. Y la garganta. Y el estómago.

Los hombres que se disponían a incorporarse volvieron a acomodarse en sus sitios.

—¿Os importa que pase la noche aquí? —preguntó Kip.

—Te costará dinero —respondió el tipo con la coronilla calva y la espalda cubierta de guedejas.

—Cómo no —dijo Kip. No tenía ni por asomo tanta hambre como hacía unos instantes, pero se obligó a comer la grasienta pata de jabalí. Mientras el resto de la carne se asaba, los demás hombres y mujeres acudieron a servirse unas tajadas.

Cuando acabó, Kip se chupó los dedos y encaminó sus pasos de regreso al caballo. Llegó lo bastante lejos como para alimentar la esperanza de que iban a permitir que se fuera sin más.

—¿Qué haces? —preguntó el tipo calvo.

—Tengo que cepillar al caballo —dijo Kip—. Ha sido un día muy largo.

—No tienes que ir a ninguna parte, y no quiero verte cerca de mi caballo.

—Tu caballo.

—Correcto. —El hombre le enseñó los dientes negros (a medio camino entre una sonrisa y la promesa de un mordisco) y desenfundó un cuchillo.

—También nos hará falta ese monedero —añadió otro hombre.

Las mujeres que rodeaban la hoguera se limitaban a observar, impasibles. Nadie hizo ademán de ayudarlo. Varios hombres más se sumaron a los dos que se habían encarado con Kip. El muchacho dirigió la mirada hacia la oscuridad, con la vista estropeada por el fuego, pero aun así logró distinguir varias siluetas que lo esperaban.

Dales todo lo que tengas y quizá consigas escapar con una simple paliza, Kip. Sabes que no vas a salir de aquí con todo. Gana algo de tiempo, quizá haya guardias en el campamento que podrían rescatarte.

—Que la noche eterna se os lleve —escupió Kip. Rompió la parte superior de la jarra de alcohol de trigo contra el canto de la rueda de una carreta.

—Majadero —dijo el calvo—. Cualquiera se quedaría con el asa en vez de destrozarlo.

Kip dio un salto y arrojó el alcohol contra el hombre. El calvo hizo una mueca, frotándose los ojos irritados, y se pasó el cuchillo a la mano izquierda.

—¿Sabes qué? Voy a matarte por eso —dijo.

Kip profirió un alarido y lo embistió.

Era lo que menos se esperaba el hombre. Todavía estaba restregándose los ojos. Levantó un brazo para desviar el puñetazo que anticipaba, pero Kip se agachó buscando su estómago, pasando por debajo del cuchillo, y hundió la crisma en la barriga del hombre. Con un ¡uuuf!, el hombre trastabilló de espaldas y tropezó justo al filo de la fogata.

Por un momento, no sucedió nada. Después, el alcohol de trigo que le empapaba las manos prendió. Levantó las manos con un grito y se le incendió la ropa. Y la barba. Y la cara. Sus gritos dieron paso a chillidos torturados.

Kip aceleró y pasó corriendo junto al hombre en llamas.

Por un momento interminable, nadie hizo nada. Entonces alguien se abalanzó sobre él, sin inmovilizarlo como pretendía pero golpeándole el talón. Kip se desplomó como un fardo.

Ni siquiera se había alejado tres pasos de la fogata.

Menuda carrera, Gordito.

Rodó a tiempo de ver cómo el hombre en llamas, sin dejar de gritar, se estrellaba contra la gorda. La mujer chilló, un sonido extrañamente atiplado para provenir de alguien tan grueso, y comenzó a aporrearlo con su enorme cuchillo.

Tres hombres se abalanzaron sobre Kip a continuación. El fuego que tenían a sus espaldas los convertía en sombras grotescas. Una patada impactó en el hombro de Kip, después otra en el riñón, al otro lado. Los lanzazos de dolor le arrebataron el aliento. Se encogió formando un ovillo.

Una lluvia de patadas le cubrió la espalda y las piernas. Uno de los hombres estaba inclinado sobre él, descargando puñetazos contra su cadera, su pierna, buscando la entrepierna. Alguien le pisoteó la cabeza. Fue un golpe oblicuo, pero le alcanzó la nariz. Una explosión de sangre caliente le bañó el rostro mientras su cabeza rodaba sin fuerza por el suelo de tierra.

Un único pensamiento se impuso a la niebla que de repente envolvía el cerebro de Kip. Van a matarme. Esto no iba a ser un castigo, sino un asesinato.

Bueno. Pues tendrán que matarme de pie. Se puso a cuatro patas con esfuerzo.

La maniobra expuso sus costillas a los ataques, y una patada le machacó el costado. La encajó con un gruñido.

Tres hombres adultos, atacando a un chico que no les había hecho nada. Algo en la justicia de todo ello destapó una reserva de voluntad férrea en su interior. No, ya no eran solamente tres. Se habían sumado más. Pero el número adicional no hizo sino alimentar la furia de Kip. Se encorvó sobre su corpachón, reuniendo fuerzas, hundiendo la cabeza entre los hombros. Así ardáis en el infierno, puedo soportarlo.

Con un rugido inhumano, un sonido como Kip no había oído en su vida, un sonido que ni siquiera sabía que era capaz de emitir, se levantó de un salto y afianzó los pies en el suelo. Su lentitud previa amplificó lo inesperado del movimiento.

Aullando, ensangrentado, sus alaridos salpicaron de sangre el rostro del hombre que corría hacia él dispuesto a darle otra patada. Kip era como un oso salvaje que de improviso se hubiera erguido sobre las patas traseras. El hombre puso los ojos como platos.

Kip le agarró la camisa y tiró, girando, sin dejar de gritar, y lo lanzó en la única dirección que no bloqueaban los cuerpos que lo rodeaban.

Contra las llamas.

El hombre vio adónde se dirigía. Intentó asirse al espetón que se arqueaba sobre el fuego para frenar su caída, falló y se golpeó el codo. El impacto lo arrojó de costado contra las llamas. Su cabeza se estrelló directamente en el corazón de la fogata. El espetón se derrumbó.

Kip no se quedó observando, ni prestó atención a los nuevos alaridos. Alguien le golpeó en el estómago. En condiciones normales, el impacto lo habría doblado por la mitad. Pero ahora el dolor no tenía importancia. Encontró al agresor, un hombretón barbudo que le sacaba no menos de un pie de altura, y parecía sorprendido al ver que el muchacho no se desplomaba. Kip agarró las barbas del hombre y tiró violentamente hacia abajo, con todas sus fuerzas. Al mismo tiempo, se abalanzó hacia delante, empleando la cabeza a modo de ariete. El rostro del gigante emitió un crujido cuando colisionaron. Cayó envuelto en una lluvia de gotas de sangre y dientes rotos.

Algo parecido a la esperanza resplandeció en medio de la rabia que poseía a Kip. Se giró de nuevo, en busca de un nuevo objetivo, cuando algo chocó con estrépito contra su cabeza.

Kip se desplomó. Ni siquiera fue consciente de la caída. Sencillamente se encontró tendido en el suelo, contemplando a un espantapájaros sonriente que empuñaba un trozo de leña en la mano. Detrás del hombre había otros cuatro más. ¿Cuatro? ¿Todavía? Entre las lágrimas y el mareo, Kip ni siquiera estaba seguro de haber contado bien.

Volvió a levantarse a cuatro patas, pero se desplomó de inmediato. Una nube de puntitos luminosos estalló ante sus ojos. Había perdido el sentido del equilibrio.

—¡Tiradlo al fuego! —gritó alguien.

Sonaron más palabras, pero Kip no fue capaz de distinguirlas. Antes de darse cuenta, se vio levantado en volandas entre cuatro, inmovilizado de brazos y piernas. Bocabajo. El calor de las llamas le aporreó la coronilla, la cara.

Los hombres se detuvieron.

—¡No nos empujéis a nosotros, imbéciles! —protestó uno de los hombres de delante.

—¡A la de tres!

—Por Orholam, cómo pesa.

—No tenemos que lanzarlo muy lejos.

—Veréis cómo sisea igual que la panceta en una sartén.

—¡Uno!

Kip se meció ligeramente sobre el fuego, tan próximo que juraría que el calor estaba rizándole las pestañas. El miedo lo estranguló. El mareo se desvaneció.

El siguiente vaivén lo alejó del fuego.

—¡Dos!

Se acabó. Lo tenía todo en contra, eso es todo. Lo he intentado. ¿Qué tengo que temer cuando no tengo nada que perder? Me desprecio a mí mismo. ¿Y qué si muero? Un poquito de dolor, ¿qué más da? Luego el dolor desaparecerá para siempre. Y después el olvido.

Kip se balanceó aún más lejos del fuego, cerrando los ojos, agradeciendo el calor. Se le derritieron las cejas y las pestañas. El fuego le lamía la cara como un gato.

Un Guile jamás se daría por vencido. Te aceptaron, Kip. Esperaban que cumplieras con tu parte. Gavin, Puño de Hierro, Liv, te ofrecieron asilo por primera vez en tu vida. ¿Y vas a dejarlos en la estacada?

De improviso, el miedo se esfumó. No.

Volvieron a alejarlo del fuego; la última vez. Cuatro hombres. Cuatro como Ramir. Cuatro como su madre, tratándolo como si fuera una mierda y esperando que lo aceptara.

Diablos, no. El repentino e implacable calor del odio de Kip rivalizaba con el de las llamas.

—¡Tres!

Los hombres lo impulsaron hacia delante.

Kip mantuvo los ojos abiertos y sintió que se ensanchaban… pero no de miedo, el miedo había desaparecido. Sus ojos se agrandaron al ver el fuego como harían los de un enamorado ante el motivo de sus desvelos. Sí, preciosa. Sí, eres mía.

Una exhalación atronadora como el rugido de un vendaval surgió de la nada. El fuego se deformó, saltó al encuentro de Kip… en su interior. Y desapareció. Las llamas se apagaron en un abrir y cerrar de ojos, sumiendo el campamento en la oscuridad.

Los hombres soltaron a Kip con un grito.

Y Kip apenas si lo notó.

Había caído entre los rescoldos. Se apoyó en la mano izquierda y oyó un siseo cuando sus dedos se cerraron en torno a un ascua candente. Aunque había absorbido todo el fuego, los restos seguían estando al rojo vivo.

Pero Kip no lo notó apenas. La rabia era un mar y él se limitaba a dejarse llevar por la corriente. No era él mismo, ni siquiera era consciente de su ser. Tan solo existían aquellos a los que odiaba, aquellos que debían ser abatidos.

Con un grito, proyectó una mano hacia el firmamento. El calor que emanaba de él se consolidó en una llamarada de un pie de altura que pintó el cielo de azul, amarillo, naranja y rojo. Se irguió, con la sangre hirviendo en las venas. El calor era insoportable. Pese a la oscuridad, podía ver con nitidez a los hombres que lo habían inmovilizado. Veía su calor. Uno de ellos había tropezado y lo observaba fijamente desde el suelo, boquiabierto.

Kip apuntó una mano hacia él. El fuego envolvió al hombre de la cabeza a los pies.

Los demás huyeron.

Kip proyectó el puño izquierdo hacia uno de ellos. Sintió cómo se le agrietaba la piel cuando abrió la mano, pero el dolor era un eco lejano. Apuntó también con la mano derecha. Pop, pop, pop. Tres bolas de fuego del tamaño de su puño surcaron las tinieblas y estuvieron a punto de empujarlo de nuevo a la fogata con la fuerza del retroceso. Pero todas ellas encontraron su objetivo, enterrándose en la espalda de uno de los hombres, destripándolo con fuego, abrasándolo desde dentro mientras se desplomaba.

Cayendo de rodillas, aún tan, tan caliente, tan abrumado, Kip levantó las manos una vez más. El fuego salió disparado hacia el firmamento desde ambas, incluso desde la zurda lastimada. Su vista recuperó la normalidad. Se quedó respirando entrecortadamente, como si acabara de escapar de las garras de un demonio que lo hubiera dejado vacío, hueco, arrasada una parte de su humanidad.

El fuego ardía una vez más, mucho más pequeño, el calor de los rescoldos devolvía paulatinamente las llamas a la madera, iluminando las carretas y los rostros de la multitud atemorizada que se había reunido para ver qué sucedía.

A la luz de los faroles, las antorchas y el fuego reavivado, Kip contempló la escena con nuevos ojos, más sosegado. Decenas de personas lo miraban fijamente formando un amplio círculo alrededor de la fogata. Todas ellas parecían dispuestas a poner pies en polvorosa de un momento a otro. El suelo estaba sembrado de cadáveres: los cuatro hombres que habían intentado arrojarlo al fuego habían muerto. De uno de ellos solo quedaba un esqueleto calcinado recubierto de jirones de carne; los demás presentaban unos boquetes del tamaño de las manos de Kip en la espalda.

Así y todo, los demás habían salido peor parados. Al hombre que Kip había rociado con alcohol de trigo se le estaba cayendo la piel a tiras de la cara y el pecho, y tenía los brazos y el cuerpo cubiertos de cuchilladas. Yacía gimoteando sin fuerza, con un puñado de greñas sobresaliendo aún de la barba abrasada. La gorda estaba tendida a su lado, llorando desconsoladamente. El hombre antorcha debía de haberla embestido de frente, porque tenía el rostro quemado, ampollado en el lado derecho, desaparecida la ceja, con la mitad del pelo fundido con la cabeza, y de alguna manera su cuchillo había conseguido enterrarse hasta la empuñadura en su costado derecho. Un reguero de sangre le bañaba la mejilla. El hombre que Kip había tirado al fuego estaba aún en peor estado, no obstante. Se había agarrado al espetón para frenar su caída y solo su cabeza se había hundido en el fuego, sumergiéndose directamente entre las brasas al rojo.

Había salido de las llamas a rastras, y merced a algún siniestro milagro seguía estando con vida y consciente. Gimoteaba delicadamente, como si incluso llorar le produjera dolor pero no pudiera evitarlo. Había rodado de costado, exponiendo el lado abrasado de la cabeza. Su piel no solo se había desprendido en tiras; se había pegado a los rescoldos como un pollo quemado a la sartén. Tenía el hueso de la mejilla al aire libre, calcinada la carne, revelando unos dientes teñidos de rojo a causa de la sangre que los bañaba mientras hipaba. Su ojo quemado se había vuelto blanco como la tiza.

El único que tenía alguna posibilidad de sobrevivir era el barbudo al que Kip le había aplastado los dientes. Estaba inconsciente, pero, que Kip pudiera ver, aún respiraba.

Other books

Noble Falling by Sara Gaines
Going for It by Elle Kennedy
Secrets of Paternity by Susan Crosby
Cambodia's Curse by Joel Brinkley
Most Likely to Succeed by Echols, Jennifer
Kop by Hammond, Warren
A Phule and His Money by Robert Asprin, Peter J. Heck