Tenía que ser sumamente peligroso estar siquiera en las proximidades de un trazador de fuego enloquecido. Controlarse le costaría un esfuerzo tremendo en circunstancias normales, y ahora estaba ebrio y colocado con cencellada.
El hombre acababa de irse cuando Liv vio que una llamarada se alzaba hacia el firmamento nocturno a escasos cientos de pasos de distancia. Se detuvo, al igual que unos pocos de los engendros de los colores, que intercambiaban codazos entre sí y señalaban con el dedo.
Fuera lo que fuese, el trazador responsable debía de ser muy poderoso. La cantidad de fuego que se había dispersado en la noche era tremenda. ¿De dónde había obtenido la luz necesaria para hacer algo así? ¿De alguna de las hogueras?
El fenómeno se repitió y las llamas pintaron el cielo durante varios segundos. Liv sintió que se le formaba un nudo de pavor en la garganta. ¡Kip! No, era absurdo. Kip era verde y azul. El fuego, el subrojo, se encontraba en la otra punta del espectro. No podía tratarse de Kip. Los engendros de los colores se limitaron a carcajearse, como si el responsable fuera uno de los suyos que estuviera divirtiéndose.
Por Orholam, podrían asesinar a Kip ahí fuera, en la noche. Liv tenía que irse.
Se giró y se dispuso a salir del campamento. A punto estuvo de arrollar a una docena de Hombres Espejo que escoltaban fuera del pabellón del monarca a una mujer cubierta con un vestido negro espectacular. Unas fundas oculares violetas le ceñían los ojos. Liv frenó en seco. Era Karris.
Pasaron junto a ella sin detenerse, pero Liv sabía sin lugar a dudas cuál era su destino. Karris era prisionera en la extraña carreta de color violeta que había visto antes. Tendría que haberlo adivinado.
Aun así, cualquier posible rastro de alegría que pudiera proporcionarle el haber encontrado a Karris (sin sombra de duda, el primer día, en un campamento que contenía cien mil almas o más) palidecía ante el miedo que sentía por Kip.
Cuando salió de la zona de los trazadores se puso las gafas amarillas. Nadie la importunó. Llegó puntual al lugar de reunión acordado con Kip, pero él no estaba. Aquella noche no volvió a verlo.
Al día siguiente averiguó que un muchacho fuerte de piel tyreana y ojos azules, al verse agredido, había matado a cinco hombres (o a diez, o a veinte, o también a cinco mujeres, según los rumores) y rasgado los cielos con columnas de fuego. Se había marchado en compañía de varios trazadores y Hombres Espejo. Contra toda probabilidad (Kip no podía trazar subrojo), la intuición de Liv demostró ser correcta. Se trataba de Kip. Estaba segura de ello. Alguien había trazado fuego, alguien había asesinado a esas personas, y Kip había sido arrestado.
Dedicó dos días completos a buscarlo. Sin éxito.
Gavin dio la señal mientras el sol arrastraba los pies hacia el horizonte. Los látigos de los carreteros restallaron. Los caballos de tiro se pusieron en marcha. Los arneses se tensaron, al igual que las cuerdas sujetas a los grandes puntales de luxina amarilla. Al cabo, los soportes se desplomaron, alejados de la avalancha por la tenacidad de los nobles brutos.
La última capa de luxina amarilla golpeó el suelo con estrépito, sacudiendo la tierra. Gavin acudió rápidamente para cerciorarse de que todo hubiera salido según lo planeado.
—¡Una legua de distancia! —avisó Corvan. Se encontraba en lo alto de la muralla, con la mirada vuelta hacia el inmenso ejército del rey Garadul.
—¡Mierda!
—¡Lord Prisma, aquí! —exclamó uno de los ingenieros.
Gavin se acercó corriendo. El último de los numerosos problemas con los que se había tropezado mientras construía una muralla compuesta prácticamente por completo de luxina amarilla era que toda esa luxina debía sellarse. El sello era siempre el eslabón más débil de la cadena. Si uno lograba atravesar esa barrera (tarea titánica, pero aun así posible), la estructura entera se desmoronaría. Que su muralla se dividiera en secciones conllevaba que cada una de ellas contuviera múltiples sellos. Si alguna de las secciones fallaba, sería catastrófico; una sección entera de la muralla, de cincuenta pasos de grosor, se reduciría a luz líquida en cuestión de momentos.
Ese era probablemente el motivo de que antes de Gavin nadie hubiera sido tan idiota como para erigir una muralla de luxina amarilla.
La solución era la simplicidad encarnada: dos capas de luxina, protegiéndose mutuamente, con los sellos en la cara interior. Esa parte era algo habitual entre los trazadores, pero el sello era siempre lo último que se tocaba. De modo que en realidad no podía ocultarse dentro, no en algo tan grande como una muralla. Se podía proteger un sello recubriéndolo de más luxina y sellándola a continuación, pero al menos un sello estaría siempre en el exterior. Cualquier otro trazador habría cubierto el sello, y cubierto después ese sello, y cubierto a continuación el siguiente, y listo.
Gavin no se conformaba con eso. Había construido la segunda capa de la muralla completa sobre soportes. A continuación había construido ambos lados, sellándolos desde el interior. Cuando los caballos de tiro derribaron los puntales y la segunda capa de la muralla se hundió en su sitio, dejó una estructura cuyos sellos (por primera vez en la historia, que Gavin supiera) estaban realmente protegidos, no solo por luxina amarilla, sino por el vasto peso de la misma muralla. A medida que cada una de las secciones se montaba en la siguiente, resultaba cada vez más complicado que alguien levantara la muralla para acceder a los sellos.
Gavin estaba construyendo algo monumental, algo puro, y se sentía exultante. Esta edificación permanecería en pie mucho después de su muerte. Pocas personas podían decir lo mismo. Las gentes del lugar ya se referían a ella como la Muralla de Agua Brillante.
Al llegar junto al ingeniero que lo había llamado, Gavin descubrió que uno de los soportes no se había soltado por completo. La muralla había caído encima de él, enterrando la columna de dos pasos de ancho casi hasta la mitad en la tierra, lo que impedía que el muro encajara sin fisuras en la sección adyacente.
—¡Tres minutos para que nuestra artillería esté en posición! —llamó Corvan desde lo alto.
¡Josdeperra! Gavin se arrodilló junto al enorme puntal amarillo y se apresuró a excavar en el suelo con las manos a su alrededor. El soporte, al contrario que las secciones de la muralla, estaba sellado justo en la superficie precisamente en previsión de este tipo de eventualidades. Justo… ¡aquí! Gavin envió un poco de subrojo al sello y el soporte entero se disolvió, líquida de repente la luxina amarilla. El muro se asentó con un murmullo sordo.
Gavin había afinado demasiado con los márgenes de error. Debería haber permitido que esas juntas coincidieran aunque la alineación no fuera perfecta. Lo diminuto de los resquicios confería más resistencia a la muralla y mantendría secos a los soldados del interior aunque se desatara una tormenta, pero aun así…
Desvió su atención del muro por primera vez en horas (parecía que hubieran transcurrido días, aunque tan solo comenzaba a atardecer) y miró a las personas reunidas, en busca de las que necesitaba.
Se habían dado cita a millares. La mayoría de los habitantes de Garriston querían ver cómo se erigía la muralla. Los vendedores ambulantes habían plantado tenderetes y carros. Los juglares deambulaban de un lado a otro, tocando sus instrumentos y solicitando monedas al público. Los soldados mantenían las calles despejadas y empezaban a acarrear equipo, pólvora, cuerdas y munición para los cañones, además de leña para los hornos y armaduras, flechas y mosquetes adicionales. Otros comenzaron a operar las grúas en cuanto la segunda capa encajó en su sitio. Los trazadores recorrían el interior de la muralla, sellando todas las grietas que encontraban, buscando defectos que reparar o desperfectos que requirieran la intervención de Gavin. También los Guardias Negros, casi un centenar de ellos, vigilaban los alrededores.
Ya habían dado la orden de evacuar la ciudad, pero carecían de los hombres necesarios para hacerla valer. La gente sentía demasiada curiosidad. Todos sabían que jamás en toda su vida volverían a ver nada igual. Gavin no podía ocuparse de eso ahora mismo. La imposibilidad de la tarea le oprimía el pecho.
—¡Capitán! —llamó Gavin—. Conocéis el proceso. Que los carreteros se den toda la prisa que puedan. Faltan dieciséis secciones más. Enviad la mitad de los equipos al extremo oriental y que la otra mitad empiece a trabajar desde aquí. Coged seis trazadores. Vosotros cuatro, tú y tú. Ya habéis visto cómo se hace. Pues hacedlo.
»¡General Danavis, informe! —Menos de una legua, a estas alturas. Debería bastar.
Gavin se trasladó al interior del gran arco que habría de contener la puerta. Había agujeros abiertos, tubos que recorrían la inmensa curvatura del muro en su totalidad. Gavin se llenó de luz y vertió luxina verde en los canales. Eso conferiría algo de flexibilidad a la pared, pero también resistencia para encajar las embestidas de los arietes. Selló los extremos de los tubos de luxina verde.
—Lord Prisma —dijo Corvan, con un telescopio recién trazado a la altura de los ojos—. Parece que sus caballerías están desplegando la artillería delante del ejército. Saben que carecemos de escaramuzadores con los que aplastarlos. ¡Condenados espías! No veo ninguna culebrina, pero sabemos que cuentan con media docena. Si disparan desde el alcance máximo eficaz… —Hizo una pausa mientras realizaba los cálculos de cabeza. El alcance máximo eficaz era, literalmente, la mayor distancia a la que podían aspirar los artilleros, pero los casi dos mil pasos de las culebrinas de mayor tamaño convertían la puntería en algo superfluo—. Podrían empezar el bombardeo de un momento a otro si sus cuadrillas tienen experiencia. Dentro de escasos minutos, aunque no la tengan.
No eran las culebrinas lo que preocupaba a Gavin. Debido a la trayectoria de esos grandes cañones, sus disparos golpearían la cara externa del muro. La Muralla de Agua Brillante podía encajar todos los impactos directos que le echaran. Tendrían que acercarse considerablemente para disparar los obuses de trayectoria más elevada, y más aún para los morteros que sembrarían el caos entre los curiosos más obstinados detrás del muro. Los cañones de Garriston deberían eliminar esa amenaza antes de que los artilleros enemigos pudieran colocarse en posición, apuntar y cargar.
—Maldita sea, busca a alguien que no tenga nada más importante que hacer y haz retroceder a esas condenadas personas —ordenó Gavin—. ¡Esto no es una excursión del Día del Sol! ¡Los proyectiles empezarán a caer donde están plantados dentro de diez minutos! —Gavin se giró hacia el general Danavis—. Empezad a disparar en cuanto podáis. ¡Conseguidme algo de tiempo, general!
Gavin sintió más que comprobó cómo la siguiente sección de la muralla encajaba en su sitio. La gente correteaba sin cesar de un lado a otro, pero apartó ese pensamiento de su mente y se concentró en el problema más importante ahora, después que la muralla comenzaba a cobrar forma.
Aún no había construido la puerta.
Se dirigió corriendo a una de las grúas que estaba depositando suministros en lo alto de la muralla. Empezó a levantarse del suelo mientras se acercaba, ganando velocidad. Gavin saltó y arrojó dos garfios de luxina verde y azul que se engancharon a los costados del cargamento. Se encaramó mientras se elevaba rápidamente. Bajó de un salto en cuanto el cargamento se posó en lo alto de la muralla, sobresaltando a los soldados que operaban la grúa. Se quedaron paralizados.
—¡A trabajar! —rugió. Dieron un respingo y pusieron manos a la obra.
Gavin corrió por el adarve, esquivando a los hombres que le bloqueaban el camino, para regresar al arco que cubría el hueco donde tenía que trazar la puerta.
Puño Trémulo estaba ladrando órdenes, enviando un grupo reducido de Guardias Negros al lado de Gavin (como si pudieran hacer algo para protegerlo de los cañonazos enemigos), pero no tantos como para entorpecer a los defensores que intentaban preparar la muralla para un centenar de tareas. Los demás Guardias Negros adoptaron posiciones frente al hueco de la puerta.
Como ocurría en todas las batallas, sencillamente había demasiadas cosas que ver, era imposible imponer algo de orden en la marabunta de actividades que se sucedían sin cesar. Gavin miró hacia el sol que flotaba sobre el horizonte.
Dos horas. Solo necesito dos horas. Proteger a estas personas es uno de mis grandes propósitos que tienes que aprobar. De modo que si estás ahí arriba, ¿te importaría mover el santo culo y echarme una mano?
El general Danavis llevaba una semana organizando, adiestrando, ascendiendo, despidiendo y entrenando a los defensores de Garriston. Veinte horas al día, a veces veintidós. Era inhumano, y sin embargo no era suficiente. Gavin estaba acostumbrado a la disciplina y la facilidad de trabajar con veteranos. Hacia el final de la Guerra de los Prismas, sus hombres actuaban como uno solo. Proveer de suministros a esta muralla les habría llevado a sus veteranos literalmente una tercera parte del tiempo que estaban tardando estos hombres. Sus expertos cañoneros estarían ya en posición, marcando las distancias. Estas personas apenas se conocían, menos aún confiaban las unas en las otras. Eso hacía que todo fuera insoportablemente lento, una lentitud a la que Gavin estaba tardando en acostumbrarse.
Estamos condenados.
Pero entonces trazó una plataforma improvisada para salir al frente del arco abierto (necesario para reunir algunos de los hilos de luxina abiertos) y vio por primera vez la muralla tal y como la verían sus adversarios.
El condenado artista había creado su obra maestra.
Gavin había rellenado todos los moldes, pero siempre en suspensión sobre ellos, y mientras encajaba las secciones había estado siempre al otro lado del muro. Ahora podía admirar el conjunto.
La muralla entera (una inmensa legua curvada) resplandecía con el color del sol que despunta sobre el horizonte. Su fulgor provenía del amarillo líquido, a un pelo de ser amarillo perfecto y sólido, que flotaba tras la primera capa de amarillo perfecto. El amarillo líquido repararía cualquier desperfecto que sufriera la fachada. Pero luego, en el interior de esa fina capa, Gavin vio que sus antiguos trazadores, sin duda bajo la dirección de Aheyyad, habían añadido su toque personal. Cuando el enemigo se acercara, vería que la muralla entera estaba infestada de criaturas espeluznantes. Arañas del tamaño de una cabeza humana parecían reptar por la pared, detenerse, chasquear las diminutas mandíbulas. Pequeños dragones parecían girar y realizar picados en pleno vuelo. Rostros ceñudos se materializaban entre las brumas. Una mujer huía de un ser con colmillos y era descuartizada y devorada con vida, pintadas de desesperación sus facciones. Un hombre que parecía estar caminando al pie de la muralla era apresado por unas manos que surgían de la niebla y se lo llevaban a rastras. Hermosas mujeres transformadas en monstruos de lengua bífida y zarpas inmensas. Regueros y charcos de sangre en el suelo. Y eso era solo lo que Gavin pudo apreciar de un vistazo. Era como si los trazadores se hubieran puesto de acuerdo para conjurar todas las pesadillas que hubieran sufrido alguna vez y plasmarlas en la muralla. Se trataba de ilusiones, todos ellos meros espejismos encerrados en el muro, pero eso el enemigo no lo sabría al principio, y aunque lo supiera, resultaba tan sobrecogedor como la mismísima noche eterna. Mejor aún, sin duda distraería a los enemigos y mosqueteros rivales, cuyos disparos contra las buhederas ocultas tras estas imágenes serían menos precisos.