El prisma negro (93 page)

Read El prisma negro Online

Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

BOOK: El prisma negro
11.52Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿Cómo consiguió mi madre algo así? ¿Cómo es que no lo empeñó para comprar cencellada?

Kip abrió el estuche de palisandro para guardar la daga, y con la mano vendada la giró y la soltó bocabajo en su regazo. Le dio la vuelta y vio que el forro de seda estaba suelto, no sujeto a la caja en sí sino a un marco que ocupaba el estuche. Tiró del marco para levantarlo. Debajo encontró un estrecho compartimiento que contenía cordones de repuesto a juego con el color de la funda para anudarla al cinturón a diferentes alturas. No se trataba de ningún compartimiento secreto, pero era evidente que Zymun no lo había descubierto, ni tampoco el rey Garadul, porque había una nota dentro.

Con trepidación, mirando de reojo a la puerta para asegurarse de que no pasaba nadie, Kip leyó la nota, redactada con la caligrafía gruesa y pausada de su madre: «Kip, ve a la Cromería y mata al hombre que me violó y me arrebató todo lo que tenía. No escuches sus mentiras. Júrame que no me vas a fallar. Si alguna vez me has querido, si alguna vez has querido hacer algo bueno en este mundo, usa esta daga para matar a tu padre. Mata a Gavin Guile».

Kip se sentía atenazado, paralizado. Alguien estaba engañándole, traicionándole. Kip sintió cómo se agitaba en su interior un remolino de rabia. Tenía que ser su madre. Adicta. Ramera. Embustera. La madre de Kip mentiría a cambio de cencellada: era capaz de abandonarlo encerrado en un armario. Gavin había sido estricto con él, pero nunca le había engañado. Ni lo haría jamás. Nunca. Era la familia de Kip. La primera que había tenido en su vida.

Pero su madre había guardado la daga, e incluso la caja. Podría haber vendido cualquiera de las dos a cambio de una montaña de cencellada. Se habría acordado de ellas cada vez que la asaltara la locura de la abstinencia. Si esto era más importante para ella que la cencellada, ¿por qué iba a mentir?

Kip se estremeció, sintiéndose como si la tierra estuviera abriéndose a sus pies. Desconocía la verdad. Pero la averiguaría. Se lo juró.

Dobló la nota y vio un garabato en el dorso que antes había pasado por alto, unas letras escritas más apresuradamente que el resto, pero innegablemente pertenecientes a su madre: «Te quiero, Kip. Siempre te he querido». Ella nunca había pronunciado esas palabras en voz alta. Ni una sola vez. En toda su vida.

Arrojó la nota lejos de él como si se tratara de una serpiente. Enterró la cara entre las mantas para que nadie lo oyera. Y lloró.

94

Dazen se arrastraba en la oscuridad. Eso era la muerte, pero más allá se encontraba la vida, en alguna parte. El suelo estaba cubierto de cantos afilados que le laceraban cruelmente las manos y las rodillas. Había absorbido toda la luxina roja que pudo antes de salir de la celda azul, y de no ser por la fiebre se iluminaría con una llama, pero seguía teniendo la cabeza embotada, se sentía estúpido. Lo único que podía hacer era aferrarse a su ira, y al principio el rojo le había ayudado a conseguirlo.

Obtendré mi venganza, pensó, pero le faltaba pasión. Solo existía el dolor en sus manos y sus rodillas, el reptar. Se negaba a detenerse. El túnel se curvaba una y otra vez, pero no podría extenderse eternamente. Pronto se quedaría dormido, y sucumbiría o despertaría fortalecido. Lo suficiente como para aplastar a Gavin. Se rió sin fuerzas y continuó arrastrándose.

Condenadas rocas afiladas. ¿Qué había hecho su hermano? ¿Excavar su prisión en piedra infernal?

Hijo de perra, eso era exactamente lo que había hecho Gavin. Se había gastado una fortuna tan solo para mantener a Dazen aislado. Malnacido repugnante. Pero detener a Dazen no era tarea sencilla. Siguió gateando. Nadie podía negarle la libertad tan fácilmente.

Aun así, la obsidiana era tan rara que revestir un túnel entero con ella habría costado más de lo que ganaba la familia Guile en un año. ¿Por qué habría hecho Gavin algo así? Las propiedades mágicas de la piedra le permitían, si la oscuridad era absoluta y se establecía una conexión directa (como la que facilitaba la sangre, por ejemplo, o una herida abierta), absorber la luxina de un trazador. No era de extrañar que la luxina roja hubiera dejado de alimentar el odio de Dazen. Toda ella se había drenado.

Lo asaltó una preocupación indefinible. Las curvas del túnel, quizá se tratara de eso. Los túneles se curvaban para que la luz de la celda azul no pudiera bañarlos. Por consiguiente, la oscuridad sería absoluta. Y la obsidiana cumpliría su función.

Que la noche eterna se lleve a Gavin. No va a detenerme. Me da igual terminar hecho un guiñapo sanguinolento. Saldré de aquí.

Una parte de Dazen le rogaba que se detuviera, que reflexionara. Esa parte azul, racional, que anidaba en su interior. Pero no podía parar. Si no seguía moviéndose, nunca llegaría a ninguna parte. Estaba tan enfermo, tan febril, que quizá no pudiera reanudar la marcha si la interrumpía. Gavin quería paralizarlo.

No. No no no. Dazen se obligó a continuar. Ahora el suelo parecía distinto. No era de obsidiana. La había dejado atrás. Gateó más deprisa. Juraría que algo brillaba ante él. Orholam misericordioso, era…

El suelo desapareció debajo de él, abatiéndose sobre unos goznes ocultos. Dazen cayó, rodando sin parar, incapaz de frenar, por un tobogán que se cerró de golpe a su espalda. Continuó rodando, bañado en luz verde.

¿Verde?

Una cámara inmensa, circular, con paredes verdes como árboles. Un agujero en lo alto para el agua, la comida y el aire, y otro en el suelo para los desperdicios. Dazen se miró desesperadamente la piel en busca de la luxina roja. Se había esfumado. Había desaparecido por completo, absorbida por el túnel de obsidiana.

Dazen comenzó a reírse como un idiota, desesperado, enloquecido. Una prisión verde, después de la prisión azul. Sus carcajadas dieron paso a los sollozos. No había una prisión. Ni dos. Ahora lo sabía. No le cabía la menor duda. Había siete prisiones. Una por cada color, y en dieciséis años, solo había conseguido escapar de la primera.

Se rió y lloró. Contra una luminosa pared verde, el cadáver se rió con él. De él.

95

—No está mal para tratarse de una derrota —dijo Corvan Danavis cuando entró en el camarote de Gavin.

Gavin se sentó, pestañeando, con los párpados aún lastrados por el sueño. La «cabezada» que había echado después de hablar con Kip lo había dejado embotado. Pero con todo lo que había trazado en la última semana, no era de extrañar que se sintiera desubicado.

—Hemos perdido una ciudad —dijo—, tres cuartas partes de la Guardia Negra, y cientos si no miles de soldados. Mi hijo natural… al que acabo de reconocer… ha asesinado públicamente a un sátrapa legítimo, lo que provocará que los demás sátrapas vuelvan a temerse que me propongo conquistar el mundo. Tenemos miles de refugiados que habrá que dejar Orholam sabe dónde, Garriston ha caído en manos de un ejército de herejes y he construido una muralla prácticamente inexpugnable que ahora protegerá a mis enemigos. Ah, y tu hija se ha unido a sus filas. Si eso no está mal para tratarse de una derrota, no se me ocurre qué más haría falta.

—Podría haber sido peor.

Gavin se acarició la mejilla, allí donde Karris lo había abofeteado. Ha sido peor, Corvan, se sintió tentado de decir. Se había alegrado tanto de ver a Karris con vida que la abrazó sin pensar. Solo por eso ya se merecería el sopapo. Pero ella se había aferrado a él, tan solo por unos instantes. O quizá no se debiera más a que se alegraba de estar a salvo, lejos del ejército del rey Garadul, aunque Gavin había alimentado la esperanza de que se tratara de algo más.

Fue entonces cuando ella le susurró al oído: «Conozco tu gran secreto, desgraciado. ¿Por qué no pudiste ser lo bastante hombre para decírmelo personalmente?».

¿Su gran secreto? Se le congeló el corazón en el pecho. ¿Qué gran secreto?

Karris lo soltó y lo miró a los ojos. Incapaz de soportarlo, Gavin había apartado la mirada… y vio a Kip. Kip, a quien había dado prácticamente por muerto. Como un cretino, dijo: «¿Kip?».

No pretendía insinuar que Kip fuera su gran secreto. Sería absurdo. Karris sabía lo de Kip, por supuesto. Pero su cerebro se negaba a funcionar como debería. La proximidad de Karris, la batalla, los efectos del sobreesfuerzo al trazar, y la inesperada sensación de vulnerabilidad sembraban el caos en sus pensamientos.

Karris le pegó una bofetada. Se lo merecía.

—Siempre puede ser peor —le dijo Gavin a Corvan—. ¿Aguantará el tiempo? —Si tenía que conseguir que estas barcazas capearan una tormenta, le esperaba mucho trabajo.

—Aguantará —dijo Corvan—. Cuando salgas ahí fuera, tu actitud será fundamental.

Gavin se detuvo. Corvan le había hablado así antes, pero no desde la guerra.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que a ese tal lord Omnícromo le trae sin cuidado Garriston. Para él, la ciudad solo era una oportunidad de arrebatarnos la victoria y culparte del asesinato del sátrapa para poder movilizar a la gente en tu contra. Lo que quiere es destruir la Cromería. Quiere desterrar la fe en Orholam y establecer un nuevo orden. Y ni siquiera sabemos aún de qué nuevo orden se trata.

—Entonces, en vez de «derrota», ¿qué tal si hablamos de «derrota aplastante»? —Gavin sabía que estaba siendo infantil, pero Corvan era la única persona en presencia de la cual podía comportarse así. Era agradable haber recuperado a su amigo.

—Tenemos que prepararnos para ir la guerra —dijo Corvan—. Y no solo por el control de una pequeña ciudad.

—¿Crees que la gente se unirá a él?

—En masa —respondió Corvan—. Mi hija lo ha hecho, y no es ninguna estúpida. De modo que nos conviene asumir que tiene carisma, y ya hemos visto que es lo bastante listo para derrotarnos y conseguir lo que se propone. Así pues, debemos sopesar nuestras opciones y prepararnos.

—Lamento que se haya unido a él, Corvan. Parecía una chica tan sensata. Debería haber cuidado mejor de ella cuando estaba…

—Es una chica sensata. Ella no me preocupa. Regresará —dijo Corvan. Había tensión en su voz, como cabría esperar. Intentaba convencerse también a sí mismo. Pero Gavin sabía que sería mejor no insistir.

—Bueno, ¿y qué tenemos?

—Tú y yo. Hemos recuperado a Karris, a Kip y a Puño de Hierro, cuando podríamos haberlos perdido a los tres fácilmente. Contamos con la devoción, la lealtad, la admiración y la motivación de treinta mil personas que ahora creen en Gavin Guile con toda su alma. Eso es lo que yo llamo el comienzo de un ejército. Eres el Prisma. ¿Cómo te va a hacer frente un reyezuelo pagano?

Gavin se rió, porque ambos sabían que existían al menos mil maneras. También infundía algo de miedo el modo en que pensaba Corvan. Cómo analizaba las cosas. Gavin tendría que andarse con cuidado. Hay secretos que no puedes contar ni siquiera a tu mejor amigo. Grandes propósitos cuyo éxito depende de la discreción.

Contemplativo, Gavin dijo:

—¿Sabes?, he escrito una lista con todas las cosas que quiero hacer antes de morir, y la mejor de ellas era liberar Garriston. Lo que permití que ocurriera allí después de la guerra fue… No sé si es lo peor que habré hecho en mi vida, esa categoría es muy amplia, pero consentí que lo que estaba ocurriendo en Garriston siguiera ocurriendo. Durante dieciséis años. Pese a todo mi poder, nunca logré convencer al Espectro para que lo detuvieran.

—Una vez conocí a un tipo que tenía la manía de cambiar las reglas cuando no podía ganar. No se rendía cuando los demás decían que ya había perdido. Así que… Garriston es un amasijo de edificios decrépitos con murallas indefendibles.

—Por eso construí murallas nuevas, cambié las reglas. ¡Lo intenté, Corvan! ¡Perdí! —Gavin hizo una mueca al comprender el verdadero significado de las palabras de Corvan—. Ah, y ahora dirás que solo he perdido un amasijo de edificios decrépitos. Y yo te diré, ¡sí!, ¡eso ya ha quedado claro! Y tú añadirás que cuando decidí liberar Garriston probablemente no me preocupaba el estado de los edificios, sino el de sus habitantes.

—Y además, todas esas personas que querías liberar están aquí. Y tú reconocerás la superioridad de mi sabiduría.

Gavin se rió. A veces, era como si no hubiera pasado ni un solo día desde su separación.

—Bueno, sabemos cuál de esas cosas no va a pasar.

Corvan sonrió. Tenía razón, no obstante.

—Bien —dijo—, sal ahí fuera y sonríe, reparte palmaditas en la espalda entre tus soldados y compórtate como un emperador con un gran propósito ante él… un prómaco dispuesto a hacer realidad ese gran propósito. Has liberado a estas personas. Las protegerás y les proporcionarás un nuevo hogar. Se hará justicia. Y te ayudarán.

—A veces pienso que tú deberías haber sido el líder en vez de yo.

—Yo también —dijo Corvan. Sonrió—. Los caminos de Orholam son misteriosos. Demasiado misteriosos, en ocasiones.

—Gracias —dijo Gavin. Se rieron juntos. Era una sensación agradable. Un bálsamo para el alma dolorida.

—Por cierto, ¿cómo tienes la espalda? Juraría que esa sabandija te apuñaló. Adoran a Kip como un héroe por detenerlo, ¿sabes?

—Lo detuvo en el último momento, supongo —dijo Gavin, aunque el puño del muchacho debía de haberle golpeado en los riñones de refilón cuando Kip lo derribó, porque había sentido una punzada abrasadora. Tiró de la camisa para enseñársela a Corvan. La tela estaba rasgada, pero su piel se veía intacta—. Por los pelos —dijo.

Corvan soltó un silbido.

—La mano de Orholam te protege, amigo.

Gavin gruñó. A juzgar por cómo le dolía la cabeza, desearía que la mano de Orholam tuviera un poco más de cuidado.

—Bueno, ha llegado el momento de jugar a los emperadores —dijo. Juntos, caminaron hasta la puerta del camarote. ¿Quién había trazado camarotes en la barcaza, por cierto?

Gavin hizo una pausa.

—Corvan, tengo una duda.

—¿Sí?

—Todos esos años que pasaste en esa pequeña ciudad. Es una casualidad tremenda que Kip y tú estuvierais en el mismo lugar.

—La casualidad no tuvo nada que ver —dijo Corvan, con gesto serio.

—Le seguiste la pista. Lo buscaste. Lo vigilabas. —Gavin no necesitaba que Corvan se lo confirmara. Lo sabía—. Pero nunca te acercaste mucho a él.

—Procuré no hacerlo, al menos. Es un buen chico. Pero es quien es. —Lo que quería decir era: Es el hijo de tu hermano. Corvan se miró las manos y bajó la voz, de modo que aunque hubiera alguien escuchando a hurtadillas al otro lado de la habitación no podría distinguir sus palabras—. Sabía que podrías pedirme que lo matara algún día. No quería que fuera más difícil de lo necesario.

Other books

When Watched by Leopoldine Core
Crooked River by Shelley Pearsall
Too Darn Hot by Sandra Scoppettone
Roll with the Punches by Gettinger, Amy
The Little Girls by Elizabeth Bowen
Contagious by Emily Goodwin