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Authors: Jaime Rubio Hancock

Tags: #FA

El problema de la bala (12 page)

BOOK: El problema de la bala
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Bienvenido llegó algo más tarde, pero coincidió con mi padre. Explicó que había sufrido para poder presentar unos documentos en el tribunal provincial de decimoséptima instancia que servían para que el Supremo admitiera a trámite un suplicatorio.

—Todavía no sé lo que es eso, pero bueno, hay dos becarios que se ve que sí.

—Igual en Brasil no hay postales. ¿Hay postales en Brasil?

—Probablemente. El caso es que estoy trabajando muy duro en tu caso: llevo cuatro días sin dormir ni comer, pero reconozco que porque me olvidé. Pero bueno, para que te hagas una idea, sólo esta semana he comprado dieciocho kilos de cocaína para sobornos y he tenido que mantener relaciones sexuales con hombres y mujeres influyentes, a veces con varios de ellos a la vez, y en una ocasión incluso participando con mi esposa quien por suerte entiende muy bien lo que es estar casada con un abogado corrupto, o sea, con un abogado. Además de eso, he tenido que quitar de en medio a un corredor de apuestas al que un juez debía dinero. Literalmente. Estaba esperándole en medio del pasillo y le pedí que por favor se apartara. Hubo un cruce de miradas, pero al final gané yo, supongo que gracias a que me entreno con mi gato. Por cierto, mi gato además de hacerme la cena y husmear en mi cartilla, resulta que usa el lavabo como las personas e incluso tira de la cadena. Ah, y tiene su propio cepillo de dientes. Un día de estos pasaré por la tienda para que me expliquen cómo lo han criado porque estoy alucinando. Es que la otra noche me asusté. Entro en el baño y ahí estaba él, con su pijama, cepillándose los dientes. Me saludó moviendo la cabeza y levantando las cejas. Daba casi hasta mal rollo. Me parece muy bien que los animales estén bien educados, pero este gato es demasiado doméstico para mi gusto. Y mi mujer le ha cogido demasiado cariño. Incluso lo sube a la cama la mitad de las noches y se abrazan desnudos dando vueltas por la cama y gimiendo, cosa que no me acaba de convencer. Pero bueno. ¿Por dónde iba? Ah sí, el Tribunal Supremo. Ya sé lo que estás pensando: seguramente te han llegado rumores de que jamás se le ha conmutado a nadie la pena de muerte y en ninguna ocasión ha llamado el gobernador para indultar a nadie. Esto último es por culpa de un vacío legal: se copió la ley americana y se olvidó que aquí no tenemos gobernadores. Pero bueno, menos cháchara. Que no haya pasado nunca no quiere decir que no pueda pasar por primera vez.

—Dicen que en Brasil la gente es muy maja —acertó a comentar mi padre.

MIREIA ME AGARRÓ Y ME...

MIREIA ME AGARRÓ Y ME llevó a su celda.

—Por fin lo he conseguido. Me ha costado mucho, pero he logrado colar en mi celda lo que necesitaba para poner en práctica mi plan. Ayer incluso comencé a trabajar en él.

Me sentó en su silla, salió otra vez al pasillo para comprobar que no hubiera nadie y levantó un pañuelo de papel que había en el centro de la celda. Debajo de ese pañuelo se escondía hábilmente una tuneladora de doble escudo para roca dura, el modelo S-373 de Herreknecht: doscientos metros de largo y 2.400 toneladas de peso, si no recordaba mal la ficha técnica.

—Abre más de un metro y medio de camino cada veinte minutos. De momento tenemos tiempo, pero lo malo es que sólo puedo trabajar de noche, claro, porque si no se vería —dicho esto, volvió a cubrir la máquina con el pañuelo y puso además una revista encima, como para dar mayor seguridad—. Por el ruido no te preocupes. Me pongo los auriculares con la música bien alta y no se oye nada.

Me abrazó, sonriendo y me explicó que ya faltaba poco, semanas como mucho, y que igual podríamos estar en Brasil antes incluso de la vista con el Tribunal Supremo. Me arrastró hasta el baño y corrió la cortina de la ducha. En la pared había una enorme puerta con un cartel que decía “prohibida la entrada a personal ajeno a la obra”.

—Si alguien llegara a mirar en el baño —explicó—, cosa que ya sería de muy mala educación, el cartel le disuadiría de seguir fisgoneando.

Abrió la puerta y me hizo pasar al túnel.

—Cuando sea más grande, ya guardaré la tuneladora dentro, pero es que ahora necesito espacio para guardar los cascos y el resto del material. Toma, ponte uno, por cierto.

El túnel tendría los diez metros que había comentado. Estaba perfectamente iluminado. De hecho, unos obreros estaban acabando de instalar las luces en el techo y en las paredes.

—Bueno, sólo es el primer día. La idea es colocar carteles y mapas de situación, para no perdernos cuando llegue la gran noche. También me gustaría poner un par de máquinas de bebidas y de aperitivos a medio camino, por si tenemos hambre.

Me sacó del túnel y me sentó en su cama, sonriendo.

—Va, dime algo. ¿Te gusta o no?

No le contesté. No tenía por qué, yo no le había pedido que hiciera todo eso.

—¿No te gusta? ¿No quieres salir de aquí? ¿O es que no quieres salir de aquí conmigo? ¿No puedes dejar atrás el pasado? ¿No te das cuenta de que estoy intentando hacer bien las cosas? Podemos empezar de cero. En Brasil, dedicándonos al teatro amateur y tú queriéndome, idolatrándome y escribiendo poemas. Como antes. Sólo que ahora lo sabré.

Arrancó a llorar y se agarró a mí.

—No me sueltes —dijo—, por favor no me sueltes. A veces eres tan injusto. No te entiendo, no te entiendo —se separó un poco de mí y se secó la cara con la manga, cosa que hizo que se le corriera un poco el bigote—. Por favor, déjame sola. Estaré bien, pero necesito estar sola un rato. Ya sé que quieres quedarte conmigo, pero vete. Por favor. No pasa nada, de verdad. Te lo juro. Sólo necesito tumbarme un poco y quedarme a solas. En serio, preferiría que te fueras. Por favor. Me duele decir esto, pero creo que no quiero verte. Al menos no por ahora. Necesito un tiempo. Quiero pensar en si todo esto me compensa. Me estoy jugando la vida por ti y ni siquiera noto ningún tipo de respuesta por tu parte. Es como si estuvieras vacío por dentro —técnicamente lo estaba—. Sé que estando así lo que necesitas es ayuda, y quiero ayudarte. Pero yo no puedo hacer nada si tú no te ayudas primero a ti mismo. Sí, tú tienes que darte cuenta de que no puedes seguir así. Necesito que te vayas. Quiero estar sola. Lo entiendes, ¿verdad? En serio. Vete. No te preocupes. Vete. Que te vayas. Necesito estar sola. Vete. Es por mí. Vete.

Al final ella entendió que si quería estar sola tendría que arrastrarme hasta mi celda. Primero intentó dejarme en el pasillo, pero viendo que no me movía de allí, me llevó hasta mi catre, donde me dejó no sin soltar por el camino una serie de exabruptos de indignación por mi egoísmo, mi actitud, mi desprecio tanto hacia sus sentimientos como hacia su esfuerzo, mi rencor, mis silencios y mi pereza, para sorpresa de algunos de los presos, que oyeron los exabruptos y de repente echaron mucho de menos a sus novias.

Apenas me hubo tirado de manera un tanto brusca sobre mi catre —casi me desmonta la cadera— entró Lorca, entusiasmado por haberme encontrado finalmente.

—No sabía dónde estabas. ¡Ven conmigo!

Me agarró y me llevó también a su celda.

—Creo que nunca habías estado aquí. Mira: mi escritorio. ¿Ves todas estas velas? Son la clave. Cuando empecé a escribir poesía, pedí que me dejaran tener unas cuantas en la celda, por aquello de crear un ambiente más lírico. Si rellenas los impresos adecuados y es por cuestiones religiosas o artísticas, te dejan tener velas, incienso, vibradores y estas cosas. El caso es que un día, jugueteando con la cera mientras buscaba una palabra que rimara en consonante con “eléctrica”, se me ocurrió una idea genial que seguro que nunca se le ha ocurrido a nadie a lo largo de la historia, ni siquiera a personajes de ficción.

Levantó el colchón y sacó de allí un ala. Un ala de cera. Tendría un metro y medio de largo y estaba perfectamente tallada, pluma a pluma.

—Es de varios colores porque me traen las velas que les da la gana, pero bueno. En unas semanas tendré tres más. Y me van a traer de contrabando unos arneses de parapente. Podremos huir de aquí, tú y yo. Sí, los dos. ¿Cómo te voy a dejar aquí, si has demostrado ser no ya mi único amigo, que ya es algo importante de por sí, sino algo aún más fundamental: mi único lector? Necesito saber que lo hago tiene importancia, que hay alguien al otro lado. Sí, algún día seré inmortal y mi libro se estudiará en las universidades, pero hasta que eso llegue, te necesito. Te necesito y te lo agradezco.

Me abrazó, haciendo crujir alguna de mis costillas.

—Sólo tendremos que saltar desde la azotea y agitar las alas. Por eso necesitaba perder peso. A ver cómo iba a alzar el vuelo, si no. Ya sé que tienes vista con el Supremo, no te preocupes porque aún tardaré un poco en acabarlas. De todas formas, viene a dar lo mismo, porque aun suponiendo que te conmutaran la pena de muerte por una cadena perpetua, ¿para qué te ibas a quedar aquí pudiendo marcharte? Mejor huir: no tenemos nada que perder y lo podemos ganar todo. He oído que en Brasil hay un boom del teatro de aficionados y allí yo podría dedicarme a escribir y tú podrías comenzar tu nueva vida. Podríamos, no sé, casarnos con dos hermanas y compartir casa. ¿No te parecería bonito? Pero bueno, eso ya lo decidiremos cuando lleguemos allí.

Me leyó un poema que estaba preparando acerca de su huida y que comenzaba diciendo “alas de cera, otro verso, dolor y espera, otro verso, subiré bien arriba, otro verso, para evitar la silla”. Después de diecisiete minutos de rimas, me devolvió a mi celda, asegurándome que seguiría hablando conmigo del tema, pero que aquella tarde quería pasar por el gimnasio para hacer un poco de bicicleta estática.

Al día siguiente siguiente, mientras estaba entregado por entero a mi dura tarea de mirar el cursor, Roca se plantó en la antigua sala de alfarería, mirando constantemente por encima del hombro, hablándome sin mirarme a la cara, tapándose los labios como si no quisiera ni que se los leyeran y hablando muy bajito.

—Tenemos que hablar. Verás, he estado pensando. Creo que no nos va a dar tiempo a que la compañía crezca lo suficiente como para venderla a buen precio antes de tu ejecución, así que, como ya te había comentado, tengo desde hace tiempo algo en mente. Verás, mi objetivo es dedicarme por completo a Awwwsome y dejar lo de dirigir cárceles porque es muy desagradable. Yo pensaba que sería otra cosa, pero cuando llegué aquí y vi que estaba esto lleno de delincuentes, me llevé las manos a la cabeza. Luego las bajé porque me picaba aquí, pero estuve como tres días así. Y por supuesto me gustaría seguir contando contigo. Así que habrá que arriesgarse. Los emprendedores se arriesgan. Ahora mientras trabajas iré a pegarte un póster en tu celda. Sí, en tu celda, no en el muro al que da tu ventana. Detrás del póster he escondido un uniforme de preso común y un permiso de veinticuatro horas para salir del recinto, firmado por un juez que me debe un favor. Un día de estos, cuando tú lo veas oportuno, baja al patio y escóndete detrás de las gradas de piedra. Cámbiate y aprovecha cuando subas de vuelta para colarte en el otro módulo. Sólo avísame con tiempo para que pueda dejar esa puerta accidentalmente entre comillas abierta. La palabra que está entre comillas es accidentalmente, y no abierta. Cuando estés en la calle, quiero que vayas al cruce entre Balmes y Diputación. Allí tengo alquilado un sótano en el que podrás vivir y trabajar para mí. Te llevaré el ordenador, una cama y no sé, quizás una tele, siempre que no la enciendas en horario de trabajo. No tiene ventanas, no vaya a ser que te vean, pero también te llevaré uno o dos pósters.

Después de mi dura e intensa jornada de trabajo, los funcionarios me dejaron de nuevo en mi celda. Desde el catre podía ver el póster. Era un atardecer en la playa de Río, con el monte Corcovado al fondo.

NO ME ESPERABA VER A...

NO ME ESPERABA VER A mi madre en la sala de visitas ni aunque ya prácticamente estuviéramos en Navidad, época familiar por excelencia.

Iba enfundada en un vestido negro de lentejuelas, muy corto. El vestido dejaba al descubierto unas pernezuelas más bien abundantes y embutidas en unas medias de rejilla que acababan dentro de unos zapatos de tacón de aguja, pero de aguja de verdad, porque habían usado unas de tricotar. Llevaba la cara maquillada a brocha y fumaba en una boquilla de un metro y medio de largo. Un peinado de un par de centenares de euros coronaba una cara que el bótox había inmovilizado parcialmente.

—Te veo mal, hijo, te veo muy mal —soltó, a modo de saludo—. Si ya te lo decía yo, que cada vez estabas peor, pero tú nunca le haces caso a tu madre, no señor, que hay que ver... No entiendo eso de que los hijos no hagáis caso a las madres, que por algo somos madres, digo yo —le dio una calada al cigarrillo. Tosió—. Ay, esto de fumar no sé yo si es lo mío: me gusta lo de la boquilla, pero lo de fumar, no tanto. Tendría que usar la boquilla sin cigarrillo al final. O con uno de esos cigarrillos eléctricos. Igual hago eso, mira lo que te digo, así como la Hepburn, pero sin la tos esta tonta que me viene. He hablado con tu abogado. Ya me ha puesto al día. A tu padre no le he visto, dice que no quiere verme. No entiendo el por qué de este rencor. ¿Qué iba a hacer yo, a mi edad, si me viene ese celador, con su metro sesenta y cuatro de altura, y con casi todo el pelo engominado y tirado para atrás, y ese tatuaje en el antebrazo? Una no es de piedra. Además, teniendo un hijo en común, deberíamos ser un poco más civilizados. Yo no dejo de pensar en él. Le quiero mucho. Las cosas ya no pueden ser como antes, claro, pero qué menos que tomar un café de vez en cuando, escribirnos postales, hablar por teléfono de la polla del celador. Como las personas. Ya lo dice mi celador, que tiene estudios de medicina de los nervios y todo, bueno, hizo un cursillo: las cosas hay que hablarlas, sacarlas de dentro, todo para fuera, porque si no, se queda metido en las entrañas y acaba haciendo costra y eso luego da acidez de estómago. Por eso te he escrito esta carta. Para sacar las cosas de dentro. Yo es que ahora soy mucho de escribir. Sobre todo postales. ¿Quieres que te la lea? Venga, te la leo.

»Querido hijo, dos puntos.

»Tú eres mi hijo desde hace ya muchos años y eso no va a cambiar porque a los hijos se les quiere salgan como salgan y recuerdo que tú saliste de culo, que un poco más y me tienen que hacer la cesárea y eso antes dejaba una cicatriz horrible, pero ahora ya no, que la hacen horizontal y no se ve la marca, que me lo dijo mi celador un día que hablamos del tema, aunque esté raro hablar de partos. Pero no te asustes: no quiero darte un hermanito. Tampoco podría, menopáusica perdida como estoy.

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