El profesor (6 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: El profesor
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El Narizotas replicó que una casa de empeños no era lugar para el patriotismo, y ella le replicó a su vez que si el patriotismo fuera una cosa que se pudiera exhibir en el estante de la tienda, él estaría sacándole brillo y vendiéndoselo a los pobres a precios abusivos.

—Madre de Dios, señora —dijo él—. No la había visto nunca de este modo. ¿Qué le ha pasado?

Lo que le había pasado era que eso era como la última batalla del general Custer, su última oportunidad. Éste era su hijo, Frank, que se iba a Estados Unidos, y ella no podía enviarlo con esa facha, vestido con reliquias de respetabilidad antigua, con la camisa de éste, con los pantalones de aquél. Entonces demostró lo lista que podía ser. Dijo que le quedaba muy poco dinero, pero que si el señor Parker veía el modo de darle, además, un par de zapatos, dos camisas, dos pares de calcetines y esa corbata verde tan bonita con las arpas doradas, ella no olvidaría el favor. Frank no tardaría mucho tiempo en empezar a enviar a casa dólares desde Estados Unidos, y cuando ella necesitara ollas, sartenes y un reloj despertador, se acordaría al momento del Narizotas. La verdad, ahora mismo veía en los estantes media docena de cosas de las que no podría privarse en cuanto los dólares empezaran a llegar.

El Narizotas no era ningún pipiolo. En los años que había pasado tras el mostrador había aprendido los trucos de sus clientes. También sabía que mi madre era tan honrada que le repugnaba deber nada a nadie. Le dijo que la valoraba como futura cliente y que a él, personalmente, tampoco le gustaría ver desembarcar a aquel chico en Estados Unidos mal vestido. ¿Qué dirían los yanquis? De modo que, por una libra más, bueno, quítele otro chelín, podría llevarse los otros artículos.

Mi madre dijo que era un hombre cabal, que le pondrían cama en el cielo y que ella no lo olvidaría, y resultaba raro ver aquellas muestras de respeto entre uno y otro. La gente de los callejones de Limerick no tenía aprecio a los prestamistas, pero ¿cómo se las arreglarían sin ellos?

El Narizotas no tenía maletas. Sus clientes no tenían fama de grandes viajeros que recorrían el mundo, y el comentario los hizo reír juntos, a mi madre y a él. «Viajeros que recorren el mundo, qué le parece», decía él. Mi madre me miró como diciéndome: «Mira bien al Narizotas, pues verlo reír no es cosa de todos los días».

Burke
el Plumas,
en Irishtown, vendía maletas. Vendía todo tipo de cosas viejas, usadas, disecadas, inútiles o que sólo servían para echar a la lumbre. Ah, sí, tenía justo lo que necesitaba el joven que se iba a Estados Unidos, que Dios lo bendiga, y que enviaría dinero a casa para su pobre madre anciana.

—Yo no soy ninguna anciana —dijo mi madre—, así que déjese de cuentos. ¿Cuánto pide por la maleta?

—Yerra,
señora, estoy dispuesto a dejársela por dos libras, porque no quiero ser obstáculo para que el chico haga fortuna en Estados Unidos.

Mi madre dijo que antes de pagar dos libras por esos cuatro cartones viejos que no se desarmaban de milagro, hacía un lío con mis cosas con papel de envolver y un cordel y me mandaba así a Nueva York.

El Plumas puso cara de consternación. No estaba bien visto que las mujeres de los callejones de Limerick hablaran así. Se esperaba de ellas que fueran respetuosas con la gente de más categoría y que se mantuvieran en su lugar, y yo mismo me sorprendí de ver a mi madre con ese ánimo pendenciero.

Se impuso ella, dijo que lo que le pedía era un robo, que estábamos mejor en tiempos de los ingleses y que si no le rebajaba el precio iría a Parker
el Narizotas,
ese hombre cabal. El Plumas cedió.

—Dios del cielo, señora. Menos mal que no he tenido hijos, pues si los tuviera y tuviese que hacer tratos todos los días con gente como usted, estarían allí en la esquina sollozando de hambre.

—Qué pena me dan usted y los hijos que no tuvo —dijo ella.

Dobló la ropa y la guardó en la maleta, y me dijo que se llevaría todo a casa para que yo pudiera ir a comprarme el libro. Se alejó de mí, subiendo por la calle Parnell, fumándose un pitillo. Aquel día mi madre caminaba con energía, como si la ropa y la maleta y el que yo me marchara fueran a abrir horizontes.

Yo fui ala librería de O'Mahony para comprarme por primera vez en mi vida un libro, el que me traje a Estados Unidos en la maleta.

Era
Obras Completas de William Shakespeare, recogidas en un tomo,
publicado por Shakespeare Head Press, Oldhams Press Ltd and Basil Blackwood, MCMXIVII. Aquí lo tengo, con las cubiertas descabaladas, separadas del libro, sólo sujetas gracias a la cinta adhesiva. Un libro muy usado, lleno de anotaciones. Tiene pasajes subrayados que alguna vez significaron algo para mí, aunque ahora los miro y apenas entiendo por qué. A lo largo de los márgenes hay anotaciones, observaciones, comentarios de aprecio, felicitaciones a Shakespeare por su genio, signos de exclamación que indican mi aprecio y mi perplejidad. En la parte interior de la cubierta escribí: «¡Oh, si esta demasiado sólida masa de carne...!», y lo que sigue. Esto demuestra que yo era un joven tristón.

Cuando tenía trece, catorce años, oía obras de Shakespeare en la radio de la señora Purcell, la vecina ciega. Ella me dijo que Shakespeare era un irlandés avergonzado de su origen. La noche que escuchábamos
Julio César
saltaron los plomos, y yo tenía tanto interés por enterarme del destino de Bruto y Marco Antonio que fui a la librería de O'Mahony para hacerme con el resto del relato. Un dependiente de la librería me preguntó con aire de superioridad si tenía la intención de comprar ese libro, y yo le dije que me lo estaba pensando, pero que primero tendría que enterarme del destino de todos al final, sobre todo del que me gustaba a mí, Bruto. El hombre me dijo que no me preocupara de Bruto, me quitó el libro y me dijo que aquello no era una biblioteca y que tuviera la bondad de marcharme. Retrocedí hasta la calle, avergonzado y sonrojado y preguntándome por qué la gente no deja de molestar a la gente. Ya cuando era pequeño, de ocho o nueve años, me preguntaba por qué la gente no deja de molestar a la gente, y me lo he estado preguntando siempre desde entonces.

El libro costaba diecinueve chelines, media semana de sueldo. Quisiera poder decir que lo compré por mi interés profundo por Shakespeare. No fue así en absoluto. Tuve que comprármelo porque había visto una película en la que un soldado norteamericano que estaba en Inglaterra iba por ahí soltando citas de Shakespeare, y todas las chicas se enamoraban locamente de él. Además, te basta con dar a entender que lees a Shakespeare para que la gente te mire con respeto y de esa manera especial. Creía que si me aprendía largos pasajes impresionaría a las chicas de Nueva York. Ya me sabía ese que dice: «Amigos, romanos, conciudadanos, prestadme oídos...», pero cuando se lo dije a una chica de Limerick me miró de forma rara, como si me estuviera poniendo enfermo.

Subiendo por la calle O'Connell me dieron ganas de desenvolver el paquete para que todo el mundo me viera con Shakespeare debajo del brazo, pero no tuve valor. Pasé por delante del pequeño teatro donde una vez vi a una compañía ambulante representar
Hamlet,
y recordé la lástima que había sentido por mí mismo, por cómo había sufrido como él. Al final de la representación, aquella noche, Hamlet había vuelto a subir en persona al escenario para decir al público lo agradecidos que estaban todo el reparto y él por nuestra asistencia, y lo cansados que estaban el reparto y él, y cuánto agradecerían nuestra ayuda en forma de calderilla, que podíamos depositar en la lata de manteca que había junto a la puerta. A mí me había conmovido tanto la obra, porque una buena parte de ella trataba de mí mismo y de mi triste vida, que dejé seis peniques en la lata de manteca, deseando haber podido dejar con los seis peniques una nota para que Hamlet supiera quién era yo y que mis sufrimientos eran verdaderos, no sólo en una obra de teatro.

Al día siguiente fui a entregar un telegrama al hotel Hanratty, y allí estaba el reparto de
Hamlet,
bebiendo y cantando en el bar, mientras un mozo de cuerda iba corriendo de un lado a otro cargando su equipaje en una furgoneta. El propio Hamlet estaba sentado a solas al final de la barra, saboreando su vaso de whisky, y no sé de dónde saqué el valor, pero le dije «hola». Al fin y al cabo, a ambos nos habían traicionado nuestras madres y nuestros sufrimientos eran grandes. El mundo no conocería jamás el mío, y sentí envidia de él, por cómo podía expresar su angustia todas las noches. «Hola», le dije, y él me miró fijamente con dos ojos negros bajo dos cejas negras, en una cara blanca. Tenía en la cabeza todas esas palabras de Shakespeare, pero ahora se las guardaba allí dentro y yo me sonrojé como un tonto y di un traspiés.

Subí con mi bicicleta por la calle O'Connell sintiéndome avergonzado. Entonces me acordé de la moneda de seis peniques que había echado en la lata de manteca, seis peniques que habían pagado su whisky y sus canciones en el bar del Hanratty, y me dieron ganas de volver y plantar cara a todo el reparto y al propio Hamlet para decirles lo que pensaba de ellos con sus falsos cuentos de cansancio y el modo en que se bebían el dinero de los pobres.

Me olvidaría de los seis peniques. Si volvía, seguro que me arrojaban palabras de Shakespeare, y Hamlet volvería a mirarme con sus ojos negros y fríos. Yo no tendría palabras que oponer a eso, y quedaría por tonto si intentaba devolverle la mirada con mis ojos.

Mis alumnos me dijeron que haberme gastado tanto dinero en un libro de Shakespeare había sido una memez, dicho sea sin ánimo de faltarle al respeto, y que si lo que quería era impresionar a la gente ¿por qué no me iba a la biblioteca, sin más, y me copiaba allí los pasajes? Además, había que ser bastante memo para dejarse impresionar por un tipo sólo porque citaba a ese escritor antiguo que nadie era capaz de leer, en todo caso. A veces ponen en la tele esas obras de Shakespeare y no se entiende una palabra, así que ¿para qué? El dinero que pagué por el libro podría habérmelo gastado en algo majo, como unos zapatos o una chaqueta bonita, o, ya sabe, en invitar a una chica al cine.

Algunas chicas dijeron que era muy bonito el modo en que yo me había servido de Shakespeare para causar impresión a la gente, aunque no se enterarían de lo que les dijera. ¿Por qué tenía que escribir Shakespeare en esa lengua antigua que nadie podía entender? ¿Por qué?

No pude responder. Volvieron a preguntarme «¿por qué?», pero lo único que pude hacer fue decirles que no lo sabía. Que, si esperaban, intentaría enterarme. Se miraron unos a otros. ¿Que el profesor no lo sabe? ¿Cómo era posible? ¿Lo dice en serio? Uau. ¿Cómo ha podido hacerse profesor?

—Oiga, profe, ¿tiene alguna historia más que contar?

—No, no, no.

—No dice usted más que no, no, no.

—Eso es. No hay más historias. Ésta es una clase de Lengua Inglesa. Se están recibiendo quejas de los padres.

—Ay, hombre. Señor McCourt, ¿estuvo usted en el Ejército? ¿Combatió en Corea?

Nunca había tenido gran concepto de mi vida, pero seguí repartiéndoles fragmentos de ella: las borracheras de mi padre, la época en que soñaba con Estados Unidos en los barrios pobres de Limerick, el catolicismo, los días grises en Nueva York, y me sorprendió que los adolescentes de Nueva York me pidieran más.

3

Les conté que después de mis dos años en el Ejército, la ley de estudios para veteranos me ayudó a pasar cuatro años dormitando en la Universidad de Nueva York. Trabajaba por las noches para complementar la beca que me daba el Estado. Podría haber asistido a clase a tiempo parcial, pero estaba impaciente por licenciarme e impresionar al mundo y a las mujeres con mi licenciatura y mis conocimientos universitarios. Me hice experto en forjar excusas por haber presentado tarde los trabajos y por haberme perdido exámenes. Arrastraba los pies y murmuraba las desventuras de mi vida a los catedráticos llenos de paciencia, les daba a entender la existencia de una gran tristeza. El acento irlandés resultaba útil. Yo vivía al borde del
faith and begorrah
[2]
.

Los bibliotecarios de la universidad me daban golpecitos cuando roncaba tras un montón de libros. Una bibliotecaria me dijo que estaba terminantemente prohibido dormir. Tuvo la amabilidad de indicarme que allí fuera, en Washington Square, había bancos en abundancia donde podía echarme hasta que llegaran los policías. Le di las gracias y le dije que siempre había admirado a los bibliotecarios, no sólo por su dominio del sistema Dewey de clasificación decimal, sino por su manera de ayudar a los demás en otros aspectos de la vida diaria.

El catedrático de Pedagogía de la Universidad de Nueva York nos advirtió sobre los días de enseñanza que nos esperaban. Dijo que las primeras impresiones son fundamentales. Dijo: «El modo en que reciban y saluden a su primera clase puede determinar el transcurso de toda su carrera profesional. De toda su carrera profesional. Les estarán vigilando. Ustedes los estarán vigilando a ellos. Estarán tratando con adolescentes estadounidenses, una especie peligrosa, y no tendrán piedad con ustedes. Les tomarán la medida, y decidirán qué hacer con ustedes. ¿Se creerán ustedes que controlan la situación? Pues no se lo crean. Son como un misil guiado por el calor. Cuando van por ustedes, siguen un instinto primigenio. Es función de los jóvenes librarse de sus mayores, hacerse sitio en el planeta. Lo saben ustedes, ¿verdad? Los griegos lo sabían. Lean a los griegos».

El catedrático decía que antes de que tus alumnos hayan entrado en el aula, tú ya debes haber decidido dónde estarás («postura y situación») y quién serás («identidad e imagen»). Yo no me había imaginado que enseñar fuera tan complicado. Decía: «No pueden enseñar si no saben dónde situarse físicamente. Esa aula puede ser para ustedes un campo de batalla o un campo de juegos. Y tienen que saber quiénes son ustedes. Recuerden lo que dijo Pope: "Conócete a ti mismo, no aspires a escudriñar a Dios. El objeto propio de estudio de la humanidad es el hombre". En su primer día de clase deben ponerse de pie a la puerta de su aula y decir a sus alumnos cuánto se alegran de verlos. De pie, he dicho. Cualquier dramaturgo les dirá que cuando el actor se sienta, la obra también se sienta. La mejor medida, con diferencia, es establecerse a sí mismo como presencia, y hacerlo fuera, en el pasillo. Fuera, he dicho. Ése es su territorio, y cuando los vean allí fuera los verán como profesores fuertes, sin miedo, dispuestos a hacer frente a la horda. Una clase es eso, una horda. Y ustedes son profesores guerreros. La gente no lo tiene en cuenta. Su territorio es como su aura, los acompaña en todas partes, en los pasillos, en las escaleras e, indubitable—mente, en el aula. No consientan jamás que invadan su territorio. Jamás. Y recuerden: los profesores que se sientan, e incluso los que se ponen de pie detrás de sus mesas, padecen una inseguridad esencial y deberían probar suerte en otro tipo de trabajo».

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