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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (13 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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7
SEVILLA

VIERNES 10 DE ELUL, 4823

10 DE SHABÁN, 455 / 8 DE AGOSTO, 1063

Yunus ya se había levantado cuando sonó el cuerno que anunciaba a los musulmanes la apertura de los baños en su día sagrado. Los viernes siempre se levantaba muy temprano, pues era el día que tenía más trabajo en el consultorio. Por la mañana, muchos pacientes musulmanes aprovechaban para ir al médico el tiempo que les quedaba antes de hacer las oraciones del viernes, y por la tarde acudían los judíos, que siempre imaginaban alguna pequeña enfermedad en la víspera del sabbat.

El consultorio se encontraba junto a un pequeño zoco, justo detrás de la puerta de Carmona, en la parte este de la ciudad. Allí trabajaba desde su llegada a Sevilla, hacía ya veinticinco años. Cuando empezó, el zoco era tan sólo un mercado de campesinos en el que se vendían exclusivamente artículos de cuero confeccionados según las necesidades del campo: botas, odres, cinturones, correas, arreos. En aquellos primeros tiempos también sus pacientes habían sido casi todos gente del campo.

Luego los campesinos se habían vuelto cada vez más hacia los mercados instalados en los suburbios, más baratos, y los comerciantes y artesanos del zoco se habían dedicado a satisfacer necesidades más exclusivas. Ahora ya sólo confeccionaban los más finos productos de cuero, para personas de gusto exquisito: sandalias con adornos de plata, botines bordados con seda, preciosas sillas de montar a medida, cinturones y sillones entretejidos y afiligranados de cuero de todos los colores. Y la posición social de los pacientes de Yunus también había cambiado. Ahora ya sólo trataba a gente de la ciudad y miembros de la pequeña nobleza que venían de sus fincas rústicas. No obstante, no era una zona muy buena para un médico, a pesar de que ya casi todos los fabricantes de odres, que habían dado nombre a la calle, se habían mudado. Pero Yunus nunca había pensado en cambiar de consultorio. No era hombre que anduviese siempre buscando cambios.

Cuando llegó al consultorio, Zacarías ya había extendido las cortinillas contra el polvo y colocado los cojines que servían de asientos. No hacía mucho que había salido el sol. En la sala de espera había una sola persona: al–Fasí, el zapatero.

Al–Fasí era vecino de Yunus desde hacía veinticinco años. Era uno de los pocos artesanos del zoco a quien no le había ido demasiado bien con el cambio de los productos para campesinos a los artículos de lujo. Fabricaba botas de cuero. Antes habían sido toscas botas de campesino, ahora confeccionaba botas de montar, zapatos de los mejores materiales, tan bien trabajados que duraban toda una vida. Sólo que, por desgracia, no seguían ni remotamente la moda, no tenían la elegancia exigida por la nueva clientela del zoco. En el fondo continuaban siendo las mismas viejas botas de campesino, sólo que de mucha mejor calidad. Y por eso eran prácticamente invendibles.

Yunus conocía este problema, así como los que se derivaban de él: los problemas sociales, económicos, familiares. No había nada que al–Fasí no le confiase; Yunus era su amigo, su hermano mayor, su parnas. Era el mar en el que desembocaban los ríos de sus preocupaciones, el pozo en el que se vertían las cascadas de sus problemas. Al–Fasí, como indicaba su nombre, se había criado en Fez, y, aunque hacía ya más de treinta años que vivía en Sevilla, seguía hablando el horrible árabe de la gente del Magreb, que él procuraba mejorar con un modo de hablar especialmente florido. ¿Qué podía haberlo empujado a dejar su taller tan temprano?

Yunus lo invitó a pasar a la habitación donde tenía la consulta y le ofreció un cojín para sentarse. El zapatero se enjugó una lágrima con el delantal, cogió las manos de Yunus, las apretó contra su pecho, y se rascó con el meñique debajo de la gorra de cuero que llevaba en la cabeza como una segunda piel. Estaba muy emocionado, como Yunus rara vez lo había visto.

—¡Oh, hakim, dios de los excelsos, apiádate de mi!

El arco de la desgracia se había cerrado sobre su cabeza; las fauces de la desesperación se habían abierto de par en par ante él. Había muerto su hermano, el encuadernador, el fabricante de pergaminos. Tres meses atrás habían enterrado a la mujer de su hermano. Ahora sólo quedaba la niña pequeña, una muchachita de seis o siete años, al–Fasí no lo sabía exactamente. Por supuesto, al–Fasí la había tomado bajo su custodia. ¿Quién otro hubiera podido hacerlo? El resto de la familia estaba en Fez. Así que el zapatero había llevado a la sobrina a su casa.

Sin embargo, su mujer había reaccionado marchándose de casa, mudándose a casa de su hermano.

—¡Me ha abandonado, hakim! Me ha insultado con palabras que habrán marchitado cualquier flor; me ha arrojado a la cabeza adjetivos que me han sacado chichones. ¡Dios quiera que se le forme pus en la lengua!

Yunus comprendía a la mujer. Tenía seis hijas de al–Fasí, todas mujeres. Con grandes esfuerzos acababa de reunir las dotes para las dos hijas mayores, cuando su marido le venía con una séptima.

Yunus siguió a al–Fasí al taller. Allí estaba la niña, sentada en el suelo, entre desperdicios de cuero. Una niña muy morena, de cabellera negra y tupida y mirada desconfiada. El vientre inflado de mucho pan y poca papilla de moyuelo. Por lo visto, el encuadernador había sido un pobre gusano, aún más pobre que su hermano. Pero la pequeña era hermosa. Si las hijas de al–Fasí hubieran sido la mitad de bonitas que esta chiquilla, su mujer no habría tenido que preocuparse tanto por las dotes, pensó Yunus.

—¿Qué debo hacer, hakim, qué debo hacer?

Yunus prometió hablar con el rabí. Si todo iba bien, durante el sabbat podrían presentar a la pequeña en la sinagoga, donde quizá encontrarían una familia que quisiera adoptarla. Prometió hablar con la esposa de al–Fasí y con el hermano de ésta; tal vez la mujer volviera a casa si veía la posibilidad de una adopción. Y prometió también enviarle a la vieja Dada con dos o tres vestidos de sus propias hijas adoptivas, para que la pequeña pudiera presentarse bien arreglada en la sinagoga.

Al–Fasí abrió las puertas de su agradecimiento y ahogó a Yunus en un mar de bendiciones.

Más tarde, aún por la mañana, cuando la sala de espera de Yunus ya estaba repleta, se oyeron de repente los grandes atabales del al–Qasr y, cuando el simún amainaba un tanto, también trompetas y silbatos. Sonaba como si la gran banda del príncipe marchara en dirección al transbordador. Ninguno de los pacientes conocía el motivo, ni tampoco lo conocían los vecinos. Nadie podía explicar qué pasaba.

Entonces llegó al consultorio un paciente que era secretario del almirante de la flota real. Venia del puerto, y estaba al corriente de todo.

El príncipe había acompañado al transbordador a Sisnando ibn David, al–Kund, el conde cristiano que poseía un pequeño condado en el norte del reino de Badajoz, cerca a Coimbra, y que había pasado más de un mes en Sevilla. Al–Mutadid lo había despedido con todos los honores: gran banda militar, gran baldaquín. Incluso se le había ofrecido la galera dorada del príncipe para cruzar el río, y el príncipe mismo había desmontado de su caballo junto a la escalerilla de embarque y había hecho llegar al conde tres trajes de honor de la segunda categoría.

Las opiniones sobre la importancia de este acontecimiento eran contradictorias. El conde había sido vasallo del señor de Badajoz. Hacía seis años se había aliado con el príncipe, que lo había apoyado con dinero y armas. Desde entonces, el hijo del conde estaba en la corte de Sevilla, y ahora el conde había venido a recogerlo junto con todo su séquito. No había dejado en Sevilla a ningún miembro de su familia. ¿Significaba eso el fin de la alianza? ¿O acaso, como suponía el secretario, el conde había emprendido por encargo del príncipe un viaje a León, para tratar con Fernando, rey de León y conde de Castilla? La despedida colmada de honores hablaba en favor de esta última suposición. ¿Acaso el conde viajaba a León con la misión de firmar con el rey una alianza contra el señor de Badajoz, que dejaría a al–Mutadid las espaldas libres para emprender un nuevo ataque contra Córdoba?

Luego llegaron testigos oculares que habían estado en el atracadero y habían visto de cerca lo sucedido. El príncipe les había parecido cansado e inusualmente pálido. Su modo de sentarse sobre el caballo había dejado mucho que desear y, además, había llegado montado en un palafrén, lo que nunca antes había ocurrido. ¿El viejo dolor de espalda? ¿O se le habría agudizado la gota?

A última hora de la mañana, cuando algunos comerciantes del zoco que volvían de la mezquita hacían un alto frente al consultorio de Yunus antes de abrir sus tiendas, las discusiones eran mucho más intensas. De modo más o menos oculto, se criticaba la forma en que se había despedido al conde cristiano. Demasiados honores, a decir de algunos espectadores. Por lo visto, el tema también había interesado al fakih, quien había realizado un discurso incendiario en la muralla este de la mezquita principal. Era el viejo tema sobre el que tanto gustaba rumiar a los musulmanes ortodoxos. ¡No tratar con los cristianos del norte, no firmar alianzas ni negociar con ellos! ¡Ponerlos de rodillas! ¡Reducirlos a polvo! Campañas militares, expediciones punitivas, una guerra santa que los obligara a pedir clemencia, como en tiempos de al–Mansur, que obligó a los príncipes cristianos a enviar a sus hijas a su harén y mandó traer a Córdoba a hombros de los vencidos las campanas de Santiago, para colgarlas como lámparas en la mezquita principal. Aún había mucha gente que oía con gran entusiasmo las historias de las impresionantes victorias del ejército musulmán.

Después de la oración del mediodía, cuando la mayoría de los musulmanes ya se habían marchado y había vuelto la calma, llegó al consultorio Etan ibn Eh, el comerciante. Lo acompañaba un negro gigantesco, oscuro como la noche, que le sacaba dos cabezas de alto y caminaba detrás de él, como un guardaespaldas. Yunus lo hizo pasar a la sala de operaciones, que a las calurosas horas del mediodía era la habitación más fresca, y mandó a un joven al gran bazar por algo de comer.

Ibn Eh había oído hablar del discurso del fakih en la mezquita principal. Tenía oídos en todas partes.

—¡No te hagas ideas! —dijo—. ¿Qué tipo de gente es la que escucha a esos rabiosos fukaha? Vendedores ambulantes, zapateros remendones, alquiladores de burros, escritorcillos sin trabajo, gente pobre de los zocos suburbanos, que sueña con que algún día verá regresar del norte a un ejército victorioso con un séquito de mil mujeres, como cuentan los abuelos. Se llenan la boca hablando de guerra santa, y en la cabeza no tienen más que sueños sucios y mezquinos.

Ibn Eh era uno de los más viejos amigos de Yunus. Se conocían ya desde los tiempos de Almería, donde sus padres habían sido vecinos. Ibn Eh había llegado a Sevilla un año antes que Yunus, y le había conseguido sus primeros pacientes. Tenía la misma edad que Yunus. Era un hombre pequeño, robusto y chafardero, que gesticulaba y gritaba mucho al hablar y poseía un inalterable optimismo. No obstante, no estaba muy bien considerado en la comunidad judía. No era invitado a las exclusivas recepciones del nagib; los ancianos ni siquiera le habían confiado un cargo honorífico, y no era admitido en los círculos más distinguidos de los grandes comerciantes y banqueros. Se menospreciaban sus arriesgados métodos comerciales, y muchos tampoco tenían en gran estima sus negocios, pues si bien comerciaba con casi todo aquello que permitía vislumbrar ganancias, como la mayoría de los mercaderes, lo cierto era que sus mejores operaciones las hacía trayendo esclavos negros del Níger, Sudán y Abisinia. Tenía estrechas relaciones comerciales con algún que otro tujjar musulmán, y gracias a éstas solía estar mejor informado de lo que ocurría en el gobierno que los propios miembros del Consejo de Ancianos autorizados a visitar la corte. También esta vez tenía la información más exacta en lo concerniente a la partida del conde.

—Es cierto que el conde se dirige a León por encargo del príncipe —dijo con la sonriente indiferencia de los iniciados—. Pero no se trata de una alianza contra Badajoz. El rey exige dinero, y el príncipe está dispuesto a pagar para mantener la paz y para que no tengamos problemas con los españoles. —Se abanicó con la manga de su zihara, y prosiguió, pensativo—: El rey de León es muy poderoso, que Dios lo azote con una enfermedad. Ya no tiene rival entre los príncipes españoles, que le temen. Ahora está en condiciones de dirigir todo su poder contra Andalucía. Sólo se detendrá si le dan dinero. Al–Muzaifar de Badajoz le paga tributos desde hace años; al–Ma'mun de Toledo también; y lo mismo hay que decir de al–Muktadir de Zaragoza. Y ahora pagamos también nosotros. En los próximos años enviaremos mucho dinero hacia el norte.

El joven al que Yunus había encargado la comida volvió del bazar. Ibn Eh comió con gran apetito. La perspectiva de que los pagos al rey de los españoles pudiera poner al reino de Sevilla a merced en cierta medida de León no parecía perjudicar su buen apetito.

—Nosotros recuperaremos el dinero —dijo sin dejar de masticar—. Un buen comerciante debe siempre seguir al dinero. Debe siempre presentarse con su mercadería allí donde está el dinero, y precisamente eso es lo que haremos nosotros. Ibn al–Kinani estará en los lugares de donde viene el dinero, en Audagust, en Sigilmesa, en Fez, donde sea que las caravanas del Níger arrastren su oro. Y yo estaré en los lugares de destino, en León, en Burgos y en Pamplona. Recuperaré el oro con mi mercadería. —Miró a Yunus con ojos alegres y extendió ambos brazos—. Para qué quieren los españoles nuestro dinero. Sólo pueden comprar nuestros productos, qué otra cosa podrían comprar, si ellos no tienen nada. —Y, tomando un nuevo bocado, añadió satisfecho—: Ibn al–Kinani y yo haremos buenos negocios.

Ibn al–Kinani era el hombre que poseía la más famosa escuela de cantantes, bailarinas y actrices de toda Andalucía. Hacía tan sólo tres años que había dejado Córdoba para instalarse en Sevilla. Era un hombre de más de setenta años, uno de los pocos comerciantes musulmanes que, durante décadas, había mantenido las mejores relaciones comerciales con los españoles del norte y que, como hiciera su padre antes que él, había viajado a las cortes de los príncipes españoles llevando consigo las mejores músicas, cultivadas doncellas y criados negros. El otoño anterior, durante un viaje a Zaragoza, su hijo mayor había sido asaltado por una banda de españoles en pleno camino entre Medinaceli y Calatayud. Ibn Eh había cabalgado día y noche hasta Osma, para rescatarlo, pero sólo había podido recuperar su cadáver. Como consecuencia de este incidente, Ibn Eh e Ibn al–Kinani se hicieran socios, repartiéndose entre los dos las esferas de influencia comercial: el musulmán se ocupaba de los negocios en el Magreb, donde en aquellos tiempos los judíos corrían gran peligro al comerciar, a causa de los almorávides; Ibn Eh se encargaba del comercio con los españoles y las comunidades judías del norte.

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