Read El puente de Alcántara Online

Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (2 page)

BOOK: El puente de Alcántara
9.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Por la mañana había dado sepultura a su mujer. Habían estado casados veintiocho años y habían sido felices, aunque desdichadamente no habían tenido hijos. Su mujer había muerto a causa de una enfermedad que él no había sabido diagnosticar, una hinchazón en la zona del bajo vientre, una disfunción del hígado o de la vesícula; él no había sido capaz de descubrirlo. La enfermedad había llegado acompañada de punzadas desgarradoras, de dolores insoportables y agotadores, que al final ya ni las fuertes dosis de opio aplacaban.

Había muerto en la última hora de la noche, poco antes de salir el sol. Él la había velado junto al lecho, presenciando impotente cómo el dolor consumía su vida. Al sacarla de la casa, para llevarla a la sinagoga y de allí al cementerio situado en las afueras de la ciudad, él la había seguido. Y, de no prohibirlo la ley, la habría seguido todavía más allá.

Cuando despertó, ya era de día. Yacía de costado, sobre su brazo derecho. El brazo se le había dormido y le dolía, como si estuviera lleno de agua caliente. También le dolía la espalda, y le costó levantarse; cuando por fin lo consiguió, se sintió mareado. Caminó a tientas hacia la ventana, quitó los tablones, acercó los ojos al enrejado de madera y miró hacia el patio interior. El sol colgaba tan bajo sobre el horizonte que el patio aún estaba todo cubierto de sombra. La luz era muy tenue y el blanco de las paredes todavía no hería la vista; y el verde de las plantas lucía más vivo por el rocío. Era una hermosa mañana, una mañana que prometía otro día de intenso calor. Pero ahora, poco antes de la salida del sol, todo era aún suave y vaporoso: los colores, las sombras, los sonidos de la ciudad que despertaba.

La vieja Dada estaba en la cisterna, adonde había ido a recoger agua para la cocina. Nabila y Sarwa atravesaron el patio vestidas con sus camisas de dormir, saludaron a la anciana y desaparecieron en el cuarto de aseo levantado junto a la cocina. Yunus las siguió con la mirada. Vio que actuaban con sigilo, procurando no hacer ningún ruido que pudiera molestarlo; y en ese mismo instante volvió a embargarlo el dolor, dejándolo impasible petrificado.

Empezó a andar de un lado a otro dentro de la pequeña habitación, entre la ventana y las puertas: cuatro pasos de ida, cuatro de vuelta; cuatro pasos de ida, cuatro de vuelta.

Hacia el final de la tercera hora, Dada se acercó a la puerta y llamó suavemente.

—Tienes que comer, señor, ¡por favor, tienes que comer!

Él no respondió. Esperó a que la mujer se hubiera marchado y reemprendió su caminata.

Empezó a hacer calor dentro de la habitación, a pesar de que las paredes, revestidas, aún conservaban el frescor de la noche. La sed empezó a atormentarlo. No había bebido nada desde la muerte de su mujer. Tenía la garganta seca como el papel.

Tras la llamada a la oración del mediodía, Yunus, repentinamente, cogió de un estante un cuaderno en octavo —uno de esos cuadernillos que llevaban los comerciantes en sus viajes para anotar sus ingresos y gastos—, se sentó en el alféizar de la ventana, sacó punta a la caña de escribir, preparó la tinta, alisó el papel y comenzó una carta. Escribió en árabe, pero empleando los caracteres cursivos hebreos, muy deprisa y con letras pequeñas que se ajustaban perfectamente a los renglones del cuaderno. Escribió a su mujer.

Siempre le escribía cuando estaba lejos de ella, de viaje, en otras ciudades. Solía escribirle por la noche sobre las cosas que había hecho durante el día, igual que, cuando estaba en casa, le contaba en la cena todo lo que le había pasado a lo largo de la jornada. Así, ella siempre estaba muy cerca de él. Ahora, al escribirle, él volvía a sentir que ella permanecía muy cerca.

Las dos muchachas se aproximaron a la puerta y llamaron, vacilantes.

—Te traemos algo de comer, padre —les oyó decir Yunus—. Dada dice que tienes que comer. —Yunus escuchó que murmuraban y caminaban indecisas de un lado para otro, y poco después vio a través de las rejas de la ventana cómo volvían al patio y desaparecían por la puerta de la cocina.

Eran las hijas de su hermano. Sarwa tenía once años; Nabila, catorce. Eran dos muchachas dulces y calladas; a juicio de la preocupada Dada, demasiado dulces y calladas, por lo cual siempre estaba detrás de ellas, mimándolas con todos los manjares posibles y esforzándose por atraer con esos mismos manjares a otras jóvenes del vecindario, para que les hiciesen compañía.

Hacía apenas dos años y medio que habían llegado a Sevilla en el barco de Ceuta junto con otros fugitivos del Magreb, con tan sólo un hatillo en la mano y una bolsita de cuero colgada del cuello que contenía una carta garabateada apresuradamente por su padre.

El hermano de Yunus había sido agente de comercio en Sigilmesa, una ciudad desértica del noroeste africano, a diez días de viaje al sur de Fez, cálida como un crisol de fundición, pero también rebosante del brillo del oro y tan importante como centro comercial del África occidental, que muchos de los grandes importadores y exportadores de Alejandría y al–Mahdiyya, de Sevilla y Almería, poseían sucursales propias allí. Éstos llevaban a Sigilmesa azúcar, aceite, tejidos de algodón, joyas, armas y artículos de cuero, y cambiaban estos productos por oro y esclavos negros, que eran sacados de los países del Níger en gigantescas caravanas. Los caminos infinitamente largos que atravesaban el desierto uniendo el Níger y Sigilmesa estaban dominados por nómadas pertenecientes a la tribu bereber del Sinhedja. Éstos cobraban elevados impuestos por la protección a las caravanas de oro y esclavos, y con ello compraban los productos enviados a Sigilmesa por los comerciantes. Un intercambio que dejaba satisfechos a todos.

Sin embargo, en algún momento, los grupos tribales del Sinhedja empezaron a disputarse el dominio sobre el oro y las rutas utilizadas para transportarlo. Los almorávides, que habitaban la región occidental del gran desierto, vencieron en cruentas luchas y sometieron a tribus hermanas que ejercían su control en Sigilmesa. Los almorávides eran nómadas del desierto, semisalvajes, bárbaros, educados por un celoso musulmán en un fanático rigor doctrinario.

Dos años y medio antes habían cercado Sigilmesa y atacado la ciudad. No sólo habían matado a muchos de sus habitantes, sino que, arrastrados por el odio ancestral de los nómadas hacia toda forma de vida sedentaria, habían arrancado las palmeras, devastado los jardines y destruido las instalaciones de agua. A más de una de sus víctimas le habían abierto el vientre aún en vida para buscar monedas de oro que pudieran haber tragado. Así lo contaron los que consiguieron escapar.

El hermano de Yunus y su mujer habían muerto abrasados por el fuego dentro de su casa. Sólo Dios sabía todo lo que las niñas habían tenido que presenciar ese terrible día. Nunca habían hablado de ello; pero Yunus había pasado muchas noches en vela al pie de sus camas y las había visto estremecerse por las pesadillas y llorar en sueños. Y la angustiosa dulzura con que se aferraban la una a la otra era seguramente una huella dejada por Sigilmesa.

Yunus vio que las muchachas volvían a salir de la cocina. Sarwa llevaba un cesto en las manos; Nabila, el papelito con la lista de la compra. Desaparecieron por la puerta del zaguán que separaba el portón de la casa del patio interior. La vieja Dada las había mandado al mercado.

¡La buena y vieja Dada! Por la tarde volvió a acercarse a la puerta de Yunus.

—¡Señor, toma el agua, toma al menos el agua! —le rogaba—. Dejaré la jarra junto a la puerta. Sólo el agua. ¡Sólo para las abluciones!

¿Qué habría hecho Yunus sin ella? ¿Cómo habría sobrevivido a ese día? Las visitas de pésame, la espantosa diligencia de las lavadoras de cadáveres, las caras boquiabiertas de los musulmanes frente al cementerio, adonde sólo habían ido para contemplar a las mujeres que, en el cortejo fúnebre, se habían quitado los pañuelos de la cabeza. Y luego el hazzán, el nuevo cantor con sus salmos fúnebres a lo largo de todo el camino desde la sinagoga hasta el cementerio. Su voz casi le había desgarrado el corazón. Este hazzán, que había seguido el cortejo a pie detrás del ataúd, había cantado con la misma voz con que lo hiciera el cantor de la sinagoga de Almería, la primera vez que Yunus y su mujer se encontraron.

Oh, Karima, Karima al–Wuh.sha, ¿te acuerdas aún de nuestro cantor en Almería?

Había sido en el último día de las fiestas del Pésaj. Yunus nunca olvidaría ese día. Un mes antes había cumplido veinte años. Era un médico inexperto y un hakim con buenas perspectivas y grandes ilusiones. Tenía que leer por primera vez la Parasha que la comunidad había concedido a su padre en ese día de fiesta. Un gran honor para el hijo, verdaderamente un gran honor. Pero también había habido un buen motivo para ello. Durante las fiestas, su padre se había reunido en secreto con Amram Lebdí, el anciano más honorable, el joyero, el rico Amram, y los dos habían llegado a cierto acuerdo sobre un enlace de sus familias. Sus respectivas voluntades habían coincidido, pues el rico Amram deseaba que su hija se desposara con un hakim, con el hijo de un hakim. Y el padre de Yunus esperaba una nuera que aportara tal fortuna al matrimonio, que su hijo pudiera continuar sus estudios libre de la carga de preocupaciones económicas. Ambos deseos armonizaban perfectamente. La dote ascendería a ochocientos dinares, una suma que las mujeres de la tribuna de la sinagoga se pasarían de boca en boca sólo con respetuosos susurros.

Oficialmente, Yunus no sabía nada. Su padre aún no le había pedido su consentimiento. Pero su madre ya lo había informado en secreto. Además, conocía a la muchacha que habían elegido para él, la hija del rico Amram. Todos los jóvenes casaderos de la comunidad judía almeriense la conocían. Era una niña hermosa y despreocupada, de ojos risueños, que acababa de cumplir catorce años. Sí, la conocía, y no se sentía insatisfecho con la elección de su padre.

Pero entonces llegó aquel último día de las fiestas del Pésaj. Aún hoy tenía presentes todos los detalles. Se veía de pie tras el atril de la Tora. El cantor extendió los rollos ante él, y Yunus empezó a recitar con voz fuerte y segura. Conocía el texto de la Parasha de su padre tan bien como las palabras de la oración de la mañana. No necesitaba prestar atención a lo escrito. Miraba a su padre, que, hinchado de orgullo, estaba sentado en su sillón frente a él e intercambiaba miradas de complacencia con el rico Amram. Yunus miraba también hacia la tribuna de las mujeres, donde se encontraba su madre, a quien buscaba con los ojos. Y entonces la vio a ella.

Estaba en la parte de las niñas, y superaba considerablemente en estatura a todas las demás (tenía entonces diecisiete años). Y Yunus se preguntó: «¿Qué hace entre las niñas? ¿Por qué no está con las mujeres?». Y pensó: «¿Será nueva en la comunidad? ¿O a lo mejor es cristiana? ¿Por qué no la había visto nunca antes?». Y de pronto perdió el hilo del discurso y buscó desesperado la continuación en los rollos, sin encontrar la línea. Sin duda se habría quedado mudo de no ser por que en el último instante el cantor le susurró las palabras. El cantor fue el único que advirtió lo ocurrido.

Unos cuantos días después todo el mundo lo sabía. La noticia corrió como un reguero de pólvora por la comunidad. No hubo nadie que no tomara partido en el asunto. El padre montó en cólera por la desobediencia de su hijo. El rico Amram, ofendido de muerte, rabiaba por miedo a la humillación. La madre intentaba en vano servir de mediadora. Y Yunus se mostraba tanto más obstinado cuanto más lo acosaban.

Finalmente tuvo que abandonar la ciudad. Su madre le dio dinero y lo envió a casa de su hermano en Egipto, en Fustat. Sólo cuando ya estaba en el barco, un instante antes de la partida, su padre le dio su bendición.

Se quedó cuatro años en Oriente, estudiando en El Cairo y Bagdad. Cuando volvió, sus padres ya no vivían. Pero estaba ella. Durante su ausencia, cartas habían ido y venido entre los dos. El joven cantor les había servido de mensajero. Y ella lo había esperado, a pesar de la oposición de su familia.

Se casaron. Tuvieron que soportar la hostilidad de los ortodoxos y el odio abierto del rico Amram y su enorme séquito. Y como el matrimonio seguía sin tener descendencia y los malintencionados habían empezado a hablar del justo castigo divino, decidieron acabar con todo aquello. Por aquel entonces Ibn Abbas, el poderosísimo visir del príncipe de Almería, había entrado en conflicto con Samuel Nagdela, visir del príncipe de Granada, y había empezado a descargar su cólera contra el adversario judío sometiendo a impuestos especiales, limitaciones comerciales y otros impedimentos a las comunidades judías que se encontraban dentro de su ámbito de poder, por lo cual muchos judíos habían emigrado. Yunus y su mujer aprovecharon la oportunidad para trasladarse a Sevilla. Eso había ocurrido hacía veinticinco años.

Desde fuera llegaba ahora el estruendo de los tambores y timbales con que la guardia del al–Qasr anunciaba la hora de la primera oración de la noche. Poco después pudo oírse también la llamada a la oración de la torre de la mezquita principal y el débil sonido de las vísperas de las iglesias cristianas de los suburbios. Yunus cerró cuidadosamente el tintero, lo guardó junto con los Otros utensilios de escritura en uno de los estantes cerradizos de la pared y volvió a sentarse en el alféizar de la ventana.

Pronto oscureció. Yunus permaneció sentado en silencio, inmóvil, observando cómo la oscuridad lo envolvía y se adueñaba de su habitación, sintiendo el paulatino descenso del calor del día. Recuerdos y pensamientos fragmentarios de dolorosa claridad le atravesaban la cabeza. Era incapaz de retenerlos. Cuando menos lo esperaba, se quedó dormido.

Lo despertó la sed. Sentía un fuego abrasador en la garganta y tenía la lengua pegada al paladar; y sus pensamientos giraban en torno a la jarra de agua que había fuera, junto a la puerta. Pero todavía no estaba dispuesto a romper su ayuno.

Empezó a darle vueltas al problema de la sed. ¿Por qué la sed era más difícil de soportar que el hambre? ¿Por qué el hombre muere de sed a los pocos días, mientras que, en caso de necesidad, puede pasar hasta seis u ocho semanas sin recibir ningún alimento sólido, y esto sin sufrir ningún daño?

Trabajó apasionadamente con las obras fundamentales de su biblioteca médica. Estudió a Galeno y al–Razi, el Qanun de Ibn Sina y el Kiteb al–Maliki de Ibn al–Abbas, sin encontrar ninguna indicación útil en las autoridades. Luego reunió los hechos, que le eran familiares por su propia práctica, y empezó a buscar él mismo una solución.

BOOK: El puente de Alcántara
9.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

One Good Knight by Mercedes Lackey
Sight Reading by Daphne Kalotay
Naughty No More by Brenda Hampton
Who Killed My Husband? by Sheila Rose
Running Free by K Webster
314 by A.R. Wise
The City Beneath by Melody Johnson
Working the Lode by Mercury, Karen