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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (7 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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—Ignoro qué pretendes con eso, y no recuerdo haber visto jamás una jugada semejante —dijo con moderado sarcasmo.

—Por lo visto la memoria te abandona con frecuencia —respondió Ibn Ammar en tono irritantemente sereno. La reacción del otro fue tan rápida como él había esperado:

—¿Qué quieres decir?

—Tampoco recuerdas dónde me has visto antes, ¿no es así?

Un momento de duda. Después la respuesta:

—¿Lo recuerdas tú?

—Yo no he afirmado haberte visto antes.

Ibn Ammar mantuvo la mirada gacha y se obligó a no decir nada más. Sabía que sacrificando el peón se había arriesgado mucho; pero, al mismo tiempo, tenía claro que su única oportunidad era un ataque desenfrenado y heterodoxo. Su adversario era un maestro de la defensa, un jugador que concedía más importancia al aspecto defensivo, que agrupaba las piezas en torno al rey, las reunía para defenderlas desde varios ángulos y para que se cubrieran mutuamente; un jugador que se atrincheraba, se parapetaba y, desde una posición inexpugnable, iba conquistando casilla tras casilla, avanzando su línea de peones jugada a jugada, despacio, como una tortuga acorazada, imparable e inexorablemente. Era un jugador al que no le interesaba inducir a su rival a cometer errores, sino que se concentraba en no cometerlos él. Ibn Ammar conocía esa forma de jugar, siempre la había temido; no era su estilo, no tenía la suficiente resistencia. Y, entre tanto, también se había dado cuenta de que frente a tal adversario no podía esperar ningún milagro. Ya difícilmente podría ganar en el campo de batalla. No tras sacrificar ese peón, ahora lo veía claro. Tenía que buscar otro camino. Tenía que atacar al hombre en otro plano.

Empezó a dejar caer tal o cual comentario, como sin querer.

—Hace cuatro años, en Málaga, perdí contra un hombre que jugaba como tú. Un sirio de unos sesenta años al que era imposible hacerle perder la calma. Era sordomudo, no me enteré hasta después de la partida —dijo—. ¿Has oído hablar de Abú Zikri ibn Sighmar, el judío? Una vez lo vi jugar en Almería contra el joven príncipe, al que le dio tres peones de ventaja. Un jugador genial. ¿Nunca has oído hablar de él? —dijo—. ¿Has estado alguna vez en Almería? Tal vez nos hayamos visto allí —preguntó.

—No he estado nunca en Almería —dijo el ajedrecista. Parecía estar completamente concentrado.

Ibn Ammar jugaba con el valor que da la desesperación. Llevó la torre izquierda tras las líneas enemigas, pero no encontró ningún punto sobre el que emprender un ataque, ningún punto débil. Tuvo que trocar un caballo y un alfil en el centro de su ataque. Llevó su segunda torre a la línea abierta, pero no pudo avanzar. Su rey estaba peligrosamente libre, y ya sólo era cuestión de unas cuantas jugadas que su línea de peones cediera por el lado del visir ante la creciente presión de los atacantes blancos. Tenía que ocurrírsele algo. Quería ganar esa partida. Se había obstinado en ganar. Pero su adversario no daba muestras de debilidad, ninguna señal de pérdida de concentración. Tendría que darle una buena pista, ponerse a descubierto. De todos modos, si esa noche tenía éxito en casa del comerciante, tarde o temprano tendría que revelar su identidad.

—¿Has estado alguna vez en Sevilla? Es posible que nos hayamos visto allí —dijo en voz tan baja que los espectadores no pudieron oírlo—. Yo estaba en la corte de al–Mutadid, del príncipe, y tenías razón al decir que mis versos no parecían de un principiante. No soy un principiante.

Observó a su adversario por debajo de las cejas y bastó una mirada para ver que el anzuelo que había lanzado había caído en el lugar adecuado.

El ajedrecista estaba inclinado sobre el tablero y aparentaba estar cavilando la siguiente jugada. Pero sus ojos no estaban en el juego. No se movía, contemplaba las piezas como embobado, sin verlas. Luego levantó lentamente la cabeza.

—En Sevilla, Dios mío, en Sevilla, lo sabía —murmuró de manera casi inaudible.

Ibn Ammar, con mano tranquila, movió su segunda torre a la casilla hacia la que había enrocado ocho jugadas antes. Devolvió la mirada a su adversario, que ahora lo observaba con abierta curiosidad. Se obligó a no mirar el alfil blanco, que, en una sola jugada, podía hacer fracasar todo su ataque.

—Puede ser que nos hayamos visto en el madjlis del príncipe. Depende de cuándo fue que estuviste en Sevilla —dijo Ibn Ammar.

El ajedrecista levantó una ceja.

—¿El príncipe Ismail, el heredero? —preguntó, vacilante.

—No —dijo Ibn Ammar—. El príncipe Mohamed, el segundo, que era gobernador de Silves.

El ajedrecista se levantó de su postura encorvada y se estiró. Era como si le hubiesen quitado de encima unas pesadas cadenas.

—Mohamed ibn Ammar —dijo con una sonrisa de alivio—, el amigo del príncipe, el afortunado, envidiado por todos, Mohamed ibn Ammar. Dios mío, ahora recuerdo. Estabas a punto de partir hacia Silves con el príncipe, y yo fui a la fiesta que disteis en esa ocasión. ¿Cuánto hace de eso? Por lo menos siete años.

—Ocho años —corrigió Ibn Ammar.

—Ocho años —repitió el ajedrecista balanceando la cabeza—. ¿Por qué no me habré fijado en tu nombre?

—En la carta que envié a Ibn Mundhir me presenté con mi nombre de pila, Abú Bakr, que sólo conocen mis amigos —dijo Ibn Ammar en voz baja.

El ajedrecista se inclinó hacia delante.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Por qué juegas al escondite?

—Terminemos la partida, después te lo explicaré todo —contestó Ibn Ammar.

Observó cómo el ajedrecista, indeciso, movía la mano de una pieza a otra para, finalmente, coger el caballo, volver a retirar la mano y, tras largas cavilaciones, mover ese caballo dejando fuera de la partida al peón de uno de los extremos, que Ibn Ammar había dejado allí como señuelo. Cinco jugadas después Ibn Ammar estaría listo para ejecutar la jugada definitiva. Estaba seguro. Había calculado todas las posibilidades.

Cuando, en la jugada siguiente, Ibn Ammar movió el alfil para apoyar a las dos torres, su adversario tomó conciencia de lo que pasaba. Contempló boquiabierto la segunda torre, como si nunca antes la hubiese visto. Parecía tan desconcertado como el comandante de una fortaleza que, de repente, ve asomar a los sitiadores por la muralla más escarpada, considerada inexpugnable. No quería creerlo, pero se resignó a la derrota sorprendentemente pronto. Era un buen perdedor.

—Tienes mucho talento, amigo mío —dijo con sincera admiración—. Un talento sorprendente. No sé cómo podré pagarte mi deuda. No creo que necesites que te haga un favor. Prefiero pagarte los tres dinares.

—No —dijo Ibn Ammar—, dejémoslo en lo pactado. Es posible que hoy no necesite tu ayuda, hoy es mi día. Pero la fortuna va y viene, y un día te recordaré el favor. Dios lo sabe.

Poco después emprendieron juntos el camino hacia la casa de Ibn Mundhir, el comerciante.

4
SABUGAL

VIERNES 8 DE AGOSTO, 1063

10 DE SHABÁN, 455 / 10 DE ELUL, 4823

El joven yacía tumbado sobre su espalda. Había anochecido y Lope contemplaba con ojos muy abiertos la oscuridad. Se había quedado dormido, había despertado, se había vuelto a quedar dormido y había vuelto a despertar. No tenía idea de qué hora podía ser, no se oía nada que pudiera darle una pista, tan sólo el latir regular de su corazón y un sordo palpitar bajo sus sienes, allí donde el castellán le había dado el primer golpe con el pomo del látigo.

Los acontecimientos del día pasaron por su mente en imágenes confusas que se sucedían rápidamente, desordenadas, espantosas e inconexas.

Recordó que, tras su caída del caballo, se había quedado tendido en el suelo con un sordo dolor en la espalda y un agudo chillido en los oídos, semejante al canto de una alondra en lo alto del cielo. Luego el chillido había dado paso a un suave golpeteo, primero muy lejano, luego más intenso, más amenazante, un creciente tronar, cada vez más fuerte. Había abierto los ojos y había visto el caballo de Regín, la enorme bestia con la que había salido al galope. Estaba paciendo tranquilamente a orillas del río, y tras el animal habían aparecido de repente unos jinetes, toda una tropa de jinetes, que avanzaban directamente hacia Lope. Este, al verlos, se había arrastrado a cuatro patas sobre el montón de leña y se había ocultado entre las ramas, como un escarabajo temeroso de la luz.

Vio ante él al fuerte Pere, con una terrible herida en el rostro, y a los muertos balanceándose en los palos donde los traían colgados. Vio al castellán, que cayó sobre él y lo molió a golpes con sus pesados guantes guarnecidos de hierro. Recordó claramente su rostro cubierto de polvo y desfigurado por la ira, sus ojos, que le habían parecido tan despiadados como los ojos de un pajarero; recordó los rugidos que el castellán había lanzado con cada golpe. Nunca en su vida olvidaría esa cruel paliza.

Sabía por qué lo habían golpeado así. Había perdido de vista al hijo del conde, había desobedecido las órdenes del conde. Pero no comprendía por qué lo habían encadenado. Había muchas cosas que no comprendía. Cómo había sido posible que toda la dotación del castillo saliera en pos de esos pardos, todos, desde el último mozo de las caballerizas hasta los infanzones de Guarda, hasta la dueña. Aún los viejos y los más experimentados se habían dejado embaucar; el viejo Aznar, que llevaba treinta años de servicio, y el fuerte Pere, que había matado a tres hombres en la lucha. Nadie se había detenido a pensar ni un momento que algo sospechoso había en que tres hombres con dos caballos desafiaran a la tropa de todo un castillo. Nadie había reflexionado. Nadie había gritado alto. Todos habían salido atropelladamente tras los forasteros.

¿Por qué ninguno de los hombres del castillo se había detenido? ¿Por qué nadie les había advertido? El capitán los hubiera detenido. El capitán hubiera sabido lo que pasaba. Pero no estaba presente. ¿Por qué no estaba el capitán? ¿Dónde se había metido?

Pensó en todo ello. Desde que estaba encerrado en esa barraca, no había cesado de rumiar esas preguntas. No se había atrevido a preguntar al capitán.

Se pasó la lengua por el labio superior, que estaba muy hinchado y sabía a sangre. Toda su boca parecía estar llena de sangre, y tenía la sensación de que sus dientes delanteros fuesen a ceder al empujarlos con la punta de la lengua. Movió cuidadosamente la mandíbula. Tensó los labios inflamados y se los tocó suavemente, pero el dolor era insoportable. Se incorporó, se sentó inclinado hacia adelante, con la cabeza entre las rodillas y las manos en los postes de los que salía la cadena que mantenía juntas sus piernas. Miró hacia la pared de enfrente, donde debía de estar el capitán. No distinguía nada.

—Capitán —llamó en voz muy baja. Su voz sonaba extrañamente ronca—. ¡Capitán!

Ninguna respuesta.

—¡Capitán! —volvió a llamar—. ¿Dónde estabais, capitán? ¿Dónde estabais esta mañana?

Tampoco hubo respuesta. Ni siquiera un sonido, ni ruido de respiración. Nada.

—Capitán, ¿me escucháis? ¿Por qué no estabais allí? ¿Por qué, capitán? ¿Por qué?

Contuvo la respiración y esperó. Esperó largamente una respuesta. No obtuvo ninguna.

El hombre a quien el joven llamaba capitán yacía boca abajo. Le habían atado las manos a la espalda, apretando tanto las tiras de cuero, que ni siquiera podía mover los dedos. En todo caso, no sentía si se movían o no. El herrero había ajustado unos grilletes a sus tobillos, remachándolos bajo la vigilancia del castellán. La cadena que unía ambos grilletes colgaba de un garfio de la pared, tan alto que las rodillas del capitán quedaban un palmo sobre el suelo. Él se había arrastrado hacia atrás, hacia la pared, hasta que pudo apoyar las rodillas, de modo que, por lo menos, los grilletes ya no le cortaban los tobillos. Estaba quieto, respirando por la boca, intentando moverse lo menos posible. Estaba despierto. Había escuchado claramente la pregunta del joven. Estaba despierto y lúcido. Era una buena pregunta, buena y maldita. Pero ¿qué podía contestar? ¿Qué podía saber el joven? Era un niño, catorce años apenas. No comprendería. Además, ¿qué sentido tenía dar largas explicaciones?

Había salido del castillo por la noche. Nada más comenzar la primera guardia nocturna, el viejo Aznar, que hacía la ronda con perros en la palizada exterior, le había abierto la portezuela de escape de la parte trasera de los establos, y, a cambio de medio penique de plata, el capitán lo había convencido de que lo dejara entrar por el mismo lugar a la mañana siguiente, justo antes del amanecer. No era la primera vez que se escabullía del castillo. No había motivos para temer nada. Era época de cosechar el trigo, no época de ataques. ¿Quién podía osar atacar el castillo, con su dotación de quince hombres, sin contar a los dos infanzones y sus mozos?

Aunque estaba el asunto del afilador de espadas, Mafumate de Coimbra. Cada año, hacia el final de la época de cosechas, aparecía en el castillo: un mozárabe pequeño y simpático, conocido por todas partes en las montañas, a lo largo de todo el Mondego, hasta más allá de Guarda.

«Ningún hombre en Andalucía tiene una meada tan buena para pulir aceros como Mafumate de Coimbra», éste había sido siempre su lema.

Siempre se quedaba dos días en el castillo. Se instalaba en el patio, afilaba todas las espadas, cuchillos y tijeras, contaba chismes de los pueblos vecinos y vendía baratijas a las criadas. Hasta la dueña lo recibía regularmente en el salón.

Esta vez no había venido. En su lugar había aparecido, dos días atrás, un nuevo afilador, con el asno y la mesa de afilar del viejo Mafumate. El afilador había callejeado por el pueblo, presentándose a los campesinos como hermano de Mafumate. El viejo estaba enfermo; él, su hermano, tenía otra ruta, y pasaría por el castillo en el camino de regreso. Nadie había albergado sospechas.

Y también estaba el aviso de los pastores del norte, que podían divisar toda la gran llanura que se extendía hacia el Oeste. Pero los pastores habían enviado como mensajero al ordeñador más imbécil, y, además, aquél era ya el quinto aviso de ese verano. Esos imaginaban una tropa de jinetes forasteros tras cada nube de polvo. En el castillo ya nadie los tomaba en serio. Tampoco esta vez.

Así pues, el capitán se había marchado a la finca, dispuesto a desplumar a aquella pajarita. Era una de las jóvenes sirvientas, algo de una divina belleza. El capitán había visto cómo había crecido, y, esa tarde, mientras llevaban los caballos a la recua, de pronto se había dado cuenta de que la chica ya había pasado por los primeros escarceos y, además, parecía saber bien qué tesoro llevaba entre las piernas. Él, naturalmente, se había puesto a jugar al gallo en celo, y ella se había mostrado muy dispuesta a entrar en el juego. Primero se había hecho la jovencita tímida y remilgada, soltando risitas vergonzosas, y, finalmente, había insinuado dónde podría encontrársela esa noche. La cama estaba hecha, o, en todo caso, eso era lo que había imaginado el capitán.

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