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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (69 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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—Te ofrezco cuarenta dinares por el hombre —susurró a Lope el mayor de los tres judíos cuando estaban sentados junto al fuego.

—No es mi criado —respondió Lope de mala gana.

El forastero se había marchado a recoger salvia y romero. Al volver, pasó junto a los caballos, amarrados en el lado de la fogata protegido del viento, y junto a las sillas de montar, que él mismo había apilado a escasa distancia. Cogió el arco y la aljaba de Lope y tensó la cuerda.

—¿Qué les parecería a los señores que añadiera un par de conejos a las raíces? —dijo sonriendo y, acto seguido, se echó la aljaba a la espalda, una flecha en la cuerda e hizo reventar la cacerola de barro puesta al fuego. Antes de que Lope y los otros salieran de su estupor, el hombre ya había montado su caballo y disparado la siguiente flecha. Acertó en el pecho al mozo del infanzón, que era el único que aún llevaba puesto el peto, pues le había correspondido hacer la primera guardia de la noche. El joven intentó huir, pero una segunda flecha se le clavó en la espalda, y se desplomó. El forastero estaba tan cerca que la flecha atravesó de lado a lado el peto del mozo.

—¡Qué haces! —gritó el infanzón, que aún no entendía qué estaba pasando—. ¡Te has vuelto loco!

—¡Cierra la boca, viejo! —dijo el forastero con serenidad. Tenía ya la siguiente flecha en la cuerda del arco.

Lope calculó la distancia que lo separaba de su caballo, pero no hizo ningún intento de salir corriendo. El trecho era muy largo, y el forastero manejaba muy bien el arco. No tenía ninguna posibilidad.

—¡Desnudaos! —dijo el forastero. Al ver que vacilaban, levantó el arco, apuntando al infanzón, y repitió—: ¡He dicho que os desnudéis! —Su voz no dejaba la menor duda de que estaba hablando muy en serio.

Empezaron a desvestirse. Los tres judíos mascullaron algo en su idioma. Lope no entendió si eran plegarias o maldiciones. Los judíos se habían sentido muy aliviados cuando se toparon con Lope y éste los acompañó por el peligroso camino a través de la tierra de nadie. Y cuando los cuatro jinetes de Braganza se les unieron en el vado del río Águeda, se sintieron ya completamente protegidos. Eran de Coimbra, y en Salamanca habían vendido telas, perlas y joyas de coral, obteniendo a cambio mucho dinero. Ahora probablemente estaban rezando y maldiciendo al mismo tiempo.

El forastero insistió en que se despojaran también de la ropa interior. Luego se acercó un poco más, les arrojó unas cuerdas y les ordenó que se ataran unos a otros.

—¡Las manos a la espalda! ¡Y cada uno a un árbol distinto!

Lope ató a los tres judíos. Luego se dirigió hacia donde se encontraba el infanzón, que entre tanto había atado a los dos hidalgos.

—¡Date la vuelta! —dijo Lope.

Sin el pantalón de montar y el jubón acolchado, el caballero de Braganza tenía un aspecto deplorable. Era un hombrecillo menudo y flaco, de piel muy blanca, barriga fláccida y nalgas coloradas.

—¿Por qué yo? —protestó el infanzón con lo que le quedaba de dignidad.

—Porque lo digo yo —respondió Lope bruscamente.

Una vez lo hubo atado a un árbol, Lope se volvió hacia el forastero.

—¿Ahora qué? —preguntó. Estaba desnudo; pero aún llevaba puestas sus botas de montar.

—¡Quítate las botas! —dijo serenamente el forastero.

Lope se encogió de hombros.

—Son nuevas —dijo—. Las acabo de comprar en Salamanca. No consigo sacármelas de los pies.

—Entonces siéntate en el suelo —ordenó el forastero. Desmontó, cogió la espada del infanzón, metió el arco en la aljaba y se acercó a Lope. Le pidió a Lope que le enseñara las manos y, empuñando firmemente la espada, dio una vuelta alrededor de él guardando siempre una cierta distancia.

—No tengo nada contra ti —dijo cortésmente el forastero—. Sólo cojo lo que puedo coger —tenía la espada en la mano derecha, lista para golpear—. No intentes nada, no merece la pena. No pienso mataros. Vendrás conmigo hasta que estemos a una milla de aquí; después podrás regresar y liberar a tus amigos. Así que pórtate bien.

Lope estiró el pie izquierdo hacia el forastero, y mientras éste cogía el talón de la bota con la mano que tenía libre, Lope echó mano del puñal que llevaba oculto en la caña de la bota derecha, en el mismo lugar en que solía llevarlo el capitán. Recogió la pierna izquierda de un tirón, se inclinó hacia el forastero y tiró de él haciéndole perder el equilibrio, al tiempo que lo golpeaba con la mano derecha, con tal rabia que le hundió el arma hasta la empuñadura. El hombre estaba muerto antes de caer al suelo.

Al anochecer, dispusieron una doble guardia, apagaron la hoguera y durmieron encubertados, junto a sus armas, listas para ser usadas. Pero no hubo más sorpresas. Por lo visto, el hombre que había dicho llamarse Salim era un solitario.

A la mañana siguiente, lo ataron de bruces sobre su caballo y lo llevaron con ellos. El infanzón quería enseñárselo al conde de Guarda.

Dos horas antes de la puesta de sol llegaron a la ciudad. Lope no había planeado ir a Guarda y presentarse al conde, pero el infanzón, a quien esperaban allí, había insistido en que fuera con él, y finalmente Lope había accedido. Dado su actual aspecto, con bigote, cabello largo y por lo menos una cabeza más alto, nadie lo relacionaría con aquel muchacho sucio y pelicorto que huyera del castillo de Sabugal siete años antes. Si no surgía ningún imprevisto, ni el conde ni la gente de su mesnada lo reconocerían.

Tan solo una hora después que ellos, llegó al castillo de Guarda el castellán de Sabugal. Había ido por doce caballos destinados a la condesa de Braganza. A Lope se le encogió el estómago al verlo. El hombre que antaño le diera tan brutales palizas no le parecía ya tan terroríficamente alto, pero, por lo demás, apenas había cambiado. Su cabello seguía siendo negro como la noche, y su rostro conservaba aún la misma expresión de despiadada dureza que le había hecho ganarse el apodo «Cabeza de Hierro».

El castellán reconoció a Lope tan poco como los otros, pero en su compañía estaba Regín, el Largo, y al atardecer éste entró en el salón y se sentó junto a Lope.

Lope aún tenía ante los ojos la imagen de Regín cayendo de su caballo en el puente levadizo después de haberse casi destrozado la cabeza contra la viga de la puerta, el día del ataque al castillo de Sabugal. El Largo siempre le había caído simpático. Era un tipo estrafalario de quien los otros se reían continuamente, supersticioso y un poco simplón, pero dotado de esa indulgente bondad tan habitual en las personas sencillas, y también de una memoria prodigiosa. Algún rasgo de Lope, el tono de su voz o quizá su modo de moverse, despertó la memoria de Regín, que aguzó la vista y el oído, hasta que, finalmente, descubrió el lunar en la muñeca de Lope.

Era una pequeña mancha pardusca en forma de pera, más pequeña que una lenteja, un lunar insignificante que no llamaba la atención de nadie, ni siquiera de Lope. Pero en aquel tiempo en que Lope, tras detener la caída del único hijo del conde desde la ventana de la torre de Sabugal, actuó como camarero personal del niño por expreso nombramiento del conde, que veía en él un elegido de Dios y un protegido de Santiago, Regín había descubierto que Lope tenía un lunar muy similar al suyo exactamente en el mismo sitio y, en su simpleza, había deducido de ello una especie de parentesco interior que, supuestamente, los unía y que, por consiguiente, lo hacía partícipe también a él de la gracia atribuida a Lope, inmunizándolo contra todas las desgracias y contrariedades de la vida.

Al ver esta marca en la muñeca del hombre que estaba sentado a su lado y reconocer a Lope, Regín perdió completamente la compostura. Se levantó de un salto y anunció a gritos su descubrimiento, tartamudeando de excitación, sin aliento, sacudiendo violentamente los dos brazos:

—Don Fortún, dueño de mi vida, buen señor, ved quién está entre nosotros, ved al hijo perdido que ha vuelto a casa. Es Lope, señor, el protector de vuestro hijo, el protegido de Santiago. Ha vuelto, señor. ¡Es un milagro! Dios ha mantenido su mano sobre él. ¡Está otra vez entre nosotros, como yo predije!

Se hizo un instante de total silencio. El conde llamó a un criado y le ordenó que iluminara el rostro de Lope, y, bajo la viva luz de la lámpara, lo reconoció también él y los otros creyeron reconocerlo. El castellán se levantó de su asiento dando un fuerte golpe sobre la mesa y dijo con voz llana e inexpresiva:

—Dejádmelo a mi, don Fortún. Respeto la paz de vuestra casa, pero dejádmelo a mí. Os ruego que me concedáis ese favor.

El conde hizo como si no hubiera oído. Daba la impresión de que el castellán ya no gozaba de su favor, o al menos no tanto como antes, cuando el conde le había dado como esposa a su hermana.

A la mañana siguiente, el conde propuso a Lope que entrara a su servicio con la misma tarea que le había asignado años atrás: vigilar a su hijo, ser para él un guía y un hermano mayor, y un paciente maestro en las artes caballerescas.

—Tiene nueve años y sigue bajo el cuidado de mi hermana, en Sabugal. Cuando cumpla doce años irás con él a una corte más importante, quizá a Braganza, o a Coimbra, donde don Sisnando Davidiz, o a lo mejor a una corte mora, sólo Dios lo sabe. En estos tiempos ya no pueden hacerse planes a largo plazo.

Siseaba como si le faltaran los incisivos. Debía de tener unos sesenta años, pero parecía mayor. De repente empezó a hablar en ese tono pusilánime y quejumbroso en el que caía su voz siempre que estaba nervioso, y que Lope recordaba perfectamente a pesar de los muchos años transcurridos.

—Los tiempos han cambiado, hijo mío. Ya nada es como antes. Don García, que se hace llamar rey de Galicia, quiere extender su mano sobre nosotros. No se da por satisfecho con lo que ha heredado de su padre; ahora también quiere someter a los condados del Duero. Sus reivindicaciones son falsas, inventadas. Nosotros nunca hemos estado sometidos a ningún señor, ni al rey de León, ni al califa de Córdoba. Hasta el gran al–Mansur respetó nuestras libertades y los tratados que cerraron nuestros antepasados con Musa, el hijo de Museir, el gran conquistador que derrotó al rey godo de Toledo. ¡Y ahora ese imberbe de don García quiere someternos por la fuerza!

Hablaba con imperiosa precipitación, cogiendo a Lope del brazo, acercándose a él. El aliento le olía a ajo y vino. Había mandado al mozo de cámara que le trajera una jarra de vino fresco, que bebía con sigilosa avidez, como si lo hubiera robado de una iglesia. Era la primera vez que Lope lo veía beber vino.

—Por lo bajo, don García está haciendo descaradas promesas a nuestros infanzones para que se pasen a su bando. No sé si los infanzones reciben bien esas promesas. Son pequeños caballeros, cuyos padres todavía eran criados. Ya no sé en quién confiar. Ni siquiera sé si puedo seguir confiando en Álvar Pérez, el castellán de Sabugal, en cuyas manos he puesto a mi único heredero. Deposito mis esperanzas en tí, hijo mío. Dios te envió a mi. ¡No puedes defraudarme!

Se levantó y descolgó de la pared una gran cruz de madera. En la parte posterior del madero vertical había una cavidad que ocultaba un paquetito envuelto en seda brillante como el oro. El conde sacó el paquete y lo puso en la mano abierta de Lope, que luego cerró y apretó con fuerza.

—¡Jura! —dijo solemnemente—. Jura por este dedo de San Fructuoso que serás leal a mí, don Fortún Muñoz, conde de Guarda y Sabugal, y a mi único hijo y heredero, don Muño Fortúnez, y que nos defenderás de los ataques y asechanzas de nuestros enemigos, aunque en esto te vaya la vida. Júralo por Dios y por su hijo, nuestro Señor Jesucristo!

Lope prestó el juramento y después hizo también el juramento de vasallaje, arrodillándose y poniendo las manos juntas en las manos del conde, como era habitual. Acto seguido, el conde le entregó ceremoniosamente tres piezas de oro en moneda mora, le dio su bendición y, respirando con dificultad, se dejó caer nuevamente en su asiento. Había bebido media jarra, y el vino empezaba a mostrar su efecto. Cuando volvió a hablar, su voz sonó débil y llorosa, como la de un niño asustado.

—¡Tienes que proteger a mi hijo! —repitió—. Prométemelo. Harás de él un hombre, un caballero capaz de defenderse por si mismo. Serás un buen profesor, ¿entendido? —Se arrimó un poco más hacia Lope y lo miró fijamente, sin parpadear; sus ojos, enrojecidos, estaban tan fijos e inmóviles como los ojos de un ciego—. Mi hermana no comprende qué es lo que necesita mi hijo. Lo tiene rodeado de capellanes y criadas que le enseñan frases piadosas. Con la edad, mi hermana ha empezado a chochear. Tienes que ocuparte tú del muchacho. ¡Trátalo con mano dura!

Al atardecer, Lope había visto entrar en el salón al joven conde acompañado del capellán y, más tarde, había podido observarlo más de cerca sentado a la mesa de su padre. Era un niño delgado, de ojos grandes y curiosos y cabello rubio cenizo ligeramente ondulado. Había recibido a Lope con desconfiada animadversión, como alguien que teme lo peor de cualquier cambio y sospecha la presencia de un enemigo en cualquier desconocido. El pequeño arrastraba la pierna izquierda al andar, como si tuviera una deformación en la cadera. Era muy dudoso que pudiera hacerse de él un buen jinete.

—Tienes que endurecerlo, ¿me entiendes? —continuó el conde—. ¡Le tocará vivir tiempos muy difíciles! Yo ya soy viejo, no sé cuánto tiempo más podré mantener mi mano sobre él. Ni siquiera sé si todavía tengo fuerzas suficientes para defender su herencia. ¡Por los clavos de Cristo, ya sólo puedo rezar por él! —Hizo rápidamente la señal de la cruz y se puso a recitar un precipitado padrenuestro, mientras se le formaban en la boca bolsitas de saliva que luego se escurrían sobre su barba amarillenta. De pronto calló y despidió a Lope con un fugaz movimiento de mano, sin dignarse siquiera a echarle una última mirada.

Cuando Lope, ya en la puerta, se volvió una vez más, el conde ya estaba tumbado sobre la mesa, roncando, y el mozo de cámara se disponía a desabrocharle el cinturón.

Lope estaba al mismo tiempo impresionado y decepcionado. Lo habían llevado a Guarda cuando tenía diez años, y por aquel entonces el conde era para él un ser tan lejano como el mismo Dios, un señor encumbrado e inaccesible que apenas tenía rasgos humanos. Ahora Lope se había encontrado con un anciano lastimoso, con un viejo débil y torturado por temores rastreros, y cuyo aspecto hacía dudar de que llegara a ver el día en que su hijo se hiciera mayor de edad. Lope sentía una gran compasión por él.

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