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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (33 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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—Os prepararé una tisana —dijo Yunus—. Un medicamento sencillo que os dará calor, y que sólo contiene pimienta blanca molida, nuez moscada y miel. —Le parecía importante informar bien al obispo para ganarse su confianza—. Mandaré que os preparen para la comida un pollo cocido en vino, si vuestro ayuno lo permite. También tendréis que comer pan de salvado remojado en salsa y, después, higos o ciruelas secos, para estimular la digestión. ¡Nada de pescado! ¡Nada de verduras ni de frutas, ni tampoco platos y bebidas fríos! ¿Tenéis dificultades para tragar?

El obispo sacudió la cabeza en gesto de negación.

—Buena señal —continuó Yunus—. Os prepararé para beber un jarabe con cinco partes de miel y una de vino, que beberéis disuelto en agua caliente. Y esto es lo más importante: ¡sólo comidas y bebidas calientes!

El obispo asintió con la cabeza, intentando sonreír, y, de repente, volvió a llevarse las manos al pecho y el rostro se le desfiguró por el dolor.

—¡Dios mío, ayúdame! —dijo entre gemidos—. ¡Oh, Dios mío, esta terrible presión! ¡Es como si tuviera un demonio sentado sobre el pecho!

Yunus le acomodó la espalda.

—El medicamento que os traeré os aliviará —dijo Yunus intentando darle ánimos—. Pediré a Dios que os ayude.

Poco después, cuando Yunus y al–Balia salieron de la iglesia, el sol ya estaba muy cerca del horizonte y en la torre de la iglesia del monasterio sonaban las campanas de las vísperas. Yunus preguntó el camino a la cocina y empezó a andar con paso tan rápido que a al–Balia le costaba trabajo seguirlo.

—¿Cuántos días crees que le quedan? — preguntó al–Balia sin rodeos.

—No lo sé —dijo Yunus. Su voz sonó malhumorada. Encontraba la pregunta inoportuna—. Si se queda en esa iglesia, cada día puede ser el último.

—¿Estás seguro?

—Completamente seguro.

Al–Balia sujetó a Yunus de la manga, obligándolo a andar más despacio.

—¿Qué podemos hacer, por el amor de Dios? No nos deja que lo saquemos de la iglesia, ¡ya lo has visto tú mismo!

—Debía de estar ya muy enfermo cuando empezó el viaje —dijo Yunus, pasando por alto la pregunta—. ¿Qué lo llevó a emprender el viaje? Me ha hablado de no sé qué tesoro que quiere conseguir para su iglesia de León. ¿A qué se refería?

—Se refería a un tesoro de su religión —contestó al–Balia—. Los huesos de una santa llamada Justa, o Justina. Una mártir de su fe de tiempos de los romanos, originaria de Sevilla. Los huesos fueron objeto de negociación entre el príncipe y el rey de León. Se trata de un deseo especial de la reina, que quiere adornar con esos huesos la catedral de León. Y, obviamente, también es un ferviente deseo del obispo.

—¿Dónde está esa reliquia? ¿Dónde se encuentra? —preguntó Yunus.

Al–Balia se detuvo y, como siguió sujetando firmemente a Yunus de la manga, lo obligó también a detenerse.

—¿Por qué lo preguntas? ¿Qué sabes del asunto?

—Lo pregunto, porque el obispo cree en el poder curativo de esa reliquia. Mientras más importante sea esa reliquia, mayor será su poder curativo. Sin duda, los huesos que quiere son muy especiales para él. Si esos huesos estuvieran en una iglesia más apropiada para el estado del obispo y si, tal vez, esa iglesia tuviera una habitación que se pudiera calentar, entonces quizá existiría la posibilidad de trasladar allí al obispo.

Al–Balia paseó la mirada sobre Yunus.

—Dios sabe que tienes razón. ¡Tienes muchísima razón! —dijo, desalentado, para luego añadir con desazón—: ¡Pero los huesos no están! ¡No están! Están perdidos o quizá ocultos, o han sido robados. Al parecer nadie sabe dónde están.

Yunus lo miró desconcertado y reemprendió la marcha a toda velocidad.

—Tengo que ir a Sevilla, tengo que encargar el medicamento para poder traerlo esta misma noche. —Y, en el mismo instante, preguntó—: ¿Cómo es que no están los huesos?

Al–Balia caminaba a su lado gesticulando con las manos y ya casi sin aliento.

—Antes te he dicho que formaban parte del contrato. Los españoles exigieron un tributo anual. Oficialmente, se dice otra cosa, pero en realidad se trata de un pago unilateral, sin recibir nada a cambio. Puro chantaje. Exigieron una suma desvergonzadamente elevada…

—¿Cuánto?

—La cantidad es secreta, pero tampoco viene al caso ahora. Como sea, lo exigido era impensable. Nosotros intentamos negociar, pero el rey se mantuvo inflexible. Tenía con él a dos mil hombres armados, la mayoría a caballo. Nuestra posición era lamentable. Hasta que esos huesos entraron en la conversación. Nos enteramos de que la reina había encargado a su marido que trajera esos huesos de Sevilla. Ella es la heredera de la corona real de León y la señora de esa región. Don Fernando es conde de Castilla, y ha llegado al trono sólo gracias a su matrimonio con la reina. Con esto quiero decir que la reina posee una gran influencia en la corte de León. Esto nos dio por fin un arma.

Llegaron a la cocina, una pequeña construcción cuadrangular provista de una elevada chimenea adosada a la pared del edificio principal del monasterio. El maestro de cocina era un anciano no tonsurado, duro de oído. Yunus tenía que gritar para hacerse entender.

Al–Balia continuó contándole lo ocurrido, sólo que pasó del árabe al hebreo apenas entraron en la cocina.

—Ya me entiendes. Por fin, poseíamos algo con qué negociar. El príncipe había llevado consigo a Mérida al arzobispo de Sevilla. Esto resultó ser extremadamente útil en este caso. El arzobispo se negó a entregar los huesos de esa mártir romana. Consideró que la exigencia de sus colegas de León no era más que un intento de expolio. Ya puedes imaginar lo delicada que era la situación. Su obispo contra nuestro obispo, y nosotros en el papel de mediadores. — Al–Balia hablaba llevado por el entusiasmo. El recuerdo de las negociaciones parecía darle alas, como si él mismo hubiera desempeñado un papel importante en su beneficioso final—. El príncipe hizo al arzobispo de Sevilla algunas concesiones que no le costaban nada, como suprimir algunos impuestos que gravaban el tañido de las campanas, los desfiles de comitivas fúnebres y las procesiones. El arzobispo dejó de resistirse inmediatamente. Y las pretensiones del rey de León descendieron considerablemente.

—¿Y por qué ahora, de repente, los huesos ya no están? —preguntó Yunus sin mostrarse impresionado, mientras trituraba pimienta y nuez moscada en un mortero.

—Ya no están, porque el arzobispo de Sevilla es un cabeza hueca —dijo al–Balia en tono sombrío. El entusiasmo se le había pasado—. No podía guardarse todo para sí, tenía que pregonar a los cuatro vientos los grandiosos beneficios que había conseguido para su comunidad. El abad del monasterio de Santa Justa, en el que se encontraban los huesos, se enteró del pacto. Y sus monjes hicieron desaparecer la reliquia.

—¿Lo sabe don Alvito? —preguntó Yunus. Era la primera vez que empleaba el nombre del obispo.

—No, claro que no.

—¿Y el príncipe?

—Tampoco —dijo al–Balia—. Sólo Ibn Zaydún, el hadjib. Ha concertado una cita para mañana por la mañana. Con el abad y el arzobispo de Sevilla.

—¿Estarás tú presente?

—Estaré.

—¿Y qué pensáis hacer? ¿Coaccionar al abad?

—No —dijo al–Balia—. Eso no será posible mientras la embajada española esté aquí. Tampoco será necesario. Dejaremos todo en manos de los cristianos. O el arzobispo entrega los huesos de santa Justa, o tendrá que buscarles algún reemplazo.

—¿Qué tipo de reemplazo?

—Alguna otra reliquia del mismo valor —dijo al–Balia. Y, ante la mirada interrogante de Yunus, añadió—: Por ejemplo, los huesos de San Isidoro.

—Eso no lo permitirá nunca —dijo Yunus convencido—. ¡Tú no sabes lo que significa San Isidoro para los cristianos de esta ciudad! San Isidoro ha sido el obispo más grande de Sevilla, el sabio más grande la cristiandad andaluza. ¡Es el santo patrono de la ciudad!

—Puede ser —respondió tranquilamente al–Balia—. Pero dejemos la decisión al arzobispo. Puede elegir libremente.

—¿Y hasta cuándo tiene de plazo para decidir? —preguntó Yunus.

—Hasta mañana —contestó al–Balia.

—Está bien —dijo Yunus y, sin dar más vueltas al asunto, volvió al comienzo de la conversación—: Entonces preocúpate de que la reliquia, sea cual sea, vaya a parar a una iglesia como la que te he descrito antes. Y, a ser posible, manda que trasladen allí a don Alvito esa misma noche. Al–Balia examinó fugazmente a Yunus desde debajo de sus cejas enarcadas. Luego su rostro empezó a relajarse, cogió a Yunus amistosamente del brazo y dijo con una amplia sonrisa:

—Eso es precisamente lo que haré, Yunus ibn al–A'war.

Yunus había añadido a la masa de miel, pimienta y nuez moscada un poquito de aceite, para rebajar un tanto el picante de la pimienta, y migajas de pan de salvado, para dar a la mezcla mayor consistencia. Ahora estaba ocupado formando pequeñas píldoras redondas con la espesa masa.

Rozó a al–Balia con una mirada de reojo y vio que el joven rabino aún tenía la misma sonrisa de complacencia en los labios: Isaak al–Balia, el agraciado diplomado.

—Te has ganado una buena posición aquí en Sevilla —dijo Yunus sin volverse hacia al–Balia—. ¿Tienes pensado volver a Granada?

Al–Balia cogió una de las píldoras ya terminadas y la hizo girar entre sus dedos pulgar e índice.

—Y esta píldora, ¿me haría bien también a mi? —preguntó, hablando otra vez en árabe.

—Mal no te puede hacer —dijo Yunus—. Si estás cansado, te puede ayudar a seguir adelante.

—No estoy cansado —dijo al–Balia, mostrando los dientes—, nada cansado. —Se metió la píldora en la boca y, mientras la chupaba, añadió como de pasada—: En Granada, el clima es mejor que en Sevilla. Mucho mejor.

—¿Te refieres al clima atmosférico?

—Al atmosférico. Sobre todo, al atmosférico.

—Pero hay demasiados judíos, ¿eh? Y el primer lugar ya está ocupado por uno de ellos, que tiene por delante al menos tantos años como tú —dijo Yunus sin malicia.

Al–Balia lo miró de reojo. Ya no sonreía.

—De momento acompañaré a la embajada española de regreso a León y, por encargo del príncipe, tomaré parte en la reunión de la corte que celebra el rey en León por el día de Navidad —dijo en tono inusualmente formal. Luego empezó a rodear la mesa en la que estaba trabajando Yunus, hasta quedar justo frente a él, y añadió con voz indiferente—: Quizá quieras acompañarme.

Yunus lo miró desconcertado. Estaba francamente asustado.

—Eso no, Isaak —dijo—. ¡Eso no! No me pidas eso.

Al–Balia respondió a su mirada, pero no dijo nada más. En su rostro estaba marcado el esbozo de una sonrisa.

Más tarde, la noche de ese mismo día, Yunus escribió en su diario:

Acabo de llevar a Karima, nuestra pequeña, a la cama. He rezado con ella la oración de la noche. Después le he hecho una pregunta. En hebreo (por algún motivo, estaba distraído). Ella me ha contestado en hebreo. Le he hecho otra pregunta. Ella ha vuelto a contestarme en hebreo. Está con nosotros desde hace tres meses y nadie sospechaba que hablaba hebreo. Le he preguntado quién se lo había enseñado. Su padre, dice. Su padre, el encuadernador. Por lo visto, no sólo encuadernaba los libros que le llevaban, sino que también los leía. Tal vez leía demasiado, y por eso murió en la pobreza. Pero dejó una buena herencia a Karima. Todo este tiempo me he estado preguntando cómo es que adelantaba con tanta rapidez en las clases de lectura y escritura. Creo que ahora sí que la enviaré a la escuela.

Por la mañana, ha sucedido algo desagradable en el consultorio. Se ha presentado una nueva paciente. Una viuda acomodada de entre cuarenta y cincuenta años, ricamente vestida, adornada con joyas, cuidadosamente maquillada y perfumada. Venía acompañada por una criada. Una paciente de esas que consideran que una visita al médico es una especie de pasatiempo social. Y no sólo eso. También es de las que creen en las maravillas de los exámenes de orina.

Parece que esa insensatez está volviendo a ponerse de moda, y algunos colegas la emplean desvergonzadamente. Estos colegas tienen en su sala de espera a una anciana que sonda a las pacientes y, un rato después, ya tienen el vaso de orina en la mano y leen en él los secretos más inverosímiles: que si la paciente ha soñado con un hombre joven, que si está en conflicto con una vecina, que si el pollo que ha comido al mediodía tenía demasiada salvia, y otras patrañas por el estilo. Ibn Abd al–Ra'uf, el sirio, fue el primero en utilizar este disparate, hace ya diez años, y ahora posee tres casas en la ciudad y una participación de mil dinares en una refinería de azúcar del delta, según me contó hace poco el shaik.

Así pues, yo no me he mostrado especialmente atento cuando esta paciente nueva le ha dicho a su criada que me entregara un vaso lleno de orina. Quizá he sido incluso demasiado brusco. El caso es que la dama ha salido de mi consultorio furiosa y, ya en la calle, ha arrojado el vaso de orina contra el empedrado. Naturalmente, ha habido un gran alboroto. Han venido al–Fasi y los otros vecinos. Eso todavía no hubiera sido muy llamativo. Pero entonces al–Fasi ha empezado a hablar de una cierta enfermedad que atacaba a las viudas y ha mencionado a las muchas pacientes que se agolpan en mi consultorio desde hace algunas semanas. Y por fin he comprendido.

Todavía no ha pasado ni la mitad del año de luto, y ya vienen a mi consultorio con el vaso de orina en la mano y esperando, en lo posible, que lea en la orina sus intenciones. Una idea repugnante. Por lo visto la mayoría de la gente espera que vuelva a casarme. Era fácil deducir esto de los comentarios de mis vecinos.

Yo hasta ahora no he pensado en ello. Y tampoco lo pensaré en el futuro. Si los ancianos insisten en que me case, prefiero renunciar a recibir pacientes mujeres. No volveré a casarme. Dios lo sabe.

Que su bendición se pose sobre nuestras niñas y sobre esta casa.

17
SEVILLA

MARTES 25 DE NOVIEMBRE, 1063

2 DE TEBET, 4824 / 1 DE DU'L–HIDJDJA, 455

Estaba aún muy oscuro cuando Lope despertó. Algún ruido lo había despertado. Se sentó y prestó atención. Los tres mozos que compartían la habitación con él aún dormían. Podía oir su sereno respirar. Nada más. Profundo silencio. Luego, de repente, una voz, no muy clara, muy lejana. Y una segunda voz. Sonaba como si las voces procedieran de la iglesia. Lope contuvo la respiración para escuchar mejor.

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