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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (65 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Al principio, el capitán lo alcanzaba tan a menudo, rompiendo la delgada tira que hacia las veces de rienda y tirándolo del caballo, que Lope volvía a casa hecho pedazos, cojeando. Ahora podía defenderse mejor, pero el capitán aún no estaba satisfecho. Apenas se cruzaban sus caballos, Lope lo oía gritar:

—No prestes atención a lo que yo haga, fíjate en tu propia lanza. ¡No tienes que defenderte bien, tienes que atacar bien! Mientras mejor golpee tu lanza, peor lo hará la mía. ¡Esfuérzate por llevar tu lanza a su objetivo tan bien como puedas! Deja la defensa a tus reflejos, ¿entendido? Ataca con la cabeza y defiéndete con el cuerpo, ¡ése es el secreto!

Y mientras cabalgaban hacia el pie de la colina, donde se encontraban las lanzas de reemplazo, el capitán daba instrucciones a Lope para la siguiente ronda:

—Esta vez intenta pasar muy cerca, tanto como sea posible. Baja la lanza, intenta hacerla pasar a la altura de la cabeza de mi caballo, tan cerca que puedas acertarle a mis riendas. De esa manera no sólo tienes la posibilidad de acertarme a mí, sino también la de romperme las riendas.

Y volvían a alejarse, para emprender un nuevo ataque.

Desde hacía tres meses, desde el día de su juramento ante el sire, el capitán practicaba con Lope estos ejercicios. Casi cada día salían a primera hora de la mañana, cabalgaban por las montañas hacia el este, hacia el valle del Cinca, hasta esa vaguada surcada por pequeños arroyos y cubierta por extensos bancos de arena y lomas pedregosas, que ofrecía un estupendo escenario para los ejercicios. Un escenario provisto de superficies planas cubiertas de gravilla, pistas seguras para los caballos; de desfiladeros y escarpados acantilados, y densos matorrales y alisares que los ocultaban a las miradas curiosas. Casi siempre los acompañaba el viejo Pero, a quien el capitán apostaba para que vigilase los alrededores. A veces llevaban también al cabañero, pero sólo como vigía. En los combates de práctica, el capitán y Lope estaban a solas. El capitán ahora lo llamaba por su nombre, le decía «hijo» y lo trataba verdaderamente como si fuera su hijo.

—¡Haré de ti un buen combatiente, hijo! Haré de ti un campeador, un al–Barraz, que no tenga nada que temer de ningún rival. ¡Así que presta atención a lo que te digo!

Practicaban el combate con la lanza y la lucha cuerpo a cuerpo con la espada. Y Lope, armado con un trozo de madera en lugar de con el auténtico acero, aprendía cómo peleaba a caballo y a pie firme un buen espadachín, cómo alternaba entre golpes y estocadas, cómo llegaba al adversario a la axila, el punto más débil de la armadura. Aprendió a apoyar las puntas de los pies en las espuelas y a levantarse sobre éstas, y a extender ampliamente el brazo de la espada cuando el enemigo arremetía desde el frente y, tras el intercambio de golpes, a golpear una vez más al pasar, buscando el muslo del adversario.

—¡No saques la espada tan pronto! —gritaba el capitán—. Un buen luchador sólo desenvaina cuando está muy cerca del enemigo, ¡no lo olvides! Si ves venir hacia ti a uno que blande su espada desde muy lejos, puedes estar seguro de que es un principiante.

Cuando, agotados, hacían un alto para descansar, el capitán añadía con insistente seriedad:

—Grábate una cosa en la cabeza, hijo, grábate sobre todo esta regla: todo hombre tiene miedo antes de un combate, hasta el más valiente y el más experimentado. Sobre todo el más experimentado, pues es quien mejor sabe lo que le espera. No sientas vergüenza si te pones a temblar antes de entrar en combate. Sólo un necio puede afirmar que no tiene miedo. Pregunta a todos los hombres valientes con los que te encuentres; todos te dirán lo mismo. Pero el buen luchador tiene que saber cuándo ha llegado el momento de superar su miedo. Imagínate a dos hombres armados, el uno frente al otro. No arremeten uno contra otro inmediatamente; primero se insultan, muestran su fuerza, se jactan, como si un misterioso temor les impidiera caer el uno sobre el otro. Sólo cuando su rabia es ya incontenible cogen las armas. El buen luchador sabe eso y lo aprovecha. No espera a acumular toda esa rabia; golpea primero, con sangre fría, de improviso, sin previo aviso y rápido como una serpiente. Saber esto es lo que más necesitas si quieres llegar a ser un buen luchador.

Hacia el mediodía solían hacer una larga pausa. Generalmente, el viejo Pero les llevaba un par de peces o un conejo y unos cuantos pájaros, que asaban al fuego. Luego el capitán y Lope se retiraban a un amplio banco de arena, tan oculto entre altas filas de árboles que ni siquiera el viejo Pero los veía desde su puesto de vigilancia. Allí se ponían a practicar un tercer tipo de lucha, con un arma que sólo el capitán sabía manejar y de la que Lope no había oído hablar jamás: aquella arma misteriosa con que el capitán, desde una distancia de cinco pasos, había derribado de su silla a un jinete moro ante las murallas de Barbastro.

Hacía pocos días que habían empezado a practicar con esa arma. El capitán había clavado su espada en la arena, había mandado a Lope que se arrodillase frente a ella y lo había obligado a hacer un solemne juramento:

—Jura por esta espada, como si fuera una santa cruz. Jura que nunca te enfrentarás a mí, a tu maestro, con espada, lanza o cualquier otra arma. Jura que nunca emplearás contra mí el arte que te estoy enseñando. Jura por San Jorge, por San Martin y por San Mauricio que no transmitirás los conocimientos en los que te estoy iniciando a ningún otro mortal sin mi consentimiento, y que no enseñarás mi arte a ningún otro hombre mientras yo, tu maestro, viva.

Lope lo había jurado por la cruz de la espada, por los tres santos caballeros y por la vida de su madre. Y luego, en aquel oculto banco de arena del amplio valle del Cinca, le había mostrado el arma, el arma mágica: as–Saut, el látigo.

Era un látigo de cuero de toro, con el mango reforzado con hueso y el extremo inferior provisto de un largo lazo, con el que podía colgarse de la silla de montar. El otro lado del látigo, de más de doce varas de largo, estaba formado por tiras de cuero entretejidas artísticamente en una sola, que se angostaba a medida que se acercaba a la punta. Era un látigo de cuero pesado y flexible, rematado por una esfera de plomo del tamaño de un huevo de paloma.

Era un arma cuya peligrosidad radicaba en que nadie estaba preparado para enfrentársele, un arma con la que podía sorprenderse a cualquier adversario. Manejarla parecía sencillo. Se cogía la tira de cuero doblándola como en un lazo, se tomaba impulso echando el látigo por encima de la cabeza y, cuando se acercaba el caballo del adversario, se pasaba a tres o cuatro pasos fuera del alcance de su lanza y se calculaba el impulso de manera que el extremo del látigo se enredara en el cuello del rival, derribándolo de su cabalgadura. Si la caída no acababa con él, uno podía sujetar el látigo al arzón y arrastrar de él al adversario hasta que se rindiera.

Lope había comprendido la técnica rápidamente, pero tampoco había tardado en darse cuenta de que el manejo preciso del látigo, que parecía tan sencillo, requería un largo tiempo de práctica y mucha fuerza en el brazo y el hombro. Por lo regular, practicaba solo, mientras el capitán se acomodaba entre los árboles y hacía la siesta envuelto en la manta de su silla de montar. Lope se había construido con ramas y cuerdas un caballete del tamaño de un caballo, y había colocado encima un trozo de madera que hacía las veces de jinete. Allí practicaba con incansable perseverancia, hasta que se sentía tan débil que ya no podía levantar el látigo.

Practicó también ese día. Estaba tan absorto en su tarea que no advirtió la llegada de los tres hombres hasta que estuvieron a sólo sesenta pasos. Salieron de entre los árboles que flanqueaban el delgado brazo del río que corría al este del banco de arena. Los tres montados en fuertes bayos y armados con lanzas largas. Los dos de los extremos llevaban protecciones de cuero; el del centro, con armadura de hierro, era irreconocible tras el protector nasal y la protección del cuello, que le llegaba hasta el mentón.

Lope dio un grito de alerta y vio que el capitán se levantaba de un salto, apartaba la manta, cogía rápidamente su lanza e intentaba montar en su caballo. Pero no tuvo tiempo de hacerlo, los tres jinetes estaban ya demasiado cerca. Ahora reconocía Lope al de la cota de mallas. Era el hombre que andaba en pos del capitán, el hombre al que llamaban Cuatrodedos.

No lo habían vuelto a ver desde aquella noche en casa de la negra Doda. No había vuelto a aparecer desde la conquista de Barbastro, y Lope estaba convencido de que había dejado la ciudad, como la mayor parte de los otros caballeros.

—¡Tranquilo, viejo! —gritó Cuatrodedos al capitán—. ¡No hagas ni un movimiento en falso!

Lope espoleó su caballo para interponerse entre el capitán y Cuatrodedos, pero éste fue más rápido.

—¡No lo intentes, pequeño! ¡Quédate donde estás! —dijo, acercándose lentamente a Lope y señalando el látigo—. ¡Dame eso! ¡Vamos, dámelo!

Lope miró al capitán en busca de ayuda, pero un instante después Cuatrodedos le arrebató el látigo, lo dobló cuidadosamente y lo colgó del arzón de su silla.

—Ahora ya estoy seguro, viejo —dijo, golpeando el látigo con la palma de la mano.

El capitán permaneció callado.

—As–Saut, el Látigo, así te llamaban entonces en Lérida —continuó Cuatrodedos con voz serena—. Todavía lo recuerdo bien. Nunca supe por qué te llamaban así. Ahora lo sé. He tardado mucho tiempo en encontrar te, viejo, mucho tiempo.

Se acercó al capitán, la lanza enristrada en la mano derecha. Se detuvo a unos pocos pasos.

—¡Abrevia! —dijo el capitán con voz ronca—. ¿Qué es lo que quieres?

Cuatrodedos dejó que la lanza tocara el suelo y se apoyó cómodamente con la mano izquierda en el arzón.

—No tan deprisa, viejo —dijo—. No quiero que nadie diga que he matado a un hombre desarmado. Tendrás un honroso combate, viejo, un honroso y último combate. —Se volvió hacia Lope y le hizo una señal impaciente con la mano—. ¡Vamos, ayúdalo a montar! —ordenó.

Lope hizo avanzar su caballo trazando un arco alrededor de Cuatrodedos y desmontó junto al capitán. El capitán pareció no advertir su presencia, y cuando Lope se puso a ajustarle la correa de la silla, el capitán lo apartó de un empujón y aseguró él mismo la correa. Exteriormente parecía tranquilo, pero Lope vio que le temblaban las manos, estaba blanco como la cal y gotitas de sudor frío le brotaban de las sienes.

El capitán también se puso con sus propias manos la coraza, permitiendo a Lope únicamente que le asegurara la protección de las piernas, el yelmo y los guantes. Estaba callado, mirando al frente con expresión ausente, mientras Cuatrodedos lo observaba desde cierta distancia, apoyado con indolencia en la lanza y el arzón, amenazadoramente negro sobre el cielo claro, en el que poco a poco empezaba a extenderse un resplandor rojizo.

Sólo cuando estuvo listo y Lope le alcanzó la lanza, sujetándole el estribo derecho para ayudarlo a montar, el capitán rompió su silencio, deteniéndose brevemente, ya con el pie en el estribo, para decir:

—No olvides lo que te he enseñado, hijo. —Su voz sonó tan ronca y débil que Lope apenas pudo entender lo que decía—. No me deshonres. Es posible que nunca te vuelva a ver, hijo. ¡No me deshonres!

Lope lo miró y sintió que se le cerraba la garganta. El capitán no lo veía, tenía la mirada fija en algún punto remoto, y de pronto ya estaba en la silla, cogió la lanza, clavó las espuelas en las ijadas del caballo, lo puso al galope dando un grito salvaje y se dirigió hacia su adversario, profundamente inclinado hacia delante y con la lanza en ristre, para recorrer tan rápido como fuera posible la corta distancia que lo separaba del hombre. Cuatrodedos estaba a menos de cuarenta pasos del capitán, y tan sorprendido que ni siquiera tuvo tiempo de girar el caballo en la dirección de la que venía el ataque. Volvió el costado del caballo hacia el capitán, levantó justo a tiempo la lanza a la altura del pescuezo del animal, y el capitán ya estaba allí. Lope creyó ver que la lanza del capitán se clavaba en el escudo, vio que su caballo se paraba de pronto, como si hubiera chocado contra una pared, y que el capitán se echaba hacia atrás y buscaba vacilante un apoyo en la silla, mientras su caballo retrocedía un par de pasos a tropezones. Una lanza cayó al suelo, Lope vio que era la lanza del capitán y vio también que Cuatrodedos aún tenía su arma en la mano y que ahora la retiraba de un tirón y la levantaba extendiendo el brazo, mientras el capitán caía lentamente hacia delante y, aferrándose con ambas manos al pescuezo de su caballo, resbalaba de la silla y caía al suelo. El caballo sacudió la cabeza y se apartó haciendo escarceos, y Lope vio al capitán tumbado en el suelo, vio que intentaba levantarse apoyándose en los dos brazos y que volvía a desplomarse. Entonces dio una violenta patada con la pierna izquierda, en una terrible convulsión, y se quedó inmóvil en el suelo, con la cabeza enterrada en la arena.

Lope se había quedado inmóvil en la misma posición que antes, conteniendo la respiración, como si todavía tuviera el estribo entre las manos. El aire casi le hizo reventar los pulmones, y una ola de rabia subió por su cuerpo cuando vio que Cuatrodedos hacía girar el cuerpo del capitán con la espada. Lope desenvainó la suya y corrió gritando hacia el hombre, ciego y sordo de rabia, a tropezones, como si los pies se le hubieran hundido en la arena. Hasta que de pronto lo cubrió una sombra gigantesca, algo le golpeó duramente el yelmo y lo empujó desde atrás, haciéndolo caer de bruces.

Al volver en sí levantó la cara y miró a su alrededor, parpadeando y escupiendo arena, con los ojos llenos de lágrimas y un doloroso retumbar en la cabeza. Cuando se desvaneció el velo, vio ante sus ojos a Cuatrodedos, de pie con las piernas abiertas, entre los pies del capitán. Sus dos mozos estaban a su lado. Ya le habían quitado el yelmo y ahora estaban ayudándolo a quitarse la coraza.

Lope buscó a tientas su espada en la arena e intentó levantarse.

—Déjalo estar, pequeño —dijo Cuatrodedos—. Este hijo de perra no lo merece. ¿Me has oído? ¡Déjalo estar!

Lope se quedó de pie, con los brazos colgándole a los lados. Sentía que las lágrimas se le salían por los ojos, se secó la cara con el dorso de la mano y tragó saliva para librarse de la sensación de náuseas que tenía en la garganta.

—Voy a decirte cómo era este cerdo —continuó Cuatrodedos—. Era un perro cobarde, hijo de otro perro cobarde. Servía en la guardia personal del emir de Lérida junto con mi padre y mi hermano. Eso era en la época en que todavía gobernaba Zaragoza el gran Solimán, antes de que se dividiera el reino. Yo también servía en la guardia del emir; era el mozo de mi padre. Tenía más o menos la misma edad que tú tienes ahora. —Hizo una pausa mientras sus hombres le quitaban la coraza, sacándosela por encima de la cabeza. Debajo de la cota de mallas llevaba además un peto moro muy ceñido, adornado con brillantes trozos de tela verde—. El día del que quiero hablar teníamos la misión de recoger a las mujeres del emir en el palacio de verano, donde pasaban los meses de más calor, y llevarlas de regreso a Lérida. Éramos doce jinetes, en su mayoría hombres de gran experiencia. No teníamos nada que temer. Cuando nos atacaron, hubiéramos podido acabar fácilmente con ellos. Era sólo una banda de cuatreros, gente de la frontera, sucios pastores, no más de treinta hombres, y sólo la mitad a caballo. Hubiéramos podido acabar con ellos y hacerlos huir, tan sólo con que hubiésemos estado todos juntos. Pero este hijo de perra se había adelantado con otros cuatro hombres. Podíamos verlo en lo alto de la montaña, y él nos veía a nosotros. Podía vernos muy bien, pues estaba a menos de trescientos pasos. Vio cómo cayeron sobre nosotros y cómo nos fueron tirando de los caballos uno a uno, cómo sacaron a las mujeres de las literas y cómo capturaron a los sirvientes y criadas. Lo vio todo y no vino en nuestra ayuda. Puso pies en polvorosa sin siquiera volverse a mirar, mientras mi padre moría, y mi hermano y todos los otros; todos, excepto yo. No sé por qué me dejaron con vida. Quizá porque era demasiado joven, quizá porque me dieron por muerto. O quizá porque Dios quería que algún día le ajustara las cuentas a este hijo de perra. —Su voz sonaba ahora más cruda y amarga, y hablaba muy bajo, como si hubiera olvidado a Lope y estuviera hablando sólo para sí mismo—. Veinte años he pasado buscando a este hijo de perra —dijo—. Veinte largos años. Ya ni tenía la esperanza de encontrarlo.

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