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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (67 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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El asno tenía puesta la albarda, y las alforjas que colgaban a los lados estaban llenas. El cabañero lo había preparado todo, había vaciado todos los arcones. El dinero que el capitán había escondido en algún lugar de sus habitaciones era lo único que no había podido encontrar, a pesar de que lo había registrado todo, había cortado los cojines y colchones, había arrancado los tapices de las paredes y hasta había destrozado a hachazos algunos maderos del suelo.

Lope y el viejo Pero no siguieron buscando. Tenían suficiente, y debían salir de la ciudad antes de que el judío y los suyos regresaran de la sinagoga. Llevaron el asno al suburbio, cargaron el equipaje en los caballos y salieron de la ciudad por la puerta sur, que daba a la carretera de Monzón. Cuando estuvieron fuera de vista, bordearon el río y giraron luego hacia el este, dirigiéndose por las montañas hacia el valle del Cinca.

Los caballos seguían donde los habían dejado.

Esperaron a que cayera la noche y cabalgaron río arriba, dirigiéndose luego hacia un valle secundario más pequeño, al este de allí. Cabalgaron en total oscuridad dejando atrás la fortaleza de Graus, por estrechos caminos de herradura y senderos ocultos que sólo el viejo Pero parecía conocer. Por la mañana, hicieron un alto en las faldas de una montaña, sobre un valle cubierto por un bosque de abetos que se extendía hasta donde llegaba la vista. El viejo Pero se encaminó hacia el bosque y volvió al mediodía con aceite, grasa de tejón y tela encerada. Pasaron el resto del día aceitando y haciendo paquetes impermeables con las armas y aprestos que no necesitaban usar. A la mañana siguiente, tras pasar otra noche entera cabalgando, guardaron los bultos en el interior de una cueva.

Luego se dirigieron a un convento que se levantaba al fondo del valle, no lejos del lugar donde el río abría en las montañas una profunda y estrecha garganta, que casi parecía cortada con sierra. El viejo Pero conocía al monje que estaba sentado a la puerta. Confiaron a éste dos de sus caballos y vendieron los otros cuatro al hermano cillerero. Obtuvieron por ellos un precio desvergonzadamente bajo, del que, además, sólo recibieron la cuarta parte. Otra cuarta parte se la quedó el herrero a cambio de un hacha, una sierra y otras herramientas que necesitarían para pasar el invierno, más unas pocas trampas. Otra cuarta parte tuvieron que donaría, de buena o mala gana, al monasterio, y el resto lo pagaron por la alimentación y cuidado de los caballos hasta la primavera, por lo cual, además, tuvieron que autorizar al cillerero a usar los caballos para trabajar en los sembrados del monasterio.

Dos días después de su llegada al monasterio partieron hacia el norte y atravesaron el paso que llevaba al lado francés de las montañas, donde se encontraban las tierras de caza en las que el viejo Pero conseguía las pieles.

TUSHIYA
Primer Interludio
(1064–1070)

La caída de Barbastro sumió a toda Andalucía en un gran temor. Cuando la noticia llegó a Córdoba y Sevilla, a mediados de agosto del año 1064, produjo una gran conmoción. Era la primera vez que los enemigos del norte conquistaban una gran ciudad andaluza, una ciudad que había estado en manos de los musulmanes durante tres siglos y medio. Muchos vieron en la caída de Barbastro una señal de malos presagios, tanto más por cuanto pocos días antes había llegado otra mala noticia.

También había capitulado otra ciudad fronteriza, Coimbra, situada en el lado opuesto de la península, en el extremo noroccidental de Andalucía. Coimbra se había rendido al empuje del ejército de sitio de don Fernando, rey de León, y había tenido que reconocer como señor al conde cristiano don Sisnando. Los acontecimientos ocurridos en cada una de estas ciudades no eran en absoluto comparables. Coimbra había sido anexionada a la zona de dominio andaluza hacía apenas un tercio de siglo, en tiempos del gran al–Mansur. Esta ciudad era menos importante que Barbastro y la mayoría de sus habitantes eran cristianos. Además, las tropas de don Fernando habían conquistado únicamente el suburbio, y el nuevo señor no era vasallo del rey de León, sino un gobernante independiente, un andaluz, no un español, y oficialmente aún vasallo del príncipe de Badajoz. No obstante, se trataba indiscutiblemente de una derrota, y la curiosa coincidencia temporal de ambos acontecimientos hizo que la conmoción fuese tanto más grave.

La fuerte muralla de la frontera norte, que se había mantenido firme durante siglos, se había quebrado repentinamente en dos puntos al mismo tiempo. Así pues, no es de extrañar que los fuqaha se levantaran en toda Andalucía llamando a la guerra santa y exigiendo a los príncipes que acudieran rápidamente en ayuda de los vejados campesinos del norte, ni que en todas las mezquitas se hicieran colectas para comprar la libertad de los hermanos de fe pobres que habían sido hechos prisioneros.

Yunus ibn al–Áwar y Etan ibn Eh tuvieron que presentar un informe al príncipe al–Mutadid nada más llegar a Sevilla. Desde Zaragoza, Ibn Ammar informó al príncipe heredero, Muhammad, en extensas y detalladas cartas. Cuando, en la primavera de 1065, al–Muktadir, príncipe de Zaragoza, formó un ejército para reconquistar Barbastro, al–Mutadid de Sevilla lo apoyó enviando una tropa auxiliar de más de cien jinetes.

El 17 de abril de 1065, la ciudad fue reconquistada. Sire Robert Crispin, el comandante de la guarnición, ordenó a sus hombres una salida general y pudo escapar con gran parte de sus caballeros, pero la mayoría de los soldados de a pie y sus mujeres e hijos cayeron en manos de los musulmanes y fueron muertos o hechos prisioneros.

Un suspiro de alivio recorrió toda Andalucía, pero la brillante victoria no podía hacer olvidar las anteriores derrotas. La amenaza continuaba. Junto con el botín que los conquistadores franceses y normandos habían sacado de Barbastro y llevado a sus países, había penetrado en los territorios francos también la noticia de la fabulosa riqueza de Andalucía, mostrando a los inquietos caballeros de esas regiones un nuevo objetivo. Era una suerte para los andaluces que los normandos aún estuvieran ocupados con la conquista de Sicilia, en el sur de Italia, y que, gracias a la muerte del rey Eduardo de Inglaterra, ocurrida en enero de 1066, los barones y caballeros de Normandía, encabezados por el duque Guillermo el Bastardo, estuvieran preparando la conquista de las islas británicas, y que por ello no mostraran demasiado interés en emprender una campaña al otro lado de los Pirineos. Por otra parte, un número cada vez mayor de caballeros franceses acudían a la península para ofrecer sus servicios a los monarcas españoles o para hacer fortuna luchando por su propia cuenta contra los «sarracenos». Por toda Francia circulaban las historias del valiente Roland, que había luchado contra esos sarracenos bajo las órdenes del gran emperador Carlos. No sólo los caballeros venían a la península en mayor número, sino también los peregrinos, que se dirigían a Compostela para visitar la tumba del apóstol Santiago. En los más diversos lugares aparecieron de pronto reliquias de Roland: en Blaye se descubrió su tumba; en Burdeos, su cuerno; en Belin y Orange, las tumbas de sus compañeros de armas. No pocos caballeros combinaban el piadoso ejercicio de la peregrinación a Compostela con la aventura de la lucha contra los paganos. Venían como peregrinos para contentar a la Iglesia, pues la peregrinación al Santo Sepulcro, en Jerusalén, o a la tumba de algún apóstol, en Roma o Compostela, absolvía de los asesinatos y muertes cometidos en la guerra. Y, en el camino de regreso, esos mismos peregrinos servían como caballeros andantes a las cortes de León, Castilla y Aragón.

Los monarcas españoles también consideraban que Barbastro marcaba un punto de inflexión. El encuentro con franceses y normandos amplió sus horizontes y los obligó a mirar por primera vez más allá de los Pirineos. Empezaron a cerrar alianzas con señores del mismo rango afincados al otro lado de las montañas.

Guilleaume, conde de Poitou y duque de Aquitania, que había tomado parte en el sitio de Barbastro y era uno de los monarcas más poderosos de Francia, emprendió un viaje de peregrinación a Compostela una vez tomada la ciudad. En León se reunió con don Fernando y acordó con él una boda: don Alfonso, segundo hijo del rey y futuro heredero del reino de León, tomaría como mujer a Agnes, la única hija del duque. También Sancho Ramírez, el joven rey de Aragón, encontró una esposa francesa gracias a Barbastro. Durante el sitio, el rey trabó amistad con el conde Ebles de Roucy, quien tenía su misma edad, y se casó con su hermana Felicia.

El mismo año en que se produjo la reconquista de Barbastro, 1065, al–Ma'mun, príncipe de Toledo, abrió a los españoles la posibilidad de conquistar Valencia, la rica ciudad costera y centro de una fértil provincia, el «frasco de perfume», el «ramo de flores» de Andalucía, como era llamada.

El señor de Valencia, Abd–al–Malik, todavía era un niño cuando sucedió a su padre. Apenas cumplió la mayoría de edad, despidió al regente e intentó independizarse de Toledo, que ejercía un dominio formal sobre Valencia. Al–Ma'mun había dado como esposa al joven Abd–al–Malik a su hija. Ahora, se volvió hacia León y compró el apoyo de don Fernando para una campaña contra el yerno rebelde. El rey participó personalmente en la campaña, dirigiendo el sitio de la ciudad. A primeros de noviembre, Abd–al–Malik tuvo que rendirse. Su suegro lo encerró en la fortaleza de Cuenca y nombró nuevo señor de Valencia al regente depuesto.

El episodio es digno de mención únicamente porque don Fernando, quien contaba entonces sesenta y tres años de edad, enfermó de tifus durante el sitio. La víspera de Navidad, marcado ya por la muerte, llegó a León, donde murió cuatro días más tarde. Con su muerte, su reino se dividió entre sus tres hijos, tal como él había dispuesto dos años antes, en la gran reunión de la corte de León: don Sancho, el mayor, heredó su tierra natal, Castilla; don Alfonso fue nombrado rey de León; don García, el menor, rey de Galicia.

Don Sancho había protestado contra la división ya durante aquella reunión de la corte, y tampoco ahora quería darse por satisfecho. La guerra entre los tres hermanos era inevitable. Mantenían la paz sólo porque seguía con vida su madre, doña Sancha, la poderosa señora de León.

En noviembre de 1067 murió también ella, y el verano del año siguiente empezaron los primeros conflictos armados entre don Sancho y don Alfonso. Se enfrentaron en una batalla en los campos de Llantada, a orillas del Pisuerga, el río que dividía ambos reinos. Don Sancho ganó la batalla, pero no fue una victoria decisiva. El conflicto continuo.

Durante ese tiempo, sólo uno de los príncipes andaluces supo ampliar su poder: Al–Mutadid de Sevilla. Con una crueldad sin parangón y una firme perseverancia, con poder, astucia y sobornos a las personas indicadas, al–Mutadid conquistó las provincias, gobernadas por emires bereberes, de Ronda, Morón, Arcos y Algeciras, y, finalmente la fortaleza de Carmona, considerada hasta entonces inexpugnable. Así, extendió las fronteras de su reino hasta hacerlo lindar con Córdoba y Granada.

En el verano de 1067 se le ofreció una nueva oportunidad de conquista: los habitantes de Málaga se levantaron contra su gobernante, el príncipe bereber Badis de Granada. La mayoría de los señores de los castillos de las inmediaciones se unieron al levantamiento, manteniéndose leal únicamente la guarnición, compuesta por negros, de la Alcazaba, la ciudadela de Málaga. Los ciudadanos enviaron un emisario a Sevilla, ofreciendo a al–Mutadid someterse a él si acudía en su ayuda.

El príncipe de Sevilla envió un ejército capitaneado por su hijo Muhammad. Fue una campaña llevada con gran alegría. En el camino ocuparon algunos castillos cuyas guarniciones se entregaron voluntariamente. En Málaga, los habitantes de la ciudad los esperaban con regalos. El príncipe heredero abrió las puertas de su campamento y celebró la victoria con bailarinas y cantantes y con el pesado vino por el que ya entonces era famosa la ciudad.

Entonces atacó por sorpresa un ejército de Granada, al mismo tiempo que los negros de la Alcazaba arremetían contra la ciudad. Los sevillanos, ebrios de victoria, emprendieron la huida, y el príncipe heredero pudo llegar a Ronda y salvarse, después de pasar muchos apuros. La gran oportunidad de hacerse con el dominio de Málaga y cortar así el acceso al mar al príncipe bereber Badis de Granada había sido desperdiciada.

El príncipe de Sevilla montó en cólera. Su hijo le envió de Ronda un poema cargado de arrepentimiento:

Con el alma oprimida, los ojos con lágrimas,

la vergüenza me impide levantar la mirada.

Con cabello blanco, con la frente pálida,

me presento ante ti. ¿Cómo vivir, siendo nada?

Al–Mutadid calmó su ira y perdonó. Su irreflexivo hijo Muhammad siguió siendo príncipe heredero y su sucesor oficial.

Los habitantes de Málaga habían aprovechado para levantarse el vacío de poder creado tras la muerte de Josef ibn Nagdela. El hadjib judío del príncipe de Granada, y regente del reino, el hombre que había alcanzado una posición más alta que la de ningún otro judío del mundo conocido, el gran Nagid fue asesinado durante una revuelta palaciega a finales de diciembre de 1066, para espanto de toda la judería andaluza. Josef ibn Nagdela había alardeado conscientemente de su poder. Se había hecho construir un palacio propio, más espléndido que el de su señor, en la colina de la al–Hamra, inmediatamente detrás del al–Qasr y de los jardines del palacio del príncipe Badis. Se había apoyado demasiado en los clanes bereberes y en algunas de las familias judías más influyentes entre las más de cinco mil cabezas que contaba la comunidad judía de Granada. El hecho de que fuera judío no hizo más que facilitar las cosas a sus adversarios para eliminarlo.

Con él, fueron ajusticiados centenares de sus seguidores. No obstante, logró escapar uno de sus hombres de más confianza: Isaak ibn al–Balia, el rabino de Córdoba. Isaak ibn al–Balia huyó a Sevilla, la ciudad que ya visitara una vez, en tiempos más felices, como embajador del hadjib judío. Allí volvió a cultivar su amistad con Yunus ibn al–Áwar, el hakim, y la ahondó aún más cuando se enteró de que Yunus se había encontrado en Barbastro con Ibn Ammar, el amigo de juventud del príncipe heredero Muhammad.

Yunus había vuelto a llevar su consultorio de la calle de los boteros y a atender a sus viejos pacientes día a día, a excepción del sabbat y de la tarde del viernes, que pasaba en los baños. La vida volvió a su curso habitual. Tal como se había acordado, casó a Nabila, la mayor de las dos hijas de su hermano que se habían criado en su casa, con el hijo de Ibn Eh, el comerciante.

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