—¿Y qué crees que estamos haciendo aquí?
—Estoy seguro de que estáis repitiendo errores. A finales de los sesenta tuvisteis vuestra propia fiebre del oro, y llenasteis el mar del Norte de construcciones; ahora todo eso os estorba. En las profundidades deberíais evitar esas prisas.
—Si somos tan inconscientes, ¿por qué te envié entonces los malditos gusanos?
—Tienes razón...
ego te absolvo
.
Lund se mordió el labio inferior. Johanson decidió cambiar de tema.
—Por cierto, Kare Sverdrup parece un tipo simpático..., por decir algo positivo esta noche.
Lund arrugó la frente, luego se relajó y se rió.
—¿Tú crees?
—¡Por supuesto! —Abrió las manos. —No creo que sea muy educado por su parte no haberme pedido permiso, pero lo puedo entender.
Lund hizo girar la copa entre las manos.
—Es todo tan nuevo todavía... —dijo en voz baja.
Permanecieron un momento en silencio.
—¿Estáis muy enamorados? —preguntó Johanson rompiendo el silencio.
—¿Él o yo?
—Tú.
—Hum. —Sonrió—. Creo que sí.
—¿De verdad?
—Soy investigadora, primero tengo que investigarlo.
Era medianoche cuando Lund salía del camarote. Desde la puerta echó una mirada a las copas vacías y las cortezas de queso.
—Hace algunas semanas me hubieras conquistado con eso —dijo. Sonó casi como una lamentación.
Johanson la empujó suavemente hacia el pasillo.
—A mi edad, esas cosas también se olvidan —dijo—. Y ahora ¡a investigar!
Lund salió. Luego se inclinó hacia adelante y le dio un beso en la mejilla.
—Gracias por el vino.
«La vida está hecha de compromisos entre oportunidades desaprovechadas», pensó Johanson mientras cerraba la puerta. Luego sonrió y desterró el pensamiento. Ya había aprovechado demasiadas oportunidades como para quejarse.
18 de marzo. Vancouver e isla de Vancouver, Canadá
León Anawak contuvo la respiración.
«Ven —pensó—. Danos esa alegría».
Era la sexta vez que la ballena blanca nadaba hacia el espejo. El pequeño grupo de periodistas y estudiantes reunidos en la sala subterránea de observación del acuario de Vancouver permanecía en un solemne silencio. A través del inmenso cristal podían ver un panorama completo del interior de la piscina. Los rayos de sol que caían oblicuos danzaban sobre las paredes y el suelo. La sala de observación estaba a oscuras, de modo que la superficie del agua reflejaba, en un juego inestable, luces y sombras en los rostros de los presentes.
Anawak había marcado a la ballena blanca con una tinta no tóxica, por lo que un círculo de color le adornaba ahora el maxilar inferior. El sitio había sido elegido de tal modo que la ballena sólo podía verlo si observaba su imagen. Habían colocado dos espejos en las paredes de cristal reflectante de la piscina, y la ballena nadaba hacia uno de ellos a un ritmo moderado. Lo hacía con tal determinación que Anawak no albergaba dudas respecto al resultado del experimento. Al pasar nadando, el cuerpo blanco giró levemente, como si quisiera enseñar a los observadores la marca en la mandíbula. Luego se detuvo ante la pared de cristal y se hundió un poco hasta quedar a la misma altura que el espejo. Permaneció quieta, se levantó, movió la cabeza en una dirección, luego en la otra. Al parecer, trataba de averiguar desde qué ángulo podía ver mejor el círculo. Estuvo bastante tiempo flotando de esa manera frente al espejo, moviendo las aletas y girando de un lado a otro su pequeña cabeza con la característica frente combada.
La ballena blanca se parece muy poco a un ser humano, pero en esos momentos la semejanza era realmente inquietante. A diferencia de los delfines, las ballenas blancas pueden adoptar diversas expresiones faciales. En ese instante, aquélla parecía dedicarse una sonrisa. La mayoría de las cualidades humanas que los hombres suelen atribuir a los delfines y a las ballenas blancas son el resultado de esa supuesta sonrisa. Las comisuras levantadas hacia arriba provienen, en realidad, de una serie de peculiaridades fisonómicas que sirven a la comunicación. Las ballenas también pueden bajar las comisuras, sin expresar descontento, e incluso pueden fruncir los labios como si estuvieran silbando de buen humor.
Al instante, el animal perdió todo interés. Tal vez había llegado a la conclusión de que ya había investigado su imagen lo suficiente; en todo caso, se alzó describiendo una elegante curva y se alejó de la pared de cristal.
—Eso es todo —dijo Anawak en voz baja.
—Y ¿eso qué significa? —preguntó una periodista, desilusionada porque la ballena no había vuelto.
—La ballena sabe quién es. Vamos arriba.
Ascendieron desde el subsuelo a la luz del sol. A la izquierda tenían la piscina; contemplaron su superficie. Cerca de las encrespadas olas vieron deslizarse los cuerpos de las dos ballenas blancas. Anawak había renunciado conscientemente a informar por anticipado a los observadores del final exacto del experimento. Para asegurarse de que no interpretaba las reacciones de la ballena según sus deseos, dejó que los participantes le describieran sus impresiones.
Sus observaciones fueron confirmadas sin excepción.
—Felicidades —dijo finalmente—. Acaban de presenciar un experimento que ha pasado a la historia de los estudios de comportamiento como el «autorreconocimiento del espejo». ¿Alguien de ustedes conoce el tema?
Los estudiantes lo conocían bien; los periodistas, no tanto.
—No importa —dijo Anawak—. Les haré un resumen. El autorreconocimiento del espejo data de los años setenta. Durante décadas, los tests se limitaron principalmente a los primates. No sé si el nombre de Gordon Gallup les dice algo... —Aproximadamente la mitad de los presentes asintieron, los demás negaron con la cabeza—. Bien, Gallup es un psicólogo de la State University de Nueva York. Un día se le ocurrió una idea bastante loca: confrontar a distintas especies de monos con su imagen. La mayoría la ignoraron, otros intentaron golpearla porque pensaron que se trataba de un intruso desconocido. Finalmente, algunos chimpancés se reconocieron en el espejo y lo usaron para examinarse. El hallazgo fue notable, porque la mayoría de los animales no tienen la capacidad de reconocerse en el espejo. Los animales existen. Sienten, actúan y reaccionan. Pero no son conscientes de sí mismos. No pueden percibirse como individuos autónomos que se diferencian de sus semejantes.
Anawak continuó explicando cómo Gallup había marcado la frente de los animales con un color y luego los había colocado frente al espejo. Los chimpancés comprendieron rápidamente a quién veían reflejado. Inspeccionaban la marca, tocaban la zona en cuestión con los dedos y se los olfateaban. Gallup llevó a cabo el test con otros monos, con loros y con elefantes. Pero los únicos animales que pasaron el test del espejo sin excepciones fueron los chimpancés y los orangutanes, lo cual lo llevó a la conclusión de que tenían autopercepción y, por ende, una cierta autoconciencia.
—Gallup fue aún más lejos —prosiguió Anawak—. Durante mucho tiempo había defendido la idea de que los animales no pueden comprender la psique de otras especies. Pero los tests del espejo le hicieron cambiar de idea. Hoy en día no sólo cree que ciertos animales son conscientes de sí mismos, sino que esa circunstancia, además, les permite compenetrarse con los demás. Los chimpancés y los orangutanes atribuyen intenciones a otros individuos y desarrollan compasión. Pueden tomarse a sí mismos como parámetro para inferir la situación psíquica de los demás. Ésa es la tesis de Gallup, que entretanto ya tiene muchos adeptos.
Hizo una pausa. Sabía que luego tendría que frenar a los periodistas. No quería leer unos días después que las ballenas blancas son reputados psiquiatras, que los delfines habían creado un club de salvamento de náufragos y los chimpancés un club de ajedrez.
—De todos modos —continuó—, lo habitual hasta los noventa fue utilizar casi exclusivamente animales terrestres para el test del espejo. Si bien ya se había especulado sobre la inteligencia de las ballenas y los delfines, la demostración no despertaba necesariamente el interés de la industria alimentaria. Por la carne y la piel de mono se interesa sólo una porción muy pequeña de la población mundial. La caza de ballenas y delfines, en cambio, no se puede compatibilizar muy bien con la inteligencia y la autoconciencia de las presas. Toda una serie de gente no demostró especial entusiasmo cuando hace unos pocos años comenzamos a realizar el test con delfines mulares. Revestimos las paredes de la piscina en parte con cristales reflectantes y en parte con espejos de verdad. Luego les hicimos una marca a los delfines con un lápiz negro. Fue asombroso lo que conseguimos: los animales registraron las paredes hasta que encontraron los espejos. Al parecer, tenían claro que podían ver la marca con más nitidez si la superficie reflejaba mejor su imagen. Pero fuimos aún más lejos: marcamos a los animales alternativamente con un lápiz de color auténtico y con uno que sólo contenía agua. Porque bien podía haber sido que los delfines sólo reaccionaran al estímulo táctil del lápiz, pero de hecho se quedaban más tiempo y probaban más ante el espejo si la marca era visible.
—¿Los animales recibían premios? —preguntó uno de los estudiantes.
—No, y tampoco los entrenamos para el test. Durante los experimentos incluso marcábamos distintas zonas del cuerpo para excluir efectos del aprendizaje o de la costumbre. Ahora, desde hace unas pocas semanas, estamos realizando el mismo test con ballenas blancas. Hemos marcado seis veces a la ballena, dos de ellas con el lápiz placebo. Acaban de ver el resultado. En cada una de las ocasiones ha nadado hacia el espejo y ha buscado la marca. Dos de las veces no la ha encontrado y ha suspendido el examen antes de tiempo. En mi opinión, hemos aportado la prueba de que las ballenas blancas disponen del mismo grado de autorreconocimiento que los chimpancés. En algunos aspectos, las ballenas y los seres humanos podrían ser más semejantes de lo que se pensaba hasta ahora.
Una estudiante levantó la mano.
—Usted quiere decir... —Vaciló—. Los resultados quieren decir que los delfines y las ballenas blancas tienen intelecto y conciencia, ¿no es verdad?
—Así es.
—Y ¿eso en qué se basaría?
Anawak estaba desconcertado.
—¿Es que no ha escuchado lo que acabo de explicar? ¿No ha estado abajo antes?
—Sí, por supuesto. Y lo que acabo de ver es que un animal registró su imagen. Es decir que es consciente de que ése es él. ¿Usted infiere de ahí necesariamente la autoconciencia?
—Usted misma acaba de responder a la pregunta. «Es consciente de que ése es él.» Tiene conciencia de sí mismo.
—No es eso lo que quiero decir. —Dio un paso al frente. Anawak la observó con el entrecejo fruncido. Tenía el cabello pelirrojo, una pequeña nariz puntiaguda y unos incisivos ligeramente sobredimensionados—. Su experimento supone que las ballenas poseen conciencia de atención e identidad corporal. Según parece, con éxito. Pero eso no significa en absoluto que esos animales revelen una conciencia de identidad permanente y deriven de ahí algún tipo de consecuencias en su relación con otros seres vivos.
—Tampoco he dicho eso.
—Sí que lo ha dicho. Ha defendido la tesis de Gallup de que ciertos animales se toman como parámetro.
—Los monos.
—Lo cual, dicho sea de paso, está siendo cuestionado. Sea como sea, usted no ha hecho ningún tipo de restricción cuando después habló sobre los delfines mulares y las ballenas blancas. ¿O es que me he perdido algo?
—En este caso no es necesario hacer ningún tipo de restricción —respondió Anawak, fastidiado—. Está demostrado que los animales se reconocen.
—Algunos experimentos lo hacen suponer, sí.
—¿Adonde quiere llegar?
Ella alzó los hombros y lo miró con los ojos bien abiertos.
—Bueno, ¿no es evidente? Usted puede ver cómo se comporta una ballena blanca, pero ¿cómo pretende saber qué piensa? Conozco el trabajo de Gallup. Está convencido de haber demostrado que un animal puede ponerse en el lugar de otro animal. Eso implica que los animales piensan y sienten de un modo parecido a como lo hacemos nosotros. Lo que usted nos ha mostrado hoy es un intento de humanización.
Anawak se quedó perplejo. Le respondía precisamente con eso, con su propio argumento.
—¿Realmente ha tenido esa impresión?
—Ha dicho usted que es posible que las ballenas se nos asemejen más de lo que pensábamos hasta ahora.
—¿Por qué no escucha mejor, señorita...?
—Delaware, Alicia Delaware.
—Señorita Delaware —Anawak trató de serenarse—, he dicho que las ballenas y los seres humanos podrían parecerse más de lo que se pensaba.
—¿Dónde está la diferencia?
—En la perspectiva. No pretendemos demostrar que las ballenas se parezcan más a los seres humanos a medida que encontramos más paralelismos. No se trata de colocar al ser humano como ideal, sino de parentescos básicos...
—Pero no creo que la autoconciencia de un animal sea comparable con la del ser humano. Los presupuestos básicos son muy distintos, empezando porque los seres humanos tienen una conciencia permanente de sí mismos, mediante la cual...
—Incorrecto —la interrumpió Anawak—. También los seres humanos desarrollan una conciencia permanente de sí mismos sólo en determinadas condiciones. Está comprobado. Entre los dieciocho y los veinticuatro meses, los bebés comienzan a reconocer su imagen en el espejo. Hasta ese momento no están en condiciones de reflexionar sobre su «yo». No son conscientes de su propio estado psíquico, incluso son menos conscientes que la ballena que acabamos de ver... Y deje de referirse todo el tiempo sólo a Gallup. Nosotros nos esforzamos por entender a los animales. ¿Usted por qué se esfuerza?
—Yo sólo quería...
—¿Usted quería? El hecho de observarse usted en el espejo, ¿sabe qué efecto tendría eso sobre una ballena blanca? Usted se pinta la cara, ¿qué debe de pensar ella de eso? Concluirá que usted puede identificar a la persona del espejo. Todo lo demás le parecerá estúpido. Según el gusto que usted tenga en cuestiones de ropa y maquillaje, incluso dudará de que usted pueda reconocer su imagen. Cuestionará su estado psíquico.
Alicia Delaware enrojeció. Iba a responderle, pero Anawak no la dejó hablar.
—Por supuesto que estos tests son sólo un comienzo —dijo—. Nadie que investigue seriamente ballenas y delfines pretende revivir el mito del alegre amigo del ser humano. Es probable que las ballenas y los delfines ni siquiera tengan un interés especial en los seres humanos, justamente porque existen en otro hábitat, tienen otras necesidades y proceden de otra evolución. Pero si nuestro trabajo contribuye a que se los respete más y de ese modo a poder protegerlos mejor, todo esfuerzo vale la pena.