Anawak respondió algunas preguntas más y lo hizo con la mayor concisión posible. Alicia Delaware se mantuvo en un segundo plano con aire de ofendida. Por último, Anawak se despidió del grupo y esperó hasta que hubieron salido todos. Después habló con su equipo de investigación, fijó las fechas de las próximas reuniones y los pasos que debían seguir. Cuando por fin se quedó solo, se acercó al borde de la piscina, respiró hondo y se relajó.
Las relaciones públicas no eran lo que más le gustaba, pero de ahora en adelante no podría evitarlas. Su carrera transcurría según lo esperado. Su fama como renovador de la investigación de inteligencia lo precedía. Eso quería decir que tendría que seguir discutiendo con las Alicia Delaware de este mundo que acababan de salir de la universidad y que no habían visto un litro de agua de mar por concentrarse en sus libros.
Se puso en cuclillas y pasó los dedos por el agua fresca de la piscina de las ballenas blancas. Era temprano por la mañana. Preferían realizar los tests y las visitas científicas antes de que el acuario abriera o después del cierre. Tras las semanas de lluvia, marzo exhibía orgulloso una serie de días de una belleza excepcional, y el sol del amanecer se posaba cálido y agradable sobre la piel de Anawak.
¿Qué había dicho aquella estudiante?, ¿que él intentaba humanizar a los animales?
La crítica le había quedado grabada. Se dijo que hacía ciencia con sobriedad, y, de hecho, contemplaba toda su vida con la mayor sobriedad posible. No bebía, no iba a fiestas y no intentaba destacar haciendo alardes con tesis especulativas. No creía en Dios ni aceptaba cualquier forma de comportamiento determinada por lo religioso; le repugnaba cualquier tipo de esoterismo. Siempre que podía, evitaba proyectar en los animales sistemas de valor humanos. En especial, los delfines eran cada vez más víctimas de una idea romántica no menos peligrosa que el odio y la arrogancia: que eran seres humanos mejorados, y que éstos podían mejorar si intentaban emular a las ballenas y a los delfines. La misma desmesura que se expresaba en una brutalidad sin par había originado la idolatría incondicional a la que se veían expuestos los delfines: o los torturaban a muerte o los amaban a muerte.
Aquella señorita «Delaware Dientes de conejo» había querido meterle en la cabeza precisamente su propio punto de vista.
Anawak siguió chapoteando con los dedos en el agua. Al rato se acercó la ballena marcada. El animal era una hembra de cuatro metros de largo. Sacó la cabeza y se dejó acariciar, mientras emitía suaves silbidos. Anawak se preguntó si la ballena compartía y podía comprender algún tipo de sensación humana. De hecho, no había la menor prueba de ello. En principio, y hasta ahí, Alicia Delaware tenía razón.
Pero tampoco había pruebas de que no pudiera hacerlo.
La ballena blanca emitió un sonido agudo y se replegó bajo la superficie del agua. Una sombra había caído sobre Anawak. Volvió la cabeza y vio a su lado un par de botas de cowboy bordadas.
«No —pensó—, ¡lo que me faltaba!».
—Hola, León —dijo el hombre que se le había acercado hasta el borde de la piscina—. ¿A quién maltratamos hoy?
Anawak se incorporó y observó al recién llegado. Jack Greywolf parecía salido de una película del Oeste moderna. Su figura hercúlea, musculosa, estaba enfundada en un grasiento traje de cuero. Adornos indios se balanceaban sobre su ancho pecho. Bajo el sombrero adornado con plumas, el pelo negro, brillante y sedoso le caía sobre los hombros y la espalda. Era lo único que tenía un aspecto cuidado en Jack Greywolf, que por lo demás, y como siempre, parecía haber estado en el campo semanas enteras sin agua y jabón. Anawak miró el rostro bronceado que sonreía burlón y apenas se esforzó por devolverle la sonrisa.
—¿Quién te ha dejado entrar, Jack? ¿El Gran Manitú?
La sonrisa de Greywolf se hizo más amplia.
—Permiso especial —dijo.
—¿Ah, sí? ¿Desde cuándo?
—Desde que tenemos permiso papal para poder daros una paliza... Venga ya, León, he entrado como todo el mundo, por la puerta principal. Abrieron hace cinco minutos.
Anawak miró su reloj, confundido. Greywolf tenía razón. Se había olvidado del tiempo junto a la piscina de las ballenas.
—Espero que nos hayamos encontrado por casualidad —dijo.
Greywolf frunció los labios.
—No del todo.
—Entonces ¿querías verme? —Anawak se puso lentamente en movimiento y obligó a Greywolf a seguirlo. Los primeros visitantes paseaban por las instalaciones—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Sabes perfectamente qué puedes hacer por mí.
—¿Vas a estar siempre con lo mismo?
—Únete a nosotros.
—Olvídalo.
—Vamos, León, si eres uno de los nuestros... No puede interesarte de veras que una pandilla de ricos hijos de puta fotografíen ballenas hasta la saciedad.
—No, no me interesa.
—La gente te escucha. Si te pronunciaras oficialmente en contra de la observación de ballenas, la discusión se decantaría hacia otro lado. Alguien como tú nos sería muy útil.
Anawak se detuvo y lo miró desafiante a los ojos.
—Tienes razón, os sería muy útil. Pero no quiero serle útil a nadie que no lo necesite realmente.
—¡Ahí! —Greywolf estiró su brazo hacia la piscina de las ballenas—. ¡Ellas lo necesitan! Me dan ganas de vomitar cuando te veo aquí. ¡En íntima unión con presos! Los encerráis o los acosáis, es una muerte a plazos. Cada vez que salís con los botes, matáis un poco más a los animales.
—¿Eres vegetariano?
—¿Qué? —Greywolf parpadeó confundido.
—Además, me estoy preguntando a qué animal le arrancaron el pellejo para hacer tu chaqueta.
Siguió caminando. Greywolf se quedó parado un momento, desconcertado; luego se apresuró a seguir a Anawak a grandes pasos.
—Eso es distinto. Los indios siempre han vivido en armonía con la naturaleza. Con las pieles de los animales...
—No me lo cuentes.
—Pero es así.
—¿Quieres que te diga cuál es tu problema, Jack? Para ser exactos, tienes dos. Primero, te escudas en la protección medioambiental, pero en realidad estás librando una batalla en representación de indios que ya han resuelto hace tiempo sus asuntos de otra manera. Tu segundo problema es que no eres un verdadero indio.
Greywolf palideció. Anawak sabía que su interlocutor ya había comparecido varias veces ante los tribunales por agresiones físicas. Se preguntó cuánto más se dejaría provocar aquel gigante. Un golpe de Greywolf con la palma de la mano era perfecto para terminar eficazmente cualquier discusión.
—¿Por qué me cuentas toda esa mierda, León?
—Eres medio indio —dijo Anawak. Se detuvo frente a la piscina de las nutrias y observó los cuerpos oscuros que surcaban el agua como torpedos. El pelaje les brillaba bajo la luz del sol—. No, ni siquiera eso. Eres aproximadamente tan indio como un oso blanco siberiano. Ése es tu problema: no sabes adonde perteneces, no puedes superar nada, crees que con tus aspavientos medioambientales puedes dejar mal parada a la gente a la que haces responsable por ello. No me metas a mí en eso.
Greywolf miró al sol y parpadeó.
—No puedo oírte, León, no puedo. ¿Por qué no oigo palabras? Lo único que oigo siempre son tonterías, ruidos, un estrépito, como cuando alguien descarga una carretilla llena de guijarros sobre un techo de uralita. Maldita sea... no deberíamos pelearnos. ¿Qué quiero de ti? ¡Sólo un poco de apoyo!
—No puedo apoyarte.
—Mira... voy a ser amable y voy a anunciarte nuestra próxima campaña. Y no tendría por qué hacerlo...
Anawak prestó atención.
—¿Qué es lo que os proponéis?
—«Observación de turistas». —Greywolf soltó una carcajada. Sus dientes blancos relucían como el marfil.
—¿Y eso qué es?
—Bueno, salimos y fotografiamos a tus turistas. Los observamos. Les acercamos al máximo el bote y tratamos de agarrarlos. Para que se hagan una idea de lo que significa que a uno lo miren boquiabierto y lo manoseen.
—Puedo hacer que lo prohíban.
—No puedes hacerlo, éste es un país libre. Nadie puede indicarnos cuándo y adonde debemos ir con nuestros botes. ¿Entiendes? La campaña está preparada y decidida, pero si nos apoyaras un poco podría pensar en suspenderla.
Anawak lo miró fijamente. Luego se dio la vuelta y siguió caminando.
—De todos modos no hay ballenas —dijo.
—Eso es porque las habéis ahuyentado.
—Nosotros no hemos hecho nada.
—Oh, claro, el ser humano nunca es culpable de nada; son los tontos de los animales. No dejan de ensartarse en los arpones que vuelan libremente o posan porque quieren fotos para su álbum familiar... Sin embargo, he oído que están volviendo; ¿no han aparecido en los últimos días varias ballenas jorobadas?
—Sí, unas cuantas.
—Vuestro negocio podría hundirse pronto. ¿Quieres arriesgarte a que os hagamos bajar un poco más los beneficios?
—Vete a la mierda, Jack.
—Eh, es mi última oferta.
—Qué tranquilizador.
—¡Maldita sea, León! Al menos di algo bueno de nosotros en algún lugar. Necesitamos dinero, nos financiamos con donaciones. ¡León! Es una buena causa, ¿no quieres entenderlo? En el fondo, los dos queremos lo mismo.
—No queremos lo mismo. Buenos días, Jack.
Anawak aceleró la marcha. Hubiera preferido correr, pero no quería darle a Greywolf la sensación de que estaba huyendo de él. El ecologista se quedó parado.
—¡Pedazo de carroña testaruda! —le gritó.
Anawak no respondió. Pasó con determinación junto al delfinario y se dirigió a la salida.
—León, ¿sabes cuál es tu problema? Tal vez yo no sea un indio auténtico, pero el tuyo es que lo eres.
—No soy indio —murmuró Anawak.
—¡Oh, perdona...! —gritó Greywolf como si lo hubiera oído—. Tú eres algo muy especial. ¿Por qué no estás entonces en el lugar de donde procedes y donde te necesitan?
—Hijo de puta —masculló Anawak. Hervía de rabia. Primero aquella niñata obstinada y luego Jack Greywolf. Podría haber sido un bonito día, que había comenzado con un test llevado a cabo con éxito. Pero, en lugar de eso, se sentía vacío y desgraciado.
«De dónde vienes...».
¿Qué pretendía esa montaña de músculos sin cerebro? ¿Cómo podía tener el descaro de reprocharle su origen?
«¡Donde te necesitan!».
—Estoy donde me necesitan —resopló Anawak.
Una mujer pasó por su lado y lo miró confundida. Anawak echó un vistazo a su alrededor: estaba en la calle. Todavía temblaba de rabia; subió al coche, fue hasta el embarcadero de Tsawwassen y tomó el ferry de vuelta a la isla.
Al día siguiente se levantó temprano. Se había despertado a las seis sin posibilidad de recuperar el sueño, se había quedado algunos minutos mirando fijamente el techo bajo del camarote y había decidido ir a la estación.
Había nubes rosas en el horizonte. El cielo comenzaba a iluminarse poco a poco. Sobre el agua cristalina se recortaban los botes, las casas sobre postes y las montañas circundantes creando una sombra oscura. Al cabo de pocas horas aparecerían los primeros turistas. Anawak fue hasta el final del muelle, donde estaban las zodiacs, se apoyó en la baranda de madera y se quedó mirando un rato el horizonte. Amaba la sensación de paz cuando la naturaleza se despertaba antes que los seres humanos. Nadie molestaba. La gente como el insoportable novio de Stringer estaba en la cama con la boca cerrada. Probablemente también Alicia Delaware dormía el sueño de los ignorantes.
Y Jack Greywolf.
Sus palabras, sin embargo, seguían resonando en Anawak. Greywolf podía ser un idiota consumado, pero lamentablemente había vuelto a meter el dedo en la llaga.
Pasaron dos pequeños pesqueros frente a él. Anawak pensó si llamar o no a Stringer y convencerla de salir al mar con él. Se habían avistado, efectivamente, las primeras ballenas jorobadas. Al parecer, llegaban con un retraso enorme, lo cual por una parte era una alegría, pero por otra no explicaba dónde se habían metido todo aquel tiempo. Tal vez fuera posible identificar algunas. Stringer tenía buen ojo, y además a él le gustaba su compañía. Era una de las pocas personas que no lo incordiaban haciendo preguntas sobre su origen, indio, asiático o lo que fuera.
Samantha Crowe se lo había preguntado. Qué raro, posiblemente a ella le hubiera contado un poco más de sí mismo. Pero en esos momentos, la investigadora del SETI debía de estar volviendo a casa.
«Piensas demasiado, León».
Anawak decidió dejar dormir a Stringer y partir él solo. Se dirigió a la estación y metió en una bolsa impermeable un ordenador portátil junto con una cámara, unos prismáticos, una grabadora, un hidrófono, unos auriculares y un cronómetro. Luego metió también una barrita de cereales y dos latas de té helado, y lo llevó todo al
Blue Shark
. Hizo que el bote atravesara lentamente la laguna con un ruido sordo y acompasado, y aceleró en cuanto las casas del pueblo quedaron atrás. La proa de la zodiac se levantó, el viento le golpeó la cara y le barrió de la cabeza cualquier pensamiento turbio.
Sin pasajeros y escalas todo era más rápido. Al cabo de menos de veinte minutos ya estaba maniobrando entre un grupo de diminutos islotes en dirección al mar, de color gris plata. Las olas, espaciadas, rodaban lentamente hacia la costa. Desaceleró y siguió navegando más despacio. Mientras la zodiac se alejaba de la costa en pleno amanecer, Anawak buscaba con la vista y trataba de no dejarle espacio al desaliento, que ya se había vuelto una costumbre. Definitivamente se habían avistado ballenas. No eran residentes, sino migratorias de California y Hawai.
Una vez mar adentro, apagó el motor, y en seguida lo rodeó una calma perfecta. Abrió una lata de té helado, la bebió entera y se sentó con los prismáticos en la proa.
Pasó media eternidad hasta que creyó ver algo, pero aquel bulto oscuro volvió a desaparecer al instante.
—Muéstrate —susurró—. Sé que estás ahí.
Observó con atención el océano. Durante varios minutos no sucedió nada; luego, a cierta distancia, se alzaron del agua dos siluetas planas, una después de la otra. Se oyeron sonidos como de disparos de rifle. Por encima de los lomos se levantaron nubes blancas de vapor como el humo de una arma. Anawak miraba con los ojos bien abiertos.
Ballenas jorobadas.
Comenzó a reírse; se reía de alegría. Como todos los cetólogos experimentados, podía reconocer la especie de la ballena por su surtidor. En las ballenas grandes, el intercambio de gases abarcaba algunos metros cúbicos cada vez. El contenido de los pulmones se comprimía y era expulsado en forma regular por los estrechos espiráculos. Una vez al aire libre, se expandía y se enfriaba al mismo tiempo, condensándose en una nube de gotitas que parecía expulsada por un spray. La forma y la altura del surtidor podían diferir dentro de la misma especie, según el tiempo de inmersión y el tamaño del animal, y también el viento era importante. Pero ésas eran claramente las características nubes condensadas, tupidas, de las ballenas jorobadas.