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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (113 page)

BOOK: El quinto día
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Cruzó la plataforma en dirección al edificio principal.

El
Heerema
era un semisumergible, una plataforma flotante del tamaño de varios campos de fútbol. Su cubierta, rectangular, se apoyaba en seis columnas con refuerzos transversales que tenían su base en unos pontones macizos. En seco, el
Heerema
parecía un catamarán tosco y gigantesco. En ese momento los pontones estaban llenos a medias y no se veían bajo la superficie del agua. Sólo un trozo de las seis columnas sobresalía de las olas. La plataforma flotante, con un calado de veintiún metros y más de cien mil toneladas de peso, estaba en una posición de gran estabilidad. Los semisumergibles aguantaban incluso en las grandes tempestades las fastidiosas subidas y bajadas y los cabeceos. Y, sobre todo, eran dóciles y relativamente rápidos. Dos hélices a reacción permitían al
Heerema
desarrollar unos siete nudos, y a ese ritmo había ido subiendo las semanas anteriores desde Namibia a La Palma.

En la popa había un edificio de dos plantas en que se hallaban el alojamiento de la tripulación, el comedor, la cocina, el pozo y la sala de control. En la parte delantera se alzaban hacia el cielo dos grúas inmensas. Cada una de ellas podía levantar tres mil toneladas. Con la grúa de la derecha bajaban la trompa aspiradora a las profundidades, mientras que la otra bajaba el sistema de iluminación correspondiente, una unidad independiente con cámaras integradas. En la cabina de los pilotos, en el piso superior, cuatro personas se ocupaban exclusivamente de los mandos y la coordinación de la aspiradora y de la isla de luz.

—¡Geerraad!

Frost se acercaba hacia él caminando desde una de las grúas. Para facilitar las cosas, Bohrmann le había propuesto que le llamara Gerd, pero Frost insistía en usar la forma correcta al más puro estilo tejano. Entraron juntos en el edificio de popa y en la oscura sala de control. Estaban presentes algunos colaboradores de Frost y técnicos de De Beers, así como Jan Van Maarten. El coordinador técnico había realizado el milagro prometido en un tiempo récord. La primera aspiradora de gusanos oceánicos de la historia de la humanidad estaba lista para funcionar.

—Bien, amigos —bramó Frost mientras se ponían tras los técnicos—. El Señor esté con nosotros. Si esto funciona, seguiremos por Hawai. Ayer bajó un robot y descubrió un hervidero de gusanos en el flanco sudeste. Luego el contacto se interrumpió. Y hay otras islas volcánicas que son objeto de ataques selectivos, exactamente como yo pensaba. ¡No demos oportunidades al mal! Los limpiaremos con nuestra aspiradora. ¡Limpiaremos de sabandijas el mundo entero!

—Buena idea —dijo Bohrmann en voz baja—. Aquí tenemos una zona controlable. ¿Pretendes limpiar con esta construcción todo el talud americano?

—Qué tontería. —Frost le miró asombrado—. Sólo lo he dicho para dar ánimos.

Bohrmann arqueó las cejas y volvió a dirigir la mirada a los monitores. Tenía la esperanza de que todo el asunto funcionara. Incluso si eliminaban los gusanos, la pregunta pendiente era cuántas agrupaciones de bacterias habían llegado ya al hielo. En su fuero interno le atormentaba la preocupación de que ya fuera muy tarde para impedir la caída de la Cumbre Vieja. Por la noche soñaba con una gigantesca catedral de agua que se levantaba hasta las nubes y se aproximaba a toda velocidad hacia él por el océano, e indefectiblemente se despertaba bañado en sudor. Pese a todo, Bohrmann trataba de ser optimista. Funcionaría. Y tal vez desde el
Independence
lograrían que el poder desconocido transigiera. Si los yrr eran capaces de destruir todo un talud, probablemente también podían repararlo.

Frost pronunció unas encendidas palabras contra cualquier enemigo de la humanidad y elogió hasta la saciedad al equipo de De Beers. Luego dio la señal de bajar la manguera y la isla de luz.

La isla de luz era como un proyector gigante que irradiaba varios haces de luz. Cuando quedó colgando de la grúa por encima de las olas vieron una estructura compacta de varillas y puntales de diez metros de longitud y plagada de luces y objetivos de cámaras. En aquel momento estaban bajándola y desaparecía en el mar, conectada por fibra óptica con el
Heerema
. Al cabo de diez minutos Frost miró el indicador del batímetro y dijo:

—Alto.

Van Maarten transmitió la orden al piloto.

—Ábrala —agregó—. Primero la mitad. Si no chocamos con nada, la abre del todo.

A cuatrocientos metros de profundidad tuvo lugar una elegante metamorfosis. El haz se desplegó formando una construcción afiligranada. Al no encontrar resistencia las varillas, la isla siguió abriéndose hasta que en las profundidades quedó flotando una especie de rejilla de las proporciones de medio campo de fútbol.

—Lista para funcionar —anunció el piloto.

—Deberíamos estar pegados a una pared —dijo Frost echando un vistazo a los instrumentos...

—Iluminación y cámaras —ordenó Van Maarten.

En la estructura fueron encendiéndose una a una las hileras de bombillas halógenas. Al mismo tiempo, las ocho cámaras empezaron a funcionar y transmitieron al monitor un panorama turbio. La imagen mostraba plancton.

—Más cerca —dijo Van Maarten.

La iluminación avanzó lentamente, impulsada por hélices pequeñas que giraban. A los pocos minutos se desprendió de la oscuridad una estructura llena de muescas. Al acercarse, se convirtió en una pared de lava negra de forma extraña.

—Más abajo.

La isla siguió bajando. El piloto navegó con extremo cuidado hasta que el sonar indicó un saliente en forma de terraza. Sin transición apareció, al alcance de la mano, un corte ancho. La superficie estaba sembrada de cuerpos que se sacudían. Bohrmann se quedó mirando los ocho monitores y sintió que se llenaba de desánimo. Volvía a encontrar la pesadilla que lo acompañaba desde el hundimiento del talud continental noruego. Si en todas partes pasaba lo mismo que en los cuarenta metros iluminados en medio de la oscuridad, ya podían ir despidiéndose.

—Miserables gusanitos de mierda —gruñó Frost.

«Llegamos demasiado tarde», pensó Bohrmann.

Luego su propio miedo lo avergonzó. Nadie había dicho que los gusanos ya hubieran terminado de desembarcar su cargamento de bacterias ni que fueran suficientes. Además, había que tener presente ese enigmático factor que en última instancia había desencadenado el deslizamiento. No era demasiado tarde. Sólo tendrían que darse muchísima prisa.

—Bueno —dijo Frost—. Inclinemos la isla cuarenta y cinco grados y subámosla un poco para tener una vista mejor desde arriba. Y luego, abajo con la manguera. Espero que esa cosa tenga mucho apetito.

—Tiene un hambre mortal —dijo Van Maarten.

La trompa aspiradora llegaba completamente extendida a medio kilómetro de profundidad; era un monstruo segmentado con aislante de caucho de tres metros de diámetro y rematado por una boca en forma de garganta. En torno a la boca habían colocado reflectores, dos cámaras y varias hélices rotatorias. El mando a distancia podía maniobrar el extremo de la manguera hacia arriba y hacia abajo, adelante y atrás, y hacia los lados. En el puesto del piloto confluían las imágenes proporcionadas por las cámaras de la isla y de la manguera, ofreciendo un amplio panorama del conjunto y de los detalles. Más allá de la buena visibilidad, el trabajo con las palancas requería mucho tacto y un copiloto para vigilar que al piloto no se le pasara nada por alto.

Durante un buen rato la manguera descendió por una oscuridad impenetrable. Los reflectores estaban apagados. Luego se divisó la iluminación. Primero fue sólo un destello en la negrura de las profundidades que se fue encendiendo progresivamente, adoptó forma rectangular y finalmente cubrió la terraza de la ladera. Era tan grande que a Bohrmann le recordó una estación espacial. La manguera siguió bajando y se acercó al hervidero de gusanos hasta que éstos llenaron los monitores por entero. Cada uno de aquellos cuerpos cubiertos de cerdas podía reconocerse claramente y en todos sus detalles: se movían, se retorcían, mostraban sus mandíbulas provistas de ganchos.

En la sala de control reinaba un silencio de muerte.

—Fantástico —susurró Van Maarten.

—La empleada doméstica no se dejará fascinar por el polvo de la casa —dijo Frost sacudiendo furioso la cabeza—. Ponga en marcha de una vez su aspiradora y saque de ahí a esos bichos.

La máquina era en realidad una bomba aspirante que generaba baja presión, absorbiendo así todo lo que pasara ante su garganta. El caso es que empezó a trabajar y al principio no ocurrió absolutamente nada. Al parecer la bomba necesitaba cierto tiempo para cobrar impulso. Por lo menos eso esperaba Bohrmann. Los gusanos prosiguieron su actividad destructora sin cambio alguno. Lenta pero segura, la desilusión se propagó por la sala de control. Aunque nadie decía nada, era palpable. Bohrmann seguía mirando los dos monitores de las cámaras de la aspiradora y sintió que la desesperación volvía a apoderarse de él.

¿De qué dependía? ¿Era la manguera demasiado larga? ¿Tenía la bomba muy poca potencia?

Mientras seguía pensando se produjo un cambio en los monitores. Algo parecía tirar de los animales. Sus partes posteriores se alzaron, se pusieron verticales y temblaron...

De pronto se dirigieron velozmente hacia las cámaras y pasaron de largo.

—¡Funciona! —Bohrmann alzó los puños. Contrariando sus costumbres, gritó. Le hubiera encantado cruzar la sala bailando y dar un par de volteretas.

—¡Aleluya! —Frost asintió frenético—. ¡Es un juguete maravilloso! ¡Oh, Señor, haz que limpiemos el mundo del mal! ¡Mierda! —Se arrancó la gorra de béisbol de la cabeza, se pasó la mano por los rizos y se la volvió a encasquetar—. ¡Con esto los liquidamos!

Siguieron más gusanos. La garganta los absorbía tan rápido y en tales cantidades que en las pantallas pronto no se vio más que un tremolar borroso. También las cámaras de la isla mostraban claramente lo que ocurría en el extremo inferior de la manguera. El sedimento era absorbido y subía en remolinos.

—Más a la izquierda —dijo Bohrmann—. O a la derecha. Da igual, sigan.

—Pasemos a un movimiento en zigzag lento —propuso Van Maarten—. De un extremo al otro de la zona iluminada. En cuanto hayamos vaciado el área visible, seguimos con la isla y la manguera y ocupamos los próximos cuarenta metros.

—¡Muy bien! Hágalo.

La aspiradora se puso en movimiento mientras seguía arrastrando sin cesar cuerpos de gusanos hacia su interior. Por donde había pasado su furia, el agua quedaba tan turbia que no podía verse el fondo.

—Sólo veremos los resultados cuando el caldo se haya aclarado —opinó Van Maarten. Parecía sentirse enormemente aliviado. La tensión de varias semanas cedió con un suspiro profundo, y Van Maarten se reclinó en su asiento casi con serenidad—. Pero calculo que quedaremos todos extraordinariamente satisfechos.

«Independence», mar de Groenlandia

¡Dooong!

Las campanas de Trondheim un domingo por la mañana. La torre de la iglesia de la calle Kirkegata se yergue hacia el cielo radiante de sol, una pequeña torre consciente de sí que proyecta su sombra sobre la casita ocre con techo a dos aguas y la escalera delantera pintada de blanco; llama la atención.

Ding dong, mundo sagrado. A levantarse.

La cabeza bajo la almohada. ¿Quién permite que una iglesia le ordene la hora de levantarse? Él no. ¡Maldita iglesia! ¿Mucho alcohol ayer con los colegas y los estudiantes? No puede ser otra cosa.

¡Dooong!

—Son las ocho.

La megafonía.

Ya no había una calle Kirkegata fuera del tiempo, ni una iglesia consciente de sí ni una casa color ocre. Lo que le martilleaba el cráneo no eran las campanas de Trondheim, sino un fatal dolor de cabeza.

¿Qué pasaba?

Johanson abrió los ojos y se encontró acostado entre las sábanas revueltas de una cama ajena. A su alrededor había más camas, todas vacías. Se hallaba en una habitación grande, repleta de aparatos, sin ventanas y con aspecto de antiséptica. Un cuarto de hospital.

¿Qué diablos hacía él en una habitación de hospital?

Alzó la cabeza y volvió a dejarla caer sobre la almohada. Los ojos se le cerraron solos. Cualquier cosa era mejor que aquel zumbido en el cerebro. Y además se sentía mal.

—Son las nueve.

Johanson se sentó.

Seguía en aquella estancia, aunque ahora se sentía mucho mejor. El mareo había desaparecido y el horrible dolor había dejado paso a una presión sorda pero tolerable.

Pero no sabía cómo había llegado allí.

Se miró. La camisa, el pantalón y los calcetines eran los de la noche anterior. Su chaqueta de plumón y su suéter estaban sobre la cama contigua. Y delante estaban los zapatos, cuidadosamente colocados uno junto a otro.

Se incorporó y se sentó en el borde de la cama.

Inmediatamente se abrió una puerta y entró Sid Angelí, jefe de los servicios de atención médica. Angelí era un italiano pequeño con el pelo en forma de corona y profundas arrugas en torno a la boca. Su trabajo era el más aburrido del barco, pues nadie se ponía enfermo. Pero al parecer hacía muy poco que esto había cambiado.

—¿Cómo se siente? —Angelí torció la cabeza—. ¿Todo en orden?

—No sé —dio Johanson, que se llevó la mano a la nuca y se estremeció profundamente.

—Aún le dolerá durante algún tiempo —dijo Angelí—. No se preocupe. Podría haber sido mucho peor.

—¿Qué ha pasado?

—¿No lo recuerda?

Johanson pensó, pero pensar sólo hacía que el dolor le volviera.

—Creo que podría tolerar dos aspirinas —gimió.

—¿No sabe lo que ha sucedido?

—No tengo ni idea.

Angelí se acercó y lo miró a la cara, examinándolo.

—Bueno... Lo encontraron anoche en la cubierta del hangar. Seguramente se resbaló. Es una suerte que el barco esté vigilado con cámaras; de lo contrario aún estaría tumbado en el suelo. Quizá se golpeó la nuca o la cabeza al caerse.

—¿En la cubierta del hangar?

—Sí. ¿No lo recuerda?

Claro. Había estado en la cubierta. Con Oliviera. Y luego otra vez, pero solo. Recordaba que había vuelto allí, pero no recordaba para qué. Y menos aún qué había pasado después.

—Podría haber acabado muy mal —dijo Angelí—. Quizá... eh... bebió algo...

—¿A qué se refiere?

—Lo digo por la botella. Había una botella vacía tirada por allí. La señorita Oliviera dijo que habían tomado una copa juntos. —Angelí abrió las manos—. No me malinterprete, dottore, no tiene nada de malo. Pero los portaaviones son lugares peligrosos. Resbaladizos y oscuros. Uno puede caerse o precipitarse al mar. Es mejor no ir solo a cubierta, especialmente cuando uno... eh...

BOOK: El quinto día
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