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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (108 page)

BOOK: El quinto día
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Roscovitz no conocía personalmente a O'Bannon, pero en algunos círculos el ex soldado tenía muy buena fama. Algunos opinaban que era el mejor adiestrador que habían tenido las escuadras. Después había abjurado de la marina como quien abjura del diablo. Roscovitz sabía muy bien qué había tras de la supuesta debilidad cardíaca de O'Bannon. De todos modos le sorprendió saber que estaba de nuevo a bordo.

Sus superiores intentaron sacarle los vehículos tripulados de la cabeza. Él insistió con terquedad. Ellos argumentaban con los riesgos incalculables, pero él repetía lo mismo una y otra vez:

—Los vamos a necesitar.

Finalmente le dieron luz verde.

Y entonces volvió a sorprenderlos.

Probablemente en el Departamento de Marina habían pensado que Roscovitz llenaría la popa del portahelicópteros gigante de batiscafos de lo más impresionantes, como los sumergibles rusos MIR, el
Shinkai
japonés o el
Nautile
francés. En el mundo sólo había media docena de batiscafos capaces de bajar más de tres mil metros, y esos tres formaban parte del grupo, al igual que el viejo y buen
Alvin
. Pero Roscovitz apostaba por la innovación. Sabía que ese tipo de batiscafos no le serviría de mucho. Es cierto que con el
Shinkai
se llegaba a seis mil quinientos metros de profundidad, pero sólo podía controlar sus desplazamientos verticales llenando y vaciando tanques de lastre; lo mismo pasaba con los MIR y con el
Nautile
. Roscovitz no pensaba en una típica exploración oceánica, pensaba en la guerra y en un enemigo invisible e imaginaba cómo sería una batalla aérea con globos de aire caliente. La mayoría de los batiscafos oceánicos eran demasiado pesados; lo que él necesitaba eran aviones oceánicos.

Aviones de combate.

Al cabo de algún tiempo dio con una empresa cuyos productos satisfacían sus deseos. Hawkes Ocean Technologies, de Point Richmond, California, además de gozar de una reputación intachable en el ramo, era regularmente convocada por las productoras de Hollywood para proporcionar una base sólida a las especulaciones. Graham Hawkes, ingeniero y constructor de renombre, había fundado la empresa a mediados de los noventa para posibilitar el sueño de volar... bajo el agua.

Roscovitz escribió su carta a los reyes magos, colocó una cantidad considerable de dinero sobre la mesa y puso como condición que los constructores batieran todos los récords, por exiguos que fueran los plazos.

El dinero mereció la pena.

Cuando a las diez y media los científicos, cada uno envuelto en un traje de neopreno que conservaba el calor y sólo dejaba el rostro al descubierto, pisaron el muelle de la cubierta del pozo, Roscovitz se alegró de poder contar algo nuevo a unas personas tan inteligentes. Los soldados y la tripulación ya habían recibido instrucción en Norfolk. La mayoría de ellos eran SEALS de la marina y parecía como si tuvieran una membrana natatoria entre los dedos de los pies y de las manos. Pero Roscovitz estaba firmemente decidido a transformar también a los científicos en gente apta para la navegación y el combate. Sabía que en el transcurso de la expedición podían pasar cosas en cuyo desenlace acaso fuera decisivo el papel de un civil.

Ordenó a Browning bajar del techo uno de los cuatro batiscafos y observó cómo descendía lentamente el
Deepflight 1
. Desde abajo, el vehículo parecía un Ferrari descomunal sin ruedas y provisto de cuatro tubos largos y delgados. Esperó hasta que estuvo a la altura de sus ojos, a cuatro metros del suelo de planchas de la cubierta y justo encima de la tapa de la esclusa. Tampoco desde esa perspectiva parecía un sumergible tradicional: chato y ancho, de forma aproximadamente rectangular, con cuatro toberas de propulsión y maniobra en la parte trasera y dos cápsulas parcialmente acristaladas para los ocupantes, que asomaban oblicuamente a la superficie. Parecía más bien una nave espacial pequeña, excepto por unos brazos articulados que salían de unas cápsulas transparentes. Sin embargo, lo más llamativo eran las alas cortas que tenía a ambos lados.

—Supongo que deben de pensar que parece un avión —dijo Roscovitz—. Y no se equivocan: es un avión y tiene la misma docilidad que un avión. Los planos de sustentación cumplen la misma función, con la pequeña diferencia de que sus perfiles actúan en la dirección opuesta. En un avión se encargan de que ascienda, mientras que las alas de un
Deepflight
generan una succión hacia abajo y contrarrestan el empuje ascendente. También el mecanismo de mando está copiado de la aviación. No nos hundimos como una piedra, sino que nos movemos en un ángulo de inclinación de hasta 60 grados, describiendo curvas elegantes y subiendo o bajando como un rayo, ¡shhhh...! —Imitó un avión con la palma de la mano y señaló las cápsulas—. La principal diferencia con un avión es que uno no va sentado, sino acostado. De este modo, con unas dimensiones de tres metros por seis, no llegamos al metro cuarenta de altura.

—¿A qué profundidad llega este avión? —preguntó Weaver.

—A la que usted quiera. Puede volar directo al fondo de las Marianas en menos de hora y media. La criatura alcanza los doce nudos. El forro es de cerámica, las cápsulas son de acrílico reforzado con titanio, perfectamente idóneas para las profundidades. Ofrece una vista panorámica sensacional, lo que en nuestro caso significa poder desaparecer o abrir fuego a tiempo, depende. —Señaló la parte inferior—. Hemos equipado nuestros
Deepflights
con cuatro torpedos. Dos de ellos son de fuerza explosiva limitada. Pueden causar feas heridas a una ballena y posiblemente matarla. Los otros dos abren agujeros más grandes. Revientan la piedra y el acero y pueden causar daños a toda una manada de ballenas. Los disparos déjenlos, por favor, para el piloto, a menos que esté muerto o inconsciente y no les quede más opción.

Roscovitz aplaudió.

—Muy bien. Ahora pueden pelearse para ver quién sube primero para hacer un viaje de prueba. Ah, sí, otra cosa que podría interesarles: el combustible es suficiente para un viaje de ocho horas. Si se quedan colgados en algún sitio, los sistemas de supervivencia les suministrarán oxígeno durante noventa y seis horas. Pero no tengan miedo: mucho antes los habrá rescatado la marina, el ejército de Dios... ¿Quién quiere probar?

—¿Sin agua? —preguntó Shankar mirando escéptico hacia abajo.

Roscovitz sonrió.

—¿Tiene bastante con quince mil toneladas?

—Ehh... creo que sí.

—Bien. Entonces llenemos el pozo.

Centro de Información de Combate

Dos operadores habían ocupado los puestos de Crowe y Shankar mientras los científicos permanecían en el reino de Roscovitz. Estaban matando el tiempo. Se suponía que tendrían que estar absolutamente callados y aguzar el oído, pero tenían los ordenadores, además del equipo SOSUS de Shankar en el continente. Cualquier cosa que se oyera en las profundidades del mar era registrada, preseleccionada y analizada por diversos sistemas electrónicos y órganos sensoriales humanos, y a continuación se enviaba comentada al
Independence
vía satélite. Aunque el mensaje de Crowe se había enviado desde el buque y el
Independence
también estaba a la escucha, no era más que uno de muchos puestos de escucha. Una posible respuesta de los yrr llegaría a todos los hidrófonos del Atlántico. A partir de su distribución en el espacio y del desfase entre las distintas recepciones, el ordenador calcularía el punto de partida de la señal, la enviaría al CIC y sería comunicada sin confusión posible.

Confiando firmemente en la técnica, se habían puesto a hablar de música. La discusión se animó rápidamente. Una vez enzarzados en la credibilidad de los artistas blancos dedicados al hip-hop, no volvieron a echar un vistazo a los monitores hasta que uno de ellos dos fue a tomar una taza de café y volvió la cabeza por casualidad. Su mirada se quedó clavada en los monitores.

—Eh, ¿qué es eso?

En dos de los monitores vibraban líneas de frecuencia de colores. El operador abrió mucho los ojos.

—¿Cuánto hace que están ahí?

—No lo sé. —El operador miraba fijamente las líneas—. Tendría que habernos llegado algo del continente. ¿Por qué no comunican con nosotros? También ellos tienen que haberlo recibido.

—¿Es la frecuencia que utilizó Crowe para mandar el mensaje?

—No tengo ni idea de lo que envió. No se oye nada. Tiene que tratarse de un infra o ultrasonido.

El otro se quedó pensando.

—De acuerdo. El hidrófono más cercano está en la costa de Terranova. El sonido necesita su tiempo. Los demás aún no lo han recibido, así que nosotros somos los primeros a quienes les entra. Eso sólo puede significar...

Su compañero lo miró.

—Que proceden de aquí.

Deepflight

La bomba hidráulica trabajaba ruidosamente mientras los tanques de lastre traseros se llenaban. La popa del
Independence
se hundía lentamente mientras el agua de mar entraba a raudales.

—Podríamos hacer entrar el agua por la esclusa —explicó Roscovitz en voz bien alta para que le oyeran a pesar del ruido—. Pero para eso tendríamos que abrir todas las compuertas a la vez, cosa que evitamos por razones de seguridad. En lugar de eso, nos servimos de un sistema especial de bombeo. Un circuito independiente de tuberías conduce el agua al interior del casco. El agua se filtra varias veces. La dársena, igual que la esclusa, está equipada con sensores sumamente sensibles que nos dicen si podemos chapotear tranquilos en la gran bañera.

—¿Vamos a probar los vehículos en la cubierta del pozo? —gritó Johanson.

—No. Vamos a salir.

Una vez que los delfines anunciaron la retirada de las orcas, Roscovitz estuvo seguro de que se podía correr el riesgo de hacer un par de inmersiones reales.

—Cielo santo. —Rubin miraba como paralizado la dársena que se llenaba de agua espumosa—. Es como si nos estuviéramos hundiendo.

Roscovitz le sonrió.

—Se está formando una idea equivocada. Yo ya me hundí una vez en un buque de guerra. Créame, es muy distinto.

—¿Y cómo es?

Roscovitz se rió.

—Preferirá no saberlo, estoy seguro.

La popa del inmenso buque descendía metro a metro. El
Independence
era demasiado grande para que pudiera percibirse la inclinación. En conjunto, la inclinación era mínima, podía medirse con un nivel de albañil, pero precisamente por eso el efecto era desconcertante. Las aguas siguieron subiendo hasta llegar al borde de los muelles. En pocos minutos, la cubierta se había convertido en una piscina de cuatro metros de profundidad. También el delfinario había quedado bajo el agua, de modo que los animales disponían ahora de toda la dársena. Sobre la playa artificial flotaban bien amarradas las zodiacs. El
Deepflight 1
se balanceaba suavemente sobre las olas.

Browning bajó del techo el segundo batiscafo. Estaba en pie ante la consola y movía una palanca de control. Fue maniobrando uno tras otro los sumergibles por el sistema de rieles hasta llevarlos al borde del muelle y abrió las tapas de las cápsulas. Se abrían hacia arriba, como las cúpulas de los reactores.

—Cada una de ellas se abre y se cierra por separado —explicó—. Subirse es fácil. Aunque los que no están acostumbrados se mojan los pies. El agua de la dársena se ha calentado durante el bombeo y ahora está a unos tolerables quince grados; pero no por eso dejen de ponerse los trajes protectores. En caso de terminar por cualquier razón en mar abierto sin traje de neopreno y alejados del batiscafo, morirían con bastante rapidez. El agua de las costas de Groenlandia está a un máximo de dos grados.

Roscovitz organizó los grupos: un piloto y un científico en cada uno.

—¿Hay más preguntas? Entonces vamos allá. Nos quedaremos cerca del barco. Nuestros alegres amigos de la escuadra de delfines dicen que no deberíamos preocuparnos, pero la situación puede cambiar. León, conmigo. Vamos en el
Deepflight 1
.

Saltó al vehículo submarino, que se agitó violentamente. Anawak hizo lo mismo, pero perdió el equilibrio y fue a parar de cabeza al agua. Un frío helado le golpeó el rostro y le cortó la respiración. Volvió a la superficie tosiendo y tuvo que soportar las risas colectivas.

—Eso es exactamente lo que quiero decir —dijo Browning secamente.

Anawak se acercó y se deslizó en el interior del sumergible. Para su sorpresa, resultó ser cómodo y espacioso. La posición del cuerpo no era completamente horizontal, sino levemente ascendente, parecida a la de un esquiador saltando en el inicio de su vuelo. Ante él había una consola de instrumentos claramente dispuestos. Roscovitz puso en marcha los sistemas y las cápsulas se cerraron sin ruido.

—No es precisamente una suite del Ritz, León.

La voz del coronel llegó a los oídos de Anawak por los altavoces. Giró la cabeza. A un metro de distancia, Roscovitz lo miraba desde su cápsula y sonreía.

—¿Ve la palanca que tiene delante? Ya he dicho que esto es un avión, y se comporta como tal. Tiene que aprender a subir y bajar y a tomar curvas con un avión; es decir, a ejecutar movimientos giratorios en las cuatro direcciones. Además, en la parte inferior hay cuatro hélices que generan la reacción precisa para mantener al
Deepflight
suspendido durante cierto tiempo. Primero conduciré yo y luego se hará cargo usted; si hace algo mal, yo se lo diré.

De golpe fueron hacia adelante. El agua corrió sobre la cápsula de acrílico y bajaron en un ángulo suave. Se encendieron los reflectores del morro y de los planos de sustentación. Anawak vio desde abajo el suelo de tablones de la cubierta, y luego quedaron sobre la esclusa. Las compuertas de vidrio se abrieron. Vio un pozo iluminado de varios metros de profundidad cuyo fondo era de acero oscuro. El
Deepflight
se hundió lentamente en la esclusa y las compuertas de vidrio se cerraron sobre ellos.

Lo invadió una sensación de malestar.

—No tenga miedo —dijo Roscovitz—. La salida es más rápida que la entrada.

Las compuertas de acero se pusieron en movimiento con un traqueteo. Las sólidas planchas se separaron y dejaron ver el mar, oscuro e ilimitado. El
Deepflight
cayó del casco del
Independence
hacia lo desconocido.

Roscovitz aceleró y describió una curva. El sumergible se puso de lado. Anawak estaba fascinado. Había pilotado batiscafos más pequeños y de construcción convencional, todos concebidos para ser utilizados en las capas marinas superiores. Pero esto era algo completamente distinto. El
Deepflight
se comportaba realmente como un avión deportivo. ¡Y era rápido! En un coche, veinte kilómetros por hora —el equivalente de doce nudos— podía parecer poca velocidad, pero para ser un vehículo submarino el
Deepflight
alcanzaba una velocidad espectacular. Observó fascinado cómo salían de debajo del casco del
Independence
y se divisaba la superficie agitada del agua. Roscovitz bajó el morro del batiscafo en un ángulo más agudo. Tomó otra curva, enfiló hacia la popa del portahelicópteros y se metió por debajo de él. Por encima de sus cabezas pasó la inmensa pala del timón.

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