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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (112 page)

BOOK: El quinto día
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Era un trabajo infernal, y se decía que Rubin estaba enfermo.

—Ese hijo de puta —protestó Oliviera—. Ahora podría habernos ayudado en serio. ¿Qué le pasa?

—Tiene migraña —dijo Johanson.

—Bueno, la idea tiene algo de consoladora. La migraña duele.

Oliviera colocó las muestras en el secuenciador. Llevaría horas calcularlas. De momento no podían hacer nada, así que se sometieron a la ducha de ácido de rigor y salieron a respirar al aire libre. Oliviera propuso hacer una pausa para fumar en la cubierta del hangar mientras la máquina calculaba, pero Johanson tuvo una idea mejor. Desapareció en su camarote y a los cinco minutos volvió con una botella de burdeos y dos copas.

—Vamos —dijo.

—¿Dónde la ha encontrado? —se asombró Oliviera mientras subían por la rampa.

—Estas cosas no se encuentran —sonrió Johanson, satisfecho—. Estas cosas se traen. Soy un maestro en el transporte de cosas prohibidas.

Ella observó la botella con curiosidad.

—¿Es bueno? No es que entienda mucho de vinos.

—Un Château Clinet del noventa. Pomerol. Afloja la billetera y la actitud.

Johanson divisó un cajón metálico junto a una de las oficinas de las cuadernas y se dirigió allí. Se sentaron. No se veía a nadie por ninguna parte. Enfrente se abría el portón hacia la plataforma de estribor y dejaba ver el mar. Éste, calmo y liso, se extendía en el crepúsculo de la noche polar, cubierto por velos de neblina y sin hielo. Hacía frío en el hangar, pero después de tantas horas en el laboratorio de máxima seguridad necesitaban imperiosamente aire puro. Johanson descorchó la botella, sirvió y chocó ligeramente su copa con la de ella. Un ping sonoro se perdió en la inmensidad sombría.

—Tiene buen sabor —juzgó Oliviera.

Johanson chasqueó los labios.

—Traje un par de botellas para ocasiones especiales —dijo él—. Y ésta es una ocasión especial.

—¿Cree que vamos a descubrir a esas cosas?

—Tal vez ya lo hemos hecho.

—¿A los yrr?

—Sí. Ésa es la cuestión. ¿Qué tenemos en el tanque? ¿Podemos imaginar una inteligencia formada por unicelulares? ¿Por amebas?

—Mirando a la humanidad, de vez en cuando me pregunto qué es lo que nos diferencia tanto de las amebas.

—La complejidad.

—¿Es una ventaja?

—¿Usted qué cree?

Oliviera se encogió de hombros.

—Qué puede creer alguien que lleva años dedicado sólo a la microbiología. Yo no tengo una cátedra como usted. No estoy en contacto con jóvenes estudiantes indignados, no hablo ante un público amplio, me falta distancia conmigo misma. Una rata de laboratorio con forma humana. Es probable que lleve gafas, pero sólo veo microorganismos por todas partes. Vivimos en la era de las bacterias. Conservan su forma inmodificada desde hace más de tres mil millones de años. Los seres humanos son una moda pasajera, pero si explota el Sol, en alguna parte seguirá habiendo un par de microbios. Ellos son el verdadero éxito del planeta, no nosotros. No sé si los seres humanos tienen ventajas respecto de las bacterias, pero si ahora probamos además que los microbios poseen inteligencia, en mi opinión estamos con la mierda hasta el cuello.

Johanson bebió un sorbo.

—Sí, sería fatal. Imagínese lo que tendrían que explicar las iglesias cristianas a sus fieles. Que el punto culminante de la creación no fue el séptimo día, sino el quinto.

—¿Puedo hacerle una pregunta personal?

—Claro que sí.

—¿Qué hace para sobrellevar todo esto?

—Mientras haya un par de burdeos difíciles de encontrar, no veo muchos problemas.

—¿No siente furia?

—¿Contra quién?

—Contra los de abajo.

—¿Resolveríamos este problema a base de furia?

—¡De ninguna manera, Sócrates! —Oliviera sonrió de medio lado—. La verdad es que tengo interés. Me refiero a que le quitaron su hogar.

—Sí. Una parte.

—¿No echa terriblemente en falta su casa de Trondheim?

Johanson hizo girar la copa.

—Menos de lo que pensaba —dijo tras un breve silencio—. Desde luego, era una casa hermosa, llena de cosas maravillosas, pero no contenía mi vida. Uno se queda perplejo viendo la facilidad con que puede desprenderse de una bodega y de una biblioteca selecta. Además, por raro que suene, hubo un momento concreto. El día en que volé a las Shetland debí de despedirme de mi casa de algún modo, sin notarlo. Cerré la puerta y me fui, y en mi cabeza también había concluido algo. Pensé: si ahora tuvieras que morirte, ¿qué sería lo que más echarías de menos? Y no era la casa. No ésa.

—¿Hay otra?

—Sí. —Johanson bebió—. En un lago, en el interior. Cuando estoy allí, sentado en el porche y mirando el agua, escuchando a Sibelius o a Brahms, con una copa de este vino... Eso es algo muy, muy distinto. Ése es el lugar que echo verdaderamente en falta.

—Suena bien.

—¿Sabe por qué me gustaría salir ileso de todo esto? Para volver allí. —Johanson tomó la botella y llenó las copas—. Hay que haber estado allí y haber visto la estrella vespertina reflejada en el agua. Eso no se olvida. Toda la existencia de uno se concentra en ese fulgor solitario. El universo se vuelve permeable en ambas direcciones. Una experiencia extraordinaria pero que sólo se puede tener en soledad.

—¿Estuvo allí después de la ola?

—Sólo en el recuerdo.

Oliviera bebió.

—Hasta ahora yo he tenido suerte —dijo—. No tengo pérdidas que lamentar. Los amigos y la familia están bien, todo está en pie todavía. —Se detuvo y sonrió—. Pero no tengo una casa en el lago.

—Todos tenemos una casa en el lago.

Le pareció que Johanson quería añadir algo más. Pero se limitó a hacer girar el vino en la copa. Y allí se quedaron, sentados, bebiendo burdeos y viendo cómo la neblina avanzaba sobre el mar.

—Perdí a una amiga —dijo Johanson finalmente.

Oliviera guardó silencio.

—Era un poco complicada. Vivía demasiado de prisa. —Sonrió—. Es raro, en realidad nos encontramos cuando ya nos habíamos dado por perdidos. Bueno, las cosas que pasan.

—Lo siento —dijo Oliviera en voz baja.

Johanson asintió. La miró y luego apartó la vista. Su mirada adquirió cierta fijeza. Oliviera frunció el ceño y giró la cabeza.

—¿Pasa algo?

—He visto a Rubin allí.

—¿Dónde?

—Por allí. —Johanson señaló la pared del hangar que daba al centro del barco—. Ha entrado por allí.

—¿Que ha entrado? Ahí no hay nada a donde se pueda entrar.

El final del pabellón estaba en una penumbra sombría. Una pared de varios metros de altura aislaba el hangar de las cubiertas que había al otro lado. Oliviera tenía razón. Allí no había ninguna puerta.

—¿Puede ser que haya algo en el vino? —bromeó.

Johanson sacudió la cabeza.

—Juraría que era Rubin. Ha aparecido un segundo y ha desaparecido.

—¿Está completamente seguro?

—Bastante seguro.

—¿Nos ha visto?

—No creo. Estamos en un rincón oscuro. Tendría que haber mirado muy bien.

—Se lo preguntaremos cuando se encuentre mejor.

Johanson siguió mirando en dirección a la pared. Luego se encogió de hombros.

—Sí, se lo preguntaremos.

Cuando volvieron al laboratorio, habían vaciado la mitad de la botella de burdeos, pero Oliviera no se sentía nada bebida. De algún modo el aire frío quitaba efecto al vino. Sólo estaba maravillosamente animada y alentada por la idea de hacer descubrimientos fantásticos.

Y los hizo.

En el laboratorio de máxima seguridad, la máquina había terminado su trabajo. Se hicieron enviar el resultado a la mesa de ordenadores, que estaba fuera del laboratorio. La pantalla mostró una serie de secuencias de bases de datos. Las pupilas de Oliviera se movían en zigzag de un lado a otro mientras recorría las cifras de arriba abajo; a cada línea su mandíbula se descolgaba un poco más.

—No puede ser —dijo en voz baja.

—¿Qué no puede ser? —Johanson se inclinó sobre sus hombros. Lo leyó. Entre sus cejas se formaron dos arrugas verticales—. ¡Son todas diferentes!

—Sí.

—¡Es imposible! Los seres idénticos tienen idéntico ADN.

—Los seres de una especie... sí.

—Pero éstos son seres de una especie.

—La tasa natural de mutación...

—¡Olvídelo! —Johanson parecía perplejo—. La superan ampliamente. Todos esos seres son distintos, ¡todos! No hay un ADN exactamente igual a otro.

—En todo caso no son amebas normales.

—No. No hay absolutamente nada normal en ellas.

—¿Y entonces?

Johanson miró absorto los resultados.

—No sé.

—Yo tampoco. —Oliviera se frotó los ojos—. Sólo sé una cosa. Que en la botella todavía hay algo. Y que podría necesitarlo.

Johanson

Durante un rato, Oliviera navegó por las bases de datos para comparar el análisis secuencial del ADN de la gelatina con análisis descritos en otros sitios. Ya al principio encontró su propio informe del día en el que había estudiado la sustancia en la cabeza de las ballenas. En ese momento no había podido comprobar diferencias en la secuencia de pares de bases.

—Tendría que haber analizado más células de ésas —maldijo.

Johanson sacudió la cabeza.

—Tal vez ni siquiera así lo hubiera descubierto.

—¡No importa!

—Cómo podía sospechar que estábamos ante fusiones de unicelulares. Vamos, Sue, no sirve de nada. Sea positiva.

—Tiene razón —dijo Oliviera suspirando. Miró el reloj—. Bien, Sigur. Váyase a dormir. Es suficiente con que uno de los dos pase la noche en vela.

—¿Y usted?

—Yo seguiré. Quiero saber si este caos de ADN ya está descrito en otro lugar.

—Podemos repartirnos el trabajo.

—De ninguna manera.

—No me importa.

—De verdad, Sigur. Váyase a la cama. Usted necesita un sueño reparador, yo no. Cuando cumplí los cuarenta la naturaleza me puso arrugas y bolsas. En mi caso, por la mañana no se ve la diferencia si estoy despierta o dormida. Váyase y llévese el resto de su exquisito vino tinto antes de que me beba mi objetividad científica con él.

Johanson tuvo la impresión de que Oliviera prefería llevar el asunto adelante a solas. Estaba insatisfecha consigo misma. Por supuesto, no tenía el menor motivo para reprocharse algo, pero probablemente haría mejor dejándola en paz.

Cogió la botella y salió del laboratorio.

En el exterior comprobó que no estaba nada cansado. Más allá del círculo polar el sentido del tiempo se pierde. La claridad imperante hacía del día una cinta sin fin interrumpida por unas horas de crepúsculo. El sol, sustraído a las miradas, se arrastraba pegado al horizonte. Con un poco de buena voluntad se podía calificar aquello como noche. Desde el punto de vista psicológico, la mejor ocasión para irse a dormir.

Pero a Johanson no le apetecía.

En lugar de eso, marchó rampa arriba.

Las dimensiones de la enorme cubierta del hangar se perdían en sombras cubistas. Seguía vacío. Lanzó una mirada al sitio en que habían abierto la botella y halló el cajón oculto en la oscuridad. Rubin no podía haberlos visto.

¡Pero él había visto a Rubin!

¿Para qué dormir? Tenía que echarle otro vistazo a esa pared.

Para su desilusión y sorpresa, la inspección no ofreció resultados. La recorrió varias veces, pasó los dedos por las placas de acero remachadas, por las tuberías y las cajas, pero al parecer Oliviera tenía razón. Debió de ser víctima de una equivocación. Allí no había nada, no había una puerta ni otra forma de acceso.

—Pero no estoy equivocado —se dijo en voz baja.

¿Y si se iba a dormir? No, entonces el asunto le rondaría en la cabeza. Tal vez fuera recomendable preguntarle a alguien. A Li, por ejemplo, o a Peak, Buchanan o Anderson. Pero ¿y si efectivamente se había equivocado?

Bochornoso, en cierto modo.

«Eres investigador—pensó tercamente—. Entonces investiga».

Sin prisas, se retiró hacia la parte del hangar que daba a popa, se sentó en el cajón que les había servido de taberna transitoria y esperó. No era mal sitio. Incluso si al final se llegaba a admitir que los colegas atormentados por la migraña no atravesaban paredes, se podía estar un rato aquí mirando el mar.

Tomó un trago de la botella.

El burdeos lo hizo entrar en calor. Los párpados empezaron a hacérsele más pesados. A cada minuto aumentaban algunos gramos, hasta que apenas pudo mantenerlos abiertos. Estaba cansado, efectivamente, pero Johanson era de las personas que se negaban a dar a la naturaleza poder de decisión sobre su cuerpo. En algún momento, cuando en la botella no quedaba nada, se adormeció y su espíritu salió al mar cubierto por la neblina de Groenlandia.

Un ruido leve, metálico, lo sobresaltó.

Primero no supo dónde estaba. Luego sintió dolorosamente en los riñones la pared de acero del hangar. Sobre el mar, el cielo se había aclarado. Se incorporó con un esfuerzo y miró hacia la pared.

Había una parte abierta.

Johanson, mareado, se bajó del cajón. Se había abierto un portón, más o menos un cuadrado de tres metros por tres, que se recortaba iluminado contra el acero oscuro.

Su mirada se dirigió a la botella de vino vacía que había dejado sobre el cajón.

¿Estaba soñando?

Echó a caminar lentamente hacia el cuadrado iluminado. Al acercarse notó que daba a él un pasillo de paredes desnudas. Los tubos de neón irradiaban una luz fría. Unos metros más adelante la pared del pasillo se doblaba hacia un costado.

Johanson observó el interior y escuchó.

Llegaban de allí voces y ruidos. Retrocedió un paso involuntariamente. Pensó que quizá fuera mejor desaparecer rápidamente. Al fin y al cabo se encontraba en un buque de guerra, y alguna función tendría aquella área, algo que no tenía que contarse necesariamente a los civiles.

Luego pensó en Rubin.

¡No! Si se le escapaba ahora, no dejaría de darle vueltas al asunto.

Rubin había estado allí.

Johanson entró.

14 de agosto. Heerema, costa de La Palma, islas Canarias

Aunque Bohrmann pretendía disfrutar del buen tiempo, no había nada de que disfrutar. No se podía disfrutar de millones de gusanos a cuatrocientos metros de profundidad ni de miles de millones de bacterias que se abrían paso a una alarmante velocidad por las finas ramificaciones de hidrato del cono volcánico de La Palma.

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