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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (144 page)

BOOK: El quinto día
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Estaban en la esclusa.

Con un esfuerzo de voluntad extraordinario logró volver la cabeza. En la otra cabina reconoció el hermoso perfil de Li.

Li.

Judith Li lo había matado de un tiro.

Casi lo había matado. El batiscafo bajaba. Pasaban las planchas de metal remachadas. En seguida estarían fuera, y entonces ya nada ni nadie podría impedir que Li soltara al mar su cargamento letal.

Eso no debía suceder.

Se empapó de sudor cuando sacó las manos de debajo del tórax y estiró los dedos. Esto casi le hizo perder la conciencia. Ahí estaban las consolas. Se hallaba en la cápsula del piloto. Li había transferido los controles a su puesto. Ella conducía el batiscafo desde el puesto del copiloto, pero eso se podía cambiar.

Bastaba con apretar un botón para que el control pasara de nuevo a su puesto.

¿Dónde estaba el conmutador?

Lo había entrenado la técnica jefe de Roscovitz, Kate Ann Browning. Había sido muy minuciosa y él había prestado mucha atención. Esas cosas lo interesaban. El
Deepflight
prometía el comienzo de una nueva era en las técnicas de inmersión, y a Johanson el futuro siempre lo había interesado. ¡Sabía dónde estaba esa función! También sabía para qué servían los demás instrumentos y qué había que hacer para lograr el efecto deseado. Sólo tenía que recordarlo.

«Recuerda», se dijo.

Sus dedos reptaron por el teclado como arañas moribundas; estaban manchados de sangre; su sangre.

¡Recuerda!

Ahí. La función. Y al lado...

Ya no podía hacer mucho más. La vida se le escapaba a raudales, pero aún le quedaba un último resto de energía. Sería suficiente.

¡Vete al infierno, Li!

Li

Judith Li miraba absorta por la cabina. Ante ella, a pocos metros, se hallaba la pared de acero de la esclusa. El batiscafo bajaba serenamente hacia el mar abierto. Un metro, tal vez menos, y pondría en marcha las hélices. Luego, hacia abajo dejándose caer de costado. En caso de que el
Independence
se hundiera en los próximos minutos, quería estar lo más lejos posible.

¿Cuándo encontraría a los primeros colectivos yrr? Un colectivo relativamente grande podía causar problemas, eso lo sabía, e ignoraba cuál era su tamaño. Tal vez también las orcas la atacaran. En ambos casos el armamento que llevaba le abriría camino a tiros. No había motivo para preocuparse.

Tenía que esperar a la nube azul. El momento adecuado para disparar el veneno era justo antes de la fusión.

Sorprendería a esos malditos unicelulares.

Era una idea graciosa: ¿los unicelulares podían sorprenderse?

De pronto se sorprendió ella. En el panel algo acababa de cambiar. Una de las luces de control se había apagado, la que le indicaba que el mando estaba...

¡El mando!

¡Había perdido el control del mando! Todas las funciones habían sido retransferidas al piloto. En cambio, se encendió un esquema gráfico que mostraba la disposición de cuatro torpedos, dos delgados y dos más grandes, los antiblindaje.

Uno de los torpedos antiblindaje estaba iluminado.

Li, espantada, lanzó un gemido. Golpeó la consola con la palma de la mano para recuperar el mando, pero la orden de disparar no podía anularse. Ante sus ojos de color aguamarina el indicador seguía iluminado; iba desgranando la inexorable cuenta regresiva:

00.03... 00.02... 00.01

—¡No!

00.00

Su rostro se petrificó.

Torpedo

El torpedo antiblindaje que Johanson había disparado salió veloz de su alojamiento. Se abrió paso a través de menos de tres metros de agua, impactó contra la pared de acero de la esclusa y explotó.

Una onda de presión inmensa envolvió al
Deepflight
. El batiscafo chocó contra la pared trasera. De la esclusa brotó un surtidor gigante. Mientras el sumergible daba una voltereta, el segundo torpedo salió disparado hacia arriba. La mitad de la cubierta del pozo saltó por los aires con un estruendo ensordecedor. Se formó una bola de fuego inflamada en la que desapareció el
Deepflight
, sus dos ocupantes y el cargamento de veneno como si jamás hubieran existido. Los escombros se clavaron en el techo y en las paredes y destrozaron los tanques de lastre de popa, que se inundaron al instante; por el cráter que alguna vez había sido el fondo de una dársena artificial entraban a raudales miles de toneladas de agua de mar.

La popa del
Independence
descendió.

El buque comenzó a hundirse a toda velocidad.

Huida

Anawak y Crowe habían llegado al borde de la rampa cuando la onda de choque de la explosión recorrió el buque.

La sacudida los hizo caer. Anawak salió despedido por el aire y vio girar en círculos las paredes envueltas en humo del túnel de la rampa, y a continuación cayó de cabeza en aquella garganta negra. A su lado, Crowe giró en caída libre y desapareció de su campo visual. El acero estriado le golpeó los hombros, la espalda, el pecho y las nalgas y le arrancó la piel de los huesos. Se incorporó, dio una voltereta y se encontró envuelto en una onda de presión que lo hizo girar como un trompo; por un instante tuvo la impresión de salir de nuevo despedido hacia arriba. Oyó un ruido indescriptible, como si todo el buque estuviera haciéndose pedazos. Siguió cayendo sin cesar, describió un gran arco, voló al agua espumosa y se hundió.

De inmediato quedó envuelto en un torbellino indominable. Le bullían los oídos. Pataleó y braceó para oponerse al torbellino, sin tener idea de dónde estaba el arriba y dónde el abajo. ¿No parecía que el
Independence
se hundía por la proa? ¿Cómo podía ser que de pronto se inundara la popa?

La cubierta del pozo. Había explotado.

¡Johanson!

Algo le golpeó la cara. Un brazo. Lo agarró, lo sostuvo con firmeza y salió de un tirón sin tener la sensación de avanzar, fue arrojado a un lado y de nuevo se sintió tirado desde atrás y en todas las direcciones a la vez. Los pulmones le dolían como si respirase fuego líquido. Tosió y percibió lo mal que se sentía en aquel viaje por una montaña rusa submarina.

De pronto, su cabeza salió a la superficie.

Penumbra.

Crowe emergió a su lado. Todavía la tenía aferrada del brazo. Crowe se atragantó, escupió con los ojos cerrados y volvió a hundirse. Anawak la devolvió a la superficie. A su alrededor no había más que espuma y remolinos. Echó la cabeza hacia atrás y vio que estaban en el fondo del túnel de la rampa. Donde antes estaba el recodo que conducía al laboratorio y a la cubierta del pozo había ahora una marea enloquecida.

El agua subía y estaba terriblemente fría. Agua helada, directa del mar. Con el traje de neopreno, él estaba protegido del enfriamiento durante un rato, pero Crowe no llevaba uno.

«Nos morimos ahogados —pensó—. O congelados. De una manera u otra, es el final. Estamos encerrados en el vientre de este buque terrible, que se está inundando. Nos hundimos con el
Independence
.

«Nos morimos.»

«Yo voy a morirme».

Le sobrevino un miedo inexpresable. No quería morir. No quería terminar. Amaba la vida, la amaba mucho, tenía mucho que recuperar. No podía morir ahora. No era el momento. En otra ocasión sí, pero ahora no le venía bien.

El miedo era insoportable.

Volvió a hundirse. Algo le había rozado la cabeza. No con mucha fuerza, pero le empujaba hacia abajo. Anawak pataleó y se liberó. Emergió intentando respirar, vio lo que lo había golpeado, y el corazón le dio un vuelco.

Una de las zodiacs había sido barrida de la cubierta. La onda expansiva de la explosión la debía de haber soltado. Flotaba dando vueltas en el agua espumosa que seguía ascendiendo en el túnel. Un bote neumático intacto con motor fuera de borda y cabina protectora para la lluvia. Pensado para ocho personas; en cualquier caso, lo bastante grande para dos y lleno de equipos de emergencia.

—¡Sam! —gritó.

No la veía. Sólo divisaba el agua negra y borboteante.

«No —pensó—, no puede ser. Hace un momento estaba a mi lado».

—¡Sam!

El agua seguía subiendo. Más de la mitad del túnel estaba inundado. Estiró los brazos, se alzó apoyándose en el reborde de goma de la zodiac y miró a su alrededor. Crowe había desaparecido.

—No —gritó—. ¡No, maldita sea, no!

Subió trabajosamente al bote, que se sacudía con violencia. Cruzó gateando hasta el otro lado y se asomó al agua.

¡Ahí estaba!

Flotaba al lado del bote con los ojos semicerrados. Las olas le bañaban la cara. La embarcación le había impedido verla. Sus manos realizaban movimientos débiles, impotentes. Anawak se inclinó, la tomó de las muñecas y tiró de ella hacia arriba.

—¡Sam! —le gritó en la cara.

Crowe parpadeó. Luego tosió y vomitó un chorro de agua. Anawak se afirmó con los pies contra el reborde y tiró de ella. Los brazos le dolían tanto que creyó que no lo lograría, pero su voluntad le dictaba un único camino aceptable: salvar a Samantha Crowe.

No vuelvas a casa sin ella, parecía decirle. Si no, ya puedes ir tirándote al agua.

Gimió y lloriqueó, gritó y maldijo, estiró y volvió a estirar, y finalmente la tuvo en el bote.

Se cayó sentado.

No le quedaban fuerzas.

No aflojes, le dijo la voz interior. Estar sentado en la zodiac no te sirve de nada. Tienes que salir del buque antes de que te arrastre con él a las profundidades.

La zodiac giraba cada vez más rápidamente. Bailaba en la columna de agua que seguía subiendo en dirección a la cubierta del hangar. Un poco más y serían arrojados a ella. Anawak se incorporó, pero en seguida volvió a caerse. «Bueno —pensó—, habrá que reptar.» Avanzó a cuatro patas hasta la cabina del conductor y se levantó apoyándose en los puntales. Echó un vistazo a los instrumentos. Estaban dispuestos en torno al pequeño volante de modo parecido al del
Blue Shark
. Era una disposición que conocía. No sería un problema.

Alzó la vista. Iban a toda velocidad hacia el extremo superior de la rampa. Se aferró y esperó el momento justo.

De pronto se vieron fuera del túnel. Una ola los escupió y los barrió hasta el hangar, que también estaba empezando a inundarse.

Anawak puso en marcha el motor fuera borda.

Nada.

«Vamos —pensó—. ¡No te hagas el importante, motor de mierda! Enciéndete».

De nuevo nada.

¡Enciéndete! ¡Motor de mierda! ¡¡¡Motor de mierda!!!

Súbitamente el motor empezó a roncar y la zodiac salió disparada. Anawak cayó de espaldas. Logró agarrarse a uno de los puntales de la cabina y volvió a entrar. Sus manos se aferraron al volante. Cruzó el hangar como un rayo, hizo una curva vertiginosa y enfiló a toda velocidad hacia la compuerta que daba a la plataforma de estribor.

Ante sus ojos la compuerta se reducía. A medida que se acercaba, ésta perdía altura. Era increíble la velocidad con que la cubierta se llenaba. El agua entraba desde abajo y por los lados en olas grises e incontroladas. En pocos segundos, los ocho metros de altura del hangar se habían convertido en cuatro.

Menos de cuatro.

Tres.

El motor fuera borda aulló martirizado.

Menos de tres.

¡Ahora!

Salieron disparados al aire libre como una bala de cañón. El techado de lona pasó rozando el borde superior de la entrada, y a continuación la zodiac cruzó volando la cresta de una ola, quedó un momento suspendida en el aire y cayó restallando contra el agua.

El mar estaba tempestuoso. Grises montañas de agua se acercaban rodando. Anawak aferró el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Subió raudo la siguiente montaña de agua y cayó por el precipicio de su seno, volvió a subir y cayó de nuevo. Luego redujo la velocidad. Más despacio se iba mejor. Entonces vio que las olas eran altas, pero no muy empinadas. Viró la zodiac ciento ochenta grados, se dejó levantar por la próxima ola montañosa que se acercaba, condujo muy lentamente y observó los alrededores.

La visión era fantasmal.

Del mar color pizarra sobresalía la isla en llamas del
Independence
hacia un cielo de nubes sombrías. Se diría que había estallado un volcán en pleno mar. También la cubierta de aterrizaje estaba ahora bajo el agua; sólo la ruina ardiente se resistía, terca, al destino ineludible. Anawak se había distanciado bastante del buque que se hundía, pero el tronar de las llamas llegaba hasta ellos.

Miró conteniendo la respiración.

—Formas de vida inteligentes. —Crowe apareció a su lado, pálida como un cadáver, con los labios amoratados y temblando violentamente. Se aferró a su chaqueta, la pierna lastimada encogida—. No hacen más que causar problemas.

Anawak guardó silencio.

Juntos vieron hundirse el
Independence
.

QUINTA PARTE

Contacto

La búsqueda de una inteligencia desconocida siempre es la búsqueda de la propia inteligencia.

Carl Sagan

Sueños

¡Despierta!

Estoy despierta.

¿Cómo puedes saberlo? A tu alrededor reina la oscuridad absoluta. Te acercas al origen mismo del mundo. ¿Qué ves?

Nada.

¿Qué ves?

Veo delante las luces verdes y rojas de los instrumentos. Indicadores que me informan sobre la presión interior y exterior, las reservas de oxígeno del
Deepflight
, el ángulo de inclinación con que me deslizo hacia abajo, las reservas de combustible, la velocidad. El propio batiscafo mide la composición química del agua y me la muestra en datos y tablas. Los sensores registran la temperatura exterior y me suministran un número.

¿Qué más ves?

Veo torbellinos de partículas. Nieve cayendo a la luz de los reflectores. Sustancias orgánicas que se hunden. El agua está saturada de combinaciones orgánicas. Algo turbio. No, muy turbio.

Todavía ves mucho. ¿No quieres verlo todo?

¿Todo?

Weaver ha puesto algo menos de mil metros de distancia entre ella y la superficie sin haber sido atacada. No se ha encontrado con orcas ni con yrr. El
Deepflight
trabaja a la perfección. Se va enroscando hacia abajo en una espiral grande, elipsoide. De vez en cuando un par de peces pequeños pasan por el haz de luz y desaparecen en seguida. Hay detritus que giran alrededor. Krill, cangrejitos minúsculos, ninguno más grande que un punto blanco en el cono de los reflectores. La riqueza de partículas devuelve toda la luz al emisor.

BOOK: El quinto día
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