El quinto día (141 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
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—Con eso no hará nada —gritó Johanson.

De golpe, MacMillan pareció haberse calmado por completo. Apuntó con la mira puesta en la gran masa que se acercaba.

—Con esto sí hago algo —dijo.

Sonó un tableteo seco cuando MacMillan hizo fuego.

—¡Los proyectiles explosivos siempre hacen algo!

La salva penetró en el organismo. El agua salpicó en todas direcciones. MacMillan lanzó otra descarga y la masa saltó hecha jirones. Los pedazos de gelatina pasaron chasqueando junto a sus orejas. Weaver trató de respirar. De golpe estaba libre. Johanson la ayudó. Tiraron del cadáver como locos. El nivel del agua bajó y avanzaron más rápido. El barco había seguido inclinándose hacia adelante, y ahora la mayor parte del agua acudía a la parte de proa del laboratorio, mientras que la puerta estaba casi en seco. Era difícil no resbalarse en el suelo en pendiente, pero de golpe estaban chapoteando con el agua sólo a la altura de los tobillos.

Sacaron el cuerpo a la rampa. El agua también se había retirado de allí. De pronto Weaver creyó escuchar un grito ahogado.

—¿MacMillan? —Miró hacia el laboratorio—. MacMillan, ¿dónde está?

El organismo luminoso estaba volviendo a juntarse. Los jirones se fusionaban. Los tentáculos no se veían. El ser había adoptado una forma plana.

—Cierra la puerta —gritó Johanson—. Todavía puede salir. Todavía hay agua suficiente.

—¿MacMillan?

Weaver se aferró al marco de la puerta y siguió mirando la sala iluminada de rojo, pero el soldado no apareció.

MacMillan no lo había logrado.

Se acercaba un filamento delgado y luminoso. Weaver retrocedió de un salto y dejó que la puerta se cerrara. El filamento aceleró la marcha, pero esta vez no la alcanzó. La puerta se cerró.

Experimentos

La explosión había sorprendido a Anawak en la escalera y lo había sacudido violentamente. Le costaba respirar y le dolía la rodilla. Maldijo. Precisamente la rodilla que tantos problemas le estaba causando desde la caída del Beaver era la que había elegido Vanderbilt para patearlo.

Encontró varias escaleras bloqueadas. El barco estaba ahora muy inclinado. El único camino era la rampa de la cubierta del hangar, de modo que regresó y tomó otra ruta hacia arriba, hasta que subió lo suficiente para llegar a la rampa. Cuanto más subía, más calor hacía. ¿Qué pasaba arriba? El ruido no prometía nada bueno. Salió tropezando a la cubierta del hangar y vio que por los portones abiertos entraba un humo negro y denso.

De pronto le pareció oír a alguien pidiendo ayuda.

Entró unos pasos en el hangar.

—¿Hay alguien ahí? —gritó.

La visibilidad era mala. El amarillo pálido de la iluminación del techo casi no podía imponerse a las estrías negras. Pero ahora la llamada de auxilio se oía claramente.

¡La voz de Crowe!

—¿Sam? —Anawak se adentró corriendo a través de las cortinas de humo. Prestó atención, pero la llamada de auxilio no se repitió.

—¿Sam? ¿Dónde estás?

Nada.

Esperó un momento más, luego se dio la vuelta y corrió a la rampa. Se dio cuenta demasiado tarde de que la rampa ahora tenía la pendiente de un trampolín de esquí. Las piernas se le doblaron. Bajó rodando estrepitosamente y rogando que al menos se salvaran algunas jeringuillas. Que se salvaran sus huesos era dudoso. Pero lo cierto es que nada le crujió ni se le rompió. Cuando por fin llegó abajo, aterrizó en el agua, que amortiguó el impacto. Se sacudió, salió gateando y un poco más allá vio a Weaver y Johanson que arrastraban un cuerpo en dirección a la cubierta del pozo.

Una película fina de agua cubría el suelo.

¡La dársena! Estaba entrando al corredor. Si el
Independence
seguía inclinándose, el agua de la dársena inundaría este sector por completo.

Tenían que darse prisa.

—Tengo las jeringuillas —gritó.

Johanson alzó la vista y dijo:

—Ya era hora.

—¿Quién es? ¿Qué es lo que tenéis? —Anawak se puso de pie, corrió hacia ellos y lanzó un vistazo al cadáver.

Era Rubin.

Cubierta de aterrizaje

Agazapada al final del techo, Crowe miraba desconcertada cómo la isla se quemaba.

A su lado estaba tirado un hombre tembloroso que parecía paquistaní. Llevaba ropas de cocinero. Excepto a ellos dos, a nadie se le había ocurrido refugiarse allí, o nadie lo había logrado. El hombre jadeó y se incorporó.

—¿Sabe qué? —Dijo Crowe—. Éste es el resultado de la confrontación de razas inteligentes.

El cocinero la miró como si le hubieran crecido cuernos.

Crowe suspiró.

Había ido hasta el borde, encima de la plataforma del elevador de estribor. Allí se abría el portón a la cubierta del hangar. Había gritado un par de veces hacia abajo, pero nadie había respondido.

Se irían a pique con el barco en llamas.

Si en algún lugar había botes salvavidas, era probable que no sirvieran de mucho. El primer supuesto de un portahelicópteros era que los salvamentos se realizaban por medio de aeronaves. Si hubiera botes salvavidas haría falta alguien que los sacara de sus soportes y los largara al agua. Pero todas estas personas habían desaparecido en el infierno incandescente.

Un humo negro se les vino encima. Un humo repugnante, alquitranado. En su última hora no quería inhalar esa porquería.

—¿Tiene un cigarrillo? —le preguntó al cocinero.

Esperaba que el hombre la declarara ahora completamente loca, pero en lugar de eso sacó un paquete de Marlboro y un encendedor.


Lights
—dijo.

—¿Oh?¿Por la salud? —Crowe sonrió y aspiró mientras el cocinero le daba fuego—. Muy sensato.

Feromona

—Le inyectamos la sustancia debajo de la lengua, en la nariz, en los ojos y en las orejas —dijo Weaver.

—¿Por qué precisamente ahí? —preguntó Anawak.

—Porque ahí es donde mejor puede volver a salir, pienso.

—Entonces inyéctaselo también debajo de las uñas. Las uñas de los pies también. Mejor por todas partes. Cuanto más, mejor.

La cubierta del pozo estaba desierta. Al parecer el personal técnico había huido. Habían desnudado a toda velocidad a Rubin, dejándole sólo el slip, mientras Johanson llenaba las jeringuillas de Anawak con el extracto de feromona. Se habían salvado todas menos una. Rubin yacía más arriba de la playa. Allí el agua sólo tenía unos centímetros de altura, aunque estaba subiendo. Para mayor seguridad, habían arrojado más arriba todavía, a la zona seca, los retazos de gelatina bajo los cuales había desaparecido una parte de la cabeza. Todavía quedaba algo en los oídos. Anawak se lo sacó.

—También podéis inyectárselo en el culo —dijo Johanson—. Tenemos suficiente.

—¿Crees que funcionará? —preguntó Weaver, dudando.

—Lo poco de los yrr que todavía tiene dentro no debe estar en condiciones de producir ni por casualidad tanta feromona como la que le suministramos. Si caen en la trampa, pensarán que procede de él. —Johanson se agachó. Les pasó un puñado de jeringuillas llenas—. ¿Quién quiere?

A Weaver le invadió una sensación de asco.

—No gritéis todos tan alto «yo, yo» —dijo Johanson—. ¿León?

Finalmente lo hicieron entre todos. Con la mayor rapidez posible lo llenaron de solución de feromona hasta que tuvo casi dos litros en su interior. Probablemente la mitad ya estaba saliéndosele de nuevo.

—El agua ha subido —observó Anawak.

Weaver se quedó escuchando. El barco seguía rechinando y crujiendo por todas partes.

—Y hace más calor.

—Sí, porque se está quemando la cubierta.

—Vamos. —Weaver tomó a Rubin de las axilas y lo alzó—. Terminemos antes de que aparezca Li.

—¿Li? Creía que Peak la había dejado fuera de combate —dijo Johanson.

Anawak le lanzó una mirada mientras arrastraban el cadáver de Rubin hacia la cubierta del pozo.

—¿Eso crees? Ya la conoces. No es tan fácil dejarla fuera de combate.

Nivel 03

Li estaba enloquecida.

Iba y venía corriendo por el pasillo, miraba por las puertas abiertas. ¡En alguna parte tenía que estar el maldito torpedo! No estaba buscando donde debía. Seguro que lo tenía delante de los ojos.

—Busca, tarada —se insultó—. Estúpida hasta para encontrar un tubo. Tarada. ¡Bruja imbécil!

Súbitamente, el suelo pareció ceder bajo sus pies. Se tambaleó y recuperó el equilibrio. Se habían roto más compuertas, seguro. El pasillo se inclinó todavía más. El
Independence
estaba ahora tan oblicuo que probablemente no faltaba mucho para que las olas lamieran la cubierta de aterrizaje por la proa.

Aquello no duraría mucho más.

De golpe vio el torpedo.

Se había asomado rodando detrás de una abertura. Li lanzó un alarido de triunfo. Dio un salto hasta el tubo, lo agarró y subió corriendo por el pasillo hasta llegar a la escalera, donde estaba casi colgando el cadáver de Peak. Apartó a tirones el pesado cuerpo, bajó los peldaños, saltó los dos últimos metros y se aferró a la baranda para no caerse.

Allí estaba el segundo torpedo.

Se entusiasmó. El resto sería un juego de niños. Siguió caminando y comprobó que no sería tan fácil, pues algunas escaleras estaban bloqueadas por objetos. Liberarlas de obstáculos le llevaría mucho tiempo.

¿Cómo salir de allí?

Tenía que volver, subir de nuevo a la cubierta del hangar para tomar el camino por la rampa.

Inició el ascenso velozmente, con los dos torpedos apretados contra el cuerpo como si fueran su posesión más valiosa.

Anawak

Rubin pesaba como si fuera de piedra. Una vez que se pusieron los trajes de neopreno —Johanson entre quejidos de dolor—, aunaron fuerzas y lo arrastraron cuesta arriba por el muelle de estribor. La cubierta brindaba un espectáculo absurdo. A ambos costados se erguían los muelles como trampolines de esquí. Se divisaba el suelo de tablones donde se encontraba con la compuerta de popa. Gran parte del agua de la dársena ya había hecho subir las cuatro zodiacs amarradas y había fluido hacia el corredor que llevaba al laboratorio. Anawak se quedó escuchando el crujido del acero y se preguntó cuánto tiempo más resistiría el buque semejante esfuerzo.

Los tres batiscafos colgaban oblicuos del techo. El
Deepflight 2
se había desplazado al sitio del perdido
Deepflight 1
, y las otras dos embarcaciones submarinas habían cerrado filas.

—¿Con cuál quiere bajar Li? —preguntó Anawak.

—Con el
Deepflight 3
—dijo Weaver.

Observaron las funciones de la consola de control y fueron probando distintas teclas. No pasó nada.

—Tiene que funcionar. —La mirada de Anawak se desplazaba por la consola—. Roscovitz dijo que la cubierta del pozo dispone de un circuito eléctrico propio, independiente. —Se inclinó más sobre el tablero y leyó con atención los rótulos—. Aquí está. Ésta es la función para bajarlos. Bien. Quiero el
Deepflight 3
. Así Li no podrá utilizarlo si aparece por aquí.

Weaver accionó la grúa, pero en lugar del batiscafo del centro bajó el primero.

—¿No puedes bajar el
Deepflight 3
?

—Sí, seguro que hay un truco, pero no lo conozco. Yo sólo puedo bajarlos por su orden.

—No importa —dijo Johanson, nervioso—. No podemos perder tiempo. Toma el
Deepflight 2
.

Esperaron hasta que el batiscafo quedó flotando a la altura del muelle. Weaver dio un salto y abrió las dos cápsulas. El cuerpo de Rubin pareció haberse vuelto increíblemente pesado cuando lo arrastraron hasta la embarcación submarina, empapado de agua y de la sustancia que le habían inyectado. La cabeza oscilaba hacia los costados, sus ojos lechosos miraban la nada. Entre los tres arrastraron y empujaron el cuerpo hasta que Rubin cayó como una piedra en el asiento del copiloto.

Había llegado el momento.

Su sueño del iceberg. Sabía que alguna vez bajaría. Que el iceberg se fundiría y él descendería al fondo del océano desconocido...

¿Para encontrar a quién?

Weaver

—Tú no vas, León.

Anawak alzó la cabeza sorprendido.

—Así, como lo digo. —Uno de los pies de Rubin había quedado asomado y Weaver le dio una patada. Le pareció terrible tanta rudeza con su cadáver, aun cuando Rubin había sido un traidor. Pero en aquel momento no podían permitirse el lujo de ser piadosos—. Bajo yo.

—¿Qué? ¿Cómo se te ocurre?

—Porque es más razonable.

—No. De ninguna manera. —La tomó de los hombros—. Karen, esto puede terminar muy mal, es...

—Sé cómo puede terminar —dijo en voz baja—. Ninguno de nosotros tiene muchas oportunidades, pero vosotros tenéis más. Cogéis los batiscafos y me deseáis suerte, ¿de acuerdo?

—¡Karen! ¿Por qué?

—¿Quieres que te lo explique? Porque sí.

Anawak se quedó mirándola.

—¿Me permitís recordaros que estamos perdiendo tiempo? —Los instó Johanson—. ¿Por qué no os quedáis los dos arriba y bajo yo?

—No. —Weaver clavó la mirada en Anawak—. León sabe que tengo razón. Puedo manejar un
Deepflight
con los ojos cerrados, en eso soy mejor que vosotros. Estuve con el Alvin en la dorsal atlántica, a miles de metros de profundidad. Sé más de batiscafos que cualquiera de vosotros, y...

—Es un disparate —dijo Anawak—. Yo puedo volar tan bien como tú.

—... además el de abajo es mi mundo. El mar profundo y azul, León. Desde que era una niña, desde los diez años.

Anawak abrió la boca para contestarle algo. Weaver le puso el índice en los labios y sacudió la cabeza.

—Bajo yo.

—Bajas tú —susurró.

—De acuerdo —miró a su alrededor—. Abrid la esclusa y dejadme salir. No sé qué pasará una vez que la boca esté abierta. Tal vez los yrr nos ataquen directamente, tal vez no pase nada. Seamos optimistas. Una vez que me haya desenganchado, esperad un minuto si la situación lo permite y huid con el segundo batiscafo. No me sigáis. Quedaos a ras de las olas y distanciaos del buque. Tal vez tenga que bajar mucho. Más tarde... —Hizo una pausa—. Bueno, alguien nos sacará, ¿no? Estos sumergibles tienen a bordo emisoras en contacto con satélites.

—A doce nudos necesitas dos días y dos noches para llegar a Groenlandia o a Svalbard —dijo Johanson—. Ni siquiera alcanzará el combustible.

—Todo saldrá bien.

Sintió que se le oprimía el corazón. Dio un rápido abrazo a Johanson. Pensó en el tsunami del que se habían salvado juntos en las Shetland.

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