El quinto día (24 page)

Read El quinto día Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
12.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

De modo que vio la cola bajando a toda velocidad cuando ya era demasiado tarde.

La cola les propinó un golpe en el lado. En general, un golpe de ésos no alcanzaba para arrancar de su rumbo a un bote neumático, pero iban demasiado rápido, estaban en medio de una curva muy cerrada e iban dando saltos por encima de las olas. El golpe sorprendió al bote en un momento de inestabilidad fatal. Se alzó, quedó suspendido un momento en la nada, cayó de lado y volcó.

Anawak salió despedido.

Voló, hizo un trompo en el aire, luego en la espuma y en el agua verde. Al instante quedó bajo el agua y se hundió en la oscuridad, sin orientación, sin sentido del arriba y el abajo. Un frío cortante lo penetró. Pataleó con todas sus fuerzas para todos lados y luchó hasta alcanzar la superficie. Jadeando, trató de tomar aire y la cabeza volvió a caer bajo las olas, pero esta vez el agua le entró helada y a borbotones en los pulmones. Sintió pánico, pataleó aún más, braceó como un loco y volvió a salir a la superficie, tosiendo y escupiendo. Ni el bote ni los ocupantes se veían por ninguna parte. Alcanzó a divisar la costa, que se balanceaba ante sus ojos. Se dio la vuelta, una ola lo levantó, y por fin pudo ver las cabezas de los demás. No estaban todos, no eran más de media docena. Por un lado estaba Delaware, por otro Stringer, y en medio, las aletas negras de las orcas. Surcaban el agua entre el grupo de náufragos; se sumergieron, y de pronto una de las cabezas desapareció bajo el agua y no volvió a subir.

Una mujer mayor vio hundirse al hombre y comenzó a gritar. Sus brazos golpeaban enloquecidos contra el agua, en sus ojos había puro espanto.

—¿Dónde está el bote? —gritó.

¿Dónde estaba el bote? Nadando no iban a llegar jamás a la orilla; en cambio, si lograban llegar hasta la lancha, tal vez podrían protegerse. Aunque hubiera zozobrado. Podían subir arrastrándose y esperar que no los siguieran atacando allí. Pero no se veía el bote por ninguna parte, y la mujer gritaba cada vez más fuerte y más desesperada pidiendo ayuda.

Anawak nadó hacia ella. Lo vio acercarse y le tendió los brazos.

—Por favor —lloraba—. Ayúdame.

—La estoy ayudando —gritó Anawak—. Tranquilícese.

—Me hundo. ¡Me ahogo!

—No va a ahogarse. —Se acercó con grandes brazadas—. No puede pasar nada. El impermeable la mantiene a flote.

La mujer pareció no escucharlo.

—Pero ¡ayúdame! ¡Oh, Dios mío, no me dejes morir, por favor! ¡No quiero morir!

—No tenga miedo, yo...

De pronto, los ojos de la mujer se dilataron. Sus gritos terminaron en un gorgoteo cuando fue arrastrada bajo el agua.

Algo rozó las piernas de Anawak.

Un miedo sin nombre se apoderó de él. Se incorporó en el agua, lanzó una mirada sobre las olas, y allí estaba la zodiac, a la deriva, con la quilla hacia arriba. Unas pocas brazadas separaban al pequeño grupo de náufragos de la isla salvadora. Unos pocos metros... y tres torpedos vivientes, negros, que se aproximaban hacia ellos.

Anawak miró paralizado las orcas que se les venían encima. Algo en él se rebeló: nunca antes una orca en libertad había atacado a un ser humano. Frente a los humanos, las oreas eran curiosas, amables o indiferentes. Las ballenas no atacaban barcos; no lo hacían. Nada de lo que estaba sucediendo parecía real. Anawak estaba tan desconcertado que escuchó el ruido, pero tardó en comprender: un rugido, un bramido que se acercaba, y se hacía más fuerte, muy fuerte. Luego lo golpeó un torrente de agua y algo rojo se deslizó entre él y las ballenas. Lo agarraron y lo subieron por la borda.

Greywolf no lo miró. Acercó su bote a los náufragos que quedaban, se volvió a inclinar y cogió las manos extendidas de Alicia Delaware. La sacó fácilmente del agua y la depositó en uno de los bancos. Anawak sacó el cuerpo, logró coger a un hombre jadeante, y lo metió en el interior con gran esfuerzo. Registró la superficie en busca de los demás. ¿Dónde estaba Stringer?

—¡Allí!

Emergió entre las crestas de dos olas, junto con una mujer que flotaba casi inconsciente. Las orcas habían dado la vuelta a la zodiac, que había zozobrado, y se acercaban por ambos lados. Sus cabezas negras, relucientes, partían el agua. En el resquicio de los labios entreabiertos destellaban las hileras de dientes marfil. Unos segundos más, y alcanzarían a Stringer y a la mujer. Pero Greywolf ya estaba otra vez al volante y se acercaba maniobrando con seguridad.

Anawak trató de alcanzar a Stringer.

—La mujer primero —gritó Stringer.

Greywolf vino en su ayuda. Pusieron a la mujer a resguardo. Mientras tanto, Stringer intentó subir por sus propios medios, pero no lo logró. Detrás de ella, las ballenas se sumergieron.

De pronto pareció estar sola. El mar vacío y despoblado. Nadie excepto ella.

—¿León?

Extendió las manos, con miedo en la mirada. Anawak se estiró y logró cogerla del brazo derecho.

En el agua verde azulado algo grande salió disparado hacia arriba con una velocidad increíble. Las mandíbulas se abrieron, dejando ver hileras claras de dientes al frente de un paladar rosa, y se cerraron apenas por debajo de la superficie. Stringer dio un grito. Comenzó a dar puñetazos sobre la boca que la tenía agarrada.

—¡Vete! —gritó—. ¡Fuera, maldita bestia!

Anawak la aferró de la chaqueta. Stringer levantó la vista hacia él. Su mirada reflejaba un miedo mortal.

—¡Susan! Dame la otra mano.

La sostenía con firmeza, dispuesto a no ceder. La orca había agarrado a Stringer por la cintura. Tiraba de ella con una fuerza Increíble. De la garganta de Stringer salió un alarido, primero sordo y doloroso, luego agudo, estridente. Dejó de pegar en la boca de la orca y sólo siguió gritando. Luego un tirón tremendo se la arrebató a Anawak. Vio desaparecer su cabeza bajo el agua, sus brazos, el espasmo de los dedos. La orca tiraba inexorable hacia abajo. Durante un segundo todavía se pudo ver brillar el Impermeable, un caleidoscopio disperso de color que empalideció, se disolvió, desapareció.

Anawak miraba fijamente el agua sin comprender. Desde la profundidad subió algo centelleante. Un torrente de burbujas. Estallaron haciendo espuma en la superficie.

El agua se tiñó de rojo.

—No... —susurró Anawak.

 Greywolf lo tomó del hombro y lo retiró.

—No queda nadie. Nos vamos.

Anawak estaba como atontado. El bote aceleró la marcha con un bramido. Anawak se tambaleó y recuperó el equilibrio. La mujer que Stringer había salvado estaba tumbada en uno de los bancos laterales y gemía. Delaware le hablaba con voz temblorosa. El hombre que habían sacado del agua miraba absorto hacia la nada. Anawak oyó un ruido tumultuoso a cierta distancia, volvió la cabeza y vio el barco blanco cercado por aletas y lomos. Según parecía, el
Lady Wexham
apenas podía avanzar, mientras que su inclinación era cada vez más dramática.

—Tenemos que volver. No van a lograrlo.

Greywolf llevaba el bote a máxima velocidad hacia la costa. Sin darse la vuelta le dijo:

—Olvídalo.

Anawak se puso a su lado. Arrancó el
walkie-talkie
del soporte y llamó al
Lady Wexham
. Se produjeron zumbidos y crujidos. El patrón del Lady no contestó.

—Tenemos que ayudarlos. ¡Jack! Maldita sea, da la vuelta...

—Te lo he dicho: olvídalo. Con mi bote no tenemos la menor oportunidad. Podemos considerarnos afortunados si sobrevivimos nosotros.

Lo terrible era que tenía razón.

—¿Victoria? —gritaba Shoemaker al teléfono—. ¿Qué diablos están haciendo todos en Victoria?... ¿Cómo requeridos?... Ellos tienen su propia guardia costera en Victoria. En Clayoquot Sound hay pasajeros a la deriva, tal vez se esté hundiendo un barco, hay una patrona muerta, y ¿tenemos que tener paciencia?

Escuchó mientras recorría a grandes pasos la tienda. Se detuvo abruptamente.

—¿Qué significa tan pronto como puedan?... ¡Me importa un carajo! Entonces que envíen a otro... ¿Qué?... Escuche...

La voz del otro lado le contestó con unos gritos tan fuertes que llegó hasta Anawak, aunque Shoemaker estaba a unos metros de distancia. En la estación reinaba la agitación. Incluso el mismísimo Davie estaba presente. Shoemaker y él hablaban sin cesar por cualquier auricular u otro aparato, transmitían instrucciones o escuchaban perplejos. En Shoemaker la perplejidad estaba ganando terreno. Dejó caer el auricular y sacudió la cabeza.

—¿Qué pasa? —quiso saber Anawak. Le hizo una seña a Shoemaker para que hablara más bajo y se le acercó. Durante el último cuarto de hora, desde que Greywolf había aporreado su decrepito bote de vuelta a Tofino, la tienda no había cesado de llenarse de gente. La noticia de los ataques había corrido como un reguero de pólvora por el pueblo. También los otros patrones que trabajaban para Davie fueron llegando poco a poco. Entretanto, las frecuencias estaban irremediablemente sobrecargadas. Las fanfarronadas de los pescadores que estaban en las cercanías y ponían rumbo a la zona del desastre —«¡Eh, chicos, vaya una tontería, esquivar una ballena!»— fueron acallándose poco a poco. El que pretendía ayudar, se convertía en blanco de las orcas. La ola de ataques parecía prolongarse a lo largo de toda la línea costera. Por todos lados se había desatado un infierno, sin que nadie pudiera decir a ciencia cierta qué estaba sucediendo.

—La guardia costera no puede enviarnos a nadie —masculló Shoemaker—. Están todos navegando por Victoria y Ucluelet. Dicen que hay varios botes en peligro.

—¿Qué? ¿También por allí?

—Parece que ha habido algunos muertos.

—Me está entrando algo de Ucluelet —les gritó Davie. Estaba apoyado detrás del mostrador y giraba las perillas de su receptor de onda corta—. Una trainera. Captaron el auxilio de una zodiac y querían ayudarlos. Ahora los están atacando... se van.

—¿Qué los está atacando?

—No recibo nada más, ya no están.

—¿Y el
Lady Wexham
?

—Nada. Tofino Air envió dos aviones. Hace un rato que me he puesto en contacto con ellos.

—¿Y? —preguntó Shoemaker sin aliento—. ¿Ven al
Lady
?

—Acaban de despegar, Tom.

—¿Y por qué no estamos nosotros también a bordo?

—Qué pregunta más tonta, porque...

—¡Maldita sea, son nuestros botes! ¿Por qué no estamos nosotros también en esos malditos aviones? —Shoemaker corría como un loco de un lado a otro—. ¿Qué pasa con el
Lady Wexham
?

—Tenemos que esperar.

—¿Esperar? ¡No podemos esperar! Voy para allá.

—¿Qué significa que vas para allá?

—Fuera hay otra zodiac, ¿no? Podemos coger el
Devilfish
y acercarnos.

—¿Estás loco? —gritó uno de los patrones—. ¿Es que no has oído lo que nos ha contado León? Esto es asunto de la guardia costera.

—¡Pero no hay ni un maldito guardacostas! —gritó Shoemaker.

—Tal vez el
Lady Wexham
pueda salvarse por sus propios medios. León dijo...

—¡Tal vez, tal vez...! ¡Yo voy!

—¡Basta! —Davie levantó las manos. Le lanzó a Shoemaker una mirada de advertencia—. Tom, no quiero poner en peligro más vidas humanas si no es estrictamente necesario.

—No quieres poner en peligro tu barco —ladró Shoemaker.

—Esperaremos a ver qué dicen los pilotos. Y luego decidiremos qué hay que hacer.

—¡Esa decisión es ya de por sí incorrecta!

Davie no contestó. Giró las perillas de su receptor y trató de ponerse en contacto con los pilotos de los hidroaviones, mientras Anawak se esforzaba por convencer a la gente de que saliera de la tienda. De vez en cuando sentía un temblor en las rodillas y un ligero mareo. Probablemente estaba en estado de
shock
. Habría dado lo que fuera por poder tumbarse un momento y cerrar los ojos, pero si lo hacía seguramente volvería a ver a Susan Stringer mientras la orca se la llevaba al fondo del mar.

La mujer que le debía la vida a Stringer yacía desmayada en un banco de la entrada. Anawak no podía evitar contemplarla lleno de odio. Sin ella, Stringer se habría salvado. El hombre que habían rescatado estaba sentado al lado y lloraba muy bajo. Según parecía, había perdido a su hija, que también estaba en el
Blue Shark
. Alicia Delaware se ocupaba de él. Después de haberse librado de la muerte por los pelos, estaba asombrosamente serena. Se suponía que estaba en camino un helicóptero para llevar a los rescatados al hospital más cercano, pero por el momento no podían contar realmente con nada ni con nadie.

—¡Eh, León! —dijo Shoemaker—. ¿Vienes conmigo? Eres quien mejor sabe qué hay que tener en cuenta.

—Tom, tú no vas —dijo Davie, cortante.

—Ni uno solo de todos vosotros, pedazos de idiotas, debería volver jamás allí —se escuchó una voz grave—. Yo voy.

Anawak se dio la vuelta. Greywolf acababa de entrar en la estación. Avanzó entre la gente que estaba esperando y se apartó los largos pelos de la frente. Después de dejar a salvo a Anawak y a los demás, se había quedado en el bote buscando posibles averías. De repente se hizo la calma en la tienda. Todos observaron al gigante de larga melena y ropas de cuero.

—¿De qué hablas? —preguntó Anawak—. ¿Adónde quieres ir?

—Hasta tu barco, a recoger a tu gente. No les tengo miedo a las ballenas. No me hacen nada.

Anawak sacudió la cabeza enfadado.

—Es muy noble por tu parte, Jack, de verdad. Pero tal vez no deberías meterte a partir de ahora.

—León, pequeño hombre. —Greywolf mostró los dientes—. Si no me hubiera metido, ahora estarías muerto, no lo olvides. Vosotros sois los que no deberíais haberos metido. Desde el principio.

—¿En qué? —dijo Shoemaker entre dientes.

Greywolf miró al gerente con los párpados entornados.

—En la naturaleza, Shoemaker. Vosotros tenéis la culpa de todo el desastre, vosotros con vuestros botes y vuestras condenadas cámaras. Vosotros sois culpables de la muerte de mi gente y de vuestra gente, y de aquellos a los que les habéis sacado el dinero. Era sólo una cuestión de tiempo hasta que sucediera.

—¡Maldito hijo de puta! —gritó Shoemaker.

Delaware alzó la vista del hombre que sollozaba y se levantó.

—No es ningún hijo de puta —dijo con mucha determinación—. Nos ha salvado. Y tiene razón. Sin él, ahora estaríamos muertos.

Shoemaker parecía a punto de saltarle al cuello a Greywolf. Anawak sabía muy bien que debían estarle agradecidos al gigante, él más que ninguno, pero Greywolf también los había hecho enfadar demasiadas veces en el pasado. De modo que no dijo nada. Durante algunos segundos hubo un silencio incómodo. Finalmente, el gerente giró sobre sus talones y se dirigió con paso torpe a donde estaba Davie.

Other books

J by Howard Jacobson
Matters of the Heart by Rosemary Smith
Deadliest of Sins by Sallie Bissell
Rumours by Freya North
Ambrosia Shore by Christie Anderson
.45-Caliber Firebrand by Peter Brandvold
Lady of the Shades by Shan, Darren
Anna All Year Round by Mary Downing Hahn, Diane de Groat
The Broken Frame by Claudio Ruggeri
Sleeping with Beauty by Donna Kauffman