Lund vaciló.
—No.
—¿Y vosotros?
—Eso ahora no nos sirve. Tenemos que enterarnos de qué es lo que están haciendo antes de que ellos se enteren de lo que hacemos nosotros. Necesitamos observadores independientes, gente a la que no se relacione con Statoil. Por ejemplo... —Reflexionó un instante y luego añadió—: ¿No podrías tratar de enterarte un poco?
—¿Quién? ¿Yo? ¿En las compañías petroleras?
—No, en los institutos de investigación y en las universidades, entre gente como tus colegas de Kiel. ¿Acaso no se está investigando en todo el mundo el tema de los hidratos de metano?
—Sí, pero...
—Y entre los biólogos. ¡Biólogos marinos!, ¡aficionados al buceo!... ¿Sabes qué? —gritó entusiasmada—. Tal vez puedas hacerte cargo de todo eso. Quizá podamos organizar una sección para ti. Sí, ¡eso es!, llamaré a Skaugen y le pediré fondos. Podríamos...
—¿No crees que estás yendo demasiado de prisa?
—Sería un empleo bien remunerado. Además, no te supondría mucho trabajo.
—Pero es que es un trabajo de mierda. Lo podríais hacer vosotros mismos.
—Sería mejor si tú te hicieras cargo. Eres neutral.
—Tina, por favor...
—En el tiempo que hemos estado discutiendo podrías haber llamado tres veces al Instituto Smithsonian. Vamos, Sigur, sería muy sencillo... Tienes que entenderlo: si nos presentamos nosotros, que somos una compañía con intereses vitales en el asunto, se nos echarán encima miles de organizaciones ecologistas. Sólo están esperando el momento oportuno.
—¡Aja! Entonces sí que tenéis interés en ocultarlo.
—Eres un estúpido.
—A veces.
Lund suspiró.
—¿Y entonces qué debemos hacer, en tu opinión? ¿No crees que todo el mundo nos imputaría en seguida lo peor? Te lo juro, Statoil no va a emprender nada hasta que no se haya aclarado qué papel desempeñan esos gusanos. Pero si llamamos oficialmente a demasiadas puertas, el asunto va a circular. Y entonces estaremos tan vigilados que no podremos mover ni un dedo.
Johanson se frotó los ojos. Luego miró el reloj.
Pasaban unos minutos de las diez. Hora de su clase.
—Tina, tengo que colgar. Te llamo más tarde.
—¿Puedo decirle a Skaugen que vas a participar?
—No.
Silencio.
—Está bien —dijo Lund finalmente con una voz apenas audible.
Sonó como si la llevaran al matadero. Johanson respiró hondo.
—¿Puedo pensarlo un poco por lo menos?
—Sí, por supuesto. Eres un tesoro.
—Ya lo sé. Ése es mi problema. Te llamaré.
Juntó todos sus papeles y salió disparado hacia el aula.
Roanne, Francia
En el mismo momento en que Johanson comenzaba con su clase en Trondheim, a unos dos mil kilómetros de allí, Jean Jérôme examinaba con mirada crítica doce bogavantes bretones.
Jérôme mantenía siempre una actitud profundamente crítica. Su escepticismo permanente se lo debía a la casa para la que trabajaba. El Troisgros era el único restaurante de Francia que gozaba de tres estrellas Michelin desde hacía más de treinta años sin interrupciones, y Jérôme no quería pasar a la historia como el que había introducido un cambio en eso. Su área de responsabilidad abarcaba todo lo que venía del mar. Era, por así decir, el rey de los pescados, y madrugaba muchísimo para cumplir con su obligación.
El día del intermediario que le entregó la mercancía había comenzado todavía más temprano que el suyo, a las tres de la mañana en Rungis, que hasta hacía pocos años había sido un suburbio insignificante situado a catorce kilómetros de París, y que de la noche a la mañana se había convertido en la meca de la alta cocina. En una área de cuatro kilómetros cuadrados totalmente iluminada, Rungis proveía ahora de alimentos a la capital y a otras grandes ciudades, a comerciantes, a cocineros y a todo aquel que estuviera lo suficientemente loco como para pasar su vida entre fogones. En Rungis estaba representado todo el país: leche, crema, manteca y queso de Normandía; exquisitas verduras bretonas, y hierbas aromáticas del sur. Los proveedores de ostras de Marennes, Arcachon y Belon, y los pescadores de atún de San Juan de Luz habían llevado sus cargas en camiones que avanzaban a toda velocidad por la autopista. Vehículos refrigerados con crustáceos y moluscos se abrían paso entre furgonetas y automóviles particulares. En ningún otro lugar de Francia se conseguían los productos más exquisitos de la gastronomía local tan temprano como allí.
De todos modos, la calidad era un factor decisivo. Los bogavantes procedían de Bretaña, pero entre ellos había a su vez ejemplares atractivos y otros menos tentadores. En una palabra: debían cumplir una serie de requisitos para satisfacer a clientes exigentes como Jean Jérôme de Roanne.
Éste cogió los bogavantes uno tras otro y los giró para contemplarlos desde todos los ángulos. En cada caja grande de icopor, revestida con una especie de helecho, había seis animales. Casi no se movían, pero estaban vivos, como correspondía; tenían las pinzas atadas.
—Bien —dijo Jérôme.
Era el máximo elogio que podía pronunciar. En realidad, los bogavantes le parecían excepcionalmente buenos. Eran más bien pequeños, cierto, pero pesados para su tamaño, con una coraza brillante de color azul oscuro.
Excepto los dos últimos.
—Demasiado ligeros —dijo.
El vendedor de pescado frunció el ceño, tomó uno de los bogavantes aprobados por Jérôme y uno de los objetados y los sopesó en ambas manos.
—Tiene razón,
monsieur
—dijo consternado—. Debo disculparme. —Parecía una representación de la Justicia del mercado de pescado, con los brazos doblados en ángulo recto y las manos abiertas—. Pero no hay tanta diferencia; una pequeñez, ¿no cree?
—Cierto, no hay tanta diferencia... —dijo Jérôme— para un puesto de pescado, pero nuestro restaurante no es un puesto de pescado.
—Lo siento. Puedo volver y...
—No se moleste. Tendremos que averiguar qué cliente tiene el estómago más pequeño.
El comerciante volvió a disculparse. Se disculpó al salir y probablemente se disculpó consigo mismo en el viaje de regreso, mientras Jérôme estaba otra vez en la lujosa cocina del Troisgros y se ocupaba de las demandas del menú de la noche. Había depositado temporalmente los bogavantes en un fregadero con agua fresca, donde se quedaron inmóviles.
Una hora más tarde, Jérôme decidió dar un golpe de hervor a los animales. Había ordenado poner al fuego una olla grande con agua. Era recomendable comenzar a trabajar los bogavantes vivos lo más rápido posible. En cautiverio, los animales tendían a consumirse solos por dentro. Darles un ligero hervor no significaba cocinarlos sino matarlos en agua hirviendo. Más tarde, inmediatamente antes de servirlos, se terminaba la cocción. Jérôme esperó a que hirviera el agua, sacó los bogavantes del fregadero y los dejó caer rápidamente de cabeza en el agua. El aire se escapaba por los intersticios de las corazas con un chirrido perceptible.
Uno tras otro fue introduciéndolos de esa manera en la olla y sacándolos en seguida. El noveno bogavante entregó la vida, y lo mismo sucedió con el siguiente. La mano de Jérôme cogió el undécimo —¡ah!, cierto, éste era más ligero— y lo soltó al agua hirviendo. Con diez segundos bastaría. Casi sin mirar volvió a alzar el animal con su gran espumadera para sacarlo cuando...
Se le escapó una maldición entre dientes.
¡Santo cielo! ¿Qué había pasado con ese bogavante? Tenía la coraza desgarrada y una de sus pinzas se había desprendido. Aquello era incomprensible. Jérôme resoplaba de furia. Colocó el bogavante, o mejor dicho, sus desordenados restos, sobre la mesa de trabajo y lo giró. También la parte inferior estaba destruida, y en el interior, que tendría que albergar abundante carne, sólo se veía una capa pringosa y blancuzca. Sin comprender, miró en la olla. En el agua borboteante flotaban pedazos y filamentos de algo que ni siquiera con mucha fantasía pasaba por carne de bogavante.
Bien. Usarían sólo diez de los animales. Jérôme nunca compraba lo justo, era conocido por su equilibrio. Había que saber muy bien qué cantidades se necesitaban realmente, tanto en función de la rentabilidad como de las reservas de seguridad, y esta manera de pensar funcionó también esta vez.
No obstante, aquel contratiempo lo disgustó.
Se preguntó si el animal habría estado enfermo. Su mirada recayó en el fregadero. Quedaba un bogavante: el segundo de los dos con los que estaba insatisfecho. Pero ya no importaba. Iría a la olla con los demás.
¡Ah, no! En el agua flotaba aquella sustancia blanca.
De pronto se le ocurrió algo. El animal enfermo era muy ligero. El bogavante que quedaba también pesaba muy poco. ¿Tendría algo que ver? Tal vez los animales habían empezado a consumirse solos, o quizá algún virus o un parásito los había desintegrado por dentro. Jérôme vaciló. Luego sacó el duodécimo bogavante del fregadero y lo colocó sobre la mesa de trabajo para observarlo.
Sus largas antenas, orientadas hacia atrás, temblaban. Las pinzas atadas se movían débilmente. En cuanto se los arrancaba de su hábitat natural, los bogavantes tendían a una gran inercia. Jérôme le dio unos empujoncitos al animal y se inclinó sobre él. Movía las patas, como si quisiera escapar, pero seguía sobre la mesa. Donde la cola segmentada se convertía en la coraza dorsal, manaba algo transparente.
¿Qué era aquello?
Jérôme se agachó. Ahora estaba muy cerca del animal, lo tenía prácticamente a la altura de los ojos.
El bogavante alzó levemente su cuerpo. Durante un instante pareció mirar con sus ojos negros a Jérôme. Después explotó.
El aprendiz, a quien Jérôme le había encargado escamar pescados, estaba sólo a tres metros de distancia, pero una estantería angosta que llegaba hasta el techo, con utensilios y condimentos, le obstruía la visión de la cocina. Por eso, primero escuchó el escalofriante grito de Jérôme. Completamente aterrorizado, dejó caer el cuchillo. Vio que Jérôme se apartaba, tambaleándose, de la cocina, las manos apretadas contra el rostro, y se acercó de un salto. Fueron a dar juntos contra la mesa de trabajo que estaba detrás. Las ollas tintinearon; algo cayó al suelo y se hizo trizas con estrépito.
—¿Qué ha ocurrido? —gritó el aprendiz sin poder contener el pánico—. ¿Qué es lo que ha sucedido?
Otros empleados se acercaron. La cocina era una fábrica en el mejor de los sentidos: cada uno tenía su tarea. Uno se encargaba de las carnes de caza, otro de las salsas, un tercero de los rellenos; otro de las ensaladas, otro más de la pastelería, y así sucesivamente. En un santiamén reinó el mayor de los desórdenes en torno a la cocina, hasta que Jérôme bajó las manos y señaló temblando la mesa de trabajo que se encontraba junto a la cocina. De sus cabellos goteaba una sustancia granulosa, transparente. Colgaba en pedazos de su rostro, se derretía y se le escurría por el cuello.
—Ha... ha explotado —jadeó Jérôme.
El aprendiz se acercó a la mesa y miró con repugnancia el bogavante reventado. Jamás había visto algo parecido. Lo único que quedaba intacto eran las patas. Las pinzas estaban en el suelo. La cola parecía haber sido detonada a alta presión, y la coraza estaba abierta en pedazos de bordes filosos.
—¿Qué ha hecho con él? —susurró.
—¿Que qué he hecho? —gritó Jérôme, las manos alzadas con los dedos abiertos, el rostro transformado en una mueca de asco—. ¡Yo no he hecho absolutamente nada! Ha reventado. Eso es lo que ha sucedido. ¡Ha reventado!
Le trajeron unos paños para que se limpiara, mientras el aprendiz tocaba con la punta de los dedos la sustancia desparramada por todos lados. Lo que tocaba era de una consistencia enormemente resistente, gomosa, pero se disolvía en seguida y se escurría por la mesa. Siguiendo un impulso, tomó del estante un frasco con tapa de rosca y con una cuchara sopera depositó en él unos trozos de la gelatina, reunió un poco del líquido y también lo dejó caer goteando en el frasco, y después cerró el recipiente lo mejor que pudo.
No resultaba fácil calmar a Jérôme. Finalmente, alguien le trajo una copa de champán, y sólo después de eso el maestro logró dominarse a medias.
—Sacad eso de aquí —ordenó con voz entrecortada—. ¡Sacad esa porquería de aquí, por Dios! Voy a lavarme.
Y salió. Acto seguido, los ayudantes de cocina se pusieron a recomponer el lugar de trabajo de Jérôme, limpiaron la cocina y los utensilios, eliminaron los restos, lavaron la olla y, naturalmente, vaciaron en el fregadero el agua en la que la docena de bogavantes habían pasado su última hora de vida. El agua inició su camino subterráneo: fue a parar gorgoteando a las cloacas y allí se mezcló con todo lo que una ciudad deja correr para volver a incorporarlo después reciclado.
El aprendiz se guardó el frasco con la gelatina. Todavía no sabía exactamente qué hacer con él, así que le preguntó a Jérôme cuando reapareció en la cocina con el cabello lavado y un traje limpio.
—Quizá has hecho bien guardando un poco de esa sustancia —dijo Jérôme con tono sombrío—. Sabe Dios qué será.
—¿Quiere verla?
—¡Por supuesto que no! Pero habría que hacerla estudiar. La mandaremos a algún sitio donde investiguen este tipo de cosas. Pero, por favor, sin mencionar las circunstancias, ¿me oyes? Todo esto no ha sucedido jamás. Algo así no sucede jamás en el Troisgros.
La historia, efectivamente, no trascendió más allá de la cocina del restaurante. Y eso estaba bien, porque hubiera arrojado una luz errónea sobre el Troisgros. Aun cuando el incidente no se podía atribuir a negligencia alguna por parte del personal, más de uno habría disfrutado contando que en el Troisgros los bogavantes saltaban por los aires y desprendían a su alrededor una gelatina abominable. No existía nada peor para la reputación de un restaurante de primera clase que las dudas respecto a su higiene.
El aprendiz observó minuciosamente la sustancia del frasco. Cuando empezó a diluirse, añadió un poco de agua, porque pensó que no le iba a hacer nada. Aquella sustancia le recordaba —si es que podía tener semejanza con algo— a las medusas, y éstas sólo sobreviven en agua, porque no están hechas de otra cosa. Así que al parecer tuvo una buena idea. Los trozos, en principio, se mantuvieron estables. En el Troisgros hicieron un par de llamadas telefónicas sumamente discretas, tras las cuales se envió el frasco a la universidad de la cercana ciudad de Lyon para que estudiaran su contenido.