Se oyó un llanto de fondo. Johanson se preguntó cuándo se acostaban los hijos de Olsen, si es que aquellos críos descansaban alguna vez. Cada vez que hablaba por teléfono con Olsen había alboroto.
Olsen gritó algo de arreglar los conflictos y tolerar. Durante un momento se oyeron llantos aún más fuertes; luego se puso de nuevo al teléfono.
—Disculpa. Los niños se estaban peleando por los regalos... Volviendo a nuestro tema, yo creo que las plagas de medusas surgen por la fertilización excesiva de los mares. Y nosotros tenemos la culpa. La fertilización excesiva fomenta el crecimiento del plancton. Después, cuando sopla viento del oeste o del noroeste, leñemos a las medusas ante nuestras costas.
—Sí, pero ésas son las invasiones normales. Aquí estamos hablando de...
—Espera. Querías saber si estamos ante una anomalía. La respuesta es: sí. Es una anomalía que probablemente no reconozcamos como tal. ¿Tienes plantas en tu casa?
—¿Qué? Eh... sí.
—¿Alguna yuca?
—Sí. Dos.
—Pues eso es una anomalía, ¿entiendes? Las yucas fueron importadas, y adivina por quién.
Johanson hizo un gesto de impaciencia.
—Espero que no empieces a hablar ahora de una invasión de yucas. Mis plantas en general se comportan pacíficamente.
—No me refiero a eso. Quiero decir simplemente que ahora mismo no estamos en condiciones de juzgar qué es natural y qué no. En el año dos mil fui al golfo de México a investigar las plagas de medusas. Había bancos gigantes de esos animales gelatinosos que amenazaban las poblaciones locales de peces. Habían invadido las zonas de desove en Louisiana, Mississippi y Alabama, y se comían los huevos y las larvas de los peces, además del plancton, por supuesto. Los mayores daños los causó una especie que no debía estar allí: una medusa australiana del Pacífico. Una especie importada.
—Biología de las invasiones.
—Exacto. Esas medusas destruyeron la cadena alimentaria y perjudicaron la pesca. Una catástrofe. Un par de años antes casi se produjo un desastre ecológico en el mar Negro, porque durante la década de los ochenta algún buque mercante había llevado en el agua de lastre unos ctenóforos que no pertenecían a aquella zona; entonces, en un primer momento, se alteró el ecosistema del mar Negro, y al poco tiempo se jodió del todo. A partir de entonces en seguida se encontraron con más de ocho mil medusas por metro cuadrado retozando libremente. ¿Sabes lo que eso significa?
A medida que hablaba, Olsen se enfurecía cada vez más.
—Y ahora tenemos las fragatas portuguesas. Han aparecido frente a las costas de Argentina, ésa no es su zona. Centroamérica sí, Perú también, quizá hasta Chile, pero no más abajo. ¡Y han matado a catorce personas de una vez! Parece un ataque, como si hubieran sorprendido a la gente. ¿Qué es lo que están haciendo tan lejos de la costa? Es como si alguien las hubiera hecho aparecer por encanto.
—Lo que me deja perplejo —dijo Johanson— es que se trata precisamente de las dos especies más peligrosas.
—Sí —dijo Olsen despacio—. Pero no te aceleres, que no estamos en Estados Unidos: no me vengas con una teoría conspirativa o algo parecido. Hay otras causas que pueden explicar el aumento de las plagas. Algunos opinan que el Niño tiene la culpa, otros dicen que es por el recalentamiento de la Tierra. En Malibú tienen plagas de medusas como no habían tenido en décadas, y frente a Tel-Aviv han aparecido algunos ejemplares gigantes. Recalentamiento del planeta. Importación. Tiene sentido.
Johanson apenas si escuchaba. Olsen había dicho algo que no se le iba de la cabeza.
«Como si alguien las hubiera hecho aparecer por encanto».
¿Y los gusanos?
«Como si alguien los hubiera hecho aparecer por encanto».
—...vienen a aparearse a las aguas poco profundas —estaba diciendo Olsen—. Y otra cosa: cuando hablan de una propagación inusualmente elevada, no están hablando de miles, hablan de muchos millones. Y no tienen absolutamente nada bajo control. Ahí no murieron catorce personas, sino muchas más, te lo aseguro.
—Hum.
—¿Me estás escuchando?
—Claro. Muchas más. Creo que ahora eres tú quien se aventura en teorías conspirativas.
Olsen se rió.
—Tonterías. Sin duda estamos ante una serie de anomalías. Visto de manera superficial parece un fenómeno de aparición cíclica, pero para mí es otra cosa.
—¿De repente tienes intuición femenina?
—No, no es nada de eso. Es cuestión de sentido común.
—Bueno, gracias. Sólo quería escuchar tu opinión.
Johanson reflexionó un instante. ¿Debía contarle a Olsen lo de los gusanos? En realidad el asunto no le concernía. Por otro lado, Statoil no quería hacerlo público en aquellos momentos y la verdad es que Olsen hablaba demasiado.
—¿Nos vemos mañana en el almuerzo? —preguntó Olsen.
—Sí, por supuesto.
—Veré si puedo averiguar algo más sobre el asunto. Uno tiene sus propias fuentes para informarse sobre medusas.
—Bien —dijo Johanson—. Hasta mañana.
Colgó. Después de hacerlo recordó que quería preguntarle a Olsen sobre los barcos desaparecidos; pero no quería llamar otra vez, así que mañana se enteraría.
Se preguntó si las plagas de medusas lo habrían impactado de la misma forma si no hubiera sabido lo de los gusanos.
No, probablemente no. No eran las medusas.
Eran los puntos en común. Si es que había alguno.
Al día siguiente, Johanson apenas había llegado a su despacho cuando apareció Olsen. Mientras iba a la NTNU había escuchado las noticias, pero no se había enterado de mucho más de lo que ya sabía: habían desaparecido personas y botes en distintas partes del mundo. Muchos aventuraban teorías y suposiciones, pero nadie proporcionaba una auténtica explicación.
Su primera clase comenzaba a las diez. Tenía tiempo suficiente para revisar los mensajes electrónicos y el correo postal. Fuera llovía a cántaros. El cielo recubría Trondheim con un gris plomizo. Encendió la luz del techo, y justo cuando se disponía a despejarse tranquilo y a acomodarse tras su escritorio con una taza de café, Olsen asomó la cabeza por la puerta.
—Increíble, ¿no? —dijo—. Parece que no acaba nunca.
—¿Qué es lo que no acaba nunca?
—Las malas noticias. ¿No te has enterado?
Johanson tuvo que concentrarse un poco.
—¿Te refieres a los botes desaparecidos? Ayer quería haberte preguntado sobre ese asunto, pero estuvimos hablando tanto rato sobre medusas que lo olvidé.
Olsen sacudió la cabeza y entró en el despacho.
—No me equivoco al suponer que vas a invitarme a un café, ¿verdad? —dijo mientras miraba a su alrededor con interés. Su curiosidad resultaba muy útil en ciertas circunstancias pero también podía ser agotadora.
—Lo tienes ahí mismo —dijo Johanson.
Olsen se asomó al despacho contiguo por la puerta de comunicación que estaba abierta y pidió un café en voz alta. Luego se sentó y siguió paseando su mirada por todas partes. Al rato entró la secretaria, puso bruscamente una taza de café sobre el escritorio y le dedicó a Olsen una mirada fulminante antes de retirarse a su oficina.
—¿Qué le pasa? —se extrañó Olsen.
—Siempre me sirvo el café yo mismo —dijo Johanson—. La cafetera está en ese despacho, junto con la leche, el azúcar y las tazas.
—Vaya, qué mujer tan susceptible. Lo siento. La semana que viene le traeré galletas caseras. Mi mujer hace unas galletas fantásticas. —Olsen sorbió ruidosamente al tomar el café—. Entonces, ¿no has escuchado las noticias?
—Sí, en el coche, cuando venía hacia aquí.
—Hace diez minutos la CNN ha difundido una noticia de última hora. Ya sabes que tengo un televisor pequeño en la oficina, está encendido todo el día. —Olsen se inclinó hacia adelante, la luz del techo se reflejó en su incipiente calva—. Frente a las costas de Japón un buque que transportaba gas ha saltado por los aires y se ha hundido. Al mismo tiempo, en el estrecho de Malaca, dos buques portacontenedores y una fragata han colisionado. Uno de los barcos se ha hundido, el otro no puede maniobrar y la fragata está ardiendo. Es una fragata militar. Ha habido una explosión.
—Cielo santo.
—Y eso a primera hora de la mañana, ¿qué te parece?
Johanson se calentó las manos con la taza.
—Con respecto al estrecho de Malaca, no me extraña nada —dijo—. Es sorprendente que no pasen más cosas ahí.
—Sí, pero es una casualidad increíble, ¿no crees?
Tres estrechos se disputan actualmente el título de vía marítima más transitada del mundo: el canal de la Mancha, el estrecho de Gibraltar y el de Malaca, que es la ruta marítima que une Europa con el Sudeste asiático y Japón. La navegación mercante internacional depende de esas tres vías. Sólo por el estrecho de Malaca pasan en un solo día alrededor de seiscientos cargueros y buques cisterna de gran tonelaje. Algunos días cerca de dos mil barcos atraviesan la franja que separa Malasia de Sumatra, la cual tiene cuatrocientos kilómetros de largo, pero apenas veintisiete kilómetros de ancho en su parte más estrecha. India y Malasia insisten en que los capitanes de los buques cisterna deben desviarse y transitar por el estrecho de Lombok, que está más al sur, pero todos hacen oídos sordos porque el rodeo disminuye los beneficios. Así que alrededor del quince por ciento del comercio internacional sigue abriéndose paso por la ruta de Malaca.
—¿Se sabe qué ha ocurrido exactamente?
—No. Han chocado hace unos minutos.
—Terrible. —Johanson bebió un sorbo de café—. Y ¿qué es eso sobre unos botes desaparecidos?
—¿Cómo? ¿Tampoco sabes eso?
—Si no, no preguntaría —dijo Johanson un tanto irritado.
Olsen se inclinó hacia adelante y bajó la voz.
—Parece que desde hace algún tiempo están desapareciendo nadadores y pequeñas barcas de pescadores en las costas de Sudamérica, en el lado del Pacífico. Apenas se ha informado al respecto, al menos en Europa. Todo empezó posiblemente en Perú. Primero desapareció un pescador; encontraron el bote unos días después. Estaba a la deriva en alta mar, era una embarcación pequeña, un bote de juncos. Pensaron que tal vez una ola lo había arrojado al mar, pero hacía semanas que no se registraban tormentas. A esa desaparición le siguieron diversos naufragios todos los días. Lo último en desaparecer ha sido una trainera pequeña.
—¡Santo Dios! ¿Por qué no nos informan de eso?
Olsen extendió las manos.
—Porque no les gusta pregonar ese tipo de cosas: el turismo es demasiado importante. Además, ocurren muy lejos, en regiones en las que viven personas morenas de pelo negro que ni siquiera somos capaces de distinguir.
—Pero sobre las medusas sí que nos han informado. Y eso también sucedió en lugares lejanos.
—No seas ingenuo. Hay una gran diferencia entre ambos casos. En los ataques de medusas murieron personas respetables: turistas norteamericanos, un alemán y no sé cuántos más. Ahora ha desaparecido una familia noruega frente a las costas de Chile. Salieron a navegar en una barca dirigidos por un pescador de la localidad. Querían practicar pesca de altura. ¡Y de repente, zas, desaparecieron! Ahora se trata de noruegos, de valiosas personas de tez blanca, y sobre eso sí que hay que informar.
—Está bien, ya lo entiendo. —Johanson se reclinó en el asiento—. Y ¿no intentaron comunicarse por radio?
—No, querido Sherlock. Un par de llamadas de socorro y eso fue todo. En la mayoría de los botes desaparecidos la alta tecnología se limitaba al motor fuera borda.
—¿No hubo tormentas?
—Por supuesto que no. No sucedió nada que pudiera hacer zozobrar a un bote.
—¿Y qué es lo que está pasando frente a la costa oeste de Canadá?
—¿Te refieres a esos barcos que supuestamente han chocado? Ni idea. He oído que se produjo un aparatoso encuentro con una ballena malhumorada. ¿Qué sé yo? El mundo es misterioso y cruel. Y tú también estás un poco enigmático con tus preguntas. Dame otro café... no, espera, me lo sirvo yo mismo.
Olsen parecía haber echado raíces en el despacho de Johanson. Cuando finalmente hubo bebido suficiente café y decidió marcharse, Johanson miró el reloj. Le quedaban unos pocos minutos antes de su clase.
Llamó a Lund.
—Skaugen se ha puesto en contacto con otras compañías de exploración de yacimientos petrolíferos —dijo Lund—. Empresas de todo el mundo. Quiere saber si se han encontrado con fenómenos similares.
—¿Te refieres a los gusanos?
—Sí. Además supone que los asiáticos saben por lo menos tanto como nosotros sobre esos animales.
—¿Por qué?
—Recuerda tus propias palabras. Asia está intentando extraer hidratos de metano. ¿No te lo dijo tu hombre en Kiel? Skaugen estuvo tanteando a esas empresas.
«No es mala idea», pensó Johanson. Skaugen había sumado uno más uno. Si los poliquetos efectivamente experimentaban tanta avidez por el hidrato, tenían que haberse percibido sobre todo donde los hombres, a su vez, estaban tan ávidos de metano. Por otra parte...
—Los asiáticos no le dirán nada a Skaugen —dijo—. Van a hacer lo mismo que él.
Lund se quedó callada un momento.
—¿Crees que Skaugen tampoco se lo contará?
—Tal vez no en toda su magnitud. Y desde luego no en este momento.
—¿Cuál sería la alternativa?
—Bueno... —Johanson buscaba las palabras adecuadas—. Supongamos (y conste que no os atribuyo esa responsabilidad) que a alguien se le ocurre forzar la construcción de una fábrica subacuática, a pesar de que hay algo desconocido pululando por ahí.
—Nosotros no hacemos eso.
—Solamente es una suposición.
—Ya te he dicho que Skaugen ha seguido tu consejo.
—Eso lo honra. Pero aquí se trata de dinero, ¿no? Se podría cambiar de perspectiva y decir: «¿Gusanos? No sabemos nada. Nunca los hemos visto».
—Y ¿construir a pesar de todo?
—No tiene por qué pasar. Y si pasa..., bueno, se pueden imputar responsabilidades por errores técnicos, pero no por unos animales que comen metano. ¿Quién va a demostrar después que Statoil había detectado los gusanos antes de comenzar con el proyecto?
—Statoil no ocultaría algo así.
—Dejemos a Statoil de lado. Para los japoneses, por ejemplo, una exportación de metano que funcionara sería equiparable al aumento de los precios del petróleo. Aún más, se harían enormemente ricos. ¿Crees que los asiáticos están mostrando todas sus cartas en el asunto?