A marcha lenta, a través de la noche, el auto se sacudía repitiendo casi exactamente la ruta del grupo de Griswold en el día de la inspección.
—Pues no lo entiendo —dijo Bigman, que había estado murmurando por lo bajo sin resultado y ahora tuvo que repetir por dos veces y en voz bien alta su observación antes de obtener alguna respuesta del ensimismado David.
—¿No entiendes qué?
—Lo que haces. Adónde vamos. Me supongo que también es asunto mío porque he de estar contigo a partir de ahora. Hoy he estado pensando señor... Williams, pensando mucho. El señor Makian ha andado de mal talante desde hace unos meses y, después de todo, no era un mal tío antes. Hennes llegó aquí por ese tiempo, con una baraja nueva en cada mano. Y Benson el Estudioso se puso a lamerlo todo, de pronto. Antes de que todo esto comenzara, él no era nadie y ahora se haya convertido en un personaje. Luego, y para terminar, aquí estás tú, con el Consejo de Ciencias presto para darte todo lo que pidas. Esto es algo gordo, lo sé, y quiero estar adentro.
—¿Lo quieres? —dijo David—. ¿Has visto los mapas que he proyectado?
—Sí; sólo viejos mapas de Marte. Los he visto millones de veces.
—¿Y qué hay con las zonas marcadas con cruces? ¿Sabes qué hay en esas zonas?
Cualquier horticultor te lo puede decir. Se supone que hay cavernas subterráneas, sólo que yo no lo creo. Y te explicaré por qué. ¿Cómo en el Espacio puede alguien decirte que hay agujeros cuatro kilómetros por debajo de la superficie si nadie ha ido allí para verlo? Dime, cómo.
David no se preocupó por describir la ciencia de la sismología a Bigman. Pero le preguntó:
¿Has oído hablar de los marcianos?
—Pues sí, qué pregunta... —Bigman se interrumpió y el auto se sacudía a medida que las manos del hombrecito marcaban las palabras con golpes sobre el volante—. ¿Marcianos reales quieres decir? ¿Marcianos de Marte, no gente marciana como nosotros? ¿Marcianos que han vivido aquí antes de que la gente llegara?
Sus carcajadas agudas resonaron con fuerza dentro del auto y cuando Bigman pudo recobrar el aliento (es difícil reír y respirar al mismo tiempo con una mascarilla sobre la cara) dijo:
—Ya veo que has estado hablando con este tío, con Benson.
Sin alterarse David aguardó, serio, a que el estallido de risa se diluyera.
—¿Por qué dices eso, Bigman?
—Una vez le cogí leyendo un libro sobre ese tema y nos hemos reído de él hasta enfermar. Y, por los asteroides y sus brincos, que se puso furioso. Nos llamó a todos ignorantes ordinarios y yo cogí el diccionario y les dije a los muchachos qué quería decir. Hubo para despedazarlo en chistes por un tiempo, y él desapareció unos días por accidente, no sé si me entiendes; nunca más ha hablado con nosotros del asunto, le ha faltado valor. Pero se me ocurre que se ha pensado que tú eres un terrestre y que te convencería con esas habladurías de cometas.
—¿Estás seguro de que son habladurías de cometas?
—Pues sí; ¿qué otra cosa pueden ser? Ha habido gente en Marte por cientos y cientos de años. Nadie ha visto jamás a un marciano.
—Supón que estén en cavernas a cuatro kilómetros de profundidad.
—Nadie ha visto tampoco las cavernas. Además, ¿cómo podrían haber llegado hasta allí los marcianos? La gente que ha estado en cada centímetro cuadrado de Marte está segura de que no hay escaleras que conduzcan a ninguna parte. Ni tampoco ascensores.
—¿Estás seguro? Yo he visto uno, hace algunos días.
—¿Qué? —Bigman miró hacia atrás, por encima de su hombro—. ¿Te burlas de mí?
—No era una escalera; era un agujero. Y por lo menos tenía cuatro kilómetros de profundidad.
—Oh, hablas de la fisura. Tonterías, eso no significa nada. Marte está lleno de fisuras.
—Exacto, Bigman. Y aquí tengo mapas detallados de las fisuras de Marte, aquí mismo. Hay algo curioso sobre ellas que, al menos en los libros que me has traído, no ha sido notado. Ni una sola fisura atraviesa una sola caverna.
—¿Y qué prueba eso?
—Es lógico. Si estuvieras construyendo cuevas herméticas, ¿te interesaría tener un agujero en el techo? Y hay una coincidencia más. Cada fisura pasa cerca de una caverna, pero sin tocarla, como si los marcianos las utilizaran como puntos de entrada a las cuevas construidas.
El arenauto se detuvo de pronto. A la luz escasa de los proyectores que aún reproducían dos mapas sobre la superficie blanca y plana de sus pantallas, el rostro de Bigman se giró, sombrío, hacia David, que ocupaba el asiento trasero.
—Aguarda un instante —le dijo—; aguarda un instante, brincador. ¿Adónde nos dirigimos?
—A la fisura, Bigman. Unos cuatro kilómetros más allá del lugar en que se cayó Griswold. Allí es donde está más cercana a las cavernas de debajo del huerto de Makian.
—¿Y luego?
David respondió con calma:
—Luego, descenderé.
—¿Hablas en serio? —preguntó Bigman, y con una sombra de sonrisa prosiguió—: ¿Quieres hacerme creer que de verdad existen los marcianos?
—¿Me creerías si te dijera que sí?
—No. —De pronto pareció adoptar una decisión—. Pero no importa. Te he dicho que quiero estar en esto y ahora no me saldré.
El auto siguió avanzando.
El amanecer débil de los cielos marcianos había comenzado a iluminar el paisaje sombrío cuando el arenauto se aproximó a la fisura. Se habían deslizado durante media hora larga, horadando la oscuridad con los potentes faros porque, como Bigman había explicado, mejor sería no hallar la fisura con excesiva rapidez.
David descendió del auto para aproximarse a la gigantesca grieta. Ninguna luz penetraba aún en ella; era un negro y ominoso agujero en el suelo, que se estrechaba y extendía hacia derecha e izquierda, fuera de la vista, con el borde opuesto insinuándose, informe y grisáceo. La luz de la linterna se perdía en la profundidad vacía. Bigman se acercó por detrás:
—¿Este es el lugar? ¿Estás seguro?
David le echó una mirada.
—Según los mapas, éste es el punto más cercano a una caverna. ¿A qué distancia nos hallamos de la sección más próxima. del huerto?
—Unos cuatro kilómetros.
El joven asintió. Los horticultores no podrían llegar hasta ese lugar, como no fuera durante una inspección.
—Entonces no tienes por qué esperarme —dijo David.
—Pero ¿cómo te las arreglarás, chico? —preguntó Bigman.
David estaba abriendo la caja que le habían enviado desde wingrad, tras bajarla del auto; de su interior cogió varios objetos.
—¿Has visto alguna vez uno de éstos? —preguntó.
Bigman negó con la cabeza, en tanto que retorcía un cordel entre su pulgar y su índice enguantados. Se trataba de un par de largos cabies de brillo sedoso, conectados a espacios regulares de treinta centímetros, por secciones perpendiculares.
—Es una escalera de cuerda, supongo —dijo.
—Sí —le explicó David—, pero no es cuerda. Es un hilado de siliconas, más ligero que el magnesio, más resistente que el acero y que no será afectado casi por las temperaturas comunes en Marte. Sobre todo se ha utilizado en la Luna, donde la gravedad es realmente baja y las montañas realmente elevadas. En Marte no tienen mucha aplicación, porque éste es un planeta casi llano. Y ha sido una gran suerte que el Consejo pudiera hallar una de estas escaleras en la ciudad.
—¿Para qué te servirá esto? —inquirió Bigman, pues luego de repasar con sus manos toda la longitud de la escalera se topó con una pesada esfera de metal unida a uno de los cabos.
—Ten cuidado —advirtió David—. Si el cierre de seguridad no está ajustado te podrás hacer daño, y mucho.
Con precaución cogió la esfera de las manos de Bigman, la abarcó con las suyas, grandes y fuertes, y giró cada una en dirección opuesta. Se oyó un sonido seco y penetrante, pero cuando David soltó la esfera en apariencia no se había producido ningún cambio.
—Mira. —La capa de tierra marciana se aligeraba y desvanecía junto a la fisura y el borde del abismo era ya roca desnuda. David se inclinó y con una leve presión pulsó la esfera y luego la proyectó hacia el precipicio, apenas iluminado por la luz rojiza del cielo matinal. Cuando hubo retirado su mano, la esfera permanecía en el mismo lugar, estabilizada en una posición extraña.
—Álzala —ordenó.
Bigman le arrojó una mirada, se adelantó e hizo un intento de alzarla. Por un instante su asombro fue visible: la esfera no se había movido del lugar; luego trató de levantarla con todas sus fuerzas y tampoco hubo ningún cambio.
La mirada de Bigman brillaba de desconcierto.
—¿Qué es lo que has hecho?
David sonrió.
—Cuando el cierre de seguridad está suelto, cualquier presión en el tope de la esfera libera un pequeño campo de fuerza de treinta centímetros que se apoya en la roca. Luego el extremo del campo de fuerza se expande en ambas direcciones, unos quince centímetros a cada lado, o sea que dibuja una T de fuerza. Los bordes del campo son romos, no tienen filo, de modo que no puedes soltar la esfera moviéndola de un lado a otro. El único modo de apartar la esfera de la roca es destrozar la roca.
—¿Y cómo la sueltas?
David recorrió los treinta metros de la escala con sus manos hasta hallar, en el otro extremo, una esfera igual. La giró, aplicándola a la roca. Unos quince segundos más tarde la primera esfera cayó a su lado.
—Si activas una esfera —explicó—, la otra es desactivada automáticamente. O, por supuesto, si ajustas el cierre de seguridad de una esfera activada —se inclinó para hacerlo—, la desactivas —la alzó del suelo— y la otra no sufre cambios.
Bigman se hincó. En el lugar en que se habían apoyado las dos esferas ahora eran visibles dos cortes estrechos de unos diez centímetros de largo. Ni siquiera pudo introducir una uña en ellos.
David Starr seguía hablando.
—Tengo agua y comida para una semana. Me temo que el oxígeno sólo me bastará para dos días. Pero tú aguarda una semana, de todos modos. Si para entonces no he regresado, ésta es la carta que entregarás a la gente del Consejo.
—Aguarda, aguarda. ¿Tú no creerás en esos cuentos de hadas de marcianos...?
—Pueden ocurrir muchas cosas. Puedo caerme; la escalera puede fallar; puedo fijarla en un sitio en que haya una grieta en la roca. Cualquier cosa. ¿Puedo confiar en ti?
Bigman mostraba su desencanto.
—Pero ésta sí que es buena. ¿Te supones que yo me quedaré aquí, de brazos cruzados, mientras tú corres con todos los riesgos?
—Así es como operan los equipos, Bigman. Tú ya lo sabes.
David se había inclinado junto al borde de la fisura. El sol se elevaba sobre el horizonte, frente a ellos, y el cielo tornasolaba del negro al púrpura. Sin embargo, la fisura seguía viéndose como un horrible y brumoso abismo; la poco densa atmósfera de Marte no difundía la luz en forma perfecta y sólo cuando el sol caía a plomo sobre ella, la noche eterna de la grieta se aclaraba un tanto.
Impasible, David arrojó la escala hacia el interior de la fisura. La fibra no hizo ruido al deslizarse contra la roca, a la que se adhería mediante la esfera y su campo de fuerza. Treinta metros más abajo resonó el golpe de la otra esfera, una o dos veces.
El joven jaló de la cuerda para comprobar su resistencia; luego, cogiéndose del peldaño superior con sus manos, se volvió hacia el abismo. Se sentía flotar entre plumas, mientras descendía a la mitad de la velocidad que podía haber alcanzado en la Tierra, pero la sensación se desvaneció con rapidez. Su peso, en ese momento, no estaba muy por debajo del peso terrestre normal, ya que llevaba dos cilindros de oxígeno, cada uno del tamaño mayor que le fue posible hallar en el huerto.
Su cabeza emergía de la grieta. Bigman le observaba, con los ojos desorbitados. David le pidió:
—Vete ahora y llévate el auto contigo. Llévate los microfilmes y los proyectores al Consejo y deja la plataforma auxiliar.
—Perfecto —repuso Bigman. Todos los autos llevaban una plataforma con cuatro ruedas que, en caso de emergencia, podía recorrer cien kilómetros en forma independiente. Eran incómodas y no brindaban protección contra el frío o, lo que era peor, contra las tormentas de polvo. A pesar de todo, cuando un arenauto se averiaba muy lejos del huerto, las plataformas eran mejor que tener que aguardar a ser hallado.
Starr miró hacia abajo. La oscuridad era muy densa y no se veía el extremo de la escala, que brillaba apenas en el aire grisáceo. Sus piernas se columpiaban con libertad mientras descendía, impulsándose con las manos, escalón tras escalón. En el decimoctavo peldaño, cobró el extremo libre de la escala, pasó su brazo por detrás de un escalón y sus dos manos quedaron vacías.
Cuando tuvo la esfera en su mano, giró hacia la derecha y aplicó el campo de fuerza a la pared rocosa. La esfera permaneció suspendida contra la cara del precipicio; probó entonces la resistencia del nuevo anclaje. Rápidamente varió su posición para descender por la nueva vía que trazaba la escala ahora, luego que hubo liberado la esfera del otro extremo. que segundos antes estuviera fijada en el borde superior de la fisura.
Sintió que su propio cuerpo se convertía en un péndulo cuando la esfera se hundió varios metros por debajo de la superficie de Marte. Echó una mirada hacia arriba. Un ancho trazo de cielo purpúreo se dejaba ver a través de la grieta, pero supo que se angostaría más y más a medida que fuera descendiendo.
Prosiguió el descenso y cada veinte escalones fue fijándose un nuevo anclaje, una vez hacia la derecha del anterior y luego a la izquierda, a fin de mantener, en general, una trayectoria recta.
Ya habían transcurrido seis horas y una vez más David hizo una pausa para comer un bocado de su ración concentrada y beber un sorbo de agua de la cantimplora. Todo su descanso se limitaba a apoyar los pies en un peldaño y liberar de peso los hombros: no podía hacer otra cosa. En ningún momento del descenso se había presentado una falla horizontal en la pared de la sima lo suficientemente ancha como para recuperar allí el aliento. Al menos no dentro de los límites del alcance de su linterna.
Y había más problemas aún. Una ascensión, si se hubiera tratado de una ascensión, según el método de anclar cada esfera alternativamente, arrojándola hacia lo alto, sería muy lenta. Se podía hacer y así se había realizado ya... en la Luna. En Marte la gravedad duplicaba con creces la de la Luna y el avance sería no ya lento, sino lentísimo, mucho más lento que el descenso. Y esta jornada, pensó David con resignación, ya era bien larga: no se hallaría a más de cuatro kilómetros de la superficie.