Read El rapto del cisne Online

Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (48 page)

BOOK: El rapto del cisne
11.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Cuando llegué a mi habitación todavía era pronto; tenía toda la noche por delante. Había pensado en llamar al único viejo amigo que tenía en la ciudad: Alan Glickman, un compañero de instituto con el que había conseguido no perder el contacto, principalmente gracias a que nos llamábamos un par de veces al año. Me divertía su agudo sentido del humor, pero ni siquiera me había ocupado de llamarle con antelación y era probable que ya hubiera hecho planes. Además, el sobre de Mary estaba en el borde de la cama. Irme y dejarlo aquí siquiera por unas horas, sería como olvidarme a alguien en la habitación.

Me senté a abrirlo y extraje el fajo de hojas mecanografiadas y un delgado libro en rústica repleto de reproducciones en color. Me tumbé en la cama con las páginas de Mary. La puerta tenía el cerrojo echado y los estores estaban desenrollados, pero sentí que una presencia inundaba la habitación, un anhelo que podría haber traspasado con la mano.

61

Mary

Durante el desayuno Frank monopolizó mi atención.

—¿Estás preparada? —preguntó mientras sostenía una bandeja que contenía dos cuencos de cereales, un plato de huevos con beicon, y tres vasos de zumo de naranja. Esta mañana nos teníamos que servir solos: reinaba la democracia. Había encontrado un rincón soleado e iba por mi segunda taza de café y un huevo frito, y no había ni rastro de Robert Oliver. Tal vez no desayunase.

—¿Preparada para qué? —repliqué.

—Para el primer día. —Dejó la bandeja sin preguntarme si deseaba compañía.

—Adelante, siéntate —le dije—. Me apetecía un poco de compañía en este maravilloso y solitario rincón.

Él sonrió, aparentemente divertido por mi irritabilidad; ¿qué me había hecho pensar que el sarcasmo funcionaría? Se había levantado un par de crestas junto a la frente y llevaba unos tejanos grisáceos, una sudadera y unas desgastadas zapatillas de baloncesto, y un collar de cuentas rojas y azules. Dobló la espalda sobre su flexible cintura y encorvó los hombros para comerse los cereales. Era perfecto en su inmadurez, y él lo sabía. Me lo imaginé con sesenta y cinco años, flaco y de brazos delgados, con juanetes y probablemente un tatuaje arrugado en algún sitio.

—El primer día va a ser largo —anunció—. Por eso te he preguntado si estás preparada. Tengo entendido que Oliver nos tendrá un montón de horas pintando al aire libre. Es muy vehemente.

Intenté seguir tomando el café.

—Es una clase de paisajismo, no un entrenamiento de fútbol.

—¡Oh, yo no estaría tan seguro! —Mientras tanto, Frank iba mascando su desayuno—. He oído cosas sobre este tipo. No para nunca. Se ha hecho un nombre como retratista, pero ahora mismo se dedica realmente a los paisajes. Se pasa todo el día al aire libre, como un animal.

—O como Monet —dije, y al instante me arrepentí. Frank desvió la vista como si yo me estuviese metiendo el dedo en la nariz.

—¿Monet? —musitó y, pese a que tenía la boca llena de comida, percibí su desdén y desconcierto. Nos acabamos nuestros huevos en un silencio no del todo amigable.

La ladera que Robert Oliver había elegido para nuestro primer ejercicio de paisajismo tenía vistas sobre el océano y las islas rocosas; estaba integrada en un parque estatal y me pregunté cómo había sabido llegar hasta aquí exactamente, hasta este formidable escenario. Robert hundió las patas de su caballete en el suelo. Todos nos reunimos a su alrededor, con nuestro material en la mano o tras haberlo dejado sobre la hierba, para observar mientras él nos demostraba cómo se hacía un bosquejo, mientras nos enseñaba cómo centrarnos primero en la forma sin tener en cuenta aún lo que esas formas representaban, y luego nos hacía sugerencias sobre el color. Necesitaríamos una base grisácea, nos dijo, para reproducir la luz fría e intensa que nos rodeaba, pero también algunos tonos terrosos más cálidos para pintar después los troncos de los árboles, la hierba e incluso el agua.

Aquella mañana, su intervención en clase había sido mínima:

—Sois todos unos artistas consumados y prolíficos, y no creo que sea necesario hablar mucho… salgamos a trabajar sobre el terreno y veamos qué pasa, más tarde, cuando tengamos unos cuantos cuadros que analizar, ya hablaremos de la composición. —Después de aquello, me alegré de salir enseguida al aire libre. Habíamos venido en coche hasta esta zona y luego subido bosque a través desde el aparcamiento, cargando nuestros equipos a cuestas. El seminario nos había provisto de sándwiches y manzanas; esperábamos que a lo largo del día no se pusiese a llover.

Ahora empezaba a recordar muchas cosas de Robert Oliver, a quien tenía lo bastante cerca para ver su demostración, pero no tanto como para parecer ansiosa; reconocí esa apasionada insistencia en la forma, el modo en que la convicción volvía más grave su voz cuando nos decía que lo ignoráramos todo, salvo la geometría de la escena, hasta que nos saliera bien, el modo en que retrocedía, descansando el peso de su cuerpo en los talones, para examinar su trabajo cada pocos minutos, y luego volvía a acercarse. Me fijé en que Robert se comunicaba de una manera o de otra con todos; más que nunca, desplegó ese natural y desenfadado don de la hospitalidad que tenía, como si dondequiera que enseñara hubiese un comedor en lugar de una clase y estuviéramos todos comiendo a su mesa. Era irresistible, y los demás alumnos parecieron sentirse al punto atraídos por él, porque se apiñaron confiados alrededor de su lienzo. Robert señaló varias vistas y las formas que podrían adquirir en un lienzo, a continuación bosquejó las formas del paisaje que había elegido y les aplicó color, en su mayoría ocre oscuro, además de una fina capa de intenso marrón.

En la ladera había suficientes puntos sin desnivel para que seis personas montaran sus caballetes con estabilidad, y todos nos dedicamos un rato a buscar vistas. De hecho, era difícil equivocarse; era difícil decidir qué parte de los ciento ochenta grados de esplendor natural pintar. Por fin, me decidí por una amplia vista de abetos que se extendían sigilosamente hasta la playa y el agua, con la mole de la Isla des Roches a la derecha y un horizonte liso de agua uniéndose con el cielo a la izquierda. Le faltaba equilibrio; moví un poco el caballete y el paisaje quedó enmarcado en el extremo izquierdo por unos árboles de hoja perenne que había junto a la playa, que añadirían interés a ese lado del lienzo.

Una vez elegido el lugar, Frank plantó con entusiasmo su caballete cerca del mío, como si yo le hubiera invitado a hacerlo y me sintiera honrada por su compañía. Algunos de los alumnos parecían bastante simpáticos; eran de mi edad o mayores, principalmente mujeres, lo que hacía que Frank pareciera un niño precoz. Dos de las mujeres, que aseguraban conocerse ya de un seminario en Santa Fe, se habían puesto a hablar amigablemente conmigo en la furgoneta. Vi que ponían sus caballetes en trechos inferiores de la colina al tiempo que hablaban de sus paletas. Asimismo, había un anciano muy tímido, que Frank me dijo entre susurros que había expuesto en el Williams College un año antes; se instaló cerca de nosotros y empezó a bosquejar con pintura en lugar de lápices.

Frank no solamente había fijado las patas de su caballete en el suelo cerca del mío, sino que también lo dirigió más o menos en la misma dirección; disgustada, comprendí que pintaríamos escenas muy similares, lo cual supondría la competencia directa de nuestas habilidades. Por lo menos se concentró enseguida y probablemente no me molestaría; ya tenía la paleta preparada con unos cuantos colores básicos, y estaba usando grafito para delinear la masa lejana de la isla y el contorno de la orilla en primer plano. Pintaba deprisa, con seguridad, y su flaca espalda se movía debajo de la camisa con un ritmo elegante.

Aparté la vista y empecé a preparar mi paleta: verde, ocre oscuro, un azul suave con una pizca de gris, un chorro de blanco y otro de negro. Ya me arrepentía de no haber reemplazado dos de mis pinceles antes del seminario; estos eran magníficos, pero los tenía desde hacía tanto tiempo que habían perdido algunos pelos. Mi empleo de profesora, una vez pagado el alquiler y la comida, no daba tanto de sí como para comprarme material artístico caro, y Washington no era barato, aunque había encontrado un apartamento en un barrio al que Muzzy jamás habría dado su visto bueno y que, por suerte, nunca venía a ver. Tampoco se me ocurriría pedirle dinero después del chasco que se había llevado, porque no estudié lo que ella quería. («Pero hoy en día hay muchos licenciados en Bellas Artes que luego estudian derecho, ¿verdad, cariño? Y tú siempre has sido muy peleona.») Renové mi promesa, como hacía a diario: seguiría intentando tener un book de trabajos decente, participar en suficientes exposiciones, acumular suficientes referencias brillantes y buscarme un trabajo de profesora de verdad. Como Frank no me estaba mirando, levanté rabiosa la vista hacia él. Si me iba bien en este taller, tal vez Robert Oliver pudiese ayudarme de alguna forma. Miré furtivamente hacia él y descubrí que también estaba pintando ensimismado. No pude ver su lienzo desde mi posición, pero era grande y había empezado a llenarlo de largas pinceladas.

Naturalmente, el color del agua cambiaba de una hora para otra, haciendo difícil captarlo, y la cima de la Isla des Roches resultó ser un desafío; mi versión de la misma fue un poco demasiado suave, como unas natillas o una crema batida en lugar de una roca de color claro, el pueblo, enclavado en su orilla más baja, era con suerte borroso. Robert estuvo mucho rato pintando ladera abajo, y me pregunté, temerosa, si en algún momento se acercaría a ver nuestros lienzos.

Por fin, paramos para comer. Robert se desperezó, entrelazando sus enormes manos por encima de la cabeza, y el resto lo imitamos cada uno a nuestra manera, alzando la vista, dejando los pinceles o levantando los brazos. Yo sabía que comeríamos deprisa, y cuando Robert se sentó en una zona soleada que había colina abajo y sacó su comida de una gran bolsa de tela, todos lo seguimos, apiñándonos a su alrededor con nuestros propios sándwiches. Me dedicó una sonrisa; ¿me había estado buscando con la mirada un segundo antes? Frank se puso a hablar con las dos simpáticas mujeres sobre el éxito de su reciente exposición en Savannah, y Robert se inclinó para preguntarme qué tal iba mi paisaje.

—Fatal —contesté, lo cual por algún motivo le hizo sonreír—. No sé —dije animándome—, ¿ha probado alguna vez ese postre llamado isla flotante? —Robert se echó a reír y prometió venir a echarle un vistazo.

62

Mary

Finalizada la comida, Robert nos dejó y se fue a pasear por el bosque; para hacer pipí, comprendí más tarde, algo que yo misma me ocupé de hacer en cuanto los tres hombres se pusieron a pintar de nuevo; tenía un pañuelo de papel en el bolsillo, que enterré debajo de las húmedas hojas y ramas cubiertas de líquenes. Después de comer empezamos unos lienzos nuevos para ajustar el cambio de luz, y seguimos pintando durante horas. Empecé a darme cuenta de que el comentario que había hecho Frank acerca de la dedicación de Robert a la naturaleza era acertado; al fin y al cabo, no se acercó a ver el trabajo de nadie y me sentí aliviada y a la par decepcionada. Me dolían las piernas y la espalda, y empecé a ver platos de comida frente a mí en lugar de las texturas del agua y los abetos.

Por fin, justo antes de las cuatro, Robert se paseó despacio entre nosotros, haciendo sugerencias, escuchando problemas, nos reunió a todos un momento para preguntarnos qué nos parecían las diferencias entre la luz matutina y la vespertina de aquel paisaje, y nos comentó que pintar un acantilado no era distinto a pintar un párpado; debíamos tener presente que la luz revela las formas, al margen de cuál sea el objeto. Por último se detuvo junto a mi caballete y se quedó analizando el lienzo con los brazos cruzados.

—Los árboles están muy bien —dijo—. Realmente bien. Mira, si pones una sombra más oscura en este lado de la isla… ¿te importa? —Sacudí la cabeza, y él me cogió un pincel—. No tengas reparo en oscurecer una sombra, si necesitas contraste —musitó, y vi cómo mi isla cobraba una dimensión geológica real bajo su mano. Y no me importó que mejorase mi trabajo—. Ya está. Ya no lo toco más, prefiero que sigas tú. —Me rozó el brazo con sus grandes dedos y me dejó, y me puse a pintar con afán, casi con ofuscación, hasta que el sol se puso lo bastante como para interferir en la buena visibilidad.

—Estoy muerto de hambre —dijo Frank entre dientes, inclinándose hacia mi burbuja espacial—. Este tipo está chalado. ¿No estás hambrienta? ¡Qué árboles tan guays! —añadió—. Deben de gustarte los árboles.

Intenté entender sus palabras pero no pude, no pude siquiera decir «¿qué?» Estaba completamente entumecida, helada debajo de mi sudadera y el pañuelo de algodón que me había enrollado alrededor del cuello, y la brisa marina era cada vez más fría; no había pintado con tanta intensidad en muchísimo tiempo, si bien lo hacía casi a diario en los ratos libres que me dejaba el trabajo. Ahora que estaba tan profundamente concentrada en mis sombras y necesitaba agregar unas cuantas manchas blancas al conjunto de la escena, para darle luminosidad, me surgió otra duda más para preguntarle a Robert. ¿Debería esperar y añadir mañana el blanco para que la luz se pareciese más a aquélla con la que habíamos empezado a pintar, o hacerlo ahora, deprisa y de memoria?

Bajé por la pendiente hasta el caballete de Robert, junto al que estaba empezando a limpiar sus pinceles y rascar la paleta. Cada equis segundos paraba para volver a mirar su lienzo y extender la vista hacia el paisaje. Se me ocurrió que durante un buen rato había olvidado enseñarnos nada, y sentí una punzada de solidaridad; ajeno a su entorno, él también se había entregado al movimiento del pincel y la mano, los dedos y la muñeca. Pensé que podíamos aprender simplemente estando cerca de esa clase de obsesión. Me quedé delante de su obra. Robert hacía que pintar pareciera fácil: ver formas básicas y perfilarlas, añadir color, darles toques de luz; los árboles, el agua, las rocas, la estrecha playa de abajo. La superficie no estaba acabada; si había tiempo, Robert probablemente trabajaría al menos otra tarde entera en este lienzo, como nosotros. Las formas evolucionarían hasta adquirir pleno realismo; retocaría aquí y allí los detalles de la rama, la hoja y la ola.

Pero sí que había completado, maravillosamente, una sección de su lienzo. Me pregunté por qué la había terminado antes que el resto: la playa escarpada y las rocas pálidas que se extendían hasta el océano, los suaves colores de las piedras y las algas rojizas. Estábamos a bastante altura sobre el nivel del mar, y Robert había captado esa sensación de estar mirando hacia abajo, u oblicuamente, a las dos lejanas figuras que caminaban de la mano por la orilla, la más pequeña agachándose como para sacar algo de una poza, la más alta erguida. Se las veía con la suficiente nitidez, estaban lo bastante cerca como para poder ver la larga falda de la mujer agitada por el viento, el sombrero de la niña colgando de sus cintas azules, dos únicas personas en agradable compañía mutua donde no había habido nadie, salvo unos alumnos pintando toda la tarde en la colina de arriba. Me sorprendí a mí misma mirándolas fijamente, luego mirándolo a él; Robert retocó el minúsculo zapato de la mujer con un pincel, como si embetunara su punta, y a continuación volvió a limpiar los pelos de cebellina. Yo había olvidado la pregunta que quería hacerle… algo acerca del cambio de la luz.

BOOK: El rapto del cisne
11.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Seeing the Love by Sofia Grey
Mad Cow by J.A. Sutherland
Hardest by Jorja Tabu
On a Desert Shore by S. K. Rizzolo
Colosseum by Simone Sarasso
Dead Letter by Byars, Betsy
California Girl by T Jefferson Parker