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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (51 page)

BOOK: El rapto del cisne
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—Olivier puede cuidar de mí —replica ella con valentía—. Papá depende de Esmé casi tanto como de mí.

—¿Estás segura, mi vida? No quiero que hagas ningún sacrificio, si no te encuentras bien.

—Por supuesto que estoy segura —dice Béatrice rotundamente. Ahora que el viaje es inevitable, se siente eufórica, como si ya no necesitara mirar dónde pisa—. Disfrutaré de mi independencia, ya sabes lo pendiente que está Esmé de mí, y estaré mucho más tranquila sabiendo que a papá lo atienden bien.

Yves asiente. Ella intuye que el médico le habrá dicho que le dé a su mujer todo lo que pida, que es preciso que descanse; la salud de una mujer puede deteriorarse excesivamente deprisa, y sobre todo la de una mujer en edad de concebir. Él hará que el médico vuelva a verla, sin duda, antes de partir, y pagará los excesivos honorarios para quedarse tranquilo. A ella la invade una oleada de cariño hacia este hombre sensato y comprensivo. Cae en la cuenta de que es posible que Yves haya achacado su malestar al cuadro o a los nervios por haberlo enviado al Salón, pero no ha dicho ni palabra de ambas cosas. Se levanta, deslizando de nuevo los pies en las zapatillas, y atraviesa la habitación para besarle en la frente. Si algún día ella se recupera, el mérito será de Yves. Todo el mérito.

París

Mayo de 1879

Amor mío:

Ciertamente, lamento que Yves no nos acompañe a Étretat, pero confío en que no te importará ponerte en mis respetuosas manos. He conseguido los billetes, tal como me pediste, y el jueves a las siete de la mañana pasaré a recogerte en un cabriolé. Escríbeme antes para hacerme saber lo que te puedo traer en lo que a material artístico se refiere; estoy seguro de que ésa será mejor medicina que cualquier otra cosa que pueda hacer por ti.

Olivier Vignot

66

Mary

Durante el desayuno de la segunda mañana me mentalicé para esquivar la mirada de Robert, en caso de que ésta se encontrara con la mía, pero para mi alivio él no estaba allí, e incluso Frank parecía haber encontrado alguien más con quien hablar. Me encorvé sobre mi café y mi tostada, atontada después de tanto pintar y por falta se sueño, sin ganas de que empezase el día. Me había recogido el pelo en un moño alto para que no me molestara y me había puesto una descolorida camisa de color caqui con pintura en el borde inferior, la que menos le gustaba a Muzzy. El café caliente me ayudó a templar los nervios; al fin y al cabo, era una estupidez pensar en este hombre, este desconocido inalcanzable, extraño y famoso, y me propuse no hacerlo. La mañana estaba terriblemente despejada, era perfecta para una sesión de paisajismo al aire libre; a las nueve estaba de nuevo en la furgoneta. Conducía Robert, y una de las mujeres de más edad le ayudaba consultando un mapa. Frank me iba dando codazos desde su asiento, contiguo al mío, y era como si la noche anterior no hubiese existido nunca.

En esta ocasión pintamos a orillas de un lago, que tenía una casita ruinosa al otro lado y un entramado de abedules comunes bordeando sus márgenes. En clave de humor, Robert nos advirtió que no pintáramos ningún alce. Ni mujeres con vestidos largos, podría haber añadido yo pese al dolor de cabeza. Monté mi caballete lo más lejos que pude del suyo sin arrimarme a Frank. De ninguna manera quería que Robert pensara que lo estaba persiguiendo, y mi única recompensa fue que durante toda la tarde él, deliberadamente, evitó mirarme y ni siquiera se acercó a evaluar mi cuadro, que en cualquier caso era una calamidad. Eso quería decir que la conversación de la noche anterior corría aún por sus venas también; de lo contrario, estaría bromeando conmigo, su antigua alumna. No lograba recordar lo que sabía sobre los árboles o las sombras, o cualquier otra cosa; parecía que estuviese pintando una zanja fangosa en la que únicamente era capaz de ver mi propia silueta distorsionada, removiendo el agua, algo que dentro de lo familiar me resultaba siniestro.

Comimos agrupados en torno a dos mesas de picnic (no me senté en la de Robert) y al término de la jornada nos reunimos alrededor del lienzo de Robert (¿cómo lograba que el agua pareciese tan absolutamente real?), y éste nos habló del contorno de la orilla y de su elección de colores para las lejanas colinas azules. El reto de este paisaje estaba en su esencia monocromática, colinas azules, lago azul, cielo azul y la tentación de excederse en el blanco de los abedules para crear contraste. Pero si nos fijábamos bien, dijo Robert, nos daríamos cuenta de que en aquellos apagados tonos había una variedad increíble. Frank se frotó detrás de la oreja con un dedo, escuchando con tal cara de me-parece-muy-bien-pero-yo-sé-más que me entraron ganas de darle una bofetada; ¿qué le hacía pensar que sabía más que Robert Oliver?

Lo de la cena fue peor; Robert entró en el comedor abarrotado después que yo y, al parecer, eligió una silla lo más alejada posible de mí tras barrer mi mesa con la mirada. Posteriormente, encendieron la hoguera en el oscuro jardín y la gente bebió cervezas, charló y se rió con un nuevo nivel de abandono, como si las amistades ya se hubiesen consolidado. ¿Y qué había consolidado yo? Había matado el tiempo con Frank el Perfecto, o había regresado sola a mi habitación o esquivado y pensado en nuestro genial profesor, cuando podría haber estado haciendo amistades. Contemplé la posibilidad de llevarme un par de cervezas, buscar a una de las mujeres que me había caído bien de la clase de paisajismo y sentarnos tranquilamente en un banco del jardín para oírle hablar de su vida familiar, de la facultad a la que había ido y de la exposición colectiva en la que había participado, del trabajo de su marido… pero me cansé antes incluso de empezar. Escudriñé al grupo de gente buscando la cabeza rizada de Robert y la encontré; descollaba sobre un grupo que incluía a un par de compañeros míos de clase, aunque me gustó comprobar que esta vez Frank no estaba pegado a él. Cogí mi sudadera y me fui con los hombros gachos hacia los establos, mi cama y mi libro; Isaac Newton me haría más compañía que toda esta gente que tan bien se lo estaba pasando, y en cuanto hubiese dormido más de tres horas yo misma sería una compañía decente.

En los establos no había ni un alma, las hileras de puertecitas de las habitaciones estaban cerradas, excepto la mía, que por lo visto me había dejado abierta; había sido una imprudencia, aunque llevaba el monedero en el bolsillo de los vaqueros y el resto de mis cosas no me preocupaban. De todas formas, aquí nadie parecía cerrar mucho con llave. Entré, entumecida, y muy a mi pesar se me escapó un leve grito; Frank estaba sentado en el borde de mi cama, llevaba una limpia camisa blanca abierta hasta la cintura, pantalones vaqueros y un collar de gruesas cuentas marrones que, de hecho, se parecía bastante al mío. Tenía un cuaderno de dibujo en la mano; estaba frotando con el pulgar un dibujo recién hecho, difuminando contornos. Su bronceado era espectacular, las costillas de su pecho musculoso se habían contraído al inclinarse sobre el papel; frotó con concentración durante un segundo más y luego levantó la vista y sonrió. Procuré no ponerme literalmente en jarras.

—¿Se puede saber que haces aquí?

Él dejó el boceto y me sonrió de oreja a oreja.

—¡Oh, venga ya! Llevas días evitándome.

—Podría avisar a la organización y decirles que te echaran.

Puso cara de escucharme con más seriedad.

—Pero no lo harás. Te has fijado en mí tanto como yo en ti. Deja de rehuirme.

—No te rehuyo. Creo que la palabra es «ignorar». Te he estado ignorando, y quizá no estés acostumbrado a eso.

—¿Crees que no sé que soy un niño de papá? —Ladeó su erizada cabeza rubia y me miró—. ¿Y qué me dices de ti? —Para mi consternación, su sonrisa era contagiosa. Crucé los brazos—. ¿Tú también eres una niña de papá?

—Si no fueras un niño de papá, está claro que no te habrías presentado aquí de esta forma totalmente inapropiada.

—¡Vamos anda! —insistió Frank—. Ésa no es tu idea de lo apropiado y lo inapropiado. En cualquier caso, no he venido para acostarme contigo, engreída. Desde el primer día he tenido la sensación de que, simplemente, podíamos ser amigos, y he pensado que quizás hablarías conmigo si estábamos a solas y no tenías que fardar delante de los demás.

Me dieron ganas de matarlo.

—¿Fardar? Nunca he visto a nadie más preocupado por la imagen de lo que pareces estar tú, pipiolo.

—¡Oh! Ya veo de qué pie cojeas. Eres una antiesnob. Mejor; al fin y al cabo, estudiaste Bellas Artes y sé dónde. No está mal. —Frank sonrió y me enseñó su cuaderno de dibujo—. Oye… he estado intentando hacerme un autorretrato frente a tu espejo. Ahora lo estaba retocando. ¿Tengo cara de fardón?

A regañadientes, le eché un vistazo al dibujo. Era un rostro melancólico, sereno y meditabundo que yo no habría asociado con lo que había visto de Frank. Además, estaba bien hecho.

—El sombreado está fatal —comenté—. Y la boca es demasiado grande.

—Me gusta grande.

—Sal de mi cama, señorito —ordené.

—Antes ven aquí y dame un beso.

Debería haberle dado una bofetada, pero me empecé a reír.

—Podría ser tu madre.

—No es verdad —repuso él. Dejó el cuaderno de dibujo encima de la cama, se levantó (tenía exactamente mi misma altura, anchura y hechura) y puso una mano a cada lado de mí, en la pared, un gesto que seguramente había sacado de las películas de Hollywood—. Eres joven y guapa, y deberías dejar de ser tan gruñona y divertirte un poco. Estamos en unas colonias artísticas.

—Debería hacer que te echaran de estas colonias artísticas, niñato.

—Veamos… tienes, ¿qué? ¿Ocho años más que yo? ¿Cinco? ¡Qué honor! —Me puso una mano en la cara y empezó a acariciarme la mejilla, de manera que sentí un ardiente calambre desde el hombro hasta las raíces de mi pelo—. ¿Te gusta aparentar que eres autosuficiente o realmente disfrutas durmiendo sola en este cubículo?

—No te lo diré pero en cualquier caso, los hombres tienen prohibida la entrada aquí —dije, apartando su mano, que reanudó al instante su delicada tarea sobre mi sien y mandíbula abajo. Muy a mi pesar, empecé a desear poner aquella mano sutil, diestra y joven en otro lugar, para sentirla en todas partes.

—Eso es únicamente en teoría. —Se inclinó hacia delante, pero lentamente, como para hipnotizarme, una inicitiva que le funcionó. Su aliento despedía un olor agradable y fresco. Se quedó ahí hasta que yo le besé primero, humillándome, pero llena de ardor, y entonces sus labios se fundieron totalmente con los míos, con una pasión contenida que me produjo un hormigueo en el estómago. Podría haber acabado pasando la noche apoyada en ese sedoso pecho, si él no me hubiese puesto la mano en el pelo para coger un mechón.

—Eres maravillosa —comentó.

Me escapé de él por debajo de su brazo bronceado.

—Tú también, encanto, pero olvídalo.

Frank se rió con un buen humor sorprendente.

—Muy bien. Si cambias de opinión, avísame. No tienes que estar tan sola, si no quieres. Podríamos simplemente tener una de esas estupendas conversaciones que tú insistes en evitar.

—Vete, por favor. Ya vale.

Frank cogió su cuaderno de dibujo y se fue con tanta discreción como Robert Oliver se había ido del estudio la noche antes, cerrando incluso respetuosamente la puerta al salir, como para demostrarme la madurez de la que yo no lo creía capaz. Cuando tuve la certeza de que había salido del edificio, me tiré sobre la cama, me limpié la boca con el dorso de la manga y hasta lloré un poco, pero con fuerza.

67

1879

Cuando su tren llega a la costa, es de noche y los dos están en silencio; ella está agotada, su velo un poco manchado de hollín, lo que le produce la sensación de que no ve bien. En Fécamp se preparan para salir del tren y subirse a un carruaje en dirección a Étretat. Olivier coge sus maletas de menor tamaño del estante del compartimento en el que han estado hablando durante todo el día (los baúles se los llevarán los mozos) y cuando se pone de pie, a ella le da la impresión de que está agarrotado, de que debajo de su traje de viaje bien confeccionado su cuerpo está indudablemente viejo, de que no tiene sentido que le ponga la mano en el codo mientras habla con ella, no porque él no sea Yves, sino porque no es joven. Sin embargo, se vuelve a sentar y le coge de la mano. Ambos llevan guantes.

—Te cojo de la mano —le dice él—, porque puedo, y porque es la mano más hermosa del mundo.

Ella no puede decir nada equiparable a eso, y el tren traquetea al frenar. Por el contrario, retira la mano, se quita el guante y vuelve a unirla a la de él. Olivier la levanta para examinarla, y bajo la tenue luz del compartimento ella la ve objetivamente, repara como siempre en que sus dedos son demasiado largos, la mano entera demasiado grande para la pequeña muñeca, en que tiene pintura azul en las yemas del pulgar y el índice. Cree que él besará su mano, pero únicamente inclina la cabeza, como si reflexionase sobre algo íntimo, y se la suelta. A continuación Olivier se levanta con agilidad, coge sus maletas y le cede cortésmente el paso para que abandone el compartimento antes que él.

El revisor le ayuda a salir a la noche, que huele a carbón y campos húmedos. El monstruoso tren que dejan atrás sigue resoplando, el vapor blanco del motor contrasta con las oscuras hileras de casas, las siluetas de los maquinistas y los pasajeros son imprecisas. En el carruaje, Olivier la acomoda cuidadosamente en un asiento junto a él; los caballos arrancan y, por enésima vez, ella se pregunta por qué ha accedido a hacer semejante viaje. ¿Ha sido por la insistencia de Yves o porque Olivier quería que ella viniese con él? ¿O porque ella misma quería y ha sido demasiado cobarde para disuadir a Yves, demasiado curiosa?

Cuando llegan, Étretat es una imagen borrosa de lámparas de gas y calles adoquinadas. Olivier le da una mano para ayudarla a bajar, y ella se arrebuja en su capa y se despereza discretamente (también está agarrotada tras el viaje). La brisa huele a agua salada; en algún lugar, ahí fuera, está el Canal, emitiendo su solitario sonido. Étretat tiene el aspecto herido de un centro turístico sorprendido en temporada baja. Ella ya conoce aquella melodía, conoce esta ciudad de visitas anteriores, pero esta noche le parece un destino nuevo, una zona selvática, los confines de la Tierra. Ahora Olivier está dando unas cuantas instrucciones sobre el equipaje de ambos. Cuando ella se atreve a lanzar una mirada hacia su perfil, él le resulta distante, triste. ¿Qué décadas lo han traído hasta aquí? ¿Visitó esta costa con su mujer tiempo atrás? ¿Puede ella preguntarle algo así? A la luz de las farolas, el rostro de Olivier le parece arrugado, sus labios elegantes, delicados, arrugados también. En las ventanas del primer piso de una de las altas casas con chimenea que hay al otro lado de la estación, alguien ha encendido unas velas; ella puede apreciar una silueta que se mueve en el interior, quizás una mujer que está ordenando una habitación antes de irse a la cama. Se pregunta cómo será la vida en aquella casa y por qué a ella misma le ha tocado vivir en otra distinta, en París; piensa en lo fácil que habría sido para el destino hacer semejante trueque.

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