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Authors: Alejo Carpentier

Tags: #Relato

El reino de este mundo (7 page)

BOOK: El reino de este mundo
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Y así iba pasando el tiempo, entre siestas y desperezos, creyéndose un poco Virginia, un poco Atala, a pesar de que a veces, cuando Leclerc andaba por el sur, se solazara con el ardor juvenil de algún guapo oficial. Pero una tarde, el peluquero francés que la peinaba con ayuda de cuatro operarios negros, se desplomó en su presencia, vomitando una sangre hedionda a medio coagular. Con su corpiño moteado de plata, un horroroso aguafiestas había comenzado a zumbar en el ensueño tropical de Paulina Bonaparte.

7. SAN TRASTORNO

A la mañana siguiente, instada por Leclerc que acababa de atravesar pueblos diezmados por la epidemia, Paulina huyó a la Tortuga seguida por el negro Solimán y las camaristas cargadas de hatos. Los primeros días se distrajo bañándose en una ensenada arenosa y hojeando las memorias del cirujano Alejandro Oliverio Oexmelin, que tan bien había conocido los hábitos y fechorías de los corsarios y bucaneros de América, de cuya turbulenta vida en la isla quedaban las ruinas de una fea fortaleza. Se reía cuando el espejo de su alcoba le revelaba que su tez bronceada por el sol, se había vuelto la de espléndida mulata. Pero aquel descanso fue de corta duración. Una tarde, Leclerc desembarcó en la Tortuga con el cuerpo destemplado por siniestros escalofríos. Sus ojos estaban amarillos. El médico militar que lo acompañaba le hizo administrar fuertes dosis de ruibarbo.

Paulina estaba aterrorizada. A su mente volvían imágenes, muy desdibujadas, de una epidemia de cólera en Ajaccio. Los ataúdes que salían de las casas en hombros de hombres negros; las viudas veladas de negro, que aullaban al pie de las higueras; las hijas, vestidas de negro, que se querían arrojar a las tumbas de los padres, y a quienes había que sacar de los cementerios a rastras. De pronto se sentía angustiada por la sensación de encierro que había tenido muchas veces, en la infancia. La Tortuga, con su tierra reseca, sus peñas rojizas, sus eriales de cactos y chicharras, su mar siempre visible, se le asemejaba, en estos momentos, a la isla natal. No había fuga posible. Detrás de aquella puerta estorbaba un hombre que había tenido la torpeza de traer la muerte apretada entre los entorchados. Convencida del fracaso de los médicos, Paulina escuchó entonces los consejos de Solimán, que recomendaba sahumerios de incienso, índigo, cáscaras de limón, y oraciones que tenían poderes extraordinarios como la del Gran Juez, la de San Jorge y la de San Trastorno. Dejó lavar las puertas de la casa con plantas aromáticas y desechos de tabaco. Se arrodilló a los pies del crucifijo de madera obscura, con una devoción aparatosa y un poco campesina gritando con el negro, al final de cada rezo:
Malo, Presto, Pasto, Effacio, Amén.
Además aquellos ensalmos, lo de hincar clavos en cruz en el tronco de un limonero, revolvían en ella un fondo de vieja sangre corsa, más cercano de la viviente cosmogonía del negro que de las mentiras del Directorio, en cuyo descreimiento había cobrado conciencia de existir. Ahora se arrepentía de haberse burlado tan a menudo de las cosas santas por seguir las modas del día. La agonía de Leclerc, acreciendo su miedo, la hizo avanzar más aún hacia el mundo de poderes que Solimán invocaba con sus conjuros, en verdadero amo de la isla, único defensor posible contra el azote de la otra orilla, único doctor probable ante la inutilidad de los recetarios. Para evitar que los miasmas malignos atravesaran el agua, el negro ponía a bogar pequeños barcos, hechos de un medio coco, todos empavesados con cintas sacadas del costurero de Paulina, que eran otros tantos tributos a Aguasú, Señor del Mar. Una mañana, Paulina descubrió un gálibo de barco de guerra en la impedimenta de Leclerc. Corriendo lo llevó a la playa, para que Solimán añadiera esa obra de arte a sus ofrendas. Había que defenderse de la enfermedad por todos los medios: promesas, penitencias, cilicios, ayunos, invocaciones a quien las escuchara, aunque a veces parara la oreja velluda el Falso Enemigo de su infancia. Súbitamente, Paulina comenzó a andar por la casa de manera extraña, evitando poner los pies sobre la intersección de las losas, que sólo se cortaban en cuadro —era cosa sabida— por impía instigación de los francmasones, deseosos de que los hombres pisaran la cruz a todas horas del día. Ya no eran esencias odorantes, frescas aguas de menta, las que Solimán derramaba sobre su pecho, sino untos de aguardiente, semillas machacadas, zumos pringosos y sangre de aves. Una mañana, las camaristas francesas descubrieron con espanto, que el negro ejecutaba una extraña danza en torno a Paulina, arrodillada en el piso, con la cabellera suelta. Sin más vestimenta que un cinturón del que colgaba un pañuelo blanco a modo de cubre sexo, el cuello adornado de collares azules y rojos, Solimán saltaba como un pájaro, blandiendo un machete enmohecido. Ambos lanzaban gemidos largos, como sacados del fondo del pecho, que parecían aullidos de perro en noche de luna. Un gallo degollado aleteaba todavía sobre un reguero de granos de maíz. Al ver que una de las fámulas contemplaba la escena, el negro, furioso, cerró la puerta de un puntapié. Aquella tarde, varias imágenes de santos aparecieron colgadas de las vigas del techo, con la cabeza abajo. Solimán no se separaba ya de Paulina, durmiendo en su alcoba sobre una alfombra encarnada.

La muerte de Leclerc, agarrado por el vómito negro, llevó a Paulina a los umbrales de la demencia. Ahora el trópico se le hacía abominable, con sus buitres pacientes que se instalaban en los techos de las casas donde alguien sudaba la agonía. Luego de hacer colocar el cadáver de su esposo, vestido con uniforme de gala, dentro de una caja de madera de cedro, Paulina se embarcó presurosamente a bordo del
Switshure
, enflaquecida, ojerosa, con el pecho cubierto de escapularios. Pero pronto el viento del este, la sensación de que París crecía delante de la proa, el salitre que iba mordiendo la argollas del ataúd, empezaron a quitar cilicios a la joven viuda. Y una tarde en que la mar picada hacía crujir tremendamente los maderos de la quilla, sus velos de luto se enredaron en las espuelas de un joven oficial, especialmente encargado de honrar y custodiar los restos del general Leclerc. En la cesta que contenía sus ajados disfraces de criolla viajaba un amuleto a Papá Legba, trabajado por Solimán, destinado a abrir a Paulina Bonaparte todos los caminos que la condujeron a Roma.

La partida de Paulina señaló el ocaso de toda sensatez en la colonia. Con el gobierno de Rochambeau los últimos propietarios de la Llanura, perdida la esperanza de volver al bienestar de antaño, se entregaron a una vasta orgía sin coto ni tregua. Nadie hacía caso de los relojes, ni las noches terminaban porque hubiera amanecido. Había que agotar el vino, extenuar la carne, estar de regreso del placer antes de que una catástrofe acabara con una posibilidad de goce. El gobernador dispensaba favores a cambio de mujeres. Las damas del Cabo se mofaron del edicto del difunto Leclerc, disponiendo que «las mujeres blancas que se hubiesen prostituido con negros fuesen devueltas a Francia, cualquiera que fuese su rango». Muchas hembras se dieron al tribadismo, exhibiéndose en los bailes con mulatas que llamaban sus
cocottes.
Las hijas de esclavos eran forzadas en plena infancia. Por ese camino se llegó muy pronto al horror. Los días de fiesta, Rochambeau comenzó a hacer devorar negros por sus perros, y cuando los colmillos no se decidían a lacerar un cuerpo humano, en presencia de tantas brillantes personas vestidas de seda, se hería a la victima con una espada, para que la sangre corriera, bien apetitosa. Estimando que con ello los negros se estarían quietos, el gobernador había mandado a buscar centenares de mastines a Cuba:

—On leur fera bouffer du noir!

El día que la nave vista por Ti Noel entró en la rada del Cabo, se emparejó con otro velero que venía de la Martinica, cargado de serpientes venenosas que el general quería soltar en la Llanura para que mordiera a los campesinos que vivían en casas aisladas y daban ayuda a los cimarrones del monte. Pero esas serpientes, criaturas de Damballah, habrían de morir sin haber puesto huevos, desapareciendo al mismo tiempo que los últimos colonos del antiguo régimen. Ahora, los Grandes Loas favorecían las armas negras. Ganaban batallas quienes tuvieran dioses guerreros que invocar.

Ogún Badagrí guiaba las cargas al arma blanca contra las últimas trincheras de la Diosa Razón. Y, como en todos los combates que realmente merecen ser recordados porque alguien detuviera el sol o derribara murallas con una trompeta, hubo, en aquellos días, hombres que cerraron con el pecho desnudo las bocas de cañones enemigos y hombres que tuvieron poderes para apartar de su cuerpo el plomo de los fusiles. Fue entonces cuando aparecieron en los campos unos sacerdotes negros, sin tonsura ni ordenación, que llamaban los Padres de la Sabana. En lo de decir latines sobre el jergón de un agonizante eran tan sabios como los curas franceses. Pero se les entendía mejor, porque cuando recitaban el Padre Nuestro o el Avemaría sabían dar al texto acentos e inflexiones que eran semejantes a las de otros himnos por todos sabidos. Por fin ciertos asuntos de vivos y de muertos empezaban a tratarse en familia.

III

«En todas partes se encontraban coronas reales, de oro, entre las cuales había unas tan gruesas, que apenas si podían levantarse del suelo.»

KARL RITTER, testigo del saqueo de Sans-Souci.

1. LOS SIGNOS

Un negro, viejo pero firme aún sobre sus pies juanetudos y escamados, abandonó la goleta recién atracada al muelle de Saint-Marc. Muy lejos, hacia el Norte, una cresta de montañas dibujaba, con un azul apenas más obscuro que el del cielo, un contorno conocido. Sin esperar más, Ti Noel agarró un grueso palo de guayacán y salió de la ciudad. Ya estaban lejos los días en que un terrateniente santiaguero lo ganara por un órdago de mus a Monsieur Lenormand de Mezy, muerto poco después en la mayor miseria. Bajo la mano de su amo criollo había conocido una vida mucho más llevadera que la impuesta antaño a sus esclavos por los franceses de la Llanura del Norte. Así, guardando las monedas que el amo le había dado de aguinaldo, año tras año, había logrado pagar la suma que le exigiera el patrón de un barco pesquero para viajar en cubierta. Aunque marcado por dos hierros, Ti Noel era un hombre libre. Andaba ahora sobre una tierra en que la esclavitud había sido abolida para siempre.

En su primera jornada de marcha alcanzó las riberas del Artibonite, tumbándose al amparo de un árbol para hacer noche. Al amanecer echó a andar de nuevo, siguiendo un camino que se alargaba entre parras silvestres y bambúes. Los hombres que lavaban caballos le gritaban cosas que no entendía muy bien, pero a las que respondía a su manera, hablando de lo que se le antojara. Además, Ti Noel nunca estaba solo aunque estuviese solo. Desde hacía mucho tiempo había adquirido el arte de conversar con las sillas, las ollas, o bien con una vaca, una guitarra, o con su propia sombra. Aquí la gente era alegre. Pero, a la vuelta de un sendero, las plantas y los árboles parecieron secarse, haciéndose esqueletos de plantas y de árboles, sobre una tierra que, de roja y grumosa, había pasado a ser como de polvo de sótano. Ya no se veían cementerios claros, con sus pequeños sepulcros de yeso blanco, como templos clásicos del tamaño de perreras. Aquí los muertos se enterraban a orillas del camino, en una llanura callada y hostil, invadida por cactos y aromos. A veces, una cobija abandonada sobre sus cuatro horcones significaba una huida de los habitantes ante miasmas malévolos. Todas las vegetaciones que ahí crecían tenían filos, dardos, púas y leches para hacer daño. Los pocos hombres que Ti Noel se encontraba no respondían al saludo, siguiendo con los ojos pegados al suelo, como el hocico de sus perros. De pronto el negro se detuvo, respirando hondamente. Un chivo, ahorcado, colgaba de un árbol vestido de espinas. El suelo se había llenado de advertencias: tres piedras en semicírculo, con una ramita quebrada en ojiva a modo de puerta. Más adelante, varios pollos negros, atados por una pata, se mecían, cabeza abajo, a lo largo de una rama grasienta. Por fin, al cabo de los Signos, un árbol particularmente malvado, de tronco erizado de agujas negras, se veía rodeado de ofrendas. Entre sus raíces habían encajado —retorcidas, sarmentosas, despitorradas— varias Muletas de Legba, el Señor de los Caminos. Ti Noel cayó de rodillas y dio gracias al cielo por haberle concedido el júbilo de regrresar a la tierra de los Grandes Pactos. Porque él sabía —y lo sabían todos los negros franceses de Santiago de Cuba— que el triunfo de Dessalines se debía a una preparación tremenda, en la que habían intervenido Loco, Petro, Ogún Ferraille, Brise-Pimba, Caplaou-Pimba, Marinette Bois-Cheche y todas las divinidades de la pólvora y del fuego, en una serie de caídas en posesión de una violencia tan terrible que ciertos hombres habían sido lanzados al aire o golpeados contra el suelo por los conjuros. Luego, la sangre, la pólvora, la harina de trigo y el polvo del café se habían amasado hasta constituir la Levadura capaz de hacer volver la cabeza a los antepasados, mientras latían los tambores consagrados y se entrechocaban sobre una hoguera los hierros de los iniciados. En el colmo de la exaltación, un inspirado se había montado sobre las espaldas de dos hombres que relinchaban, trabados en piafante perfil de centauro, descendiendo, como a galope de caballo, hacia el mar que, más allá de la noche, más allá de muchas noches, lamía las fronteras del mundo de los Altos Poderes.

2. SANS-SOUCI

Al cabo de varios días de marcha, Ti Noel comenzó a reconocer ciertos lugares. Por el sabor del agua, supo que se había bañado muchas veces, pero más abajo, en aquel arroyo que serpeaba hacia la costa. Pasó cerca de la caverna en que Mackandal otrora, hiciera macerar sus plantas venenosas. Cada vez más impaciente, descendió por el angosto valle de Dondón, hasta desembocar en la Llanura del Norte. Entonces, siguiendo la orilla del mar, se encaminó hacia la antigua hacienda de Lenormand de Mezy.

Por las tres ceibas situadas en vértices de triángulo comprendió que había llegado. Pero ahí no quedaba nada: ni añilería, ni secaderos, ni establos, ni bucanes. De la casa, una chimenea de ladrillos que habían cubierto las yedras de antaño, ya degeneradas por tanto sol sin sombra; de los almacenes, unas losas encajadas en el barro; de la capilla, el gallo de hierro de la veleta. Aquí y allá se erguían pedazos de pared, que parecían gruesas letras rotas. Los pinos, las parras, los árboles de Europa, habían desaparecido, así como la huerta donde, en otros tiempos, había comenzado a blanquear el espárrago, a espesarse el corazón de la alcachofa, entre un respiro de menta y otro de mejorana. La hacienda toda estaba hecha un erial atravesado por un camino. Ti Noel se sentó sobre una de las piedras esquineras de la antigua vivienda, ahora piedra como otra cualquiera para quien no recordase tanto. Estaba hablando con las hormigas cuando un ruido inesperado le hizo volver la cabeza. Hacia él venían, a todo trote, varios jinetes de uniformes resplandecientes, con dormanes azules cubiertos de agujetas y paramentos, cuello de pasamanería, entorchados de mucho fleco, pantalones de gamuza galonada, chacós con penacho de plumas celeste y botas a lo húsar. Habituado a los sencillos uniformes coloniales españoles, Ti Noel descubría de pronto, con asombro, las pompas de un estilo napoleónico, que los hombres de su raza habían llevado a un grado de boato ignorado por los mismos generales del Corso. Los oficiales pasaron por su lado, como metidos en una nube de polvo de oro, alejándose hacia Millot. El viejo, fascinado, siguió el rastro de sus caballos en la tierra del camino.

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