Pero Ti Noel halló a la ciudad entera en espera de una muerte. Era como si todas las ventanas y puertas de las casas, todas las celosías, todos los ojos de buey, se hubiesen vuelto hacia la sola esquina del Arzobispado, en una expectación de tal intensidad que deformaba las fachadas en muecas humanas. Los techos estiraban el alero, las esquinas adelantaban el filo y la humedad no dibujaba sino oídos en las paredes. En la esquina del Arzobispado un rectángulo de cemento acababa de secarse, haciéndose mampostería con la muralla, pero dejando una gatera abierta. De aquel agujero, negro como boca desdentada, brotaban de súbito unos alaridos tan terribles que estremecían toda la población, haciendo sollozar los niños en las casas. Cuando esto ocurría las mujeres embarazadas se llevaban las manos al vientre y algunos transeúntes echaban a correr sin acabar de persignarse. Y seguían los aullidos, los gritos sin sentido, en la esquina del Arzobispado hasta que la garganta, rota en sangre, se terminara de desgarrar en anatemas, amenazas obscuras, profecías e imprecaciones. Luego era un llanto, un llanto sacado del fondo del pecho, con lloriqueos de rorro metidos en voz de anciano, que resultaba más intolerable aún que lo de antes. Al fin, las lágrimas se deshacían en un estertor en tres tiempos, que iba muriendo con larga cadencia asmática, hasta hacerse mero respiro. Y esto se repetía día y noche, en la esquina del Arzobispado. Nadie dormía en el Cabo. Nadie se atrevía a pasar por las calles aledañas. Dentro de las viviendas se rezaba en voz baja, en las habitaciones más retiradas. Y es que nadie hubiera tenido la audacia siquiera, de comentar lo que estaba ocurriendo. Porque aquel capuchino que estaba emparedado en el edificio del Arzobispado, sepultado en vida dentro de su oratorio, era Cornejo Breille, duque del Anse, confesor de Henri Christophe. Había sido condenado a morir ahí, al pie de una pared recién repellada, por el delito de quererse marchar a Francia conociendo todos los secretos del rey, todos los secretos de la Ciudadela, sobre cuyas torres encarnadas había caído el rayo varias veces ya. La reina María Luisa podía implorar en vano, abrazándose a las botas de su esposo. Henri Christophe, que acababa de insultar a San Pedro por haber mandado una nueva tempestad sobre su fortaleza, no iba a asustarse por las ineficientes excomuniones de un capuchino francés. Además, por si podía quedar alguna duda, Sans-Souci tenía un nuevo favorito: un capellán español de larga teja, tan dado a ir, correr y decir, como aficionado a salmodiar la misa con hermosa voz de bajo, al que todos llamaban el padre Juan de Dios. Cansado del garbanzo y la cecina de los toscos españoles de la otra vertiente, el fraile astuto se encontraba muy bien en la corte haitiana, cuyas damas lo colmaban de frutas abrillantadas y vinos de Portugal. Se rumoraba que ciertas frases suyas, dichas como despreocupadamente, en presencia de Christophe, un día en que enseñaba sus lebreles a saltar por el rey de Francia, eran la causa de la terrible desgracia de Cornejo Breille.
Al cabo de una semana de encierro, la voz del capuchino emparedado se había hecho casi imperceptible, muriendo en un estertor más adivinado que oído. Y luego, había sido el silencio, en la esquina del Arzobispado. El silencio demasiado prolongado de una ciudad que ha dejado de creer en el silencio y que sólo un recién nacido se atrevió a romper con un vagido ignorante, reencaminando la vida hacia su sonoridad habitual de pregones, abures, comadreos y canciones de tender la ropa al sol. Entonces fue cuando Ti Noel pudo echar algunas cosas dentro de su saco, consiguiendo de un marino borracho las monedas suficientes para beberse cinco vasos de aguardiente, uno encima del otro. Tambaleándose a la luz de la luna, tomó el camino de regreso, recordando vagamente una canción de otros tiempos, que solía cantar siempre que volvía de la ciudad. Una canción en la que se decían groserías a un rey. Eso era lo importante:
a un rey.
Así, insultando a Henri Christophe, cansándose de imaginarias exoneraciones en su corona y su prosapia, encontró tan corto el andar que cuando se echó sobre su jergón de barba de indio llegó a preguntarse si había ido realmente a la Ciudad del Cabo.
—Quasi palma exaltata sum in Cades, et quasi plantatio rosae in Jericho. Quasi oliva speciosa in campis, et quasi platanus exaltata sum juxta aquam in plateis. Sicut cinnamonum et balsamum aromatizans odorem dedi: quasi myrrah electa dedi suavitatem odoris.
Sin entender los latines dichos por Juan de Dios González con inflexiones abaritonadas el más seguro efecto, la reina María Luisa hallaba aquella mañana una misteriosa armonía entre el olor del incienso, la fragancia de los naranjos de un patio cercano y ciertas palabras de la Lección litúrgica que aludían a perfumes conocidos cuyos nombres se estampaban sobre los potes de porcelana del apotecario de Sans-Souci. Henri Christophe, en cambio, no lograba seguir la misa con la atención recomendable, pues sentía su pecho oprimido por un inexplicable desasosiego. Contra el parecer de todos, había querido que la misa de Asunción se cantara en la iglesia de Limonade, cuyos mármoles grises, delicadamente veteados, daban una deleitosa impresión de frescor, haciendo que se sudara un poco menos bajo las casacas abrochadas y el peso de las condecoraciones. Sin embargo, el rey se sentía rodeado de fuerzas hostiles. El pueblo que lo había aclamado a su llegada estaba lleno de malas intenciones, al recordar demasiado, sobre una tierra fértil, las cosechas perdidas por estar los hombres ocupados en la construcción de la Ciudadela. En alguna casa retirada —lo sospechaba— habría una imagen suya hincada con alfileres o colgada de mala manera con un cuchillo encajado en el lugar del corazón. Muy lejos se alzaba, a ratos, un pálpito de tambores que no tocaban, probablemente, en rogativas por su larga vida. Pero ya se daba comienzo al Ofertorio.
—¡Assumpta est Maria, in caelum; gaudent Angeli, laudantes benedicunt Dominum, alleluia!
De pronto, Juan de Dios González comenzó a retroceder hacia las butacas reales, resbalando torpemente sobre los tres peldaños de mármol. La reina dejó caer el rosario. El rey llevó la mano a la empuñadura de la espada. Frente al altar, de cara a los fieles otro sacerdote se había erguido, como nacido del aire, con pedazos de hombros y de brazos aun mal corporizados. Mientras el semblante iba adquiriendo firmeza y expresión, de su boca sin labios, sin dientes, negra como agujero de gatera, surgía una voz tremebunda que llenaba la nave con vibraciones de órgano a todo registro, haciendo temblar los vitrales en sus plomos.
—Absolve Domine, animas ominum fidelium defunctorum ab omni vinculo delictorum…
El nombre de Cornejo Breille se atravesó en la garganta de Christophe, dejándolo sin habla. Porque era el arzobispo emparedado, de cuya muerte y podredumbre sabían todos, quien estaba allí, en medio del altar mayor, ornado por sus pompas eclesiásticas, clamando el
Dies Irae.
Cuando, en el trueno de un redoble de timbal, sonaron las palabras
Coget omnes ante thronus,
Juan de Dios González se desplomó, gimiendo, a los pies de la reina. Henri Christophe, desorbitado, soportó hasta el
Rex tremendae majestatis.
En ese momento, un rayo que sólo ensordeció sus oídos cayó sobre la torre de la iglesia, rajando a un tiempo todas las campanas. Los chantres, los incensarios, el facistol, el púlpito, habían quedado abajo. El rey yacía sobre el piso, paralizado, con los ojos fijos en las vigas del techo. Pero ahora, de un gran salto, el espectro había ido a sentarse sobre una de esas vigas, precisamente donde lo viera Christophe, aspándose de mangas y de piernas, como para lucir más ancho y sangriento el brocado. En sus oídos crecía un ritmo que tanto podía ser el de sus propias venas como el de los tambores golpeados en la montaña. Sacado de la iglesia en brazos de sus oficiales, el rey masculló vagas maldiciones, amenazando de muerte a todos los vecinos de Limonade si cantaban los gallos. Mientras recibía los primeros cuidados de María Luisa y de las princesas, los campesinos, aterrorizados por el delirio del monarca, comenzaron a bajar gallinas y gallos, metidos en canastas, a la noche de los pozos profundos, para que se olvidaran de cloqueos y fanfarronadas. Los burros eran espantados al monte bajo una lluvia de palos. Los caballos eran amordazados para evitar malas interpretaciones de relinchos.
Y aquella tarde, la pesada carroza real entró en la explanada de honor de Sans-Souci al galope de sus seis caballos. Con la camisa abierta, el rey fue subido a sus habitaciones. Cayó en la cama como un saco de cadenas. Más córnea que iris, sus ojos expresaban un furor sacado de lo hondo, por no poder mover los brazos ni las piernas. Los médicos comenzaron a frotar su cuerpo inerte con una mezcla de aguardiente, pólvora y pimienta roja. En todo el palacio, las medicinas, tisanas, sales y ungüentos sahumaban la tibieza de los salones demasiado llenos de funcionarios y cortesanos. Las princesas Atenais y Amatista lloraron en el escote de la institutriz norteamericana. La reina, poco preocupada por la etiqueta en aquellos momentos, se había agachado en un rincón de la antecámara para vigilar el hervor de un cocimiento de raíces, puesto a calentar sobre una hornilla de carbón de leña cuyo reflejo de llama verdadera daba raro realismo al colorido de un Gobelino que adornaba la pared, mostrando a Venus la fragua de Vulcano. Su Majestad pidió un abanico para avivar el fuego demasiado lento. Se respiraba una mala atmósfera en aquel crepúsculo de sombras harto impacientes por abrazarse a las cosas. No acababa de saberse si realmente sonaban tambores, en la montaña. Pero, a veces, un ritmo caído de altas lejanías se mezclaba extrañamente con el Avemaría que las mujeres rezaban en el Salón de Honor, hallando inconfesadas resonancias en más de un pecho.
El domingo siguiente, a la puesta del sol, Henri Christophe tuvo la impresión de que sus rodillas, sus brazos, aun entumecidos, responderían a un gran esfuerzo de voluntad. Dando pesadas vueltas para salir de la cama, dejó caer sus pies al suelo, quedando, como quebrado de cintura, de media espalda sobre el lecho. Su lacayo Solimán lo ayudó a enderezarse. Entonces el rey pudo andar hasta la ventana, con pasos medidos, como un gran autómata. Llamadas por el servidor, la reina y las princesas entraron quedamente en la habitación, colocándose en un rincón obscuro debajo de un retrato ecuestre de Su Majestad. Ellas sabían que en Haut-le-Cap se estaba bebiendo demasiado. En las esquinas había grandes calderos llenos de sopas y carmes abucanadas, ofrecidas por cocineras sudorosas que tamborileaban sobre las mesas con espumaderas y cucharones. En un callejón de gritos y risas bailaban los pañuelos de una calenda.
El rey aspiraba el aire de la tarde con creciente alivio del peso que había agobiado su pecho. La noche salía ya de las faldas de las montañas, difuminando el contorno de árboles y laberintos. De pronto, Christophe observó que los músicos de la capilla real atravesaban el patio de honor, cargando con sus instrumentos. Cada cual se acompañaba de su deformación profesional. El arpista estaba encorvado, como giboso, por el peso del arpa, aquel otro, tan flaco, estaba como grávido de una tambora colgada de los hombros; otro se abrazaba a un helicón. Y cerraba la marcha un enano, casi oculto por el pabellón de un chinesco, que a cada paso tintineaba por todas las campanillas. El rey iba a extrañarse de que, a semejante hora, sus músicos salieran así, hacia el monte, como para dar un concierto al pie de alguna ceiba solitaria, cuando redoblaron a un tiempo ocho cajas militares. Era la hora del relevo de la guardia. Su Majestad se dio a observar cuidadosamente a sus granaderos, para cerciorarse de que, durante su enfermedad, observaban la rígida disciplina a que los tenía habituados. Pero, de súbito, la mano del monarca se alzó en gesto de colérica sorpresa. Las cajas destimbradas, habían dejado el toque reglamentario, desacompasándose en tres percusiones distintas, producidas, no ya por palillos, sino por los dedos sobre los parches.
—¡Están tocando el manducumán! gritó Christophe, arrojando el bicornio al suelo. En ese instante la guardia rompió filas atravesando en desorden la explanada de honor. Los oficiales corrieron con el sable en claro. De las ventanas de los cuarteles empezaron a descolgarse racimos de hombres con las casacas abiertas y el pantalón por encima de las botas. Se dispararon tiros al aire. Un abanderado laceró el estandarte coronas y delfines del regimiento del Príncipe Real. En medio de la confusión, un pelotón de Caballos Ligeros se alejó del palacio a galope tendido, seguido por las mulas de un furgón lleno de monturas y arneses. Era una desbandada general de uniformes, siempre arreados por las cajas militares golpeadas con los puños. Un soldado palúdico, sorprendido por el motín, salió de la enfermería envuelto en una sábana, ajustándose el barbuquejo de un chacó. Al pasar debajo de la ventana de Christophe hizo un gesto obsceno y escapó a todo correr. Luego, fue la calma del atardecer, con la remota queja de un pavo real. El rey volvió la cabeza. En la noche de la habitación, la reina María Luisa y las princesas Atenais y Amatista lloraban. Ya se sabía por qué la gente había bebido tanto aquel día en Haut-le-Cap.
Christophe echó a andar por su palacio, ayudándose con barandas, cortinas y espaldares de sillas. La ausencia de cortesanos, de lacayos, de guardias, daba una terrible vaciedad a los corredores y estancias. Las paredes parecían más altas, las baldosas, más anchas. El Salón de los Espejos no reflejó más figura que la del rey, hasta el trasmundo de sus cristales más lejanos. Y luego, esos zumbidos, esos roces, esos grillos del artesonado, que nunca se habían escuchado antes, y que ahora, con sus intermitencias y pausas, daban al silencio toda una escala de profundidad. Las velas se derretían lentamente en sus candelabros. Una mariposa nocturna giraba en la sala del consejo. Luego de arrojarse sobre un marco dorado, un insecto caía al suelo, aquí, allá, con el inconfundible golpe de élitros de ciertos escarabajos voladores. El gran salón de recepciones, con sus ventanas abiertas en las dos fachadas, hizo escuchar a Christophe el sonido de sus propios tacones, acreciendo su impresión de absoluta soledad. Por una puerta de servicio bajó a las cocinas, donde el fuego moría bajo los asadores sin carnes. En el suelo, junto a la mesa de trinchar, había varias botellas de vino vacías. Se habían llevado las ristras de ajos colgados del dintel de la chimenea, las sartas de setas dion-dion, los jamones puestos a ahumar. El palacio estaba desierto, entregado a la noche sin luna. Era de quien quisiera tomarlo, pues se habían llevado hasta los perros de caza. Henri Christophe volvió a su piso. La escalera blanca resultaba siniestramente fría y lúgubre a la luz de las arañas prendidas. Un murciélago se coló por el tragaluz de la rotonda, dando vueltas desordenadas bajo el oro viejo del cielo raso. El rey se apoyó en la balaustrada, buscando la solidez del mármol.