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Authors: Alejo Carpentier

Tags: #Relato

El reino de este mundo (11 page)

BOOK: El reino de este mundo
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Una noche en que Solimán y la piamontesa habían quedado solos en la cocina por lo tardío de la hora, el negro, muy ebrio, quiso aventurarse más allá de las estancias destinadas al servicio. Luego de seguir un largo corredor, desembocaron a un patio inmenso, de mármoles azulados por la luna. Dos columnazas superpuestas encuadraban ese patio, proyectando, a media pared, el perfil de los capiteles. Alzando y bajando el farol de andar por las calles, la piamontesa descubrió a Solimán el mundo de estatuas que poblaba una de las galerías laterales. Todas mujeres desnudas, aunque casi siempre provistas de velos justamente llevados por una brisa imaginaria, a donde los reclamara la decencia. Había muchos animales, además, puesto que algunas de esas señoras anidaban un cisne entre los brazos, se abrazaban al cuello de un toro, saltaban entre lebreles o huían de hombres bicorne, con las patas de chivo, que algún parentesco debían de tener con el diablo. Era todo un mundo blanco, frío, inmóvil, pero cuyas sombras se animaban y crecían, a la luz del farol, como si todas aquellas criaturas de ojos en sombras, que miraban sin mirar, giraran en torno a los visitantes de media noche. Con el don que tienen los borrachos de ver cosas terribles con el rabillo del ojo, Solimán creyó advertir que una de las estatuas había bajado un poco el brazo. Algo inquieto, arrastró a la piamontesa hacia una escalera que conducía a los altos. Ahora eran pinturas las que parecían salir de la pared y animarse. De pronto, era un joven sonriente que alzaba una cortina; era un adolescente, coronado de pámpanos, que se llevaba a los labios un caramillo silencioso, o sellaba su propia boca con el índice. Después de atravesar una galería adornada por espejos sobre cuyas lunas habían pintado flores al óleo, la camarera, haciendo un gesto pícaro, abrió una estrecha puerta de nogal, bajando el farol.

En el fondo de aquel pequeño gabinete había una sola estatua. La de una mujer totalmente desnuda, recostada en un lecho, que parecía ofrecer una manzana. Tratando de encontrarse en el desorden del vino, Solimán se acercó a la estatua con pasos inseguros. La sorpresa había asentado un poco su ebriedad. Él conocía aquel semblante; y también el cuerpo, el cuerpo todo, le recordaba algo. Palpó el mármol ansiosamente, con el olfato y la vista metidos en el tacto. Sopesó los senos. Paseó una de sus palmas, en redondo sobre el vientre, deteniendo el meñique en la marca del ombligo. Acarició el suave hundimiento del espinazo, como para volcar la figura. Sus dedos buscaron la redondez de las caderas, la blandura de la corva, la tersura del pecho. Aquel viaje de las manos le refrescó la memoria trayendo imágenes de muy lejos. Él había conocido en otros tiempos aquel contacto. Con el mismo movimiento circular había aliviado este tobillo, inmovilizado un día por el dolor de una torcedura. La materia era distinta, pero las formas eran las mismas. Recordaba, ahora, las noches de miedo, en la Isla de La Tortuga, cuando un general francés agonizaba detrás de una puerta cerrada. Recordaba a la que se hacía rascar la cabeza para dormirse. Y, de pronto, movido por una imperiosa rememoración física, Solimán comenzó a hacer los gestos del masajista, siguiendo camino de los músculos, el relieve de los tendones, frotando la espalda de adentro a afuera, tentando los pectorales con el pulgar, percutiendo aquí y allá. Pero, súbitamente, la frialdad del mármol, subida a sus muñecas como tenazas de muerte, lo inmovilizó en un grito. El vino giró sobre sí mismo. Esa estatua teñida de amarillo por la luz del farol, era el cadáver de Paulina Bonaparte. Un cadáver recién endurecido, recién despojado de pálpito y de mirada, al que tal vez era tiempo todavía de hacer regresar a la vida. Con voz terrible, como si su pecho se desgarrara el negro comenzó a dar llamadas grandes llamadas, en la vastedad del Palacio Borghese. Y tan primitiva se hizo su estampa, tanto golpearon sus talones en el piso, haciendo de la capilla de abajo cuerpo de tambor, que la piamontesa, horrorizada, huyó escaleras abajo, dejando a Solimán de cara a cara con la Venus de Cánova.

El patio se llenó de candiles y de faroles. Despiertos por la voz que tan tremendamente resonaba en el segundo piso, los lacayos y cocheros salían de sus cuartos, en camisa, sujetándose las bragas. La aldaba de la puerta cochera sonó con eco, abriendo paso a los gendarmes de la ronda, que entraron en fila, seguidos por varios vecinos alarmados. Al ver iluminarse los espejos, el negro se volvió bruscamente. Aquellas luces, esas gentes aglomeradas en el patio entre estatuas de mármol blanco, la evidente silueta de los bicornios, los uniformes ribeteados de claro, la fría curva de un sable desenvainado, le recordaron en el segundo de un escalofrío, la noche de la muerte de Henri Christophe. Solimán desencajó una ventana de un silletazo y saltó a la calle. Y los primeros maitines lo vieron, todo tembloroso de fiebre —pues había sido agarrrado por el paludismo de los pantanos Pontinos—, invocando a Papá Legba, para que le abriese los caminos del regreso a Santo Domingo. Le quedaba una insoportable sensación de pesadilla en las manos. Le parecía que hubiera caído en trance sobre el yeso de una sepultura, como ocurría a ciertos inspirados de allá, a la vez temidos y reverenciados por los campesinos, porque se entendían mejor que nadie con los Amos de Cementerios. De nada sirvió que la reina María Luisa tratara de calmarlo con un cocimiento de hierbas amargas, de las que recibía del Cabo, vía Londres, por especial merced del Presidente Boyer. Solimán tenía frío. Una niebla inesperada humedecía los mármoles de Roma. El verano se empañaba de hora en hora. Buscando el alivio del servidor, las princesas mandaron a buscar al doctor Antommarchi, el que había sido médico de Napoleón en Santa Elena, a quien algunos atribuían grandes méritos profesionales, sobre todo como homeópata. Pero su receta de píldoras no pasó de la caja. De espaldas a todos, gimoteando hacia la pared adornada con flores amarillas en papel verde, Solimán trataba de alcanzar a un Dios que se encontraba en el lejano Dahomey, en alguna umbrosa encrucijada, con el falo encarnado puesto al descanso sobre una muleta que para eso llevaba consigo:

Papa Legba, l’ouvri barrié-a pou moin, agó yé,

Papa Legha, ouvri barrié-a pou moin, pou moin, passé.

2. LA REAL CASA

Ti Noel era de los que habían iniciado el saqueo del Palacio de Sans-Souci. Por ello se amueblaban de tan rara manera las ruinas de la antigua vivienda de Lenormand de Mezy. Estas seguían sin techo posible, por falta de dos puntos de apoyo en que asentar una viga o un palo largo, pero el machete del anciano había liberado otras piedras desemparejadas, haciendo aparecer pedazos del basamento, un alféizar de ventana, tres peldaños, un trecho de pared que todavía mostraba, pegado al ladrillo, el cimasio del antiguo comedor normando. La noche en que la Llanura se había llenado de hombres, de mujeres, de niños, que llevaban en la cabeza relojes de péndulo, sillas, baldaquines, girándulas, reclinatorios, lámparas y jofainas, Ti Noel había regresado varias veces a Sans Souci. Así, poseía una mesa de Boule frente a la chimenea cubierta de paja que le servía de alcoba, cerrándose la vista con un paraván de Coromandel cubierto de personajes borrosos en fondo de oro viejo. Un pez luna embalsamado, regalo de la Real Sociedad Científica de Londres al príncipe Víctor, yacía sobre las últimas losas de un piso roto por hierbas y raíces, junto a una cajita de música y una bombona cuyo espeso vidrio verde apresaba burbujas llenas de los colores del arco iris. También se había llevado una muñeca vestida de pastora, una butaca con su cojín de tapicería y tres tomos de la Gran Enciclopedia, sobre los cuales solía sentarse para comer cañas de azúcar.

Pero lo que hacía más feliz al anciano era la posesión de una casaca de Henri Christophe, de seda verde, con puños de encaje salmón, que lucía a todas horas, realzando su empaque real con un sombrero de paja trenzada, aplastado y doblado a modo de bicornio, al que añadía una flor encarnada a guisa de escarapela. En las tardes se le veía, en medio de sus muebles plantados al aire libre jugando con la muñeca que abría y cerraba los ojos, o dando cuerda a la cajita de música, que repetía de sol a sol el mismo landler alemán. Ahora, Ti Noel hablaba constantemente. Hablaba, abriéndose de brazos, en medio de los caminos; hablaba a las lavanderas, arrodilladas en los arroyos arenosos con los senos desnudos; hablaba a los chicos que bailaban la rueda. Pero hablaba, sobre todo, cuando se sentaba detrás de su mesa y empuñaba una ramita de guayabo a modo de cetro. A su mente volvían borrosas reminiscencias de cosas contadas por el manco Mackandal hacía tantos años que no acertaba a recordar cuándo había sido. En aquellos días comenzaba a cobrar la certeza de que tenía una misión que cumplir, aunque ninguna advertencia, ningún signo, le hubiera revelado la índole de esa misión. En todo caso, algo grande, algo digno de los derechos adquiridos por quien lleva tantos años de residencia en este mundo y ha extraviado hijos desmemoriados, preocupados tan sólo de sus propios hijos, de este y aquel lado del mar. Por lo demás, era evidente que iban a vivirse grandes momentos. Cuando las mujeres lo veían aparecer en un sendero, agitaban paños claros, en señal de reverencia, como las palmas que un domingo habían festejado a Jesús. Cuando pasaba frente a una choza, las viejas lo invitaban a sentarse, trayéndole un poco de ron clarín en una jícara o una tagarnina recién torcida. Llevado a un toque de tambores, Ti Noel había caído en posesión del rey de Angola, pronunciando un largo discurso lleno de adivinanzas y de promesas. Luego, habían nacido rebaños sobre sus tierras. Porque aquellas nuevas reses que triscaban entre sus ruinas eran, indudablemente, presentes de sus súbditos. Instalado en su butaca, entreabierta la casaca, bien calado el sombrero de paja y rascándose la barriga desnuda con gesto lento, Ti Noel dictaba órdenes al viento. Pero eran edictos de un gobierno apacible, puesto que ninguna tiranía de blancos ni de negros parecía amenazar su libertad. El anciano llenaba de cosas hermosas los vacíos dejados entre los restos de paredes, haciendo de cualquier transeúnte ministro, de cualquier cortador de yerbas general, otorgando baronías, regalando guirnaldas, bendiciendo a las niñas, imponiendo flores por servicios prestados. Así habían nacido la Orden de la Escoba Amarga, la Orden del Aguinaldo, la Orden del Mar Pacifico y la Orden del Galán de Noche. Pero la más requerida de todas era la Orden del Girasol, por lo vistosa. Como el medio enlosado que le Servía de Sala de Audiencias era muy cómodo para bailar, su palacio solía llenarse de campesinos que traían sus trompas de bambú, sus chachas y timbales. Se encajaban maderos encendidos en ramas horquilladas, y Ti Noel, más orondo que nunca con su casaca verde, presidía la fiesta, sentado entre un Padre de la Sabana, representante de la iglesia cimarrona, y un viejo veterano, de los que habían batido a Rochambeau en Vertieres, que para las grandes solemnidades conservaba su uniforme de campaña, de azules marchitos y rojos pasados a fresa por las muchas lluvias que entraban en su casa.

3. LOS AGRIMENSORES

Pero, una mañana aparecieron los Agrimensores. Es necesario haber visto a los Agrimensores en plena actividad para comprender el espanto que puede producir la presencia de esos seres con oficio de insectos. Los Agrimensores que habían descendido a la Llanura, venidos del remoto Port-au-Prince por encima de los cerros nublados, eran hombres callados, de tez muy clara, vestidos —era preciso reconocerlo— de manera bastante normal, que desenrollaban largas cintas sobre el suelo, hincaban estacas, cargaban plomadas, miraban por unos tubos, y por cualquier motivo se erizaban de reglas y de cartabones. Cuando Ti Noel vio que esos personajes sospechosos iban y venían por sus dominios, les habló enérgicamente. Pero los Agrimensores no le hicieron caso. Andaban de aquí para allá, insolentemente, midiéndolo todo y apuntando cosas con gruesos lápices de carpintero, en sus libros grises. El anciano advirtió con furor que hablaban el idioma de los franceses, aquella lengua olvidada por él desde los tiempos en que Monsieur Lenormand de Mezy lo había jugado a las cartas en Santiago de Cuba. Tratándolos de hijos de perra, Ti Noel los conminó a retirarse, gritando de tal manera que uno de los Agrimensores acabó por agarrarlo por el cogote, echándolo del campo de visión de su lente con un fuerte reglazo en la barriga. El viejo se ocultó en su chimenea, sacando la cabeza tras del paraván de Coromandel para ladrar imprecaciones. Pero al día siguiente, andando por la Llanura en busca de algo que comer, observó que los Agrimensores estaban en todas partes y que unos mulatos a caballo, con camisas de cuello abierto, fajas de seda y botas militares, dirigían grandes obras de labranza y deslinde, llevadas a cabo por centenares de negros custodiados. Montados en sus borricos, cargando con las gallinas y los cochinos, muchos campesinos abandonaban sus chozas, entre gritos y llantos de mujeres, para refugiarse en los montes. Ti Noel supo, por un fugitivo, que las tareas agrícolas se habían vuelto obligatorias y que el látigo estaba ahora en manos de Mulatos Republicanos, nuevos amos de la Llanura del Norte.

Mackandal no había previsto esto del trabajo obligatorio. Tampoco Bouckman, el jamaiquino. Lo de los mulatos era novedad en que no pudiera haber pensado José Antonio Aponte, decapitado por el marqués de Someruelos, cuya historia de rebeldía era conocida por Ti Noel desde sus días de esclavitud cubana. De seguro que ni siquiera Henri Christophe hubiera sospechado que las tierras de Santo Domingo irían a propiciar esa aristocracia entre dos aguas, esa casta cuarterona, que ahora se apoderaba de las antiguas haciendas, de los privilegios y de las investiduras. El anciano alzó los ojos llenos de nubes hacia la Ciudadela La Ferrière. Pero su mirada no alcanzaba ya tales lejanías. El verbo de Henri Christophe se había hecho piedra y ya no habitaba entre nosotros. De su persona prodigiosa sólo quedaba, allá en Roma, un dedo que flotaba en un frasco de cristal de roca, lleno de agua de arcabuz. Y por mejor seguir aquel ejemplo, la reina Maria Luisa, luego de llevar a sus hijas a los baños de Carlsbad, había dispuesto por testamento que su pie derecho fuese conservado en alcohol por los capuchinos de Pisa, en una capilla construida gracias a su piadosa munificencia. Por más que pensara, Ti Noel no veía la manera de ayudar a sus súbditos nuevamente encorvados bajo la tralla de alguien. El anciano comenzaba a desesperarse ante ese inacabable retoñar de cadenas, ese renacer de grillos, esa proliferación de miserias, que los más resignados acababan por aceptar como prueba de la inutilidad de toda rebeldía. Ti Noel temió que también le hicieran trabajar sobre los surcos, a pesar de su edad. Por ello, el recuerdo de Mackandal volvió a imponerse a su memoria. Ya que la vestidura de hombre solía traer tantas calamidades, más valía despojarse de ella por un tiempo, siguiendo los acontecimientos de la Llanura bajo aspectos menos llamativos. Tomada esa decisión, Ti Noel se sorprendió de lo fácil que es transformarse en animal cuando se tienen poderes para ello. Como prueba se trepó a un árbol, quiso ser ave, y al punto fue ave. Miró a los Agrimensores desde lo alto de una rama, metiendo el pico en la pulpa violada de un caimito. Al día siguiente quiso ser garañón y fue garañón; mas tuvo que huir prestamente de un mulato que le arrojaba lazos para castrarlo con un cuchillo de cocina. Hecho avispa, se hastió pronto de la monótona geometría de las edificaciones de cera. Transformado en hormiga por mala idea suya, fue obligado a llevar cargas enormes, en interminables caminos, bajo la vigilancia de unos cabezotas que demasiado le recordaban los mayorales de Lenormand de Mezy, los guardias de Christophe, los mulatos de ahora. A veces los cascos de un caballo destrozaban una columna de trabajadores, matando a centenares de individuos. Terminado el suceso los cabezotas volvían a ordenar la fila, se volvía a dibujar el camino, y todo seguía como antes, en un mismo ir y venir afanoso. Como Ti Noel sólo era un disfrazado, que en modo alguno se consideraba solidario de la Especie, se refugió, solo, debajo de su mesa. Que fue, aquella noche, su resguardo contra una llovizna persistente que levantó sobre los campos un pajizo olor de espartos mojados.

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