El Reino del Caos (20 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El Reino del Caos
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Por fin, al siguiente día, cubiertos de polvo, agredidos por la luz áspera y el viento de las alturas que estábamos atravesando, vimos que los umbríos bosques verdes daban paso de pronto a un territorio despejado y ondulante bañado por la luz del sol. A lo lejos se alzaban las torres de adobe amarillo pálido y las altas murallas de la ciudad de Hattusa. Construida sobre amplias laderas verdes, rodeaba una impresionante cumbre rocosa que se elevaba sobre los demás elementos del paisaje.

Cuando nos acercamos más a la ciudad, obreros que cargaban al hombro largos troncos de color claro se detuvieron para observarnos, mientras grupos de trabajadores extranjeros (como los que habíamos visto días antes), atados en fila, trabajaban en los campos. Pero percibí algo raro. Se sujetaban los unos a los otros y parecían inseguros respecto al mundo que los rodeaba. Y entonces caí en la cuenta: casi todos eran ciegos, incluidos los niños. Se movían como personas extraviadas y desesperadas, empeñados en su incansable labor.

—¿Qué les ha pasado? ¿Por qué son ciegos? —pregunté.

Mi reacción no impresionó al embajador.

—Para que no puedan huir a sus países —contestó como si fuera lo más lógico del mundo—. ¿Para qué necesitan la vista ahora? Pueden trabajar perfectamente sin ella.

Y volvió su rostro altanero hacia las torres de Hattusa.

—Bienvenidos a mi ciudad —dijo con orgullo.

19

Hacia nosotros saltaron leones desde la piedra clara del gran portal de la ciudad, encastrado en las altas murallas. No eran leones de terror y guerra, sino de orgullo, magnanimidad y valentía. Atravesamos la puerta, dejamos atrás a los guardias de las torres vigía, seguimos un largo y oscuro túnel triangular que corría bajo enormes murallas y entramos por fin en la capital de nuestros archienemigos.

Una vez en el interior, subimos por un camino ceremonial pavimentado de piedra que serpenteaba entre templos oscuros, almacenes bajos y lo que semejaban silos de grano subterráneos de considerables dimensiones, al lado de amplias oficinas y viviendas de la élite. Hattusa hizo hincapié en la impresionante obra de ingeniería de las terrazas y los viaductos que salvaban audazmente las grietas que rodeaban la ciudadela de roca.

—Esta es la Ciudad Alta. Aquí están todas las oficinas de las que depende el palacio del rey.

Hattusa señaló con la cabeza la prominente acrópolis que se alzaba sobre nosotros, aislada del resto de la ciudad por su gran elevación y por más murallas protectoras de piedra que la circundaban.

—Si tenemos tiempo libre, será un placer para mí enseñaros el templo del dios de las Tormentas. Es una maravilla que debéis ver —añadió, e indicó un inmenso edificio cuyos grandes muros estaban cubiertos de esculturas y relieves de leones y esfinges, tallados en una piedra verde oscuro, del color de las aguas profundas.

—Agradecería mucho la oportunidad de admirarlo —contestó Najt.

Mientras íbamos subiendo, grupos de hititas con vestiduras de excelente lana nos miraron. Algunos saludaron con respeto al embajador e intercambiaron cordiales saludos de bienvenida; pero la mayoría volvió la cara para no mirarnos, y los hubo que hasta escupieron en el suelo cuando pasamos.

El embajador nos enseñó dónde nos alojaríamos, una vivienda de madera y adobe adornada con sencillos frisos.

—Estos son vuestros aposentos. Son sencillos, al estilo hitita, pero espero que os sintáis cómodos. De modo que haced el favor de descansar, lavaros y refrescaros. Esta noche se celebrará un banquete oficial, y mañana por la mañana el rey nos ha concedido audiencia. Espero que sea el primer paso en la feliz resolución de nuestro proyecto. Si necesitáis algo antes de ese momento, estoy a vuestra disposición. Los criados os ayudarán. Hemos apostado guardias, pero tened por seguro que es por vuestra protección. No sois sus prisioneros. Entretanto, debo volver a mi casa, y después veré al rey. He estado ausente mucho tiempo. ¡Tal vez mi esposa haya reparado al fin en mi ausencia!

Esperamos hasta que los guardias hubieron cerrado las puertas de madera al mundo exterior y Simut hubo ordenado a sus guardias que ocuparan sus puestos, y entonces nos sentamos a charlar.

—¿Es de veras este extraño lugar la capital de nuestro gran enemigo? ¡Comparada con Tebas o Menfis, parece primitiva! —dijo Simut.

—La antigua ciudad fue saqueada y casi destruida por el fuego, antes del reinado del padre del rey actual —explicó Najt—. Por lo tanto, se trata de una ciudad relativamente nueva, y desde esa perspectiva resulta más impresionante. De todos modos, yo diría que el rey hitita ha estado más ocupado en sus campañas militares que en la construcción de magníficos edificios. No es lo que yo esperaba. Todo es muy interesante…

Simut me miró y enarcó las cejas, como burlándose del tono prepotente de Najt.

—Es un país extraño en todos los aspectos —dijo—. Y, no obstante, da la impresión de que han creado un imperio que ha llegado a rivalizar con el nuestro en tan solo dos o tres generaciones. ¿Cómo lo han hecho? Parece imposible.

—No te engañes. Pese a todos sus triunfos en el extranjero, el Imperio hitita es joven, inestable y subdesarrollado. Están rodeados de enemigos al norte y al oeste, y por lo tanto han de librar guerras y defender fronteras en varios frentes al mismo tiempo. Carecen de suficientes suministros de grano para alimentar a la población, y por eso dependen del mercado internacional. Además, como habéis visto, el transporte desde los puertos constituye un grave problema porque no tienen un gran río.

—Y pese a todos esos inconvenientes —dije—, han conquistado el imperio de Mitanni, anexionado su territorio al de ellos, y subyugado las grandes ciudades de Karkemish y Ugarit, convirtiendo a sus habitantes en vasallos.

—Eso es lo que considero más alarmante —repuso Simut mientras se quitaba las sandalias y hundía los pies en una palangana de agua fría con un suspiro—. Porque, si un reino joven y bastante primitivo, con escasos recursos y sin ventajas geográficas naturales, ni siquiera un río decente que pueda reclamar como propio, es capaz de destruir Mitanni, y después desafiar la supremacía de Egipto, ¿qué te dice eso sobre los posibles acontecimientos futuros?

Najt asintió, absorto en aquellas palabras.

—Egipto ya no puede vivir de glorias pasadas. Hemos de fijar las condiciones del presente con el fin de conquistar y poseer el futuro. —Rompió el sello de su baúl oficial y abrió la tapa—. De manera que vamos a concentrarnos en la tarea que nos concierne. Será fundamental para el futuro —dijo, al tiempo que extraía con sumo cuidado de su bolsa las tablillas diplomáticas oficiales de la propia reina, envueltas en excelente lino—. Estas son las llaves de dicho futuro. —Rompió el sello de otro baúl, todavía más pesado—. Y aquí están los regalos que harán más apetecible la propuesta de matrimonio. —Dentro había una colección de magníficos objetos de oro: bandejas, copas y estatuillas—. A todos los hombres les encanta el oro. Y harían cualquier cosa por poseerlo.

Contempló los objetos, y su rostro se iluminó de una forma extraña.

20

Aquella tarde, mientras el sol se ponía y arrojaba largas sombras sobre todas partes, el embajador y doce guardias de palacio nos acompañaron a través del barrio del templo, pletórico de construcciones, en dirección a un viaducto que salvaba la garganta rocosa que corría de este a oeste entre la Ciudad Alta y la ciudadela real. Cuando la cruzamos, nos detuvimos para admirar el panorama que se extendía ante nosotros hacia el sur, este y oeste. El embajador indicó los lugares importantes.

—A vuestra izquierda se encuentra el estanque sagrado donde nuestros sacerdotes han de lavarse antes de cualquier servicio religioso en los templos. Como podéis ver, la ciudad de los templos se extiende hacia el sur, y las grandes procesiones se dirigen hacia la Puerta del León al sudoeste, la Puerta del Rey al sudeste y la Puerta de la Esfinge al sur.

Miré el paisaje que se extendía en la distancia, al otro lado de las murallas y torres que rodeaban la ciudad. Una brisa helada soplaba desde la alta meseta y los bosques distantes, transportando el aroma de pino, tomillo y romero, así como el sonido de los cencerros de numerosos rebaños de cabras, ovejas y vacas que regresaban a sus corrales con las últimas luces del día. Los rayos del sol destacaban los detalles de las chozas que había al otro lado de las murallas de la ciudad y los huertos y los espesos bosques que lo rodeaban todo. Percibí el olor amargo del humo de leña que se elevaba desde hogueras domésticas hacia el aire limpio y puro. Pájaros pequeños, con la cola en forma de flecha, se lanzaban en picado y volaban en bandadas sobre nuestras cabezas, cantaban y daban vueltas como en una coreografía. Y en mitad de toda esta extraña belleza, la memoria me traicionó y sentí una punzada de culpa por la muerte de Jety, y otra por haber abandonado a mi familia. Pensé en mi esposa, que había asumido todas las responsabilidades de la familia y dormía sola, sin saber si alguna vez volvería a verme. ¿Puede el amor comunicarse desde una gran distancia? Ojalá.

—Las puertas de la ciudad se cierran por la noche —explicó el embajador—. Los guardias procederán ahora, y el oficial de las puertas las sellará en persona. Los guardias de noche duermen en las garitas. La ciudad es inexpugnable. Por la mañana, los centinelas de las murallas escudriñan el horizonte. Y solo cuando tienen la seguridad de que todo está en orden, las puertas se abren una vez más…

—¡De modo que ahora estamos encerrados en la ciudad de nuestros enemigos! —susurró Simut en mi oído.

—Lo sé. Estamos rodeados y, para ser sincero, no estoy seguro de qué les impide matarnos a todos.

—Estamos aquí bajo la protección oficial de su rey. Eso cuenta mucho.

Mantuve la mano sobre la daga, sin alejarme de Najt.

—¿Qué aspecto tiene Aziru? —le susurré mientras cruzábamos el viaducto.

—Se distingue por su pelo rojo, pero, si se encuentra en la ciudad, no creo que sea tan descuidado como para exhibirse en público.

Llegamos a la garita del extremo, encastrada en espesos muros de piedra, donde un grupo de guardias reales nos esperaba lanza en ristre. Llevaban el pelo largo y unas túnicas sorprendentes, adornadas con motivos repetidos en azul y rojo alrededor del cuello y el dobladillo. Tallada en la piedra por encima de la puerta había una gran águila de dos cabezas con sus arrogantes alas extendidas.

—Es el símbolo del ejército hitita —dijo Simut en voz baja.

Me gustaba mucho menos que los valientes leones que daban la bienvenida en la puerta de la ciudad.

—Y esos son los famosos Lanceros de Oro, la guardia de élite del palacio —añadió Najt—. Haced el favor de mantener los ojos abiertos. Sería una pena que fuera víctima de un asesinato, y más ahora, después de haber llegado tan lejos.

El interior del palacio estaba espectacularmente iluminado por numerosas antorchas que proyectaban abundante humo, pero predominaba una espesa oscuridad. Al final del largo y alto pasadizo, unas puertas de madera tallada estaban abiertas de par en par. Las atravesamos y accedimos a la sala de ceremonias, donde una multitud de nobles hititas se había congregado. Todos iban armados con ostentación. Cuando entramos, el rumor de conversaciones enmudeció y todos los ojos se volvieron hacia nosotros. En silencio, contemplaron a Najt mientras pasaba con lentitud y porte respetuoso frente a una hilera de hostiles dignatarios expectantes, mientras Simut y yo nos manteníamos uno a cada lado de él, a modo de séquito real. No pude evitar echar un vistazo a los presentes en busca de un hombre con el pelo rojo.

Invitaron a Najt a sentarse a una mesa de madera, en una silla de madera tallada de respaldo alto. El embajador se sentó enfrente, y los demás jefes se acomodaron a su alrededor: el mayordomo mayor, hermano del rey, que mantenía una altanera distancia; a continuación, el jefe de la guardia real, el jefe de la mesa real; el escriba jefe; el jefe de los guardaespaldas; y muchos otros que constituían la élite del mundo hitita. A la cabecera de la mesa había un estrado sobre el que descansaba un trono imponente pero vacío.

—El rey hitita no nos honra con su presencia —susurré a Simut.

—No, ni ningún miembro de la familia real. En cualquier caso, la atmósfera no es cordial…

Un centenar de nobles y magnates hititas nos miraban con frialdad a la luz parpadeante de las antorchas. Najt estaba rodeado y superado en número por el enemigo, todos sentados a la mesa de la cena. Estaban inclinados en silencio, como dispuestos a saltar y comerle vivo. Pero consiguió conservar la calma y mantenerse sereno e impávido.

El mayordomo mayor dio una palmada para indicar que trajeran la comida. Entraron criados por las puertas laterales, cargados con bandejas de carnes asadas toscamente, pan, verduras a la brasa y pilas de frutas de intensos colores. Al instante, la atmósfera se relajó. Supongo que la perspectiva de comer mejora el humor incluso de los peores enemigos. Detrás de cada dignatario sentado había, de pie, un probador de comida, y de repente me di cuenta de que yo debería desempeñar ese papel para Najt. Me moría de hambre, y los aromas de los manjares eran maravillosos. Probé cada plato a toda prisa, desgarrado entre el miedo y el apetito. Una vez tuve claro que, al igual que los demás probadores, había sobrevivido, todo el mundo se sentó a disfrutar del festín. Najt se enzarzó en una acalorada y desmañada conversación con el mayordomo mayor, y sus cabezas asentían mientras repetían los rituales y gestos de cortesía. Daba la impresión de que el banquete iba a salir tal como estaba previsto.

Hasta que de repente se oyó una inesperada fanfarria de trompetas anunciando la entrada de un dignatario al que, a juzgar por la expresión aterrada de los nobles hititas, nadie esperaba. Un joven, suntuosamente ataviado, con un exceso de collares de oro alrededor del cuello, el pelo negro, largo y liso, cayendo alrededor de sus facciones afiladas, hizo acto de aparición. Iba acompañado por un grupo de nobles jóvenes, ruidosos y arrogantes, quienes sin duda despreciaban a la generación mayor reunida en el gran salón. A una señal perentoria del mayordomo mayor, las sillas arañaron las baldosas y todo el mundo se levantó con la cabeza gacha. El príncipe, seguido de sus agresivos acompañantes, caminó junto a la mesa del banquete y examinó a la concurrencia; disfrutaba de la inquietud de los nobles. Llegó al trono, acarició los reposabrazos y se apoyó contra él. Pero no se sentó. Miró con indiferencia a su tío, el mayordomo mayor de Hattusa, después al jefe de los guardaespaldas y a los demás jefes. Por fin, examinó a Najt, quien inclinó la cabeza en señal de respeto. Un silencio absoluto reinaba en la sala.

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