—Impresionante. Vuelvo y encuentro a un egipcio, nada más y nada menos que el enviado real de nuestro gran enemigo, cenando a la mesa de mi padre, el rey. ¿Qué demonios estará haciendo aquí? ¿Los egipcios han aceptado la derrota? ¿Han venido a suplicar clemencia?
Su voz estaba preñada de sarcasmo. Sus acompañantes rieron con disimulo. Hattusa hizo acopio de dignidad e inclinó la cabeza.
—Presento al enviado real Najt de Tebas, representante de nuestro hermano Ay, rey de Egipto, al príncipe heredero Arnuwanda, hijo del Sol de nuestra Tierra.
Najt hizo una cuidadosa reverencia, pero el príncipe heredero apenas se limitó a asentir.
—Desconocía los planes de tu visita, enviado real, porque en ese caso habría insistido en estar presente para contemplar a nuestro enemigo entrar bajo las almenas de la ciudad de mi padre.
Hattusa miró de reojo y carraspeó.
—Desconocíamos tu estancia en la ciudad, señor. Te hacíamos lejos, en las guerras, con tu batallón. De haberlo sabido, tu presencia real habría sido nuestro primer pensamiento.
El príncipe heredero le estudió, cogió un racimo de uvas y empezó a pasear mientras las comía con parsimonia.
—Bienvenido, embajador. ¿Cómo te ha ido en la traicionera corte del rey egipcio? ¿Y por qué has invitado a este egipcio a cenar? Habría preferido que hubieras regresado solo con su cabeza…
Sus amigos rieron a mandíbula batiente. El embajador miró al mayordomo mayor, una silenciosa petición de ayuda.
—El rey en persona ha invitado al enviado real Najt. Mañana le concederá audiencia. No cabe duda de que insistirá en que hagas acto de presencia, sabiendo que estás aquí —contestó el mayordomo mayor.
Daba la impresión de que el príncipe heredero respetaba la autoridad de su tío. Asintió con brusquedad, pero continuó comiendo las uvas, de una en una.
—Seré yo quien insista en ello. Estoy ansioso por escuchar el contenido de las cartas del anciano y decrépito rey Ay, de quien nos han dicho que no es más que la sombra de un hombre, apto solo para la tumba. O tal vez el embajador traiga noticias de que el rey egipcio ya ha fallecido, y por eso, desesperado y debilitado, el enviado real ha venido a suplicar la paz. ¡A la cual nosotros nunca accederemos!
Sus acompañantes lanzaron vítores, y los congregados en la sala rieron a coro, pues parecía necesario. En el silencio que siguió, Najt tuvo que responder.
—La paz sería valiosa para nuestros dos grandes imperios —contestó con cautela.
Algunos nobles le abuchearon. El príncipe heredero aprovechó el momento.
—¡«Paz» es una palabra que solo pronuncian los cobardes, los vencidos y los débiles! Nosotros somos hititas. ¡Ansiamos una guerra tan gloriosa que sepulte a Egipto en una gran calamidad durante miles de años!
Los jóvenes y los demás reunidos en la sala demostraron a gritos su aprobación. Dio la impresión de que Najt iba a perder el control de la situación.
—Egipto ha venido a hablar con su hermano, el Sol, rey de los hititas, a quienes respetamos como un igual en la guerra y en la paz. Hemos venido a recordarnos nuestras buenas relaciones. Que todo le vaya bien, y también a nosotros —exclamó en voz alta, con la cautelosa fórmula utilizada en la diplomacia internacional.
La multitud lanzó carcajadas de desdén, y el príncipe heredero aprovechó la oportunidad para volverse hacia su público con las cejas enarcadas, como un actor cómico. Hattusa parecía muy avergonzado.
—¿Buenas relaciones? ¡Qué espectáculo maravilloso, nobles! ¡Egipto ha venido arrastrándose a nosotros! Que todo os vaya bien, de acuerdo, pero no eres nuestro hermano —replicó el príncipe heredero en tono irónico—. Hasta mañana, como invitado de los hititas serás honrado como es debido. Pero como enemigo, entérate de esto: por más palabras aduladoras que viertas en el oído de mi padre el rey, los hititas jamás aceptarán la paz. Hemos conquistado tres imperios en una generación. Y apenas acabamos de empezar: pronto conquistaremos Egipto y vuestros monumentos caerán en ruinas, vuestros nombres tallados en piedra serán destruidos y vuestras glorias se convertirán en polvo. Vuestros dioses se desesperarán y abandonarán vuestros templos y vuestras tierras, y nosotros os pisotearemos y haremos pedazos vuestros palacios. ¡A eso llamo yo buenas relaciones!
Los jóvenes se congregaron alrededor de Najt y demostraron a gritos su aprobación ante sus narices. Fue una falta de respeto inaudita. Najt afrontó tal hostilidad con impecables modales diplomáticos.
—Hemos oído las palabras del príncipe de los hititas, y las recordaremos bien. Traemos buenos deseos y regalos de oro de nuestro gran rey. Traemos respeto por las glorias de los hititas. Traemos la sabiduría del honor a nuestras conversaciones. Recordamos la gran obra de vuestro padre al crear los tratados que en otro tiempo forjaron nuestra amistad, y ojalá vuelva a ser así de nuevo, en beneficio de ambos reinos.
El príncipe heredero miró a Najt con desprecio. Después, se volvió hacia el mayordomo mayor.
—Tío, quiero hablar contigo más tarde, tal vez cuando hayas acabado este… festín de cobardes.
Su tío asintió, y el príncipe heredero, ignorando a Najt, salió a toda prisa de la sala, seguido de su séquito de nobles jóvenes y agresivos. La delicada atmósfera de la ocasión se había roto en mil pedazos. Najt no volvió a sentarse.
El mayordomo mayor se apresuró a hablar con el fin de paliar los daños ocasionados.
—En nombre de nuestro rey, deseo expresar el honor que nos deparas con tu presencia. Parece que el príncipe heredero no había sido informado de tu llegada. Por lo tanto, se encuentra consternado, poco preparado. De ahí sus palabras…
—Su presencia real nos honra. Sin embargo, hemos tomado cuidadosa nota de sus palabras —dijo Najt con suma precisión.
—Sus palabras fueron apresuradas —dijo el mayordomo mayor.
—Sus palabras fueron extremadamente insultantes para el rey de Egipto —replicó Najt tajante.
Observé que el jefe de la guardia real miraba a algunos de sus colegas, como si disintiera en silencio de aquel intento de reconciliación diplomática. Parecía evidente que cualquier oferta de paz que propusiera Najt sería recibida con hostilidad. Me pregunté si Hattusa y Najt habrían anticipado esta posibilidad.
—Nos vamos a retirar. Mañana es un día importante —dijo Najt.
Siguió un frenesí de actividad, todo el mundo se puso en pie, y nosotros seguimos a Najt hasta salir de la sala. Los guardias de Simut ocuparon sus posiciones. Tenían las armas preparadas. En cualquier momento podrían necesitarlas. Inspeccioné a toda prisa a la multitud hostil. Y entonces presentí algo que me impulsó a levantar la vista: vislumbré a un hombre que observaba a Najt desde el otro lado de la sala. Su rostro poseía las facciones y el color del Levante. Se tocaba con un gorro cónico. Me impresionó la intensidad de su mirada. Cuando le miré, él también se fijó en mí, pero acto seguido numerosos nobles hititas se interpusieron entre nosotros, atravesamos las puertas, salimos al pasadizo, nos adentramos en las sombras del palacio y el hombre desapareció.
Más tarde, cuando nos preparábamos para nuestra primera noche de descanso en la ciudad, hablé de ese hombre a Najt.
—Hazme una descripción exacta —pidió él.
Lo hice. Najt escuchó con mucha atención.
—Estoy seguro de que no era hitita —añadí.
Pequeñas arrugas de preocupación se formaron en la frente de Najt.
—¿Tú también lo viste? —preguntó a Simut, quien negó con la cabeza.
—No, pero vi muchas cosas que no me gustaron y que despertaron mi desconfianza. El príncipe heredero profirió abiertas amenazas.
—Estamos en el corazón del país de nuestros enemigos. Sin duda muchos de los que se hallaban presentes han luchado contra Egipto, perdido a hermanos y padres en las guerras. Muchos albergarán un profundo odio contra nosotros, sus enemigos mortales. Es lo que cabía esperar. —Pero de pronto Najt parecía inseguro, como si los acontecimientos de la velada hubieran debilitado su confianza. Se volvió hacia mí—. Vigila a ese hombre, y avísame si vuelves a verlo. Toda precaución es poca. Mañana es nuestra única oportunidad de convencer al rey de nuestra propuesta, y no me cabe duda de que si Aziru se encuentra aquí estará conspirando en la sombra para destruir cualquier posibilidad de un acuerdo pacífico entre los dos imperios. Tal como hemos visto esta noche, hasta en el seno de la familia real hitita existen disensiones internas…
—¿Cuántos príncipes hay en la familia real? —pregunté, para ceñirnos al terreno sólido de los hechos.
—Cinco. Está Arnuwanda, al que hemos conocido esta noche: es el heredero del trono. Después está Telepinu, nombrado por su padre virrey de Alepo y sacerdote de Kizzuwanta, un cargo de extremada importancia. Y Piyassili, que ahora es virrey de Karkemish. Después, Zannanza, y por fin Mursilis, todavía menor de edad.
—De modo que el rey hitita ha tenido tanta suerte con sus hijos como mala suerte la reina con su descendencia —dije—. Es extraño que el destino de los imperios dependa del fruto del útero de una mujer.
Najt asintió.
—Exacto. Pero existe otra dimensión en los problemas de sucesión de los hititas: tras haberle dado lealmente cinco hijos, la reina Henti ha sido repudiada en fecha reciente por el rey, y en su lugar se ha casado con la hija del rey de Babilonia. Se llama Tawananna.
—Debo suponer que no será muy popular entre sus hijos…
—Añade una complicación más a la relación política entre padre e hijos, y tal vez lo que hemos presenciado esta noche es una prueba de dicha tensión, algo de lo que hemos de aprovecharnos. Las familias son extrañas e impredecibles, y a veces uno se pregunta por qué la gente las forma…
Me di cuenta de que solo bromeaba a medias.
—Todas las familias son complicadas. Pero las familias reales deben de ser las más complicadas de todas, porque se pelean por el poder, el oro y la venganza, no solo por quién se toma el último cuenco de sopa…
—Da igual lo pobre que sea un hombre; mientras tenga familia, será rico —citó Najt el viejo proverbio—. Como tú bien sabes.
Después se recostó en su sofá y se dispuso a conciliar el sueño, como si nada le preocupara, como si no cargara con tanta responsabilidad sobre sus estrechos hombros.
—¿Cómo puedes dormir cuando sabes que mañana el destino de nuestro país estará en tus manos? —pregunté, asombrado.
—Ninguna gran tarea se ha llevado a cabo sin una buena noche de sueño. Las guerras se pierden por culpa del cansancio, y se ganan después de una buena noche de descanso. Me he preparado lo mejor posible. Nada ha sido dejado al azar. Sé lo que debo hacer. Quedarme dando vueltas presa de la preocupación y despertarme mañana antes del alba, con los ojos enrojecidos y nada en mi cerebro, no sería bueno para nuestra causa. De modo que, si no te importa, haz el favor de proporcionarme el silencio necesario para descansar un poco. Buenas noches.
Y cerró los ojos con firmeza. Simut y yo salimos de puntillas para ver si los guardias del turno de noche habían ocupado sus puestos. No podíamos confiar en nadie más que en nosotros, y tal como el comportamiento del príncipe heredero había confirmado, para muchos hititas éramos invitados indeseables. Sabíamos que en cualquier momento podían atacarnos. Ante la entrada del edificio estaban apostados guardias hititas. Nos miraron, y también a nuestros guardias egipcios, con antipatía.
Alcé la vista hacia el cielo nocturno, plagado de estrellas, y la luna nueva creciente, que se había refugiado en un rincón del inmenso cielo.
—Bien, aquí estamos —dije a Simut.
Asintió.
—Y yo ya ardo en deseos de volver a casa. Este lugar me produce escalofríos.
—A mí también. Por algún motivo, no paro de pensar en serpientes.
Lanzó una carcajada.
—Es un palacio. Todos los palacios están llenos de hombres, mujeres y niños ambiciosos que se devorarían mutuamente con tal de ascender. En teoría, todos forman parte de la élite, pero trepan unos sobre otros y se comportan con una maldad y una crueldad que dejaría asombrado a cualquier animal. Ese príncipe heredero es un canalla. No es nuestro amigo.
—Le gustaría ver nuestras cabezas egipcias empaladas en las murallas de la ciudad —dije. Y pensé en el extraño levantino que había visto y en su rostro torcido.
Simut decidió quedarse levantado con sus guardias durante parte del turno de noche, de modo que yo regresé a nuestro aposento. Najt, ya dormido, resoplaba suavemente, como un niño. Contemplé su elegante cabeza, que descansaba sobre la base de dormir, y las facciones finas y delicadas de su cara. No supe a ciencia cierta si estaba dormido o no. El viaje me había llevado a comprender que en realidad no conocía a aquel hombre, mi viejo amigo, tan bien como yo creía. Habíamos sido íntimos durante muchos años. Pero nunca estaba seguro de qué sucedía detrás de aquellos ojos de halcón color avellana, cerrados ahora en su sueño. Su rostro era una máscara de serenidad.
Olfateé la jarra de agua, por si contuviera algún veneno. Parecía buena y transparente, de modo que bebí un sorbo. No me mató al instante, en cualquier caso. No tardé en quedarme dormido, y soñé con lugares elevados y nieblas espesas, y con mi familia, que me llamaba desde muy lejos.
Nos obligaron a esperar, y no estábamos solos. En la agobiante antecámara, una multitud de peticionarios, burócratas, oficiales del ejército, mercaderes ricos, magnates y vasallos rurales habían ido a presentar sus respetos y a informar sobre sus territorios. Cada vez que una nueva persona y su séquito aparecían, todo el mundo alzaba la vista para ver si debían levantarse, por respeto, o seguir sentados, por orgullo. Cuando nosotros entramos, nos examinaron y nos miraron con descarado desprecio. Nadie se levantó. El embajador estaba avergonzado, pero Najt se negó a permitir que aquel desaire le ofendiera, ni tampoco el todavía mayor de la larga espera, incluso cuando el sol de la mañana se acercó a su cénit, y el aire crepitaba con el calor del día y el zumbido de los grillos; llevábamos esperando al rey muchas horas, y habíamos visto pasar a casi todos los presentes por delante de nosotros para ser recibidos.
—Esto no es nada —dijo—. A veces, enviados y embajadores se ven obligados a esperar días, incluso semanas, para recibir audiencia. En cuanto a los mensajeros, la mayoría tienen suerte si solo han de esperar un año para que les den una respuesta.