—No es necesario —dijo Najt—. Quédate aquí a rezar. Nuestros aposentos están cerca, y me acompañan mis guardias.
Hattusa asintió a regañadientes.
—Muy bien, pero tomad toda clase de precauciones. El príncipe heredero tiene aliados en la ciudad, y a estas alturas todo el mundo estará enterado de la naturaleza de nuestro asunto. Toda precaución es poca. El mayordomo mayor ha insistido en que os acompañará en persona al Festival de la Prisa. Os enviará a buscar cuando llegue el momento. Nos encontraremos allí. No dudo de que disfrutaréis con las diversiones. Hay carreras de caballos, carreras a pie, simulacros de batallas, cosas así…
—Nada me gusta más que un simulacro de batalla —dijo Najt con cortesía, y se despidió con una reverencia de Hattusa, quien se dirigió a toda prisa hacia la muchedumbre del templo—. Las cosas han tomado un cariz fascinante —nos confió Najt en voz baja mientras empezábamos a descender los incontables escalones de piedra—. La reina es muy favorable a nuestra propuesta y siente gran simpatía por nuestra reina. Comprende el valor de la paz entre nuestros imperios y apoya al rey en su deseo de pactar una alianza. Pero se encuentra en una posición difícil. Los dos príncipes hititas mayores tienen puestos los ojos en la sucesión, pero saben que, según las tradiciones del país, cuando el rey muera, la reina heredará su autoridad hasta su muerte. Y por eso ella tiene miedo…
—¿De ser asesinada? —dije.
—Exacto. Necesita aliados dentro y fuera del país con el fin de que apoyen su autoridad y para protegerse en caso de que el rey muera. Además, necesita que pongan coto al poder de los príncipes, en la medida de lo posible.
—Entonces, ¿su ayuda tiene un precio? ¿Apoyará nuestra propuesta si nos comprometemos a apoyarla?
—Sí, pero es un trato muy bueno, por supuesto. Nuestros intereses son los mismos, y como aliada en el trono de Hatti es mucho mejor que cualquier príncipe.
—Pero ninguno de los príncipes querrá venir a Egipto con nosotros, ¿verdad?
—No tendrán elección si su padre lo ordena. Y sentarse en el trono de Egipto es muy tentador.
—No puedo imaginar que el príncipe heredero acepte eso. Diga lo que diga su padre. Y si me permites darte mi opinión, la perspectiva de su presencia en la corte real egipcia no me hace ninguna gracia.
—Creo que podemos dar por seguro que el hijo segundo, Telepinu, es el candidato más probable.
Seguimos paseando un poco más.
—¿Qué era todo eso del oráculo? —pregunté en voz baja.
—Comprendí su significado.
—¿Te refieres a la sombra?
Asintió.
—¿Has vuelto a ver a ese hombre? —preguntó.
—No, pero no puedo quitarme de encima la sensación de que alguien nos está vigilando.
Asintió.
—Estoy de acuerdo. Hemos de tomar toda clase de precauciones. Aziru se halla aquí, a la espera del momento apropiado. Las cosas marchan viento en popa. Pero aún no hemos regresado a casa.
Los oímos antes de verlos: tambores, panderetas y címbalos anunciaban su llegada, y la muchedumbre reaccionaba con júbilo, vociferaba oraciones y juramentos en su extraña lengua. Najt, Simut y yo esperábamos con el mayordomo mayor para presenciar el regreso de la procesión festiva al templo. El rey y la reina aparecieron por fin en su carro. Ambos vestían mantos azules. El rey portaba un cayado y un hacha de plata. Dignatarios y sacerdotes les seguían en una larga procesión a través de las calles abarrotadas, y detrás iban los artistas: acróbatas que no paraban de dar volteretas, malabaristas que competían en lanzar sus bolas siguiendo pautas cada vez más complicadas, bailarines ataviados con brillantes colores, acompañados por músicos con tambores y panderetas, actuaban para recibir el aplauso de las masas. Y sobre todos ellos, en un carro tirado por bueyes cuyos ejes chirriaban a causa del enorme peso de su carga, se alzaba la imagen del dios. Tres veces más alto que cualquier hombre, su cuerpo dorado estaba adornado con numerosas joyas que deslumbraban a la luz del atardecer. Su aparición alentó gritos de admiración, oraciones y peticiones urgentes del populacho.
El príncipe heredero y su séquito se hallaban cerca de la entrada del templo. Me di cuenta de que su expresión se había alterado. De repente parecía un hombre que acabara de recibir una buena noticia. Miró varias veces a Najt, sonriente.
—El príncipe heredero ha cambiado de humor —susurré a Najt.
—Ya lo he visto —repuso. La diferencia no le alegraba.
Cuando el carro del rey y la reina llegó a la entrada del templo, vi que la reina dirigía una mirada al príncipe heredero, un intento de respetuosa cordialidad, y que él respondía desviando la vista.
En el patio interior del templo habían dispuesto bancos y mesas para un enorme banquete. El dios presidía la mesa principal como invitado de honor. El rey alzó hacia el dios una copa de plata en forma de cabeza de toro, llena de vino, y brindó por lo que parecía su eterna salud; luego dio un largo sorbo. Todo el mundo prorrumpió en vítores.
—El rey está bebiendo en honor al dios —explicó el mayordomo mayor a Najt, quien asintió con prudencia.
Entonces, un heraldo anunció el inicio del banquete y de repente todo el mundo corrió a sentarse. El mayordomo mayor nos guió hasta una de las mesas cercanas a la del rey. Los criados trajeron carnes asadas de animales sacrificados en enormes bandejas, y el rey eligió los mejores cortes, relucientes de grasa, para ofrecerlos al dios. Después examinó las hogazas horneadas con diferentes formas de hombres y animales, eligió una que representaba un ave, y la partió en pedazos. Una vez finalizado este último rito, los presentes supieron que ya podían empezar a disfrutar del festín y se lanzaron a devorar la comida como si llevaran semanas hambrientos.
Simut y yo insistimos en quedarnos de pie a cada lado de Najt mientras comía.
—No veo al embajador Hattusa —dije en voz baja a Najt.
—Yo también he reparado en su ausencia —contestó.
—Espero que no esté enfermo —dijo Simut.
El mayordomo mayor se secó los labios, chasqueó los dedos y un criado se acercó corriendo, escuchó sus instrucciones y se fue a toda prisa. Najt y el mayordomo mayor intercambiaron una breve mirada, pero continuaron hablando de otros asuntos con los demás miembros de la mesa. Simut y yo susurramos brevemente a espaldas de Najt.
—¿Por qué no está aquí? —preguntó.
—No lo sé. Se trata de un acontecimiento importante… Espero que no haya tenido problemas…
Tras un buen rato de comer y beber, la atmósfera agradable se fue tornando cada vez más estridente. El príncipe heredero y sus acompañantes se mostraban muy alborotados. Varias veces observé que otros invitados los miraban y comentaban por lo bajo su grosero comportamiento. En un momento dado, el rey miró airado a su hijo mayor, pero su mirada reprobadora no pareció preocupar al príncipe heredero. De hecho, casi dio la impresión de que se sentía complacido de plantar cara a su padre.
De repente, el rey dio una palmada. La luz diurna estaba agonizando y las sombras de la noche habían empezado a alargarse y juntarse. Los criados encendieron antorchas alrededor de la zona de actuaciones, y un grupo de bailarines entró corriendo en el círculo de luz parpadeante. Iban vestidos de leopardos y cazadores. El príncipe heredero y sus acompañantes se acercaron con parsimonia, y los demás nobles se apresuraron a apartarse para que pudiera ver el espectáculo sin estorbos. Los bailarines hicieron una reverencia al dios y después al rey. Luego los músicos indicaron el comienzo con un fuerte redoble y los artistas que iban a recrear el drama de una cacería real empezaron la actuación. Los cazadores perseguían a los leopardos, que corrían en una maravillosa y fluida coreografía que parecía imitar la realidad. Se evadían de los cazadores, y después se revolvían contra ellos, se elevaban sobre sus patas traseras con las poderosas y estilizadas garras alzadas en un magnífico ataque de represalia. Los cazadores retrocedían, aterrados por aquellos magníficos animales. Entonces, los arqueros tensaban arcos imaginarios y disparaban flechas que partían el corazón de varias de las bestias, las cuales caían abatidas, y los cazadores se las llevaban con un porte glorioso.
El rey observaba el espectáculo con atención, porque en el baile estaba representado como el jefe de los cazadores. Uno a uno, los demás cazadores y leopardos iban desapareciendo, hasta que solo quedaba la figura central. Iniciaba una compleja danza con el último y más poderoso de los leopardos; el rey blandía su lanza, el leopardo esquivaba sus ataques, mientras dos jóvenes bailarines, que representaban perros de caza leales, intentaban atacar el estómago y la espalda del leopardo, sin éxito. Por un momento, dio la impresión de que el leopardo iba a salir victorioso; de repente el bailarín que representaba al rey se puso a la defensiva, a merced del leopardo, que se disponía a matarle. La multitud lanzó una exclamación ahogada, y el rey verdadero compuso una expresión de consternación. Vi que el príncipe heredero compartía una fugaz sonrisa con sus hombres.
Pero entonces, el bailarín que representaba al rey alzó en el aire la lanza y la sostuvo inmóvil, en una postura majestuosa de dominio y triunfo. El leopardo, al sucumbir por fin, miraba al cazador y su lanza inclinada, afrontando el momento de su muerte con dignidad, y la multitud rugió en señal de aprobación, a la espera de que el propio rey, quien se había puesto en pie, diera la señal.
Pero en ese instante, un objeto lanzado desde las sombras, una especie de bola irregular y chapucera, rebotó y rodó sobre las losas de piedra del patio y se detuvo ante el rey. Por un momento nadie entendió nada. Pero yo sí. Había visto algo así antes. La bola era una cabeza humana, decapitada, que todavía goteaba sangre. El rostro muerto y grave pertenecía a Hattusa, el embajador hitita.
Los guardias del rey formaron al punto un escudo protector a su alrededor, con las lanzas apuntadas a las espesas sombras.
—Ordena que cierren las puertas —grité a Najt.
Cogí una antorcha encendida de su base y corrí en la dirección desde la que habían arrojado la cabeza decapitada, a través del caos que se había apoderado de la muchedumbre, sin prestar atención a los gritos de horror e indignación, ni a la gente que huía del lugar en confusión y desorden. Simut iba detrás de mí, antorcha en ristre, la daga en su otra mano. Llegamos al borde del círculo. Las sombras se transformaron en oscuridad.
—¿Por dónde? —preguntó Simut.
Sacudí la cabeza, con la vista clavada en la oscuridad, mientras escudriñaba los pasadizos que desaparecían en varias direcciones, atento al menor sonido. Y entonces (¿o fueron imaginaciones mías?) intuí algo, alguien al acecho, esperando en silencio, y que después se alejaba en la penumbra. Hice una señal a Simut y le indiqué que se desprendiera de su antorcha. Seguimos un pasaje en sombras que desembocaba en un patio interior. Varias entradas conducían a cámaras oscuras. Pero solo una me atraía. Era un santuario sagrado. Nos acercamos cada uno por un lado. Escuchamos. Silencio. Moví la cabeza en dirección a Simut y alzamos las espadas.
Pero de súbito nos llegó desde atrás el ruido de muchos pies que repiqueteaban sobre las piedras, y una tropa de guardias de palacio entró corriendo en el patio con el fin de bloquear la entrada al santuario. El capitán habló a toda prisa y en tono perentorio en su idioma. Su mensaje era claro: no podíamos entrar y profanar el santuario del dios. Manifesté a gritos mi frustración, el capitán me gritó a su vez y, antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, levanté la mano para abofetearle. De pronto numerosas lanzas apuntaron a mi pecho; Simut me apretó los brazos contra los costados e intentó alejarme por la fuerza. Pero en ese instante apareció el príncipe heredero, seguido de su séquito, y se quedó mirándome.
—¿Cómo osas profanar el santuario con tu repugnante presencia extranjera? —dijo, y me abofeteó con fuerza en la cara.
—Estábamos siguiendo al asesino —respondí, y escupí flema mezclada con sangre.
Volvió a abofetearme.
—No te atrevas a hablarme. Si de mí dependiera, te cortaría en más pedazos que a nuestro querido amigo el embajador.
Asintió, y un par de sus hombres empezaron a propinarme puñetazos y patadas con todas sus fuerzas. Simut no podía ayudarme. Al cabo de un rato, cesó la lluvia de golpes. Hice esfuerzos por respirar. La sangre resbalaba sobre mi barbilla.
—Si vuelvo a saber de ti, prometo que será la última vez. Tu protección real no funciona conmigo —dijo con desdén al tiempo que aplastaba mi mejilla con el pie.
Y después, el séquito del príncipe nos sacó a empujones a Simut y a mí del pasaje.
La cabeza del embajador yacía en el suelo, mirando consternada algo que había más allá del círculo de hombres congregados a su alrededor. El rey estaba gritando al mayordomo mayor, y Najt permanecía en silencio al lado de la reina. Cuando nuestro pequeño grupo se acercó, todos alzaron la vista.
—Estos extranjeros han estado a punto de profanar el santuario del dios —dijo el príncipe heredero, al tiempo que nos enviaba a patadas a los pies de su padre—. Deberías detenerlos, arrancarles los ojos y enviarlos a las brigadas de trabajo. El lugar al que merecen ir los espías extranjeros.
Mientras hablaba, miraba fijamente a la reina. Najt observó nuestro lamentable estado y se apresuró a intervenir en nuestra defensa.
—Te suplico perdón, mi señor. Mis hombres ignoraban vuestras costumbres, pero son oficiales del más alto rango. Rahotep tiene fama de ser el mejor Buscador de Misterios de todo Egipto. Su única motivación era detener al asesino. Si aceptas su colaboración, quizá te sea de ayuda.
El rey me miró un momento y asintió. Me sequé la sangre de la cara y examiné con más detenimiento la cabeza decapitada. La herida era obra de varios hachazos potentes, de modo que comprendí enseguida que el culpable no era el asesino de Tebas. Extendí la mano hacia la boca de Hattusa. El príncipe heredero lanzó un grito de indignación, pero yo continué sin hacerle caso mientras el rey le hablaba con brusquedad. Las mandíbulas estaban muy apretadas. Hacía rato que había muerto. Las abrí poco a poco, hasta lograr introducir los dedos en la boca fría y húmeda. Extraje un fragmento de papiro doblado. Se lo ofrecí a Najt sin ni siquiera abrirlo, pero el mayordomo mayor me lo arrebató. Lo abrió y, desconcertado, se lo enseñó al rey. Y yo miré con mucha atención cuando el príncipe heredero lo cogió de manos de su padre, le echó un vistazo y me lo devolvió con una mirada que no me dijo nada.