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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

El relicario (51 page)

BOOK: El relicario
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El túnel descendía oblicuamente, bifurcándose una vez y luego otra. Snow siguió a la izquierda en los dos casos. Después de lo que se le antojó una eternidad, se detuvieron junto al primer purgador, un estrecho pozo vertical de acero poco más ancho que sus hombros. Rachlin indicó que a partir de ese punto él encabezaría la marcha. Siguiendo al equipo, Snow descendió, envuelto en las burbujas de las botellas de oxígeno que lo precedían. Poco después el comandante se detuvo y entró en una tubería horizontal más estrecha aún que el purgador. Snow se mantuvo pegado a Donovan, respirando profundamente y notando el golpeteo de sus botellas contra la pared a cada movimiento.

De pronto el reluciente acero dio paso a una vieja tubería de hierro, cubierta de una esponjosa capa de óxido. El paso de los otros buceadores agitaba las aguas residuales, que adquirían un opaco tono anaranjado ante las gafas de Snow. Siguió avanzando con esfuerzo, percibiendo la tranquilizadora turbulencia de las invisibles aletas de Donovan. Se detuvieron por un instante mientras Rachlin consultaba el mapa con ayuda de una pequeña linterna sumergible. Tras otros dos recodos y un breve tramo ascendente, Snow notó romperse la superficie del agua en torno a su cabeza. Se hallaban en un enorme y antiguo túnel, de unos cinco metros de diámetro quizá, y lleno hasta la mitad de un líquido espeso que fluía lentamente. Era el colector lateral del West Side.

—Snow y Donovan detrás —ordenó la voz ahogada de Rachlin—. Permanezcan en la superficie, pero sigan respirando el oxígeno de las botellas. Probablemente este aire está saturado de metano. Avancen en formación normal.

El comandante echó un rápido vistazo al mapa de plástico que llevaba enganchado en el traje y siguió adelante.

El grupo se desplegó y, nadando en la superficie, emprendió un tortuoso recorrido por la red de tuberías. Snow se jactaba de sus aptitudes como nadador de fondo, pero se sintió claramente superado por los siete hombres que avanzaban por el agua ante él con extrema soltura.

El túnel se abrió por fin en una gran cámara pentagonal; goteantes estalactitas amarillas pendían del techo abovedado. Snow contempló con asombro una maciza cadena de hierro que colgaba de una enorme armella metálica sujeta al vértice de la bóveda. Un hilillo de agua descendía por la cadena hasta el herrumbroso gancho que tenía en su extremo y caía al embalse. Había un embarcadero de cemento. Tres túneles grandes y secos partían de las paredes de la cámara.

—Esto se conoce como Tres Puntos —dijo Rachlin—. Lo utilizaremos como base. La operación debería ser un paseo; aun así, nos ceñiremos a las reglas. Apliquen estrictamente el procedimiento desafío-respuesta; las normas en caso de enfrentamiento son muy sencillas: identifíquense pero disparen sin contemplaciones contra cualquier amenaza u obstáculo. El punto de salida será el canal de la calle Ciento veinticinco. —El comandante miró a sus hombres—. Muy bien, caballeros, ganémonos el rancho.

57

Por un aterrador momento Margo pensó que los atacaban y se volvió instintivamente, levantando su arma y adoptando la posición de disparo, reacia a mirar la criatura con que forcejeaba Pendergast. D'Agosta maldijo entre dientes. Escrutando la oscuridad a través de las gafas de visión nocturna, aún poco familiarizada con ellas, Margo vio que Pendergast luchaba con una persona, quizá un mendigo que había eludido el desalojo policial. Por su aspecto, bien podía serlo: mojado, rebozado de barro, sangrando al parecer por alguna herida.

—Apague la linterna —susurró Pendergast con tono imperioso.

El haz de luz de la linterna de D'Agosta cegó momentáneamente a Margo antes de apagarse. La resplandeciente imagen parpadeó violentamente mientras las gafas intentaban compensar los cambios de luz y poco a poco volvió a estabilizarse. De pronto el porte desgarbado y el cabello alborotado de aquella figura comenzó a resultarle familiar.

—¿Bill? —preguntó con manifiesta incredulidad.

Pendergast había inmovilizado al hombre en el suelo, abrazándolo casi en actitud protectora, y susurraba algo a su oído. Al cabo de un momento el hombre dejó de oponer resistencia. Pendergast lo soltó y se puso en pie. Margo se inclinó para mirar de cerca a la figura tendida. En efecto era Smithback.

—Esto es increíble —gruñó D'Agosta—. ¿Nos habrá seguido hasta aquí?

Pendergast negó con la cabeza.

—No. Nadie nos ha seguido. —Echó un vistazo a la confluencia de túneles donde se hallaban—. Esto es el Cuello de Botella, donde convergen todos los túneles descendentes del cuadrante del Central Park. Por lo visto, lo perseguían, y su camino se ha cruzado con el nuestro. La cuestión es quién lo perseguía. O qué. —Dejó el lanzallamas en el suelo—. Mejor será que tenga preparado el flash, Vincent.

De repente Smithback se levantó y volvió a caer en la masa de tuberías y conducciones de sesenta centímetros que constituían el suelo del Cuello de Botella.

—¡Han matado a Duffy! —gritó—. ¿Quiénes son ustedes? ¡Ayúdenme! No veo nada.

Guardando su arma, Margo se acercó y se arrodilló junto a él. El descenso desde el túnel del metro, a través de ruidosos pasadizos y reverberantes galerías que parecían fuera de lugar a una profundidad de docenas de pisos por debajo de Manhattan, había sido como una interminable pesadilla. Ver salir de pronto a su amigo de la oscuridad, paralizado por el miedo y la conmoción, no hacía más que aumentar esa sensación de irrealidad.

—Bill —dijo con delicadeza—, estás a salvo. Soy Margo. Cálmate, por favor. No nos atrevemos a usar linternas y no tenemos más gafas de visión nocturna. Pero te ayudaremos.

Smithback se volvió hacia ella, parpadeando, con las pupilas dilatadas.

—¡Quiero salir de aquí! —gritó, intentando ponerse en pie.

—¿Cómo? —preguntó D'Agosta con tono sarcástico—. ¿Y perderse la noticia?

—No puede volver a la superficie usted solo —dijo Pendergast, sujetándolo por el hombro.

Smithback se encorvó, agotado al parecer por el forcejeo.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó por fin.

—Yo podría preguntarle eso mismo —repuso Pendergast—. Mephisto está guiándonos hasta los túneles Astor, la Buhardilla del Diablo. Se había planeado desaguar el Reservoir para inundar los niveles más bajos y expulsar así a los rugosos.

—Idea del capitán Waxie —puntualizó D'Agosta.

—Pero el Reservoir está infestado de plantas de Mbwun. Ahí las cultivaban esas criaturas. Y tenemos que impedir que las plantas lleguen a mar abierto. Ya es tarde para detener la operación de desagüe, así que un equipo de la Compañía de Operaciones Especiales de la Marina ha entrado al alcantarillado desde el río para tapar las salidas del nivel inferior. Nosotros vamos a tapar los accesos a los túneles Astor desde arriba para evitar vertidos al exterior. Embotellaremos el agua, por así decirlo, para que no llegue hasta el río. Si lo conseguimos, quedará todo inundado hasta el Cuello de Botella, pero el agua no pasará de ahí.

Smithback permaneció en silencio con la cabeza agachada.

—Vamos bien armados —añadió Pendergast—, y estamos preparados para cualquier contingencia. Llevamos planos de los túneles. Estará más seguro con nosotros. ¿Comprende, William?

Margo observaba mientras el melifluo discurso de Pendergast surtía su balsámico efecto. Smithback empezó a respirar a un ritmo más lento y finalmente movió la cabeza en un gesto casi imperceptible de asentimiento.

—Y por cierto, ¿usted qué hacía aquí? —preguntó D'Agosta.

Pendergast alzó una mano para eximirlo de contestar, pero Smithback se había vuelto ya hacia el teniente.

—He seguido al capitán Waxie y un grupo de policías hasta la cámara situada bajo el Reservoir —dijo con voz serena—. Trataban de cerrar unas válvulas. Pero, por lo visto, habían sido saboteadas o algo así. Entonces… —Se interrumpió—. Entonces han aparecido
ellos.

—Bill, no sigas —intervino Margo.

—Yo me he escapado —prosiguió Smithback, tragando saliva—. Yo y Duffy. Pero nos han encontrado en la estación de medición. Esas criaturas…

—Ya es suficiente —atajó Pendergast con suavidad. Se produjo un silencio—. ¿Saboteadas, dice?

Smithback asintió con la cabeza.

—He oído decir a Duffy que alguien había estropeado las válvulas.

—Eso es preocupante, muy preocupante —dijo Pendergast, y Margo advirtió en su rostro una expresión que antes no había visto—. Será mejor que continuemos. —Volvió a cargarse el lanzallamas a los hombros—. El Cuello de Botella es un sitio ideal para tender una emboscada. —Miró alrededor y susurró—: ¿Mephisto?

Algo se agitó en la oscuridad, y Mephisto surgió de entre las sombras con los brazos cruzados ante el pecho y una amplia sonrisa en los labios, confinada entre el bigote y la barba.

—Estaba disfrutando de este conmovedor encuentro —dijo con su sedoso siseo—. Ahora ya no falta nadie en la alegre banda de aventureros. ¡Hola, plumífero! Veo que esta vez se ha atrevido a bajar más que en nuestra primera entrevista. Con el tiempo uno le coge cariño a esto, ¿verdad?

—No especialmente —murmuró Smithback.

—Al menos es un consuelo tener uno a mano a su biógrafo —prosiguió Mephisto. En el artificial resplandor de las gafas, Margo creyó ver un destello dorado y carmesí en sus ojos—. ¿Escribirá un poema épico sobre el acontecimiento? La
Mephistiada.
En pareados heroicos, por favor. Eso suponiendo que viva para contar la historia. Me pregunto quiénes de nosotros sobrevivirán, y quiénes dejarán sus huesos a blanquear aquí abajo para siempre, en los túneles de Manhattan.

—Sigamos —lo interrumpió Pendergast.

—Entiendo. El amigo Whitey considera que ya está bien de charla. Quizá tema que sean
sus
huesos los que queden aquí, pasto de las ratas.

—Tenemos que colocar varias cargas justo debajo del Cuello de Botella —dijo Pendergast sin alterarse—. Si nos quedamos aquí escuchando sus pamplinas, no nos dará tiempo de salir antes de que el Reservoir se desagüe. Y en tal caso serán sus huesos, junto con los míos, los que acaben siendo pasto de las ratas.

—¡Muy bien, muy bien! —repuso Mephisto—. No se enfade.

Mephisto se dio media vuelta y empezó a bajar por un pozo ancho y oscuro.

—No —dijo Smithback.

D'Agosta se acercó al periodista.

—Vamos. Lo llevaré del brazo.

El pozo daba a un túnel de techo alto, y aguardaron en la oscuridad mientras Pendergast colocaba varias cargas. Cuando terminó, les indicó que lo siguiesen. Unos centenares de metros más adelante, había una pasarela adosada a la pared del túnel a un par de palmos por encima del nivel del agua. Margo se alegró de no tener que seguir andando con aquella agua fría y nauseabunda hasta los tobillos.

—¡Estupendo! —susurró Mephisto, subiendo a la pasarela—. Quizá se le sequen por fin los zapatos al alcalde de la Tumba de Grant.

—Y quizá el rey de los vagabundos cierre la boca de una vez —replicó D'Agosta con aspereza.

Mephisto dejó escapar un silbido de satisfacción.

—El rey de los vagabundos. Encantador. Tendría que irme a cazar conejos de vía y dejarlos con su exploración espeleológica.

D'Agosta se puso tenso, pero se mordió la lengua. Mephisto los guió por la pasarela hasta un angosto pasadizo. Margo oyó ruido de agua a lo lejos, y pronto el pasadizo terminó ante una cascada. Una estrecha escalerilla de hierro, casi oculta por la inmundicia acumulada durante décadas, descendía al interior de un pozo al pie de la cascada.

Bajaron uno por uno, yendo a parar a un irregular suelo de roca bajo la confluencia de dos tuberías de ciento ochenta centímetros de diámetro. Estrechos barrenos salpicaban las paredes como si hubiese pasado por allí un ejército de desordenadas termitas.

—Nous sommes arrivés
—anunció Mephisto, y por primera vez Margo creyó notar cierto nerviosismo bajo su fanfarronería—. La Buhardilla del Diablo está justo debajo.

Indicándoles que se detuviesen, Pendergast consultó sus planos y se adentró ruidosamente en el viejo túnel. Cuando los segundos se convirtieron en minutos, Margo no pudo evitar sobresaltarse a cada gota que caía del mohoso techo, cada estornudo ahogado y cada movimiento de inquietud en alguno de los miembros del grupo. Una vez más puso en duda sus propios motivos para unirse a aquella expedición. Empezaba a resultar difícil olvidarse de que estaban a muchos metros de profundidad, en un lóbrego y abandonado laberinto de pasadizos de servicio, túneles de ferrocarril y otros espacios aún más oscuros, con un enemigo al acecho que en cualquier momento…

Oyó algo en la oscuridad junto a ella.

—Querida doctora Green. —Era la voz sedosa y sibilante de Mephisto—. Lamento mucho que haya decidido acompañarnos en este paseo. Pero ya que está aquí, me gustaría pedirle un favor. Tengo la firme intención de dejar que sean sus amigos quienes corran con todo el riesgo. Pero si me ocurriese algo desagradable, quizá tendría usted la amabilidad de entregar este recado por mí.

Margo notó que ponía un pequeño sobre en la palma de su mano. Movida por la curiosidad, hizo ademán de acercarlo a las gafas.

—¡No! —dijo Mephisto, cogiéndole la mano y guiándola al bolsillo de Margo—. Ya habrá tiempo para eso más tarde. Si es necesario…

—¿Por qué yo? —preguntó Margo.

—¿Quién, si no? ¿Pendergast, ese escurridizo agente del FBI? ¿O quizá ese robusto exponente de la flor y nata de nuestra ciudad? ¿O Smithback, el periodista amarillo?

Se oyeron unas rápidas pisadas en la oscuridad, y Pendergast surgió de la oscuridad.

—Excelente —dijo mientras Mephisto se apartaba de Margo—. Un poco más adelante está la pasarela por donde realicé mi anterior descenso. Las cargas colocadas bajo el Cuello de Botella deberían contener el agua del Reservoir por el sur. Ahora pondremos el resto de las cargas para impedir el paso del agua procedente de las tuberías de alimentación del extremo norte del parque.

La naturalidad con que hablaba parecía más propia de un partido de croquet, pensó Margo, que de aquella pesadilla. Pero la agradecía.

Pendergast desenganchó la manguera del lanzallamas, quitó la capucha de la boquilla y apretó el gatillo por unos segundos.

—Yo iré delante —dijo—. Luego Mephisto. Confío en sus instintos; avíseme si nota algo anormal.

—Estar aquí es anormal —repuso Mephisto—. Desde que llegaron los rugosos, esto ha sido territorio prohibido.

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