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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El retorno de los Dragones (62 page)

BOOK: El retorno de los Dragones
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Eben buscó ansiosamente con la mirada al Hombre de la Joya Verde y, al no verlo, decidió registrar las celdas de la prisión. Efectivamente, allí lo encontró; estaba sentado en una celda vacía, solo, con la mirada perdida. Eben se arrodilló rápidamente junto a él, devanándose los sesos para recordar su nombre. Era un nombre extraño, pasado de moda...

—Berem... —dijo Eben tras un instante de duda.

—¿Eres Berem, no?

El hombre alzó la mirada, iluminándosele el rostro por vez primera en muchas semanas. No era, como había dicho Toede, ni sordo ni mudo. En lugar de ello era un hombre obsesionado, absorto totalmente en una secreta búsqueda interior. No obstante era humano, y el sonido de una voz humana llamándolo por su nombre lo reconfortaba plenamente.

—Berem —repitió Eben, mordiéndose los labios de nervios. Ahora que había conseguido encontrarlo, no estaba seguro de qué hacer con él. Cuando el dragón los atacase, lo primero que harían esos pobres infelices del patio sería correr hacia las minas para ponerse a salvo. Debía sacar a Berem de allí antes de que Tanis los sorprendiera. Pero, ¿adónde llevarle? Podía conducirlo a Pax Tharkas, tal como Pyros había ordenado, pero a Eben aquella idea no le gustaba. Verminaard no tardaría en hallarlos y comenzaría a hacerle ciertas preguntas que Eben no podría responder.

No, sólo un lugar era seguro... fuera de los muros de Pax Tharkas. Podían refugiarse en la espesura hasta que cesase la confusión, y volver a deslizarse hacia el fuerte de noche. Decidido a ello, Eben tomó a Berem por el hombro y lo ayudó á levantarse.

—Va a haber una pelea —dijo.

—Voy a sacarte de aquí y a llevarte a un lugar seguro hasta que todo haya pasado. Soy tu amigo. ¿Me comprendes?

El hombre le dirigió una mirada de penetrante sabiduría e inteligencia. No era la mirada eternamente joven de los elfos, sino la de un humano que ha vivido atormentado durante largos años. Berem dio un ligero suspiro y asintió.

Verminaard salió de su habitación furioso, calzándose sus guantes de cuero. Tras él trotaba un draconiano, llevando la maza del Gran Señor, la maza Nightbringer. Algunos draconianos más rondaban a su alrededor, apresurándose a cumplir las órdenes que iba dando mientras caminaba por un corredor en dirección a las habitaciones de Pyros.

—¡No, insensatos, no voy a hacer regresar al ejército! Esta revuelta sólo me robará unos minutos de mi tiempo ¡Qualinesti estará en llamas antes de que caiga la noche! ¡Ember! —chilló al tiempo que abría las puertas del cubil del dragón. Se asomó al saliente y al alzar su mirada hacia el balcón del tercer nivel, vio humo, llamas, y oyó el rugido del dragón en la distancia.

—¡Ember! —No hubo contestación.

—¿Tanto te cuesta capturar a un puñado de espías? —le preguntó furioso. Al volverse, casi cayó sobre uno de los jefes draconianos.

—¡Querréis utilizar la silla para montar al dragón, Alteza?

—No, no tenemos tiempo. Además, sólo la utilizo en los combates, y ahí fuera no va a haber ningún combate. Simplemente vamos a incinerar unos cientos de esclavos.

—Pero los esclavos ya han derrotado a los soldados de las minas y se están reuniendo con sus familias en el patio.

—¿Cuán numerosas son nuestras fuerzas?

—No lo suficientemente numerosas, Alteza –respondió el jefe de los draconianos con ojos centelleantes. El draconiano no había considerado sensato enviar a la mayoría de los soldados a la conquista de Qualinesti.

—Debemos ser unos cuarenta o cincuenta, contra uno; trescientos hombres y otras tantas mujeres. Seguramente las mujeres lucharán junto a los hombres, su Alteza, y si llegan a organizarse y huyen a las montañas...

—¡Bah...! ¡Ember! —gritó Verminaard. De pronto se oyó en otra parte del fuerte, un estruendoso ruido metálico. Un instante después se oyó otro sonido más; la inmensa rueda —que hacía siglos que no se utilizaba—, crujía al ser forzada a funcionar de nuevo. Cuando Verminaard intentaba adivinar qué significaban aquellos extraños sonidos, Pyros entró volando en su cubil.

Al verlo entrar, el Señor del Dragón corrió hacia el saliente y montó rápida y ágilmente sobre el lomo del dragón. Pese a estar separados por la mutua desconfianza, se entendían bien en el combate, unidos por un odio a las razas menores que les creaba un lazo mucho mayor de lo que ambos eran capaces de admitir.

—¡En marcha! —rugió Verminaard, y Pyros comenzó a elevarse.

—Amigo mío, es inútil —le dijo Tanis sosegadamente a Sturm, posando una mano sobre el hombro del caballero mientras éste gritaba frenéticamente pidiendo orden.

—Lo único que vas a conseguir es perder el aliento y sería mejor que lo reservases para la batalla.

—No habrá batalla —Sturm tosió, ronco de tanto chillar.

—Moriremos atrapados, como ratas. ¿Por qué no me escucharán esos insensatos?

Él y Tanis se hallaban en el extremo norte del patio, a unos veinte pies de la entrada principal de Pax Tharkas. Si dirigían su mirada al sur, podían divisar las montañas, su única esperanza. La inmensa verja se abriría en cualquier momento para dar entrada al numeroso ejército de draconianos, y en algún lugar de la fortaleza, estarían Verminaard y el dragón rojo.

Elistan intentaba en vano tranquilizar a la gente, y les instigaba a huir hacia el sur, pero los hombres insistían en encontrar a sus mujeres, y las mujeres en encontrar a sus hijos. Pocas familias habían conseguido reunirse, y aunque comenzaban a marchar hacia el sur, era demasiado tarde y caminaban demasiado despacio.

En aquel momento, Pyros remontó vuelo sobre la fortaleza de Pax Tharkas como un llameante cometa rojo sangre, con sus bruñidas alas agitándose vigorosamente y su larga cola serpenteando tras él. Llevaba las garrudas patas delanteras recogidas contra su cuerpo para alcanzar más velocidad. El Señor del Dragón iba montado sobre su lomo, y los dorados cuernos de la horrenda máscara que llevaba centelleaban bajo el sol de la mañana. Verminaard se agarraba a las largas crines del dragón con ambas manos mientras ascendían, proyectando oscuras sombras en el patio.

Abajo, todos fueron presa del miedo. Incapaces de gritar o de echar a correr, lo único que podían hacer ante la terrorífica aparición era acurrucarse, cubriéndose con los brazos los unos a los otros, con la certeza de que la muerte era inevitable.

A una orden de Verminaard, Pyros se posó sobre una de las torres de Pax Tharkas. Enfurecido, el Señor del Dragón los contemplaba en silencio tras su máscara astada.

Tanis, sintiéndose indefenso e impotente, notó que Sturm le tocaba el brazo.

—¡Mira! —El caballero señaló en dirección norte, hacia la verja.

El semielfo vio que dos figuras se dirigían hacia allá.

—¡Eben! —exclamó incrédulo.

—¿Y quién será el otro?

—¡No escapará! —chilló Sturm. Y antes de que Tanis pudiese detenerlo, el caballero echó a correr. Mientras Tanis lo seguía, por el rabillo del ojo vio una mancha colorada... eran Raistlin y su gemelo.

—También yo tengo cuentas que ajustar con ese hombre —siseó el mago. Los tres alcanzaron a Sturm en el preciso momento en que el caballero agarraba a Eben por el cuello y lo tiraba al suelo.

—¡Traidor! —chilló el caballero.

—¡Aunque nuestro fin esté cerca, antes te enviaré al fondo de los Abismos! —Con una mano desenvainó la espada y con la otra agarró al hombre por el cuello. Pero en aquel momento, el compañero de Eben se giró y, retrocediendo, inmovilizó el brazo con el que Sturm empuñaba su espada.

El caballero dio un respingo. Dejó de sujetar a Eben y contempló, atónito, la imagen que tenía ante él.

En su salvaje huida de las minas, la camisa de aquel hombre se había abierto, dejando ver incrustada en su pecho, ¡una brillante joya verde! La gema era tan grande como el puño de un hombre, y relucía a la luz del sol con una inquietante luz fúlgida, sospechosamente profana...

—¡Nunca había visto una magia semejante! —susurró Raistlin aterrorizado cuando él y los otros se detuvieron junto a Sturm.

Al ver que todos tenían la vista clavada en su pecho, Berem se lo cubrió instintivamente con la camisa y, soltando el brazo de Sturm, comenzó a correr hacia la verja. Eben consiguió ponerse en pie y echó a correr tras él.

Sturm quiso seguirles, pero Tanis lo detuvo.

—No. Es demasiado tarde. Tenemos otras cosas en que pensar.

—¡Tanis, mira! —gritó Caramon señalando la parte superior de la puerta de entrada.

Parte del muro de piedra que cubría la grandiosa verja comenzaba a resquebrajarse, formando una inmensa grieta. Los gigantescos bloques de granito se desprendían de la pared, al principio lentamente y luego a más velocidad, estrellándose contra el suelo con tremenda potencia, levantando enormes nubes de polvo que se elevaban hacia el cielo. Pese al estruendo, podía oírse débilmente el crujido de la colosal cadena que hacía funcionar al mecanismo.

Los grandes pedruscos habían comenzado a caer justo cuando Eben y Berem alcanzaban la verja. Gritando aterrorizado, Eben se llevó instintivamente las manos a la cabeza para protegerse. El hombre que estaba con él alzó la mirada y pareció suspirar ligeramente. Un segundo después, cuando el antiguo mecanismo defensor de Pax Tharkas clausuró abruptamente la verja de la fortaleza, ambos quedaron sepultados bajo toneladas de piedras.

—¡Este será vuestro último acto de rebeldía! —rugía Verminaard. Su discurso había sido interrumpido por la caída del muro, hecho que había conseguido enfurecerle todavía más.

—Os ofrecí una oportunidad de glorificar a mi reina. Os di trabajo, me preocupé de vosotros y de vuestras familias. Pero sois unos insensatos y unos tozudos, y vais a pagarlo con vuestras vidas! —El Señor del Dragón alzó a Nightbringer en el aire.

—¡Destrozaré a los hombres! ¡Destrozaré a las mujeres! ¡Destrozaré a los niños!

A una señal del Señor del Dragón, Pyros extendió sus inmensas alas y ascendió en el aire. Preparándose para lanzarse contra la masa de gente que aullaba aterrorizada, el dragón aspiró profundamente, dispuesto a incinerarlos con su hálito mortal.

Pero algo interrumpió la feroz zambullida del dragón...

Era Matafleur, que ascendía verticalmente hacia el cielo, volando hacia Pyros.

Unos segundos antes, el viejo dragón hembra, dominado por un ataque de locura cada vez más agudo, revivía en su mente el tormento de la pérdida de sus hijos. Vio a los caballeros montados en los dragones color oro y plata, armados con sus espadas que relucían a la luz del sol, y, sobre todo, recordó a aquel poderoso caballero, Huma, armado con la resplandeciente Dragonlance. En vano intentó convencer a sus hijos de que no se involucraran en esa lucha absurda, en vano intentó convencerles de que la guerra había terminado. Eran jóvenes y no la escucharon. Alzaron vuelo y la dejaron gimoteando en su cubil. Mientras se hallaba reviviendo las imágenes de aquella cruenta batalla final, mientras veía cómo sus hijos morían bajo las espada y bajo el acerado filo de la Dragonlance, había oído gritar a Verminaard.

—¡Destrozaré a los niños!

Y tal como había hecho siglos atrás, Matafleur alzó el vuelo para defenderlos.

Pyros, sorprendido por el inesperado ataque, se apartó justo a tiempo de esquivar los resquebrajados pero aún mortíferos colmillos del viejo dragón, evitando que le hirieran en sus desprotegidos flancos. Matafleur, no obstante consiguió asestarle un golpe que partió uno de los robustos tendones que sostenían sus gigantescas alas. Volteándose en el aire, Pyros coceó furiosamente a Matafleur con sus garras, abriendo una profunda herida en el bajo vientre del dragón hembra.

Matafleur estaba tan rabiosa que ni siquiera sintió dolor pero la potencia del golpe propinado por un dragón más joven y grande que ella hizo que perdiese el equilibrio Para el dragón macho, voltearse en el aire había sido un acto de defensa instintivo que además le había hecho ganar tiempo para planear su siguiente ataque. El único inconveniente es que, al hacerlo, había olvidado a su jinete, Verminaard, que al montar sin la silla de combate no había podido sujetarse al pescuezo del monstruo y había caído al patio. Como la altura era poca había aterrizado ileso, aunque algo magullado y momentáneamente aturdido.

Al ver que se ponía en pie, la gente huyó aterrorizada. El Señor del Dragón echó un rápido vistazo a su alrededor, hasta fijar su mirada en cuatro guerreros que ni siquiera habían pestañeado. Se dispuso a enfrentarse a ellos.

La aparición de Matafleur y su súbito ataque a Pyros había sacado a la gente de su estupor. Aquel hecho y la caída de Verminaard —que había sido como la caída de un dios terrorífico—, consiguieron lo que Elistan y los compañeros no habían podido lograr. La gente recuperó la serenidad y comenzó a huir en dirección al sur, hacia la protección de las montañas. Al ver esto, uno de los jefes draconianos ordenó a sus soldados detener a la muchedumbre, enviando, además, a un mensajero grifo para que hiciese regresar a los ejércitos que habían partido hacia Qualinesti.

Los draconianos atacaron a los refugiados, pero si confiaban atemorizarlos, no lo consiguieron. Aquella gente había sufrido ya demasiado. A cambio de promesas de paz y seguridad habían permitido que se les robara la libertad. Pero ahora sabían que no habría paz mientras esos monstruos siguieran rondando por Krynn. Las gentes de Solace y Gateway —hombres, mujeres y niños— se defendieron como pudieron con piedras, con rocas, con sus propias manos desnudas, con uñas y dientes...

En medio de la confusión, los compañeros se separaron y Laurana perdió de vista a los demás. Gilthanas había intentado mantenerse a su lado, pero fue arrastrado por el gentío. La elfa, más asustada de lo que nunca hubiese podido imaginar, se apoyó contra una de las paredes del fuerte, espada en mano. Mientras contemplaba horrorizada el rabioso combate, un hombre herido de muerte cayó ante ella. Se sujetaba el estómago con las manos ensangrentadas, mirándola fijamente mientras la sangre que manaba de su herida formaba un charco a sus pies. Laurana lo estaba mirando con creciente angustia, cuando oyó un gruñido a su lado. Temblando, alzó la mirada y se encontró con la repugnante cabeza escamosa del draconiano que acababa de matar a aquel hombre.

La criatura, al ver la expresión de terror de la elfa, creyó que sería fácil acabar con ella. Lamiendo con su larga lengua la espada manchada de sangre, el draconiano sorteó el cadáver de su víctima y se abalanzó sobre Laurana.

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