Read El retorno de los Dragones Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
El dragón resopló y se movió irritado, sacudiendo la cabeza como si el sonido le perforase los tímpanos.
De pronto Raistlin se acercó a Tanis.
—¡Debe ser tu espada! Tiró de la capa del semielfo y la espada quedó al descubierto.
Tanis la contempló. El mago tenía razón. La hoja zumbaba como si se hallase en máximo estado de alerta. Ahora que Raistlin le había llamado la atención sobre ello, casi podía sentir la vibración.
—Es mágica —dijo el mago en voz baja, examinándola con interés.
—¿Puedes hacer que deje de vibrar? —le gritó Tanis para ser oído a pesar de aquel potente zumbido.
—No. Ahora lo recuerdo. Es Wyrmslayer, la famosa espada mágica de Kith-Kanan.Reacciona así debido a la presencia del dragón.
—¡Bonito momento para recordarlo!
—Un momento muy apropiado, diría yo —gruñó Sturm.
El dragón alzó lentamente la cabeza, parpadeando, y un estrecho hilo de humo salió serpenteando de su hocico. Contempló a Tanis con sus colorados ojos, una mirada impregnada de furia y de dolor.
—¿A quién has traído, Maritta? —dijo Matafleur en tono amenazador.
—Oigo un sonido que no había oído durante siglos, ¡huelo el repugnante hedor del acero! ¡No son mujeres! ¡Son guerreros!
—¡No le hagáis daño! —imploró Maritta.
—¡Puede que no haya otro remedio! —exclamó Tanis, sacando a Wyrmslayer de su funda.
—¡Goldmoon, Riverwind, llevaos a Maritta de aquí!—La hoja comenzó a resplandecer con una refulgente luz blanquecina mientras el zumbido seguía aumentando de volumen. Matafleur retrocedió. La luz que despedía la espada dañaba intensamente su ojo sano; el terrible sonido penetraba en su cabeza como si fuese una espada. Gimiendo, se acurrucó, apartándose de Tanis.
—¡Corred, reunid a los niños! —chilló Tanis comprendiendo que, al menos por el momento, no habría necesidad de luchar. Alzando en alto la reluciente espada, avanzó unos pasos con cautela, acorralando al abatido dragón contra la pared.
Maritta, tras una temerosa mirada a Tanis, acompañó a Goldmoon a la habitación de los niños, donde había unos cien pequeños, ya despiertos, alertados por los extraños sonidos de la estancia contigua. Sus rostros se tranquilizaron al ver a Maritta y a Goldmoon, y algunos de los de menor edad comenzaron a reír cuando Caramon entró en la sala corriendo, arremangándose la falda que cubría escasamente sus velludas piernas. Pero al ver a los guerreros con las armas desenvainadas, los niños se pusieron serios inmediatamente.
—¿Qué pasa, Maritta? —preguntó la mayor de las niñas.
—¿Qué está sucediendo? ¿Vuelve a haber pelea?
—Confiemos en que no la haya, pequeña —dijo Maritta con dulzura.
—Pero no voy a mentiros... puede que sea necesario luchar. Quiero que recojáis vuestras cosas, especialmente vuestras prendas de mayor abrigo, y que vengáis con nosotros. Los mayores ocupaos de los pequeños, tal como hacéis cuando salís al patio a hacer ejercicio.
Sturm estaba convencido de que habría desorden y lloriqueo, y de que los niños empezarían a hacer preguntas, pero para su sorpresa, hicieron rápidamente lo que se les había mandado, abrigándose y ayudando a vestirse a los más pequeños, con calma y en silencio, aunque un poco pálidos. Aquéllos eran hijos de la guerra, recordó Sturm.
—Quiero que crucéis rápidamente el cubil del dragón y la sala de juegos. Cuando lleguéis allí, este hombre corpulento... —Sturm señaló a Caramon—, os llevará al patio. Allá os esperan vuestras madres. Al salir, que cada uno busque, inmediatamente, a su madre y que se reúna con ella. ¿Lo habéis entendido todos? —Miró dudoso a los chiquillos más jóvenes, pero la niña que había hablado antes asintió.
—Hemos entendido, señor —dijo.
—De acuerdo —Sturm se volvió.
—Caramon, ¿estás preparado?
El guerrero, enrojeciendo de vergüenza al sentirse observado por cien pares de ojos, los guió hacia el cubil del dragón. Goldmoon alzó en brazos a uno de los pequeños y Maritta a otro. Los mayores llevaban a los de menor edad sobre sus espaldas. Desfilaron por la puerta ordenadamente, sin decir una sola palabra, hasta que vieron a Tanis con su resplandeciente espada en alto, acorralando contra la pared al aterrorizado dragón.
—¡Eh, tú! ¡No le hagas daño a nuestro dragón! —chilló uno de los pequeños. Abandonando su lugar en la fila, el chiquillo corrió hacia Tanis con el puño levantado y una mueca de furia en el rostro.
—¡Dougl! —le chilló la mayor de las niñas, sorprendida.
—¡Vuelve a tu lugar inmediatamente! —Para entonces, algunos de los niños habían empezado a llorar.
Tanis, aún con la espada levantada —pues sabía que ésa era la única manera de mantener a raya al dragón—, gritó:
—¡Sacadlos de aquí!
—¡Niños, por favor! —la voz serena y autoritaria de Goldmoon, puso orden en aquel caos.
—Tanis no le hará daño si no es necesario. Es un hombre bueno. Ahora debemos irnos, vuestras madres os esperan.
Había una pincelada de temor en la voz de Goldmoon, un matiz de peligro que captaron incluso los más pequeños. Rápidamente volvieron a formar filas.
—Adiós, Flamestrike —le gritaron varios con tristeza, despidiéndola con la mano mientras seguían a Caramon. Una vez más, Dougl miró a Tanis con expresión amenazadora, y después volvió a la fila, restregándose los ojos con sus sucios puños.
—¡No! —chilló Matafleur con voz entrecortada. —¡No! ¡No les hagáis daño a mis niños! ¡Por favor! ¡Es a mí a quién buscáis! ¡Luchad contra mí! ¡No hiráis a mis niños!
Tanis comprendió que el dragón estaba reviviendo el pasado, recordando el terrible día en el que había perdido a sus hijos.
Sturm se mantuvo cerca de Tanis.
—Se lanzará contra ti en cuanto los niños estén fuera de peligro...
—Sí, lo sé. —Los ojos del dragón, incluso el ojo enfermo, relampagueaban rojizos. Mientras el monstruo rascaba el suelo con sus afiladas garras, por su inmensa boca goteaba saliva.
—¡A mis niños no! —chillaba furiosa.
—Me quedaré contigo... —comenzó a decirle Sturm a Tanis, desenvainando la espada.
—Déjanos, caballero —susurró Raistlin surgiendo de la penumbra.
—Tus armas no nos servirán de nada. Yo me quedaré con Tanis.
El semielfo observó al mago sorprendido. Los extraños y dorados ojos de Raistlin se encontraron con los suyos. Raistlin imaginaba lo que Tanis estaría pensando: «¿Puedo confiar en él?» Pero el hechicero no calmó sus dudas, casi instigándolo a rechazarlo.
—Vete —le ordenó Tanis a Sturm.
—¿Qué...? —gritó el caballero. —¿Estás loco? Confías en este...
—¡Vete ya! En ese momento oyeron a Flint gritando.
—Ven, Sturm, ¡te necesitan aquí!
Al principio el caballero no se movió, dudando, pero no podía dejar de obedecer una orden de la persona que él consideraba su jefe. Lanzándole una siniestra mirada a Raistlin, se volvió sobre sus talones y entró en el túnel.
—Mi magia poco puede contra un dragón rojo —susurró apesadumbrado Raistlin.
—¿Podrías usarla para ganar tiempo?
Raistlin esbozó la sonrisa de quien sabe que la muerte está tan cerca que es inútil temerla.
—Sí, podría. Sitúate cerca de la entrada del túnel, cuando oigas que empiezo a hablar, echa a correr.
Tanis comenzó a retroceder, todavía con la espada en alto. Pero ahora el dragón ya no temía a la espada mágica. Sólo sabía que se habían llevado a sus hijos y que debía matar a los culpables. Cuando el guerrero que llevaba la espada comenzaba a correr hacia el túnel, se abalanzó sobre él. Súbitamente, Matafleur se vio envuelta en una oscuridad tan intensa que, por un momento, pensó que había perdido la vista de su ojo sano. Oyó susurrar unas palabras mágicas y comprendió que el humano, vestido con túnica, acababa de formular un encantamiento.
—¡Los quemaré! —aulló, percibiendo en el túnel el olor a acero.
—¡No escaparán! —Pero justo cuando se preparaba para lanzarles su letal llamarada, oyó otro sonido... ¡eran las voces de sus niños!
—No. No puedo hacerlo —comprendió furiosa.
—¡Mis hijos! ¡Podría dañar a mis hijos...! —Sintiéndose vencida, dejó caer su cabeza sobre el frío suelo de roca.
Tanis y Raistlin huyeron por el túnel, el semielfo arrastrando al debilitado mago tras él. A sus espaldas oyeron un lastimero y acongojado lamento.
—¡Mis hijos no! ¡Por favor, luchad contra mí! ¡No les hagáis daño a mis niños!
Cuando Tanis llegó al cuarto de juegos, parpadeó, cegado por la intensa luz, ya que Caramon había abierto de par en par las inmensas puertas que daban al patio iluminado por el sol. Los niños salieron al exterior. Tanis vio a Tika y Laurana con las espadas desenvainadas, mirando nerviosa en dirección a ellos. Sobre el suelo de la sala de juegos había un draconiano con el hacha de batalla de Flint incrustada en la espalda.
—¡Salid fuera todos! —gritó Tanis. El enano recuperó su arma y, junto con el semielfo, fueron los últimos en abandonar la sala de juegos.
Justo cuando salían, oyeron un terrorífico rugido, un rugido de dragón, pero muy diferente al del lastimoso gemido de Matafleur. Pyros había descubierto a los espías. Las paredes de piedra comenzaron a temblar... el dragón salía de su cubil.
—¡Es Ember! —maldijo Tanis con amargura.
—¡No se ha ido!
El enano sacudió la cabeza.
—Apostaría mi barba a que Tasslehoff tiene algo que ver con esto...
En la Sala de la Cadena, en el Sla-Mori, la cadena caía en picado al suelo de piedra, y con ella tres pequeños personajes.
Tasslehoff intentó sujetarse inútilmente a un eslabón pero cayó en la oscuridad, pensando: «esto es lo que se siente al morir». Desde más arriba se oía a Sestun chillando aterrorizado y abajo, el viejo mago murmuraba probablemente intentando formular un último encantamiento. Fizban subió el tono de su voz:
Pveathert:..
La palabra fue interrumpida por un grito. Instantes más tarde, se oyó un sonido de huesos rotos cuando el anciano mago se estrelló contra el suelo. Tas no pudo evitar sentir pena, pese a saber que muy pronto llegaría su hora. El suelo de piedra estaba cada vez más cerca... En pocos segundos también él estaría muerto...
Pero de repente comenzó a nevar.
Al menos eso fue lo que pensó el kender. Para su sorpresa se dio cuenta de que a su alrededor flotaban millones de plumas, ¡como si hubiese explotado un gallinero! Se zambulló en un inmenso montón de plumas blancas y Sestun se sumergió tras él.
—Pobre Fizban —dijo Tas, llorando, mientras se debatía entre un océano de plumas.
—Su último encantamiento debe haber sido el llamado
«caída de plumas»,
el mismo que utiliza Raistlin. Y aunque parezca mentira... ¡esta vez lo ha conseguido!
La rueda giraba cada vez más rápido, la liberada cadena se deslizaba velozmente, como si celebrase su recién estrenada libertad.
En el patio de la fortaleza reinaba el caos.
—¡Por aquí! ——chilló Tanis atravesando las puertas, convencido de que todo estaba perdido pero resistiéndose a rendirse. Nerviosos, los compañeros se reunieron en torno suyo, con las armas desenvainadas.
—¡Corred , hacia las minas! ¡Poneos a cubierto! Verminaard y el dragón rojo aún están aquí. ¡Es una trampa! ¡Nos atacarán de un momento a otro!
Los otros, con expresión ceñuda, asintieron. Todos sabían que era inútil, ya que para ponerse a salvo debían recorrer una distancia de unas doscientas yardas de terreno descubierto.
Intentaron reunir a las mujeres y a los niños tan rápido como les fue posible, pero sin mucho éxito. Tras echar una mirada hacia las minas, Tanis maldijo en voz alta, sintiéndose aún más furioso.
Los hombres, al ver a sus familias libres, redujeron a los guardias y comenzaron a correr hacia el patio. ¡Aquello no formaba parte del plan! ¿Qué se proponía Elistan? En breves instantes habría más de ochocientas personas, desesperadas, luchando a golpes en un espacio descubierto, sin ninguna posibilidad de resguardarse. Tenía que lograr que se dirigieran hacia las montañas.
—¿Dónde está Eben? —le preguntó a Sturm.
—La última vez que le vi, corría dirección a las minas. No pude imaginar para qué...
De pronto, el caballero y el semielfo lo comprendieron todo.
—Claro... —dijo Tanis en voz baja—, todo concuerda
Cuando Eben corría hacia las minas, su único pensamiento era cumplir las órdenes de Pyros. En medio de aquel revuelo, debía hallar la manera de encontrar al Hombre la Joya Verde. Sabía lo que Verminaard y Pyros pensaba hacerles a esos pobres desventurados. Eben, por un instante, sintió compasión de ellos..., después de todo él no era ni cruel ni perverso. Sencillamente, hacía algún tiempo que había comprendido cuál de los dos bandos tenía más probabilidades de ganar, y por una vez en su vida había tomado la decisión de luchar del lado de los vencedores.
Cuando su familia se arruinó, a Eben le quedó una sola cosa que vender ...él mismo. Era inteligente, habilidoso con la espada, y todo lo leal que su afán por el dinero le permitía ser. Cuando viajaba hacia el norte en busca de posibles compradores, conoció a Verminaard. Eben quedó muy impresionado de su poder, y fue escalando posiciones hasta conseguir la protección del Señor del Dragón, y lo que era más importante, se las arregló para resultarle útil a Pyros. El dragón encontraba a Eben encantador, inteligente, lleno de recursos, y... tras unas cuantas pruebas, digno de su confianza.
Eben fue enviado a su hogar de Gateway justo antes que la ciudad fuese arrasada por los ejércitos de draconianos. «Consiguió escapar» y se dedicó a la tarea de formar un grupo de resistencia. Tropezarse con la patrulla de Gilthanas, cuando éstos por primera vez intentaban filtrarse en Pax Tharkas, había sido un golpe de suerte que mejoró ostensiblemente sus relaciones tanto con Pyros como con Verminaard. Cuando conoció a Goldmoon, costó creer en su buena fortuna. Supuso que aquello significaba que la Reina de la Oscuridad lo protegía especialmente.
Rezó para que la Reina Oscura siguiera protegiéndolo, que encontrar al Hombre de la Joya Verde en medio aquel caos iba a requerir intervención divina. Cientos de hombres pululaban desconcertados. Eben vio la oportunidad de hacerle a Verminaard otro favor. Se acercó ellos y les dijo:
—Tanis quiere que salgáis al patio a reuniros con vuestras familias.
—¡No! ¡Ese no era el plan que habíamos acordado— gritó Elistan intentando detener a los demás, pero era demasiado tarde. Al ver libres a sus familias, los hombres se embravecieron. Además, varios cientos de enanos gully se habían sumado a la confusión, precipitándose alegremente fuera de las minas para apuntarse a la diversión, creyendo que tal vez aquél fuese un día de fiesta.