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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (50 page)

BOOK: El rey del invierno
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Una vez en el sendero me di la vuelta para enfrentarme a mis perseguidores, que entonces se detuvieron temerosos de la espada que les desafiaba en el angosto paso, adonde sólo de uno en uno podían acceder. El gigante me miró lascivamente.

—Gentilhombre —dijo con voz zalamera, al tiempo que me mostraba un huevo de gaviota—. Bajad, gentilhombre. ¡Venid y comed!

Una vieja se levantó las faldas y zarandeó las caderas hacia mí.

—¡Ven a mi, amor mío! ¡Ven a mi, mi enamorado! ¡Te esperaba! —gritó, y a continuación se puso a orinar.

Un niño lanzó una carcajada y arrojó una piedra.

Allí los dejé. Algunos me siguieron sendero adelante, pero al cabo se aburrieron y emprendieron el regreso a su tétrico poblado.

El sendero discurría entre el mar y el cielo. A cada tanto se interrumpía en una cantera abandonada de paredes heridas por las herramientas romanas, pero tras cada cantera el sendero seguía su trazado entre matorrales de tomillo y sotos de espinos. No vi a nadie hasta que de pronto una voz procedente de una de las canteras me detuvo.

—No parecéis loco —dijo la voz titubeante.

Me volví espada en mano y vi que un hombre distinguido, ataviado con una capa oscura, me observaba adustamente desde la entrada de una cueva.

—No necesitáis las armas —dijo levantando una mano—. Mi nombre es Malldynn. Os doy la bienvenida, extranjero, sí es que venís en son de paz; de lo contrario os ruego que paséis de

largo.

—Vengo en son de paz —repuse, y limpié la sangre que manchaba la hoja de Hywelbane antes de envainarla.

—¿Sois recién llegado a la isla? —me preguntó al tiempo que se acercaba con cautela.

Tenía el rostro amable, surcado de profundas arrugas y con expresión triste; sus gestos me recordaron al obispo Bedwin.

—Aún no hace una hora que he llegado —repuse.

—Sin duda os acosaría la plebe de la entrada. Os pido disculpas, aunque bien saben los dioses que no soy responsable de esos necrófagos. Se apoderan del pan todas las semanas y a los demás nos lo hacen pagar con creces. ¿No encontráis fascinante que incluso en este antro de almas perdidas existan jerarquías? Aquí tenemos jefes, hay fuertes y débiles. Hay hombres que sueñan con construir paraísos en esta tierra, paraísos cuyo primer requisito ha de ser sacudirse las cadenas de la ley, o así lo he entendido yo; pero mucho me temo, amigo mio, que más se asemejaría esta isla a un lugar sin ley que a cualquier paraíso. No tengo el placer de conocer vuestro nombre.

—Derfel.

—¿Derfel? —preguntó frunciendo el ceño en un intento de recordar—. ¿Sois por ventura siervo de los druidas?

—Lo fui. Ahora soy guerrero.

—No, no lo sois —me corrigió—. Ahora estáis muerto. Habéis desembarcado en la isla de los Muertos. Hacedme la merced de entrar y tomar asiento. Aunque humilde, ésta es mi casa.

Con un gesto señaló la cueva, donde dos bloques de piedra a medio labrar hacían las veces de mesa y silla. Un pedazo de tela vieja, traída tal vez por el mar, ocultaba a medias un lecho de hierba seca amontonada en un rincón que hacia las veces de dormitorio. Insistió en que ocupara el bloque de piedra más pequeño, a modo de asiento.

—Os ofrezco agua de lluvia para beber —dijo— y pan seco de hace cinco días para comer.

Puse una torta de avena en la mesa. Ciertamente que Malldynn estaba hambriento, pero resistió el impulso de abalanzarse sobre la torta. Sacó un pequeño cuchillo cuya hoja había sido afilada tantas veces que tenía el filo ondulado, y con dicho utensilio partió la torta de avena en dos mitades.

—So riesgo de que me tildéis de desagradecido, os confieso que la avena jamás ha sido de mi agrado. Prefiero la carne, carne fresca, mas os lo agradezco de igual modo, Derfel. —Se había acuclillado a la mesa frente a mi, pero una vez terminada la torta y tras limpiarse delicadamente las migas de los labios, se levantó y se apoyó contra la pared de la cueva—. Mi madre hacia tortas de avena, aunque no tan finas como ésta. Sospecho que la avena estaría mal descascarillada. La vuestra me ha parecido deliciosa, por lo que me veo obligado a revisar mi opinión sobre la avena. Nuevamente os doy las gracias —concluyó, con una inclinación.

—Tampoco vos parecéis un demente —dije.

Sonrió. Era un hombre de mediana edad, rostro distinguido, mirada inteligente y barba blanca, que a todas luces procuraba mantener bien recortada. La cueva había sido barrida con una escoba de ramas que vi contra la pared.

—No sólo los locos son enviados aquí, Derfel —dijo en tono reprobatorio—. También llegan cuerdos enviados por quienes desean y pueden infligirles castigo, y, ¡ay!, yo ofendí a Uter. —Calló, apesadumbrado—. Yo fui consejero de su majestad, incluso hombre influyente, pero cuando manifesté a Uter que su hijo Mordred era un insensato, sentencié mi destino. Aunque no erré, pues Mordred era un insensato, lo supe desde sus diez años.

—¿Tanto tiempo lleváis aquí? —pregunté estupefacto.

—¡Ay de mi! Así es.

—¿Cómo habéis logrado sobrevivir?

—Los necrófagos que guardan la entrada —dijo tras encogerse de hombros— creen que tengo poderes mágicos. Les amenacé con devolverles el juicio si me molestaban, y desde entonces se

cuidan mucho de importunarme. Prefieren estar locos, creedme. Cualquiera en su sano juicio rogaría a los dioses que le privaran de él en esta isla. Y vos, amigo Derfel, ¿puedo preguntaros qué os trae a este lugar?

—Vengo en busca de una mujer.

—¡Ah! Abundan las mujeres, y casi todas han perdido el pudor. Tengo entendido que la abundancia de tales hembras es otro de los requisitos del paraíso terrenal, pero aquí la realidad es muy otra. Es verdad que son desenvueltas, mas también mugrientas y de charla tediosa, y el placer que procuran es tan efímero como deshonroso. Si es eso lo que buscáis, Derf el, aquí lo encontraréis sobradamente.

—Busco a una mujer llamada Nimue —dije.

—Nimue —repitió, y frunció el ceño tratando de recordar—. ¡Nimue! Sí, claro, ahora me acuerdo. Una muchacha tuerta de pelo negro. Se unió al pueblo marino.

—¿Se ahogó? —pregunté horrorizado.

—No, no —puntualizó sacudiendo la cabeza—. Es que en la isla existen diversas comunidades. Ya habéis conocido a los necrófagos de la entrada. Los habitantes de las canteras somos los ermitaños, un grupo reducido que prefiere la soledad y ha elegido las cuevas de esta parte de la isla. Al otro lado moran las bestias, cuyo nombre os dará una idea de lo que son. Y en el extremo sur vive el pueblo marino. Pescan con sedales de cabello humano y anzuelos de espinas y son, en mi opinión, la tribu más civilizada de la isla, aunque ninguna se distingue por su hospitalidad. Todas están enfrentadas, naturalmente. Como podéis ver, nada nos falta de lo que ofrece el mundo de los vivos, excepto, quizá, la religión, aunque uno o dos habitantes dicen ser dioses; ¿quién podría negárselo?

—¿Alguna vez intentasteis huir?

—Si —contestó con tristeza—. En una ocasión, tiempo ha, probé a cruzar la bahía a nado, pero estamos sometidos a vigilancia y un golpe en la cabeza con la contera de una lanza es un efectivo recordatorio de que no se nos permite abandonar la isla. Regresé mucho antes de ponerme a su alcance. Casi todos los que intentan ese camino mueren ahogados. Hay quien elige el terraplén; tal vez alguno haya regresado al mundo de los vivos, pero sólo después de librarse de los necrófagos de la entrada. Y después de superar tamaña ordalia, aún ha de zafarse de los guardias que vigilan la playa. Las calaveras que visteis en los muros del terraplén son de hombres y mujeres que en su día intentaron escapar. Pobres diablos. —Enmudeció un momento; pensé que iban a saltársele las lágrimas—. Pero ¿en qué estoy pensando? —dijo separándose bruscamente de la pared—. ¿Acaso he perdido los buenos modales? Debéis de estar sediento. ¡Mirad! ¡He aquí mi cisterna! —Señaló con orgullo un barril de madera situado a la entrada de tal guisa que recogía el agua que bajaba por los lados de la cantera en los días de tormenta. Con

un cucharón llenó dos tazas de madera—. El barril y el cucharón proceden de una barca de pesca que naufragó hace... ¡dejadme pensar! Dos años. ¡Pobres desgraciados! Eran tres hombres y dos niños. Uno de los hombres intentó escapar a nado y se ahogó. Los otros dos murieron bajo una lluvia de piedras y a los dos niños se los llevaron. ¡Imaginad el fin que hallarían! Mujeres hay en gran número, pero la carne tierna y limpia de un niño pescador es un raro bocado en la isla —dijo sacudiendo la cabeza al tiempo que dejaba la taza en la mesa—. Es un lugar terrible, amigo mío, y vos habéis cometido una imprudencia al venir. ¿O acaso os han enviado?

—Vine por mi voluntad.

—En tal caso os corresponde estar aquí, pues demostráis demencia completa. Contadme —dijo tras beberse el agua— las nuevas de Britania.

Le relaté los últimos acontecimientos. Había sabido de la muerte del rey Uter y del regreso de Arturo, pero poco más. Frunció el ceño cuando le dije que el rey Mordred estaba tullido y se alegró al saber que Bedwin aun vivía.

—Me agrada Bedwin —dijo—. Me agradaba, mejor dicho. Es preciso aprender a hablar como si estuviéramos muertos. Debe de ser muy viejo.

—No tanto como Merlín.

—¿Merlín vive? —preguntó sorprendido.

—Así es.

—¡Por los dioses! ¡Merlín vive! —exclamó complacido—. En una ocasión le di una piedra de águila y su agradecimiento no tuvo limites. Tengo otra en algún sitio. Pero ¿dónde debe de estar? —Rebuscó entre un pequeño montón de piedras y trozos de madera amontonados a la entrada de la cueva—. Quizás esté allí —dijo señalando hacia la cortina del fondo—. ¿La veis vos?

Di media vuelta para buscar la preciada piedra sonora, y no bien volví la vista a otro lado, Malldynn me saltó encima con la intención de clavarme el filo mellado de su pequeño cuchillo en la garganta.

—¡Os comeré! —gritó triunfante—. íOs comeré!

Pero con la siniestra conseguí asirle la mano con que esgrimía el cuchillo y me aparté la hoja de la tráquea. Me tiró al suelo e intentó morderme la oreja. Babeaba, se le hacía la boca agua ante la perspectiva de comer carne humana limpia y fresca. Le asesté dos golpes seguidos, conseguí girar y levantar la rodilla y volví a golpearle, pero el miserable tenía una fuerza notable y el alboroto de la pelea atrajo a otros hombres, que acudieron presurosos desde las cuevas. Sólo faltaban unos momentos para que los recién llegados me redujeran entre todos, de modo que, con un último esfuerzo desesperado, golpeé la cabeza de Malldynn con la mía y por fin me desembaracé de él. Lo aparté de una patada y retrocedí como pude en el momento en que sus amigos se precipitaban en la cueva, justo a tiempo para situarme a la entrada del dormitorio, donde disponía de espacio suficiente para desenvainar la espada. Los ermitaños retrocedieron a la vista de la brillante hoja de Hywelbane. Malldynn yacía en un lado de la cueva y sangraba por la boca.

—¿Ni siquiera un pedacito de hígado fresco? —me suplicó—. Tan sólo un bocado, os lo ruego.

Allí lo dejé. Los demás ermitaños tiraron de mi capa al salir de la cantera, pero ninguno intentó detenerme.

—¡Os veréis obligado a volver —me gritó uno de ellos riendo, cuando ya me marchaba— y para entonces estaremos más hambrientos si cabe!

—Comeos a Malldynn —contesté implacable.

Trepé hasta la cresta, donde la aulaga asomaba entre las rocas. Desde la cumbre vi que el farallón rocoso no llegaba al extremo meridional de la isla sino que caía abruptamente sobre una planicie alargada y parcelada por un laberinto de antiguos muretes de piedra, prueba de que en otros tiempos hombres y mujeres comunes habían habitado la isla y cultivado la meseta pedregosa que descendía suavemente hasta el mar. Aún se distinguían algunos grupos de casas en la meseta, que tomé por los hogares del pueblo marino. Un corrillo de aquellas almas muertas me observaba desde el puñado de chozas circulares que había al pie del cerro, y su presencia me convenció para que me quedara donde estaba hasta el amanecer. En las primeras horas de la mañana la vida se despierta lentamente; ésa es la razón de que los guerreros ataquen con las primeras luces del alba; buscaría a mi Nimue perdida cuando los dementes habitantes de la isla todavía estuvieran torpes y entumecidos por el sueño.

Fue una noche larga, una mala noche. Las estrellas pendían sobre mí, resplandecientes moradas desde donde los espíritus contemplan a los débiles mortales. Rogué a Bel que me otorgara fuerzas y dormí a ratos, aunque el menor crujido entre la maleza o la caída de una piedra me despertaban sobresaltado. Me refugié en una brecha de la roca que dificultaría cualquier intento de ataque, por lo que confiaba en poder defenderme; pero sólo Bel sabía cómo saldría de la isla o si conseguiría encontrar a Nimue.

Abandoné el nicho de la roca antes del alba. La niebla ocultaba el mar, que se extendía más allá del sombrío torbellino de agua que señalaba la entrada de la cueva de Cruachan; a la tenue luz grisácea la isla parecía fría y monótona. No encontré a nadie durante el descenso y llegué al primer grupo de chozas antes del amanecer. El día anterior me había mostrado harto condescendiente con los habitantes de la isla, pero desde ese momento decidí tratar a los muertos como la carroña que eran.

Las chozas eran toscas construcciones de cañas y barro con techumbre de ramas y hierba. Abrí de una patada una desvencijada puerta de madera, entré, agarré al primer durmiente con que topé y lo arrojé fuera de la choza de un empellón; di una patada a otro de los bultos y abrí un agujero en el techo con la punta de Hywelbane. Una maraña de seres que en algún tiempo debieron de ser humanos se escabulló en desorden. Di un puntapié a un hombre en la cabeza, golpeé a otro con la hoja de Hiwelbane plana y arrastré a un tercero a la enfermiza luz exterior. Lo tiré al suelo, le puse el pie en el pecho y le coloqué la punta de Hyzvelbane en la garganta.

—Busco a una mujer llamada Nimue —anuncie.

Tartamudeaba en una jerigonza incomprensible. O no sabía hablar o hablaba un lenguaje de su invención, así que lo solté y corrí tras una mujer que renqueaba en dirección a los matorrales. Aulló cuando le di alcance y volvió a gritar cuando le toqué la garganta con el acero.

—¿Conoces a una mujer llamada Nimue?

El terror no la dejaba hablar, pero se levantó las mugrientas faldas y me obsequió con una desdentada sonrisa lasciva; le golpeé el rostro con la hoja de la espada plana.

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