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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (57 page)

BOOK: El rey del invierno
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—Temíamos que vinierais con Merlín —dijo.

—Merlín sólo es señor de si mismo —replicó Arturo—, pero he aquí a su sacerdotisa —dijo, señalando a Nimue, que clavó en el sajón su único ojo.

Aelle hizo un gesto que debía de ser de protección contra el mal. Nimue le daba miedo por ser sacerdotisa de Merlín; buena información para nosotros.

—Pero ¿Merlín está en Britania? —preguntó temeroso.

—Eso dicen algunos —respondí de parte de Arturo—, aunque otros dicen que no. ¿Quién sabe? Tal vez esté ahí mismo, entre las sombras.

Señalé con la cabeza hacia la oscuridad que rodeaba las piedras iluminadas por las hogueras.

Aelle despertó con la punta de la lanza a uno de los hechiceros. El hombre soltó un alarido lastimero y Aelle quedó satisfecho, pues el quejido alejaría cualquier influencia maléfica. El Bretwalda se había puesto la cruz de Sansum al cuello y algunos de sus hombres lucían macizas torques de oro procedentes de Ynys Wydryn. Avanzada la noche, cuando casi todos los sajones roncaban, algunos de los esclavos nos relataron la caída de Durocobrivis y el final del príncipe Gereint, hecho prisionero y torturado hasta la muerte por el enemigo. Arturo lloró al escuchar la historia. Ninguno de nosotros conocíamos mucho a Gereint, pero sabíamos que era un hombre modesto y sin ambiciones que había hecho todo lo posible por detener el avance de las fuerzas sajonas. Algunos esclavos nos rogaron que nos los lleváramos, pero no nos atrevimos a ofender a nuestros anfitriones en ese momento.

—Un día vendremos a rescataros —les prometió Arturo—, vendremos a por vosotros.

Al día siguiente por la tarde, los sajones partieron. Aelle quiso que nosotros pernoctáramos un día más en Las Piedras para asegurarse de que no lo seguiríamos, y se llevó a Balin, a Lanval y al hombre de Powys. Arturo consultó a Nimue si Aelle mantendría su palabra; ella asintió y dijo que había soñado que los sajones obedecían y que los rehenes volvían sanos y salvos.

—Pero lleváis en las manos la sangre de Ratae —añadió en tono inquietante.

Recogimos las cosas y nos preparamos para la marcha, que no emprenderíamos hasta la madrugada. A Arturo no le gustaba nada el ocio forzoso, y cuando cayó la tarde nos pidió a Sagramor y a mi que le acompañáramos a pasear por el bosque. Estuvimos un rato andando sin rumbo fijo, pero al cabo Arturo se detuvo bajo un roble enorme de luengas barbas de liquen gris.

—Me siento rastrero —dijo—. No cumplí la palabra dada a Benoic y ahora acabo de comprar con oro la muerte de cientos de britanos.

—No habríais podido salvar a Benoic —le dije por enésima vez.

—Una tierra que compra poetas en vez de lanceros no merece sobrevivir —añadió Sagramor.

—Que hubiera podido salvarla o no carece de importancia —replicó Arturo—. Yo di mi palabra a Ban y no la cumplí.

—Cuando un incendio arrasa tu casa hasta los cimientos, no acarreas agua al incendio del vecino —dijo Sagramor.

Su rostro negro, impenetrable como el de Aelle, causaba sensación entre los sajones. Muchos de ellos se lo habían encontrado en el campo de batalla a lo largo de los últimos años, y lo tomaban por alguna clase de demonio enviado por Merlín; Arturo utilizó esos temores insinuando que Sagramor quedaría a cargo de la defensa de la nueva frontera. En realidad pensaba llevárselo a Gwent, pues necesitaba de sus mejores hombres para enfrentarse a Gorfyddyd.

—No podíais mantener el juramento hecho a Benoic —prosiguió Sagramor—, por lo tanto, los dioses os perdonan.

Sagramor tenía una visión sanamente pragmática de los dioses y el hombre; tal era, en efecto, uno de sus puntos fuertes.

—Aunque los dioses me perdonen —contestó Arturo—, yo no. Ahora pago a los sajones para que maten a los britanos. —Se estremecía con sólo pensarlo—. Anoche me acordé mucho de Merlín, me habría gustado contar con su aprobación.

—Contáis con su aprobación —dije.

Aunque a Nimue no le pareciera bien el sacrificio de Ratae, su parecer siempre era más puro que el de Merlín. Comprendía la necesidad de pagar a los sajones, pero le sublevaba la idea de pagar en sangre britana, aunque fuera de britanos enemigos.

—Poco importa lo que opine Merlín —dijo Arturo enfadado—. Poco importaría que todos los sacerdotes, druidas y bardos me dieran la razón. Pedir las bendiciones de otro hombre es una forma de evitar responsabilidades. Nimue tiene razón, mía es la responsabilidad de todas las muertes que se produzcan en Ratae.

—¿Qué otra cosa podríais hacer? —pregunté.

—No lo entiendes, Derfel —me contestó con amargura, aunque en realidad toda esa amargura iba dirigida contra sí mismo—. Ya sabia que Aelle no se conformaría sólo con oro. ¡Son sajones! ¡No les interesa la paz, quieren tierras! Claro que lo sabia, ¿por qué, si no, habría traído a ese pobre hombre de Ratae? Yo ya estaba dispuesto a dar antes de que Aelle pidiera. ¿Cuántos hombres morirán por tanta previsión? ¿Trescientos? ¿Cuántas mujeres serán hechas esclavas? ¿Doscientas? ¿Y cuántos niños? ¿Cuántas familias quedarán destrozadas? ¿Y para qué? ¿Para demostrar a Gorfyddyd que yo estoy mejor capacitado para el gobierno? ¿Acaso mi vida vale tantas almas?

—Gracias a esas almas —repliqué— mantendréis a Mordred en el trono.

—¡Otro juramento! —contestó Arturo agriamente—. ¡Cuántos juramentos nos atan! Juré a Uter que colocaría a su nieto en el trono, juré a Leodegan que le devolvería Henis Wyren. —Se detuvo bruscamente y Sagramor me miró con una expresión de alarma; era la primera noticia que teníamos sobre un juramento de combatir contra Diwrnach, el temido rey irlandés de Lleyn que se había apoderado del reino de Leodegan—. Y de entre todos los hombres —añadió Arturo contrito—, soy el que más juramentos rompe. Falté a la palabra dada a Ban y también falté al compromiso con Ceinwyn. —También era la primera vez que le oíamos lamentar abiertamente el compromiso incumplido. Yo creía que Ginebra alumbraba el firmamento de Arturo con tal esplendor que había hecho desaparecer el tímido brillo de Ceinwyn, pero al parecer el recuerdo de la princesa de Powys aún le escocía en la conciencia como un aguijón, igual que le escocía en aquel momento pensar en el destino de Ratae—. Debería enviarles un aviso, quizá —dijo.

—¿Y perder a los rehenes? —preguntó Sagramor.

—Me entregaré yo en el lugar de Balin y Lanval —contestó.

Estaba pensando en hacerlo de verdad, yo lo sabia. No podía soportar el acoso de los remordimientos y buscaba una salida en aquella enmarañada lucha entre la conciencia y el deber, aunque fuera a costa de su propia vida.

—¡Cuánto se reiría Merlín de mí ahora mismo!

—Si, desde luego —dije.

La conciencia de Merlín, si es que la tenía, actuaba sólo como medida de la simpleza del pensamiento humano, es decir como aguijada indicadora de que debía tomar el camino contrario. La conciencia de Merlín era una bufonada para divertir a los dioses. La de Arturo, una carga pesada.

Se quedó mirando el suelo musgoso que crecía a la sombra del roble. El día llegaba al crepúsculo al tiempo que los pensamientos de Arturo se hundían en la penumbra. ¿De verdad se sentiría inclinado a abandonarlo todo, a cabalgar hasta el refugio de Aelle para inmolar su vida a cambio de las almas de Ratae? Creo que si pero de pronto la lógica insidiosa de la ambición despertó en él y se sobrepuso a la desesperación con fuerza semejante a la de las mareas que inundaban las tristes arenas de Ynys Trebes.

—Hace cien años —dijo quedamente— en esta tierra reinaba la paz, había justicia; un hombre desbrozaba un terreno con la alegría de que sus nietos vivirían para ararlo. Pero esos nietos han muerto a manos de los sajones o de sus hermanos britanos. Si no hacemos nada, el caos se extenderá hasta que no queden sino sajones jactanciosos con sus hechiceros locos. Si Gorfyddyd vence, despojará a Dumnonía de toda su riqueza, pero si gano yo, abrazaré a Powys fraternalmente. Todo mi ser se rebela contra lo que estamos haciendo, mas así tal vez logremos colocar cada cosa en su lugar. —Nos miró a los dos—. Los tres pertenecemos a Mitra, así que podéis ser testigos del juramento que hago ahora. —Hizo una pausa. Empezaba a odiar los juramentos y los deberes que conllevaban, pero se encontraba de tal ánimo tras el encuentro con Aelle que, se dispuso a cargar con otro juramento más—. Tráeme una piedra, Derfel —me ordenó.

Desenterré una piedra de un puntapié y la limpié; luego, a una señal de Arturo, escribí el nombre de Aelle en la piedra con la punta del cuchillo. Arturo cayó un agujero hondo al pie del

roble con su propia daga y se puso en pie.

—Juro que si sobrevivo a la batalla contra Gorfyddyd, vengaré a las almas inocentes de Ratae que hace poco he condenado a la muerte. Mataré a Aelle. Lo destruiré, a él y a sus hombres. Daré sus cuerpos a los cuervos y sus riquezas a los niños de Ratae. Vosotros dos sois testigos, y si no cumplo este juramento, consideraos liberados de vuestras obligaciones para conmigo. —Dejó caer la piedra en el agujero y entre los tres la cubrimos de tierra con los pies—. ¡Qué los dioses me perdonen por las muertes que acabo de provocar! —concluyó.

Y partimos a provocar algunas más.

14

Fuimos a Gwent por Corinium. Ailleann seguía viviendo allí y, aunque Arturo vio a sus hijos, no quiso saludar a la madre personalmente, pues no deseaba que la noticia de semejante reencuentro hiriera a su amada Ginebra; sin embargo, me envio a mí con un presente para ella. Recibióme Ailleann amablemente, pero tomó el regalo de Arturo con un encogimiento de hombros; tratábase de un pequeño broche de plata esmaltada con un animal semejante a una liebre, aunque de patas y orejas más cortas. Arturo lo había escogido del tesoro del santuario de Sansum, aunque repuso sin dilación el valor del broche con monedas de su bolsa.

—Le hubiera gustado disponer de algo mejor que enviaros —dije, transmitiéndole el mensaje de Arturo—, pero desgraciadamente los sajones se quedan con nuestras mejores joyas en estos días.

—En otro tiempo —contestó ella con amargura— el motivo de sus regalos era el amor, no la culpa. —Ailleann era aún una mujer llamativa, aunque había encanecido y sus ojos estaban nublados por la resignación. Llevaba una larga túnica azul de lana y el cabello recogido en dos rodetes iguales, uno a cada lado de la cabeza. Quedóse mirando el extrano animal de esmalte— ¿Qué creéis que es? —me preguntó—. No es una liebre. ¿Será un gato?

—Sagramor dice que se llama conejo. Los ha visto en un lugar llamado Capadocia, que no sé dónde se encuentra.

—No creáis todo lo que cuenta Sagramor —dijo con ironía, mientras se colocaba el broche en la túnica—. Tengo tantas joyas como una reina —añadió, mientras me conducía al pequeño patio de su casa romana—, pero sigo siendo esclava.

—¿Arturo no os dio la libertad? —pregunté asombrado.

—Le preocupa que desee volver a Armórica o que me vaya a Irlanda y me lleve a los gemelos conmigo. El día en que los niños cumplan la mayoría de edad, Arturo me devolverá la libertad, y ¿sabéis lo que haré? Me quedaré en el mismo lugar. —Me señaló una silla que había a la sombra de una parra—. Os habéis hecho mayor —dijo, sirviendo un vino de color paja de una botella enfundada en mimbre—. ¿Es cierto que Lunete os abandonó? —preguntó, al tiempo que me ofrecía un recipiente de cuerno.

—Creo que nos dejamos el uno al otro.

—Me han dicho que ahora es sacerdotisa de Isis —dijo en son de burla—. Me cuentan muchas cosas de Durnovaria, pero no creo ni la mitad.

—¿Cosas como qué?

—Si no lo sabéis, vale más que continuéis en la ignorancia. —Tomó un sorbo de vino que le hizo torcer el gesto—. Y lo mismo digo de Arturo. No le gustan las malas noticias, sólo las buenas. Cree incluso que los gemelos tienen algo de bueno.

Me quedé perplejo al oír a una madre hablar así de sus hijos.

—Seguro que algo bueno tendrán —dije.

Me miró directamente sin ocultar cierta burla.

—Derfel, los chicos no son mejores que antaño, y nunca fueron buenos. Culpan a su padre, creen que deberían ser príncipes y como tales se comportan. No hay maldad en esta ciudad que no hayan empezado o ayudado a producir, y cuando intento llamarlos al orden, me llaman ramera. —Partió un trozo de tarta y echó las migas a los gorriones. Un criado barría el extremo opuesto del patio con un manojo de retama, pero Ailleann le ordenó que nos dejara solos y me preguntó sobre la guerra; intenté ocultar el pesimismo que me inspiraba el enorme ejército de Gorfyddyd—. ¿No podéis llevaros a Amhar y Loholt? —me preguntó luego—. Tal vez se conviertan en buenos soldados.

—No creo que su padre los considere con edad suficiente.

—Si es que se hace consideraciones respecto a ellos alguna vez. Les envía dinero, pero más valdría que no lo hiciera. —Acarició el broche nuevo—. Los cristianos de la ciudad dan a Arturo por perdido.

—Todavía no, señora.

—No será por mucho tiempo, Derfel —dijo con una sonrisa—. El pueblo subestima a Arturo. Ven su bondad, oyen de su amabilidad, escuchan sus discursos sobre justicia pero nadie, ni siquiera vos, sabe de la llama que arde dentro de él.

—¿Cuál es?

—La ambición —contestó llanamente, y luego lo pensó un momento—. Su espíritu —prosiguió— es un carro tirado por dos caballos, la ambición y la conciencia; pero creedme, Derfel, lleva en la diestra las riendas del caballo de la ambición, que siempre se impone al otro. Y es tan capaz, tan capaz. —Sonrió con tristeza—. Basta con mirarlo cuando parece acabado, cuando se hunde en el pozo más oscuro; os asombrará. Yo ya lo he visto en otras ocasiones. Triunfará, pero entonces el caballo de la conciencia tirará de las riendas y Arturo cometerá el error de siempre, perdonar a sus enemigos.

—¿Tan malo es eso?

—No es que sea malo ni bueno, Derfel, es una cuestión práctica. Los irlandeses conocemos una verdad esencial: un enemigo perdonado es un enemigo contra el que habrá que luchar una y otra vez. Arturo confunde poder con moralidad y adoba la mezcla con la creencia de que los hombres son buenos por naturaleza, todos, hasta los peores, y por esa razón, no olvidéis lo que os digo, jamás logrará la paz. Ansia la paz, habla de paz, pero siempre tendrá enemigos a causa de su espíritu confiado. A menos que Ginebra consiga poner un poco de pedernal en su corazón, cosa que no es improbable. ¿Sabéis a quién me recuerda Ginebra?

—No sabia que la conocierais.

—Tampoco conozco a la persona a la cual me recuerda, pero oigo muchas cosas y a Arturo sí que lo conozco bien. Creo que se parece a la madre de Arturo, atractiva y fuerte, y sospecho que Arturo haría cualquier cosa por satisfacerla.

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