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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (20 page)

BOOK: El río de los muertos
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—Sí, milord. —El general se levantó de la silla—. Ahora he de ocuparme de los preparativos para el funeral. Pido permiso para retirarme.

—Claro —accedió Targonne, agitando la mano—. Infórmame cuando todo este listo. Pronunciaré un discurso. Sé que a los hombres les gustará eso.

Dogah saludó y se marchó, dejando solo a Targonne en la tienda de mando. El Señor de la Noche revolvió los papeles de Mina, leyó su correspondencia personal y se guardó las cartas que parecían implicar a varios oficiales en conspiraciones contra él. Examinó detenidamente el mapa de Solamnia y sacudió la cabeza con sorna. Lo que había encontrado le revelaba que había sido una traidora, una intrigante peligrosa y una necia. Enorgullecido de su brillante plan y de su éxito, se acomodó en la silla para echar una corta siesta y recuperarse de los rigores del viaje.

* * *

Fuera de la tienda, los tres oficiales conferenciaban.

—¿Qué crees que está haciendo ahí dentro? —preguntó Samuval.

—Revolviendo en las cosas de Mina —repuso Galdar a la par que lanzaba una mirada funesta a la tienda de mando.

—Para lo que le va a servir —comentó Dogah.

Los tres intercambiaron una mirada, incómodos.

—Esto no va como se planeó. ¿Qué hacemos ahora? —demandó el minotauro.

—Lo que le prometimos a ella que haríamos —contestó ásperamente Dogah—. Prepararnos para el funeral.

—¡Pero no se suponía que se llegaría a esto! —gruñó Galdar, insistente—. Es hora de que Mina ponga fin a la situación.

—Lo sé, lo sé —murmuró el general mientras echaba una ojeada sombría a la tienda donde yacía Mina, pálida e inmóvil—. Pero no lo ha hecho y no tenemos más opción que seguir adelante con ello.

—Podríamos retrasar la ceremonia —sugirió Samuval, que se mordía el labio inferior, pensativo—. Podríamos inventar alguna excusa...

—Caballeros. —Lord Targonne asomó en la entrada de la tienda—. Me pareció oíros hablando aquí fuera. Creo que tenéis que ocuparos de ciertas tareas relacionadas con el funeral, así que no es momento de entretenerse con charlas. Sólo vuelo de día, jamás cuando ha oscurecido. He de partir esta tarde, ya que no puedo quedarme más tiempo holgazaneando por aquí, de modo que espero que la ceremonia se lleve a cabo a mediodía, como estaba previsto. Ah, por cierto —añadió, volviendo a sacar la cabeza de la tienda—, si creéis que habrá problemas para encender la pira, os recuerdo que tengo siete Dragones Azules a mis órdenes que estarían encantados de prestaros ayuda.

Desapareció tras la lona de la entrada, dejando a los tres oficiales mirándose entre sí con inquietud.

—Ve y tráela, Galdar —dijo Dogah.

—No tendrás intención de ponerla sobre esa pira, ¿verdad? —siseó el minotauro entre los dientes apretados—. ¡No! ¡Me niego!

—Ya has oído a Targonne, Galdar —intervino, sombrío, Samuval—. Eso era una amenaza, por si no lo has entendido. Si no le obedecemos, ¡la pira funeraria no será a lo único que esos condenados dragones prendan fuego!

—Escúchame, Galdar —añadió Dogah—, si no seguimos adelante con la ceremonia, Targonne ordenará a sus oficiales que lo hagan ellos. No sé qué puede haber salido mal, pero hemos de seguir hasta el final con esto. Mina lo habría querido así. Eres su segundo al mando, así que te corresponde llevarla a la pira. ¿O quieres que uno de nosotros te sustituya?

—¡No! —replicó el minotauro con un seco chasquido de dientes—. Yo la llevaré. ¡Nadie más! ¡Lo haré yo! —Parpadeó; tenía los ojos enrojecidos—. Pero sólo lo hago porque ella lo ordenó. En caso contrario, dejaría que los dragones redujeran a cenizas el mundo entero, a mí con él. Si está muerta, no veo razón para seguir viviendo.

Dentro de la tienda de mando, Targonne escuchó esa manifestación y tomó nota mental de librarse del minotauro en cuanto se le presentase la ocasión.

12

El funeral

A paso lento y solemne, Galdar se encaminó hacia las andas funerarias llevando el cuerpo de Mina en sus brazos. Las lágrimas corrían por el rostro desolado del minotauro, que tenía la garganta tan constreñida por la congoja que no podía hablar. La cargaba acunada en sus brazos, con la cabeza recostada en el brazo derecho que ella le había restituido. Su cuerpo estaba frío y su piel tenía una palidez cadavérica, sus labios una tonalidad azulada. Los párpados cerrados ocultaban la mirada fija de unos ojos muertos.

Cuando había entrado en la tienda donde yacía el cuerpo de la joven, Galdar había intentado, subrepticiamente, hallar alguna señal de vida en ella. Acercó el brazal metálico a sus labios con la esperanza de ver el tenue vaho del aliento en el metal. Al alzarla en sus brazos había confiado en percibir el leve latido de su corazón.

Nada empañó el metal del brazal. No hubo palpitación alguna.

«Parecerá que estoy muerta —le había dicho—. Sin embargo, seguiré viva. El Único creará ese engaño para que pueda arremeter contra nuestros enemigos.»

Era lo que había dicho, pero también había afirmado que despertaría para acusar a su asesino y hacer justicia; sin embargo, allí seguía, en sus brazos, tan fría y pálida como un lirio cortado y helado en la nieve. Y él estaba a punto de poner ese delicado lirio sobre un montón de leña que ardería en una rugiente hoguera con una simple chispa.

Los caballeros de Mina formaban una guardia de honor que marchaba detrás de Galdar en el cortejo fúnebre. Vestían sus negras armaduras, lustradas hasta brillar, y llevaban las viseras de los yelmos bajadas, cada cual ocultando su dolor tras una máscara de acero. De manera espontánea, sin que se lo ordenaran sus oficiales, las tropas habían formado dos filas que iban desde la tienda hasta las andas. Soldados que la habían seguido durante semanas se alineaban codo con codo con aquellos que acababan de llegar pero que ya la adoraban. Galdar caminó lentamente entre las filas de soldados sin detenerse en ningún momento, aunque los hombres extendían las manos en un intento de tocar su cuerpo helado para una última bendición. Los más jóvenes lloraban sin rebozo. Veteranos canosos y cubiertos de cicatrices mantenían el gesto adusto y se limpiaban precipitadamente los ojos.

El capitán Samuval caminaba detrás de Galdar, llevando de las riendas al caballo de Mina,
Fuego Fatuo.
De acuerdo con la tradición, las botas de la joven iban colocadas en sentido contrario sobre los estribos. El brioso corcel estaba nervioso e inquieto, tal vez por la proximidad del minotauro —los dos habían creado una forzada alianza, aunque en realidad no se caían bien— o tal vez las emociones a flor de piel de los soldados afectaban al animal o quizá también él acusara la pérdida de Mina. Samuval tenía que emplearse a fondo para controlar al caballo, que resoplaba y temblaba, enseñaba los dientes, giraba los ojos hasta ponerlos en blanco y amagaba repentinas y peligrosas arremetidas contra la multitud.

El sol casi había alcanzado su cénit. El cielo tenía un extraño color azul cobalto, un cielo invernal en pleno verano, con un sol invernal que brillaba intensamente pero sin dar calor, un sol que parecía perdido en la vacía inmensidad azul. Galdar llegó al final de las filas de soldados y se detuvo frente a la enorme pira. En el suelo, a los pies del minotauro, había una litera enrollada con cuerdas. En lo alto de la pira, hombres de rostros sombríos y surcados de lágrimas esperaban para recibir a su Mina.

Galdar miró hacia la derecha. Lord Targonne estaba en posición de firmes y mostraba su máscara de pesar, seguramente la misma que había exhibido en el funeral de Mirielle Abrena. No obstante, deseaba que la ceremonia acabara y dejaba que su mirada se desviara con frecuencia hacia el sol para comprobar su avance, un recordatorio nada sutil a Galdar para que se diera prisa.

El general Dogah se encontraba a la izquierda del minotauro, y éste le lanzó una mirada elocuente.

«Tenemos que retardarlo, ganar tiempo», suplicaban sus ojos.

Dogah alzó la vista al sol, que casi se encontraba en línea vertical sobre sus cabezas. Al mirar a lo alto, Galdar vio siete Dragones Azules que volaban en círculo, mostrando un inusitado interés en el desarrollo de la ceremonia. Por norma, a los grandes reptiles les resultaba tremendamente aburrido ese tipo de actos. Los humanos eran como insectos; tenían una vida corta y frenética y, al igual que los insectos, morían continuamente. A menos que dragones y humanos hubiesen forjado un vínculo especial, a los primeros les importaba poco lo que les ocurría a los segundos. Sin embargo, ahora sobrevolaban la pira funeraria de Mina. Las sombras proyectadas por sus alas se deslizaban repetidamente sobre el rostro inmóvil de la muchacha.

Si el propósito de Targonne era que los dragones los intimidaran, lo había conseguido. Dogah sintió el miedo al dragón oprimiéndole el corazón, destrozado ya por la pena. Bajó la vista, capitulando. No podía hacerse nada más.

—Adelante, Galdar —ordenó con voz queda.

El minotauro se arrodilló y puso el cuerpo de Mina en las andas con extraordinaria delicadeza. Alguien, en alguna parte, había encontrado un paño de fina seda, dorada y púrpura. Seguramente robado a los elfos. Galdar colocó el cuerpo de la muchacha sobre la litera, con las manos cruzadas sobre el pecho. Luego la cubrió con el paño, como haría un padre amoroso con su hijita dormida.

—Adiós, Mina —susurró.

Medio cegado por las lágrimas que corrían sin freno por su hocico, se puso de pie e hizo un gesto feroz. Los soldados situados en lo alto de la pira tiraron de las cuerdas; éstas se tensaron y la litera empezó a subir lentamente. Al llegar arriba, los soldados la soltaron sobre el verde enramado y colocaron de nuevo el paño que cubría a la joven. Antes de bajarse de la pira, todos se agacharon para besarle la fría frente o las manos heladas.

Mina se quedó allí, sola.

El capitán Samuval hizo que
Fuego Fatuo
se parara al pie de la pira. El caballo, que ahora parecía darse cuenta de que lo observaban, se plantó muy quieto, con porte orgulloso y digno.

Los caballeros de Mina se reunieron alrededor de la pira; todos sostenían una antorcha encendida. Las llamas no titilaban ni se mecían, sino que ardían de manera regular; el humo ascendía recto hacia el cielo.

—Acabemos de una vez —dijo lord Targonne en tono enfadado—. ¿A qué esperáis?

—Un momento, milord —intervino Dogah, que luego alzó la voz para gritar—: ¡Traed al prisionero!

—¿Para qué lo necesitamos? —instó Targonne, que lanzó al general una mirada funesta.

«Porque así lo ordenó Mina», podría haber contestado Dogah. Sin embargo, dio la primera explicación que se le vino a la cabeza.

—Planeamos echarlo a la pira, milord.

—Ah, un holocausto. Habrá ofrenda de elfo chamuscado —comentó Targonne; soltó una risita divertida y se enfadó cuando nadie rió su chanza.

Dos guardias llegaron con el rey elfo, que había sido responsable de la muerte de Mina. El joven iba cargado de cadenas, que unían las argollas de muñecas y tobillos a una trena de hierro ceñida a la cintura y a una argolla de hierro ajustada a su cuello. Apenas podía caminar por el peso y los guardias tenían que ayudarlo. Tenía la cara magullada hasta el punto de ser casi irreconocible, con uno de los ojos cerrados por la hinchazón. Sus finas ropas estaban cubiertas de sangre.

Los guardias lo hicieron detenerse al pie de la pira. El joven alzó la cabeza y vio el cuerpo de Mina tendido en lo alto del montón de leña. Se puso tan pálido que se quedó más blanco que el cadáver; soltó un grito lastimero, desgarrado, y de repente se lanzó hacía adelante. Los guardias, creyendo que intentaba escapar, lo agarraron de manera violenta.

Sin embargo, Silvanoshei no trataba de huir. Los oyó maldecirlo y clamar que lo arrojarían al fuego, pero no le importó. Esperaba que lo hicieran; así moriría y se reuniría con ella. Se quedó con la cabeza inclinada, de manera que el largo cabello le caía sobre el rostro maltrecho.

—Ahora que hemos acabado con las demostraciones histriónicas —instó Targonne, irascible—, ¿podemos proceder?

Galdar hizo una mueca, enseñando los dientes, y apretó los enormes puños.

—Por mis barbas, ahí vienen los elfos —exclamó Dogah con incredulidad.

Mina había dado orden de que se permitiera asistir a la ceremonia a todos los elfos que quisieran hacerlo, y que no se los agobiara ni amenazara ni causara daño alguno, sino que se les diese la bienvenida en nombre del Único. Los oficiales no habían esperado que los elfos acudieran. Temiendo la venganza, se habían encerrado en sus casas, preparándose para defender sus hogares y familias o, en algunos casos, haciendo planes para huir a los bosques.

A pesar de todo, por las puertas de la ciudad salía una gran concurrencia de silvanestis, jóvenes en su mayoría, que habían sido seguidores de Mina. Llevaban flores —las que habían sobrevivido al efecto devastador del escudo— y caminaban a paso lento, marcado por una música fúnebre entonada por arpas y flautas. Los soldados humanos tenían buenas razones para ofenderse por la aparición de sus enemigos, a quienes consideraban responsables de la muerte de su amada líder. Se alzó un murmullo entre las tropas que se convirtió en un gruñido de rabia y una advertencia a los elfos de que no se acercaran.

Galdar se animó. Allí estaba la ocasión perfecta para una táctica dilatoria. Si los hombres decidían saltarse las órdenes y descargar su ira contra los elfos, los otros oficiales y él tendrían que actuar para detenerlos. Miró hacia el cielo. Los Dragones Azules no se entrometerían en una matanza de elfos. Después de que un tumulto tan grave hubiese interrumpido la ceremonia, no quedaría más remedio que posponer el funeral.

Los elfos se encaminaron hacia la pira. Las sombras de los dragones se proyectaron sobre ellos. Muchos se pusieron pálidos y temblaron; el miedo al dragón que afectaba incluso a Galdar debía de ser espantoso para esos elfos. Que ellos supieran, podían sufrir el brutal ataque de los soldados humanos, que tenían buenas razones para odiarlos. Con todo, habían acudido para rendir homenaje a la muchacha que los había sanado.

El minotauro no pudo menos que admirar su valor. Y también lo hicieron los hombres. Quizá porque Mina les había llegado al alma a todos ellos, humanos y elfos sintieron que compartían un vínculo ese día. Los silvanestis se situaron a una respetuosa distancia de la pira, como si fueran conscientes de que no tenían derecho a acercarse más. Alzaron las manos; una suave brisa sopló del este, atrapó las flores que llevaban y las transportó en una nube de fragancia hasta la pira, donde los blancos pétalos cayeron flotando alrededor del cuerpo de Mina.

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