El río de los muertos (19 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El río de los muertos
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—¿Crees que realmente arriesgarían el cuello por salvar a ese viejo buitre avaro? —preguntó Samuval, que seguía con la mirada las evoluciones aéreas de los Azules—. Por lo que he oído, a la mayoría de su personal le gustaría verlo rebotar contra las rocas mientras cae a una sima sin fondo.

—Targonne se hace acompañar sólo por oficiales a los que debe grandes sumas de dinero para asegurarse de que lo rescatarán, llegado el caso —gruñó Dogah.

Los reptiles tomaron tierra, levantando una gran nube de polvo con sus alas; de esa nube salieron los jinetes de dragones que, al ver la guardia de honor esperando, se encaminaron hacia allí. El cuadro de oficiales de Mina salió al encuentro de su señoría.

* * *

—¿Cuál de ellos es? —preguntó Samuval, ya que no conocía personalmente al cabecilla de los Caballeros de Neraka. La mirada curiosa del capitán pasó sobre los altos y fornidos caballeros de semblante severo que se dirigían hacia ellos con rápidas zancadas.

—El alfeñique que va en el medio —dijo Galdar.

Creyendo que el minotauro le tomaba el pelo, Samuval rió con incredulidad y miró a Dogah; advirtió que éste contemplaba en tensión al tipo bajito, que agitaba la mano para apartar el polvo y casi iba doblado por la mitad a causa de la tos. También Galdar observaba con fijeza al hombrecillo mientras abría y cerraba los puños.

Targonne no tenía mucha presencia; era retacón y algo patizambo. No le gustaba llevar armadura completa porque le hacía rozaduras y la única concesión a su rango era el peto. Éste, una pieza cara, de artesanía, estaba hecho del mejor acero y repujado con oro, apropiado para su elevada posición. Debido al hecho de que tenía los hombros caídos, el pecho hundido y era un poco cargado de espaldas, el peto no le encajaba muy bien, se descolgaba hacia adelante, dando la desdichada impresión de que era un babero atado al cuello de un niño en lugar de la armadura de un gallardo caballero.

Samuval no se sintió impresionado por el aspecto de Targonne; sin embargo, había oído comentarios sobre el carácter despiadado y cruel de su señoría, de manera que no le pareció raro que sus dos compañeros se mostraran tan aprensivos con esa reunión. Todos sabían que Targonne había sido el responsable de la prematura muerte de la anterior cabecilla de los caballeros, Mirielle Abrena, y de un gran número de sus partidarios, aunque nadie mencionaba tal cosa en voz alta.

—Targonne es astuto, taimado y perspicaz, además de poseer la sorprendente habilidad de sondear profundamente la mente de las personas —advirtió Dogah—. Algunos afirman incluso que utiliza esa habilidad para infiltrarse en la mente de sus enemigos y someterlos a su voluntad.

No era de extrañar, pensó Samuval, que el fornido Galdar, que habría podido levantar a Targonne y lanzarlo al aire como a un niño, estuviera jadeando de nerviosismo. El apestoso olor bovino del minotauro era tan intenso que Samuval se movió contra el viento para no vomitar.

—Estad preparados —advirtió Galdar en un bajo retumbo.

—Dejadle que escudriñe nuestras mentes. Se llevará una sorpresa con lo que encontrará en ellas —dijo secamente Dogah, que se adelantó y saludó a su superior.

* * *

—Vaya, Galdar, me alegra volver a verte —comentó Targonne con tono agradable. La última vez que había visto al minotauro, éste había perdido el brazo derecho en la batalla. Incapaz de combatir, Galdar había rondado por Neraka con la esperanza de encontrar un empleo. Targonne podría haberse librado de la inútil criatura, pero consideraba al minotauro una curiosidad.

»
Así que has conseguido un brazo nuevo. Esa curación debe de haberte costado lo tuyo. No tenía idea de que nuestros oficiales estuviesen tan bien pagados. O tal vez es que encontraste una buena talega. Supongo que conoces, Galdar, la regla que estipula que todos los tesoros descubiertos por quienes están al servicio de la caballería han de entregarlos a la organización.

—El brazo fue un regalo, milord —contestó Galdar, con la mirada fija por encima de la cabeza de Targonne—. Un regalo del dios Único.

—Del dios Único —se maravilló Targonne—. Entiendo. Mírame, Galdar. Me gusta ver los ojos de la persona con la que hablo.

El minotauro obedeció de mala gana, y al punto Targonne entró en su mente. Tuvo la visión de nubarrones tormentosos, vientos violentos, aguaceros. Una figura salió de la tormenta y empezó a caminar hacia él. La figura era una chica con la cabeza afeitada y ojos ambarinos. Aquellos ojos se prendieron en los de Targonne y un rayo cayó delante de él. Se produjo un estallido de luz blanca, deslumbrante, y se quedó cegado durante unos segundos, parpadeando para aclararse la vista. Cuando por fin pudo volver a ver, contempló el desierto valle de Neraka, los negros monolitos, brillantes por la lluvia, y la tormenta alejándose tras las montañas. Por más que lo intentó, Targonne no consiguió penetrar más allá de aquella cordillera, no logró salir de aquel maldito valle. Apartó su mente de la de Galdar.

—¿Cómo has hecho eso? —demandó, mirando ceñudo al minotauro.

—¿Hacer qué, milord? —protestó Galdar, obviamente sorprendido. Su extrañeza era real, no fingida—. No me he movido del sitio, señor.

Targonne gruñó. El minotauro había sido siempre un bicho raro. Sacaría más de un humano. Se volvió hacia el capitán Samuval; no le había hecho gracia encontrar a ese hombre entre los oficiales que habían salido a recibirlo. Samuval había sido un caballero en otro tiempo, pero luego había renunciado o lo habían expulsado, no lo recordaba bien, aunque lo último era lo más probable. Samuval no era más que un mercenario arrastrado que dirigía a su propia compañía de arqueros.

—Capitán
Samuval —dijo Targonne dando un desagradable tonillo al bajo rango, y a continuación penetró en la mente del guerrero.

Andanada tras andanada de flechas surcaron el aire con el feroz zumbido de mil avispas. Las flechas dieron en el blanco, traspasaron armaduras y cotas de malla negras, atravesaron gargantas y derribaron caballos. Sonaron los gritos de los moribundos, espantosos, y las flechas siguieron cayendo y los cadáveres empezaron a amontonarse, obstruyendo el paso de manera que los que iban detrás se vieron obligados a dar media vuelta y enfrentarse al enemigo, que casi había salvado el paso, a punto de alzarse con una gloriosa victoria.

Una flecha se disparó contra él, contra Targonne. Voló certera, hacia su ojo. Intentó esquivarla, huir, pero no podía moverse. El proyectil atravesó su ojo y llegó al cerebro; el violento y repentino dolor le hizo llevarse las manos a la cabeza, convencido de que el cráneo iba a estallarle. La sangre le nubló la vista, y, mirara donde mirase, todo tenía un velo rojo.

El dolor desapareció rápidamente, tanto que Targonne se preguntó si no lo habría imaginado. Al encontrarse con las manos en la cabeza, hizo como si estuviera apartándose el cabello de la cara e intentó nuevamente escudriñar la mente de Samuval. Sólo vislumbró sangre.

Trató de contener el flujo, de aclarar la visión, pero la sangre siguió manando alrededor y, finalmente, se dio por vencido. Parpadeó, experimentando la extraña sensación de que tenía los párpados pegados, y asestó una mirada iracunda a ese irritante capitán, buscando alguna señal que indicara que el hombre no era lo que parecía, un simple soldado normal y corriente, sino un hechicero astuto y muy inteligente, un Túnica Gris o místico renegado que se ocultaba bajo ese disfraz. Los ojos del capitán eran de los que seguían el vuelo de la flecha hasta que ésta daba en el blanco. Nada más.

Desconcertado, Targonne empezó a sentirse progresivamente frustrado y furioso. Allí estaba interviniendo alguna clase de fuerza que desbarataba sus intentos y estaba decidido a descubrir qué era. Dejó al capitán; al fin y al cabo, ¿a quién le importaba un maldito mercenario?

Al lado de Samuval se encontraba Dogah, y Targonne se tranquilizó. Dogah era uno de los suyos, un hombre de su confianza. Ya había examinado su mente de punta a rabo en ocasiones anteriores; conocía todos los secretos que guardaba en oscuros recovecos de su cerebro, sabía que podía contar con su lealtad. Lo había dejado para el final deliberadamente, seguro de que si tenía preguntas Dogah las contestaría.

—Milord —se adelantó el general antes de que Targonne hubiese abierto la boca—, permitidme ante todo que haga constar que creía que las órdenes que recibí, indicándome que marchara hacia Silvanesti, procedían de vos. No tenía ni idea de que habían sido falsificadas por Mina.

Puesto que esas órdenes habían proporcionado a los Caballeros de Neraka una de las más grandes victorias en la historia de la caballería, a Targonne no le gustaba que se le recordara el hecho de que no había sido él quien las había dado.

—Bueno, bueno —repuso, muy molesto—, quizás haya tenido que ver en eso más de lo que imaginas, Dogah. El caballero oficial que expidió esas órdenes puede haber indicado que ella actuaba por su cuenta, pero lo cierto es que obedecía mis instrucciones.

La chica estaba muerta, así que podía permitirse el lujo de jugar con la verdad. Ella no iba a contradecirlo, desde luego.

—Los dos acordamos guardarlo en secreto —continuó, dando a su voz un tono suave—. La misión era tan arriesgada, tan peligrosa, eran tantas las posibilidades de que fracasara, que preferí no mencionárselo a nadie, no fuera a ser que alguna información se filtrara a los elfos y los pusiera en guardia. Además, había que tener en cuenta a Malys. No quería darle demasiadas esperanzas ni crearle expectativas que podrían no cumplirse. En cambio ahora, Malystryx está asombrada con nuestro gran triunfo y nos tiene más consideración que antes.

Mientras hablaba, Targonne no había dejado de intentar sondear la mente de Dogah, pero sin éxito. Ante sus ojos se alzaba un escudo, una barrera que brillaba de manera fantasmagórica a la luz del sol. Al otro lado del escudo alcanzaba a ver árboles moribundos y una tierra cubierta de ceniza gris, pero no podía penetrar a través de él ni levantarlo.

El Señor de la Noche estaba cada vez más furioso y, en consecuencia, su modo de hablar se volvió más suave, más afable. Aquellos que lo conocían bien sentían terror cuando los cogía del brazo y les hablaba como un amigo.

Targonne enlazó su brazo al de Dogah.

—Nuestra Mina era una oficial aguerrida —dijo con tono pesaroso—. Ahora los malditos elfos la han asesinado, y no me sorprende. Es muy propio de ellos, actuar como gusanos arrastrándose, acercándose a escondidas, arremetiendo por sorpresa y a traición. Son demasiado cobardes para atacar cara a cara, así que recurrieron a esto.

—En efecto, milord —contestó Dogah con voz áspera—. Ha sido un acto cobarde.

—Pero pagarán por ello —continuó Targonne—. ¡Por mi vida que lo pagarán! Así que ésa es la pira, ¿verdad?

Dogah y él habían ido caminando lentamente, del brazo, a través del campo de batalla, seguidos por el minotauro y el capitán de arqueros.

—Es enorme —comentó Targonne—. Algo excesiva, ¿no te parece? Era una oficial aguerrida, pero una oficial de rango bajo. Esta pira —señaló en inmenso montón de troncos con un ademán—, podría ser la de un cabecilla de la caballería. Alguien como yo.

—Sí que podría serlo, milord —convino tranquilamente Dogah.

La base de la pira la formaban seis enormes árboles. Las cuadrillas de trabajo habían rodeado con cadenas los troncos para arrastrarlos hasta el centro del campo de batalla y después los habían empapado con cualquier clase de líquido inflamable que pudieron encontrar. El lugar apestaba a aceites, resinas y licores, así como a la savia de los árboles. En lo alto de la pila de troncos, los hombres habían echado más madera, arbustos y leña conseguidos en el bosque. La pira alcanzaba casi dos metros y medio de altura y tres de longitud. Los soldados habían subido a lo alto con escaleras de mano para cubrir la parte superior con ramas de sauce, entretejiéndolas como un enrejado verde. Sobre esa plataforma tenderían el cuerpo de Mina.

—¿Dónde está el cadáver? Me gustaría presentar mis respetos —dijo Targonne en tono fúnebre.

Lo condujeron a la tienda donde Mina yacía de cuerpo presente, guardada por un grupo de soldados silenciosos que se apartaron para dejarlo pasar. Targonne clavó agujas mentales en varios mientras pasaba entre ellos, y sus pensamientos fueron clarísimos, muy fáciles de leer: sensación de pérdida, dolor, pena, ardiente rabia, deseo de venganza. Le complació en extremo; él podía encauzar pensamientos como ésos para sus propios propósitos.

Contempló el cadáver y no se conmovió en absoluto ni se despertó en él sentimiento alguno salvo una irritada sorpresa de que esa virago se las hubiese ingeniado para cosechar una adhesión tan leal, incluso fanática. Interpretó su papel ante la audiencia, sin embargo, y saludó y pronunció las palabras apropiadas. Quizá los hombres notaron cierta falta de sinceridad en su voz, ya que no lo vitorearon como él consideraba que merecía. En realidad casi no le hicieron caso. Eran los hombres de Mina, y si hubiesen podido seguirla a la muerte para volverla a la vida, lo habrían hecho.

—Bien, Dogah —dijo, cuando se encontraron dentro de la tienda de mando—, cuéntame las circunstancias de este trágico asunto. Fue el rey elfo quien la mató, según tengo entendido. ¿Qué habéis hecho con él?

Dogah relató sucintamente los acontecimientos ocurridos dos noches antes.

—Interrogamos al joven elfo, que se llama Silvanoshei. Es un taimado. Finge estar loco de dolor. Un consumado actor, milord. El anillo provenía de su madre, la bruja Starbreeze. Sabemos por informadores infiltrados en el cuerpo de servicio del rey que uno de sus espías, un tal Samar, hizo una visita secreta al rey no hace mucho. No nos cabe duda de que entre ambos tramaron este asesinato. El elfo hizo todo un alarde de estar enamorado de Mina, que se compadeció de él y aceptó el anillo que le ofrecía. La joya estaba envenenada, milord. Murió de forma casi instantánea.

»
En cuanto al rey elfo, lo tenemos prisionero. Galdar le rompió la mandíbula, así que ha resultado difícil sacarle gran cosa, pero nos las hemos arreglado. —Dogah esbozó una sonrisa desagradable—. ¿Le gustaría a vuestra señoría verlo?

—Colgado, tal vez —contestó Targonne y soltó una risilla, divertido por su pequeña gracia—. Destripado y descuartizado. No, no, no siento el menor interés por ese desgraciado. Haz lo que te plazca con él. Entrégaselo a los hombres, si quieres. Sus aullidos ayudarán a mitigar su dolor.

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