El río de los muertos (16 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El río de los muertos
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Se le ocurrió la absurda idea de que el estuche pertenecía a Mina. Era un pensamiento completamente irracional, pero un ser enamorado es capaz de cualquier cosa. Extendió la mano para cogerlo, pero se detuvo.

Silvanoshei era un joven perdidamente enamorado, pero no estaba tan trastornado como para haber olvidado las lecciones de prudencia aprendidas al pasar gran parte de su vida huyendo de quienes buscaban acabar con su vida. Había oído comentarios sobre estuches de pergamino que guardaban en su interior serpientes venenosas o que se habían sometido a un conjuro para expulsar gases letales. Debería llamar a un guardia y ordenar que lo sacaran de la habitación.

—Después de todo, ¿qué más da? —se preguntó amargamente—. Si muero, pues que muera. Al menos así acabará este tormento. Y... ¡podría ser de ella!

Temerariamente, cogió el estuche. Examinó despacio el sello, pero la impresión en la cera estaba borrosa y fue incapaz de descifrarla. Lo rompió y tiró de la tapa con impaciencia, temblándole los dedos, y finalmente la sacó con tanta fuerza que un objeto salió lanzado y cayó en la alfombra, donde brilló al reflejar el único rayo de sol.

Se inclinó para observarlo extrañado y después lo recogió. Sostuvo, entre el pulgar y el índice, un pequeño anillo, un aro de rubíes que se habían tallado en forma de lágrima, o quizá sería más acertado describirlos como gotas de sangre. El anillo era una pieza de excelente factura. Sólo los elfos podían hacer un trabajo tan exquisito.

El corazón le latió con fuerza. El anillo era de Mina, seguro. ¡Lo sabía! Miró el interior del estuche y vio un papel enrollado. Dejó el anillo sobre el escritorio y sacó la carta. Las primeras palabras apagaron el rayo de esperanza que tan brevemente había reconfortado su corazón. «Mi querido hijo», empezaba la misiva. Sin embargo, a medida que avanzaba en la lectura, la esperanza renació con la intensidad de un fuego voraz, devorador.

[[

«Mi querido hijo,

»Esta carta será breve, ya que he estado muy enferma. Me he recuperado, pero todavía sigo muy débil, demasiado para escribir. Una de mis damas hace de escribiente. Los rumores de que estás enamorado de una joven humana han llegado a mis oídos. Al principio me enojé, pero mi enfermedad me llevó tan cerca de la muerte que ha cambiado por completo mi forma de pensar. Sólo quiero tu felicidad, Silvanoshei. Este anillo posee propiedades mágicas. Si se lo das a una persona que te ama, asegurará que ese amor por ti perdure eternamente. Si se lo das a alguien que no te quiere, el anillo hará que te corresponda con un amor tan apasionado como el tuyo.

»Toma el anillo con la bendición de tu madre, mi querido hijo, y entrégaselo a la mujer que amas con un beso de mi parte.»

]]

La carta iba firmada con el nombre de su madre, aunque no era su firma. Debía de haberla escrito una de las elfas que antaño eran damas de honor de Alhana pero que ahora se habían convertido en sus amigas, eligiendo compartir el destierro con ella y la dura vida de un proscrito. No reconocía la letra, pero tampoco era de extrañar. Sintió una punzada de preocupación por la mala salud de su madre, aunque recobró el ánimo al recordar que decía que se encontraba mejor. Su alegría, mientras miraba de nuevo el anillo y releía sus propiedades mágicas, fue indescriptible. Una alegría que arrolló toda lógica, toda razón.

Sosteniendo el preciado anillo en la palma de la mano, lo alzó a sus labios y lo besó. Empezó a hacer planes para un gran banquete, para mostrar al mundo entero que Mina lo amaba a él y sólo a él.

10

El Banquete de Compromiso

La Torre de las Estrellas bullía con el ajetreo de los preparativos. Su majestad, el Orador de las Estrellas, ofrecía un gran banquete en honor a Mina, la salvadora de los silvanestis. Habitualmente, un banquete así habría necesitado meses de preparación, días enteros dándole vueltas a la lista de invitados, semanas de consulta con los cocineros sobre el menú, más semanas decidiendo la disposición de la mesa y eligiendo las flores adecuadas. Era una muestra de la juventud e impetuosidad del joven rey, decían algunos, el hecho de que anunciase que el banquete se celebraría al cabo de veinticuatro horas.

Su ministro de protocolo malgastó dos de esas veinticuatro horas intentando convencer con protestas a su majestad de que tal hazaña era de todo punto imposible. Su majestad se mostró inflexible, de modo que el ministro no tuvo más remedio que darse por vencido, completamente desesperado, y salir a todo correr a reunir a su personal.

Se llevó la invitación a Mina, que la aceptó en su nombre y en el de sus oficiales. El ministro estaba horrorizado; los elfos no habían tenido intención de invitar a los oficiales de los Caballeros de Neraka. Ni siquiera los silvanestis más longevos guardaban memoria de que ningún elfo hubiese compartido una comida con un humano en suelo silvanesti. Pero Mina era diferente; habían empezado a considerarla como una de ellos. Entre sus seguidores, corrían rumores de que por sus venas circulaba sangre elfa, olvidando por completo el hecho de que era comandante del ejército de los Caballeros de Neraka. Mina fomentaba esos rumores al no aparecer jamás en público con su armadura negra, sino vestida siempre con ropas de un blanco plateado.

El asunto de los invitados humanos levantó polémica. El ayudante del ministro de protocolo mantenía que durante la Guerra de la Lanza, cuando
la hija de Lorac —
que era Alhana Starbreeze, pero como se trataba de una elfa oscura su nombre no podía pronunciarse, de manera que se referían de ese modo a ella— regresó a Silvanost había llevado consigo a varios compañeros humanos. No se tenía constancia de si habían comido o no durante su permanencia en suelo silvanesti, pero era de suponer que lo habían hecho. Así pues, existía un precedente. El ministro de protocolo hizo notar que tal vez hubiesen comido, pero, de ser así, tuvo que ser una comida informal debido a las desgraciadas circunstancias del momento. En consecuencia, esa comida no contaba.

En cuanto a la idea de que el minotauro compartiera mesa con los elfos, quedaba completamente descartada.

Muy nervioso, el ministro insinuó a Mina que sus oficiales se aburrirían con los procedimientos, que les resultarían largos y tediosos, en especial habida cuenta de que ninguno de ellos hablaba el idioma elfo. No les gustaría la comida, no les gustaría el vino. El ministro estaba seguro de que sus oficiales se sentirían mucho más felices cenando como solían hacer, en su campamento, fuera de las murallas de Silvanost. Su majestad enviaría viandas, vino y todo lo demás.

—Mis oficiales asistirán, o yo no iré —le contestó la joven.

Ante la idea de transmitir ese mensaje a su majestad, el ministro decidió que tomar la cena con los humanos sería menos traumático. Asistirían todos: el general Dogah, el capitán Samuval, el minotauro Galdar y los caballeros de Mina. Al ministro no le quedó más que esperar fervientemente que el minotauro no sorbiese la sopa.

Su majestad estaba de un humor excelente, y su alegría contagió a todos los que trabajaban en palacio. Tanto el cuerpo de servicio como el resto del personal sentían afecto por Silvanoshei; habían notado su aspecto desmejorado y les inquietaba su salud, de modo que se sintieron muy complacidos al advertir el cambio operado en él, sin plantearse nada más. Si un banquete lo sacaba de su abatimiento, entonces darían el festín más espléndido que jamás se había visto en Silvanost.

Kiryn no se sentía tan complacido por el cambio, ya que lo veía con inquietud. Sólo él notó que en la alegría de Silvanoshei había algo de frenético, que el color de sus mejillas no era el tono sonrosado de la salud, sino que parecía grabado a fuego en la pálida tez. No podía preguntarle al rey, puesto que estaba inmerso en los preparativos del gran acontecimiento, supervisando cada detalle para asegurarse de que todo fuera perfecto, eligiendo personalmente las flores que adornarían la mesa. Afirmaba que no tenía tiempo para charlar.

—Ya verás, primo —le dijo a Kiryn, haciendo un breve alto en su ir y venir a todo correr para cogerle la mano y apretársela—. Ella me ama. Ya lo verás.

A la única conclusión que pudo llegar Kiryn era que Silvanoshei y Mina habían estado en contacto y que ella lo había tranquilizado devolviéndole de algún modo la certeza de que lo quería. Ésa era la única explicación del cambio de comportamiento de Silvanoshei, aunque pensando bien todo lo que Mina había dicho la víspera, le resultaba difícil creer que aquellas palabras crueles hubiesen sido una comedia. Sin embargo, era humana, y a los humanos no había quien los entendiese.

Incluso los banquetes reales siempre se celebraban al aire libre, a medianoche, bajo las estrellas. En los viejos tiempos, antes de la Guerra de la Lanza, antes de la llegada de Cyan Bloodbane y la aparición de la pesadilla, hileras e hileras de mesas se instalaban en los jardines de la Torre para acomodar a todos los elfos de la Casa Real. Muchos nobles habían muerto combatiendo la pesadilla. Muchos otros habían perecido, víctimas de la enfermedad consumidora provocada por el escudo. De los que habían sobrevivido, la mayoría rechazó la invitación, una terrible afrenta al joven rey. Es decir, lo habría sido si Silvanoshei le hubiese dado importancia. Se limitó a decir, entre risas, que no echaría de menos a los viejos necios. Tal como estaban las cosas, sólo hicieron falta dos largas hileras de mesas, y los elfos mayores de la Casa de la Servidumbre, que recordaban la pasada gloria de Silvanesti, lloraron mientras pulían la delicada plata y colocaban los platos de porcelana finísima sobre los manteles de delicado encaje.

Silvanoshei estaba vestido y preparado mucho antes de la medianoche. Le pareció que las horas previas al banquete pasaban como si fuesen montadas en caracoles por lo lentas que transcurrieron. Le preocupaba que todo no estuviese perfecto, aunque había ido a comprobar el arreglo de las mesas ocho veces y no fue tarea fácil convencerlo para que no lo hiciese una novena. El sonido discordante de los músicos que afinaban sus instrumentos le pareció la música más dulce, ya que significaba que sólo faltaba una hora. Amenazó con dar un revés al ministro de protocolo, que dijo que de ningún modo el rey podía hacer su regia aparición hasta que no hubiesen entrado todos los invitados. Silvanoshei fue el primero en llegar y encantó y apabulló a sus invitados al darles la bienvenida personalmente.

Llevaba el anillo de rubíes en una cajita enjoyada, dentro de una bolsa de terciopelo, que guardaba bajo el jubón azul y la camisa de seda blanca. Comprobaba constantemente si la caja seguía en su sitio, poniendo la mano sobre su pecho tan a menudo que algunos de los invitados se fijaron y se preguntaron inquietos si su joven monarca sufriría alguna dolencia cardiaca. Sin embargo, no habían visto a su majestad tan jubiloso desde su coronación, y no tardaron en contagiarse de su alegría y olvidaron sus temores.

Cuando Mina llegó, a medianoche, su júbilo fue completo. La joven llevaba un vestido de seda blanca, sencillo, sin adornos. La única joya que lucía era el colgante que llevaba siempre, un disco liso, sin decoraciones ni grabados. También ella se mostraba muy animada; saludó por su nombre a los elfos que conocía y aceptó gentilmente sus bendiciones y agradecimiento por los milagros que había realizado. Era tan esbelta como cualquier doncella elfa y casi igual de hermosa, a decir de los elfos jóvenes, lo que, viniendo de esta raza, era un gran cumplido que rara vez se hacía a una humana.

—Agradezco el honor que me hacéis esta noche, majestad —dijo Mina cuando se acercó para inclinarse ante Silvanoshei.

Él no le dejó que hiciera reverencia alguna; la cogió de la mano y la hizo levantarse.

—Ojalá hubiese tenido más tiempo para prepararlo mejor. Algún día verás una verdadera celebración elfa. —«Nuestra boda», entonó su corazón.

—No me refiero al banquete —dijo ella mientras desechaba las mesas bellamente adornadas, las flores fragantes y las miles de velas que iluminaban la noche—. Os doy las gracias por el honor que me hacéis esta noche. El regalo que vais a darme es algo que he deseado desde hace mucho tiempo, y para el que me he estado preparando. Confío en ser digna de él —añadió quedamente, casi con tono reverente.

Silvanoshei se quedó estupefacto y, durante un instante, sintió disminuir el placer de su regalo; tenía que haber sido una maravillosa sorpresa. Entonces el alcance de sus palabras penetró en su mente. El honor que le haría. El regalo que deseaba desde hacía mucho. Su esperanza de ser digna de ello. ¿Qué otra cosa podía significar sino que se refería al regalo de su amor?

Extasiado, besó fervorosamente la mano que le ofrecía. Se prometió a sí mismo que al cabo de unas horas besaría sus labios.

Los músicos dejaron de tocar. Sonaron unas campanillas anunciando la cena. Silvanoshei ocupó su lugar a la cabecera de la mesa, llevando a Mina de la mano y situándola a su derecha. Los otros elfos y los oficiales humanos ocuparon sus sitios o, al menos, eso supuso el joven rey; aunque no habría podido jurar ni eso, ni si había alguien más presente ni si las estrellas alumbraban el cielo ni si había hierba bajo sus pies.

Sólo era consciente de Mina. Kiryn, sentado enfrente de Silvanoshei, intentó hablar con su primo, pero el rey no escuchó una sola palabra. No bebía vino; se bebía a Mina con los ojos. No comía fruta; devoraba a la joven humana. La pálida luna no alumbraba la noche; Mina la iluminaba. La música era discordante comparada con la voz de ella. El ámbar de sus ojos lo envolvía. Existía en una dorada embriaguez de felicidad y, como ebrio de vino de miel, no cuestionó nada. Por su parte, Mina hablaba con los vecinos de mesa, encantándolos con su fluido elfo y su conversación sobre el Único y los milagros que ese dios realizaba. Apenas se dirigió a Silvanoshei, pero su mirada ambarina se posaba a menudo sobre él, y esa mirada no era cálida ni amorosa, sino fría, expectante.

Eso podría haberlo hecho sentirse inquieto, pero el joven monarca tocó la caja que guardaba junto a su corazón para tranquilizarse, evocó las palabras de Mina, y su inquietud desapareció.

«Turbación pudorosa», se dijo, y la observó mientras hablaba de ese dios Único, orgulloso de verla salir airosa entre sabios y eruditos elfos como su primo.

—Perdóname si te hago una pregunta sobre ese dios Único, Mina —dijo Kiryn con deferencia.

—No sólo te perdono, sino que te animo a hacerla —contestó la joven con una leve sonrisa—. No temo las preguntas, aunque algunos podrían temer las respuestas.

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