Cruzó el umbral y empezó a subir la escalera espiral que conducía a los niveles altos del edificio. Se mantuvo cerca de la pared ya que la escalera no tenía barandilla al otro lado. Un paso en falso y se precipitaría al oscuro hueco.
—¿Vamos a liberarlos? —preguntó Tas, que subía detrás de Palin—. ¿Aun después de que han intentado matarte?
—No era su intención. No pueden evitarlo. Algo los impulsa a buscar la magia. Ahora sé quién está detrás de ello y me propongo detenerlo.
—¿Cómo lo haremos? —quiso saber el kender, anhelante. Palin no lo había incluido en su aventura exactamente, pero con seguridad se debía a un despiste—. Me refiero a detenerlo. Ni siquiera sabemos dónde está.
—Lo detendré aunque tenga que derribar esta Torre piedra a piedra —fue todo cuanto respondió Palin.
La larga y peligrosa ascensión de la escalera espiral a través de una oscuridad casi absoluta los condujo hasta una puerta.
—Ya he intentado eso —anunció Tas. Tras examinarla, le dio un empujón de prueba—. No cede.
—Oh, ya lo creo que sí.
Palin alzó las manos y pronunció una palabra. Empezó a brillar una luz azulada y en las puntas de sus dedos chisporrotearon llamas. El mago respiró hondo y extendió las manos hacia la puerta. Las llamas ardieron con mayor intensidad.
De pronto, silenciosamente, la puerta se abrió.
—¡Quieto, Tas! —ordenó Palin, ya que el kender se disponía a entrar de un salto.
—Pero si la has abierto —protestó Tas.
—No —dijo el mago con voz dura. Las llamas azules habían desaparecido—. Yo no la abrí.
Dio un paso adelante, observando atentamente el interior de la habitación. Los pocos rayos de sol que conseguían penetrar a través de las ramas extendidas de los cipreses, también tenían que salvar el obstáculo de polvo y barro acumulados durante años en las ventanas para iluminar la gruesa capa de polvo que cubría el interior de la estancia. Dentro reinaba un gran silencio.
—Quédate en el rellano, Tas.
—¿Quieres que me ocupe de la retaguardia otra vez? —preguntó el kender.
—Sí, Tas —contestó Palin en voz baja. Dio otro paso y ladeó la cabeza, atento a captar el más leve sonido. Entró despacio en la habitación—. Te ocuparás de la retaguardia. Avísame si se acerca alguien.
—¿Un espectro o un trasgo devorador de cadáveres? Por supuesto, Palin.
Tas se quedó en el rellano, saltando ora en un pie ora en otro, intentando ver lo que pasaba en la habitación.
—La retaguardia es un puesto realmente importante —se recordó a sí mismo el kender, nervioso porque no veía ni oía nada—. Sturm siempre cerraba la marcha. O Caramon. A mí nunca me asignaron la retaguardia porque Tanis decía que los kenders no son muy buenos para eso, principalmente porque nunca se quedan detrás...
»
¡No te preocupes, Palin, ya voy! —gritó, cediendo a la tentación, y entró corriendo en la estancia—. Nada ni nadie se acerca a escondidas por detrás. Nuestra retaguardia es segura. ¡Oh!
Tas se detuvo de golpe. Tampoco es que tuviera otra opción. La mano de Palin lo sujetaba con inflexible firmeza por el hombro.
Dentro de la habitación estaba oscuro y hacía frío; incluso en el más caluroso día de verano seguiría oscura y fría. La luz invernal iluminaba estanterías ocupadas por innumerables libros. Junto a ellos había depósitos de rollos de pergaminos, semejantes a un panel de abejas, algunos de ellos ocupados, pero vacíos en su mayoría. Repartidos por el suelo había arcones de madera, cuyas tallas ornamentales se encontraban casi ocultas bajo el polvo. Las pesadas cortinas que cubrían las ventanas, así como las otrora hermosas alfombras, también estaban cubiertas de polvo y los tejidos deshilachados y podridos.
Al otro lado de la habitación había un escritorio, y alguien se encontraba sentado detrás de él. Tas estrechó los ojos, intentando ver mejor en la tenue luz grisácea. Ese alguien era un elfo de cabello largo y lacio que antaño había sido negro, pero que ahora tenía un irregular mechón canoso que se extendía desde la frente hacia atrás.
—¿Quién es? —preguntó en un susurro audible.
El elfo permanecía sentado, completamente inmóvil. Tas, creyendo que dormía, no había querido despertarlo.
—Dalamar —contestó Palin.
—¡Dalamar! —repitió el kender, estupefacto. Giró la cabeza para mirar a Palin, creyendo que le gastaba una broma. Si era así, Palin no se reía—. ¡Pero no puede ser! Él no está aquí. Lo sé porque aporreé la puerta y grite «Dalamar» muy, muy fuerte, y nadie respondió. Verás, grité así—: ¡Dalamar! —chilló—. ¡Hola! ¿Dónde has estado?
—No te oye, Tas. No puede oírte ni verte.
El hechicero permanecía sentado detrás del escritorio, con las delgadas manos enlazadas ante sí y los ojos mirando fijamente al frente. No se había movido al entrar ellos; sus ojos no se desviaron, como sin duda tendrían que haber hecho, ante el sonido de la penetrante voz del kender. No movió ni un dedo.
—Quizás está muerto —dijo Tas, sintiendo una curiosa sensación en el estómago—. Desde luego es lo que parece, ¿verdad, Palin?
El elfo continuó paralizado en la silla.
—No —contestó Palin—. No está muerto.
—Pues es un modo muy raro de echar una siesta —comentó Tas—. Sentado bien derecho. Quizá, si le doy un pellizco...
—¡No lo toques! —advirtió bruscamente el mago—. Está en éxtasis.
—Sé dónde está eso —afirmó Tas—. Al norte de Flotsam, a unos ochenta kilómetros. Pero Dalamar no está en Estasis, Palin. Está aquí mismo.
Los ojos del elfo, que habían permanecido abiertos y sin ver, se cerraron de repente. Permanecieron así largo rato. Volvía del estado de éxtasis, del encantamiento que había llevado su espíritu fuera del mundo, dejando su cuerpo atrás. Aspiró aire por la nariz, manteniendo los labios firmemente apretados. Cerró los dedos e hizo un gesto como de dolor. Los abrió y los cerró y luego empezó a frotárselos.
—La circulación se detiene —dijo Dalamar mientras abría los ojos y miraba a Palin—. Es muy doloroso.
—Qué lástima me das —dijo Palin.
La mirada de Dalamar se dirigió a los dedos rotos y retorcidos del otro mago. No comentó nada y siguió frotándose las manos.
—¡Hola, Dalamar! —saludó alegremente Tas, contento de tener la oportunidad de meter baza en la conversación—. Me alegra volver a verte. ¿Te he dicho ya cuánto has cambiado desde la última vez que te vi, en el primer funeral de Caramon? ¿Quieres que te lo cuente? Hice un discurso realmente bueno, y luego se puso a llover y todo el mundo, que ya estaba triste, se puso aún más triste, pero entonces tú realizaste un conjuro, un hechizo maravilloso que hizo que las gotas de lluvia resplandecieran y el cielo se llenara con muchos arco iris...
—¡No! —espetó Dalamar a la par que hacía un gesto seco y cortante con la mano.
Tas se disponía a contar otras cosas del funeral, puesto que Dalamar no quería escuchar lo de los arco iris, pero el elfo le asestó una mirada muy peculiar y apuntó con la mano en su dirección.
«A lo mejor me voy a Estasis», pensó el kender, y ése fue el último pensamiento consciente que tuvo durante mucho, mucho rato.
Un kender aburrido
Palin colocó al comatoso kender en una de las sillas raídas, mohosas y cubiertas de polvo que había al fondo de la biblioteca, una zona envuelta en las sombras. Fingiendo que acomodaba a Tas, Palin aprovechó para observar detenidamente a Dalamar, que seguía sentado detrás del escritorio, con la cabeza apoyada en las manos.
A su llegada, sólo había tenido ocasión de ver al elfo de pasada, y le impresionó el deterioro físico operado en el otrora apuesto y vanidoso hechicero elfo: el negro cabello surcado de mechones grises, el rostro ajado, las delgadas manos con las venas azuladas semejando ríos dibujados en un mapa. Ríos de sangre, ríos de almas. Y ése, su amo... El Señor de la Torre.
Una idea repentina condujo a Palin hacia la ventana y oteó el suelo del bosque, allá abajo, donde los muertos seguían fluyendo en silenciosos remolinos entre los troncos de los cipreses.
—El conjuro de cerrojo en la puerta principal no era para impedirnos salir a nosotros, ¿verdad? —preguntó bruscamente. Como Dalamar no contestaba, Palin se dio la respuesta a sí mismo—. Su propósito era impedirles el paso a ellos. Si estoy en lo cierto, quizá quieras reemplazarlo.
El elfo oscuro abandonó la habitación con gesto adusto y regresó al cabo del rato. Palin no se había movido, y Dalamar se acercó a la ventana, junto a él, a fin de contemplar la niebla arremolinada de espíritus.
—Se apiñan alrededor de ti —empezó quedamente el elfo—. Sus manos frías como una tumba te agarran. Sus labios gélidos se pegan a tu carne. Sus brazos heladores te ciñen, clavando los dedos muertos en ti. ¡Lo sabes!
—Sí, lo se. —Se quitó de encima el horror recordado—. Tampoco tú puedes marcharte.
—Mi cuerpo no puede marcharse —lo corrigió Dalamar—. Mi espíritu es libre de vagar por ahí. Pero cuando parto, siempre debo regresar. —Se encogió de hombros—. ¿Qué era lo que solía decir el
shalafi?.
«Incluso los hechiceros deben pagar un precio.» Siempre hay un precio, ¿no es cierto? —preguntó mientras bajaba la vista a los dedos rotos de Palin.
El mago humano metió las manos en las mangas de la túnica.
—¿Y dónde ha estado tu espíritu? —preguntó.
—Viajando por Ansalon, investigando esa fantástica historia tuya de viajar en el tiempo.
—¿Historia? Yo no te he contado nada —replicó resueltamente Palin—. No he hablado contigo. Has ido a ver a Jenna,
ella
fue la que te lo contó. ¡Y luego afirma que hace años que no te ha visto!
—No te mintió, Majere, si es eso lo que insinúas, aunque admito que no te dijo toda la verdad. No me ha
visto,
al menos físicamente. Ha oído mi voz, y eso sólo recientemente. Preparé una reunión con ella después de la extraña tormenta que barrió todo Ansalon en una sola noche.
—Le pregunté si sabía dónde podía encontrarte.
—De nuevo te dijo la verdad. No sabe dónde encontrarme. No se lo dije. Nunca ha estado aquí. Nadie ha estado aquí. Eres el primero y, créeme —las cejas de Dalamar se fruncieron—, si tu situación no hubiese sido tan desesperada, no te encontrarías aquí ahora. No suspiro por tener compañía —añadió con una mirada sombría.
Palin guardó silencio, dudando si creerle o no.
—¡Oh, por la magia bendita, Majere, no te enfurruñes! —dijo Dalamar malinterpretando intencionadamente el silencio del otro mago—. Es indecoroso en un hombre de tu edad. ¿Cuántos años tienes, por cierto? ¿Sesenta, setenta, cien? Nunca sé calcular la edad de los humanos, pero me pareces bastante viejo. En cuanto a que Jenna «traicionara» tu confianza, te ha venido bien a ti, y también al kender, que lo hiciera, o de otro modo no me habría interesado por vosotros y ahora estarías bajo el tierno cuidado de Beryl.
—No pierdas el tiempo intentando zaherirme haciendo comentarios sobre mi edad —repuso tranquilamente Palin—. Sé que he envejecido. En los humanos es un proceso natural, pero no así en los elfos. Mírate en un espejo, Dalamar. Si los años me han pasado factura, contigo se han ensañado. En cuanto al orgullo —añadió, encogiéndose de hombros—, hace mucho que lo perdí. Resulta muy difícil conservarlo cuando ya ni siquiera se puede reunir suficiente magia para calentarte el té de la mañana. Creo que tienes razones para saber eso.
—Tal vez. Sé que he cambiado. La batalla que sostuve con Caos me robó siglos de vida, pero eso lo sobrellevé. Después de todo, salí victorioso. Victorioso y derrotado al mismo tiempo. Gané la guerra y caí derrotado por lo que vino después. La pérdida de la magia. Arriesgué mi vida por el bien de la magia —continuó con voz apagada—. La habría dado por ella, y ¿qué pasó? Que desapareció. Los dioses se marcharon y me dejaron despojado de poder, indefenso, sin recursos. Me dejaron... ¡reducido a un ser normal y corriente!
»
Todo aquello a lo que había renunciado por la magia: mi país, mi gente, mi casa, solía considerarlo un intercambio justo. Mi sacrificio, y fue terrible, aunque sólo otro elfo lo entendería, había sido recompensado. Pero esa recompensa se esfumó y no me quedó nada. Nada. Y todo el mundo lo sabía.
»
Fue entonces cuando empecé a oír rumores sobre que Khellendros, el Azul, iba a apoderarse de mi Torre, que los caballeros negros se disponían a atacarla. ¡Mi Torre! —Dalamar dio un feroz gruñido y su delicado puño se apretó. Luego, relajó la mano y soltó una risa chirriante.
»
Te aseguro, Majere, que hasta unos gullys habrían tomado mi Torre y yo no habría podido hacer nada para impedírselo. Antaño era el hechicero más poderoso de Ansalon, y ahora, como bien dices, ni siquiera soy capaz de hacer que hierva el agua.
—No eres el único. —En la voz de Palin no había el menor asomo de compasión—. A todos nosotros nos afectó del mismo modo.
—No, ni hablar —replicó con ardor el elfo—. Lo tuyo no tiene ni punto de comparación. No sacrificaste lo que yo sacrifiqué. Tenías a tus padres. Tenías a tu esposa y a tus hijos.
—Jenna te amaba... —empezó Palin.
—¿De veras? —Dalamar torció el gesto—. A veces pienso que nos limitábamos a utilizarnos el uno al otro. Tampoco ella podía entenderme. Era como tú, con su condenada esperanza y su maldito optimismo. ¿Por qué sois así los humanos? ¿Por que seguís abrigando esperanzas cuando resulta obvio que no hay ninguna posibilidad? No soportaba sus tópicos. Discutimos. Se marchó, y yo me alegré de que se fuera. No la necesitaba. No necesitaba a nadie. Dependía de mí proteger mi Torre de esos enormes e hinchados reptiles, e hice lo que tenía que hacer. El único modo de salvarla era que pareciera que la destruía. Mi plan funcionó. Nadie sabe que la Torre está aquí, y nadie lo sabrá a menos que yo quiera que la encuentre.
—Trasladarla debió de requerir una extraordinaria cantidad de poder... Un poco más de lo que se necesita para hervir agua —observó Palin—. Debía de quedarte algo de la antigua magia.
—No, te lo aseguro —contestó Dalamar, calmada ya su pasión—. Estaba tan vacío como tú. —Le dirigió una mirada significativa—. Al igual que tú, comprendí que había magia en el mundo si se sabía dónde buscarla.
Palin esquivó el intenso escrutinio del elfo.
—No sé qué insinúas. Descubrí la magia primigenia...
—Solo, no. Tuviste ayuda. Lo sé porque yo también la recibí. De un extraño personaje conocido como el Hechicero Oscuro.