Las voces sonaron más fuertes y acaloradas.
—¡Te digo, Majere, que tu historia no tiene sentido! De acuerdo con todo lo que hemos leído, deberías haber visto el pasado discurrir junto a ti como un gran río. En mi opinión, realizaste mal el conjuro.
—Y yo te digo, Dalamar, que aunque no tenga tu tan cacareado poder en la magia,
no
realicé mal el conjuro. El pasado no estaba, y todo va mal a partir del preciso momento en que se suponía que Tasslehoff tenía que morir.
—Por lo que he leído en el diario de Raistlin, la muerte de un kender debería ser una gota en el vasto río del tiempo y no tendría que afectarlo en modo alguno.
—Por enésima vez, el hecho de que Caos estuviese involucrado altera completamente las cosas. La muerte del kender adquiere una importancia capital. ¿Y qué hay de ese futuro que dice que visitó? ¿Un futuro en el que todo era distinto?
—¡Bah! Eres un crédulo, Majere. Y el kender un mentiroso. Se lo inventó todo. ¿Dónde está ese condenado pergamino? En él se explica todo. Sé que lo vi por aquí, en algún sitio. Busca en esos anaqueles.
Tasslehoff se sentía comprensiblemente molesto de que lo hubiera llamado mentiroso. Consideró la posibilidad de descolgarse y decirles un par de frescas a Dalamar y a Palin, pero se le ocurrió que si lo hacía iba a resultarle difícil explicar por qué había empezado a trepar por la chimenea, de modo que guardó silencio.
—Me ayudaría saber qué estoy buscando.
—¡Un rollo de pergamino! Supongo que sabes identificar un rollo de pergamino si ves uno.
—¡Encontradlo de una maldita vez! —murmuró Tasslehoff, que empezaba a notar el esfuerzo de estar colgado de la pared. Las manos empezaban a dolerle, las piernas le temblaban, y temió no aguantar mucho más.
—Sé el aspecto que tiene un rollo de pergamino, pero... —Hubo una pausa—. Por cierto, ¿dónde está Tasslehoff?
—Ni lo sé ni me importa.
—Cuando nos marchamos, dormía en esa silla.
—Entonces, probablemente se haya ido a la cama o está intentando otra vez forzar la cerradura de la puerta del laboratorio.
—Aun así, ¿no crees que deberíamos...?
—¡Lo encontré! ¡Aquí lo tengo! —Sonó un papel desenrollándose—. «Tratado sobre viajar en el tiempo ocupándose específicamente de la interdicción de permitir que cualquier miembro de las razas originadas por la Gema Gris viaje hacia atrás en el tiempo debido a lo imprevisible de sus actos y cómo podrían afectar no sólo al pasado sino al futuro.»
—¿Quién es el autor?
—Marwort.
—¡Marwort! ¿El que se autoproclamó el Insigne? ¿El mago favorito del Príncipe de los Sacerdotes? Todo el mundo sabe que cuando escribía sobre la magia el Príncipe de los Sacerdotes guiaba su mano. ¿De qué sirve esto? No puedes creer una sola palabra dicha por ese traidor.
—Así se hizo constar en la historia de nuestra Orden y, en consecuencia, nadie lo estudia. Sin embargo, con frecuencia he encontrado interesante lo que expone... si se lee entre líneas. Por ejemplo, fíjate en este párrafo. El tercero.
Los dedos agarrotados de Tas empezaron a resbalarse. El kender tragó saliva y reajustó su agarre en las piedras mientras deseaba con toda su alma que Palin, Dalamar y Marwort se largaran de allí.
—No puedo leer con esta luz —contestó Palin—. Mis ojos no son lo que solían ser. Y el fuego se ha apagado.
—Puedo encenderlo otra vez —ofreció Dalamar.
Faltó poco para que Tasslehoff perdiera el agarre en las piedras.
—No, esta habitación me resulta deprimente. Llevemos el pergamino a otro sitio donde podamos estar cómodos.
Apagaron la luz y dejaron a Tas en la oscuridad. El kender soltó un suspiro de alivio y, cuando oyó cerrarse la puerta, reanudó el ascenso por la chimenea.
Ya no era un kender ágil y joven y no tardó en descubrir que trepar a oscuras por una chimenea resultaba agotador. Afortunadamente, había llegado a un punto donde las paredes empezaban a estrecharse, de modo que al menos podía apoyar la espalda en una de ellas al tiempo que evitaba deslizarse hacia abajo haciendo palanca con los pies en la otra.
Estaba cansado y sudoroso, y el hollín le había entrado en los ojos, en la nariz y en la boca. Tenía las piernas arañadas, los dedos excoriados, las ropas rasgadas. Estaba aburrido de la oscuridad, de las piedras y de todo el asunto, y no parecía encontrarse más cerca de la salida que cuando empezó a trepar.
—Realmente no veo la necesidad de tener tanta chimenea —rezongó, maldiciendo al constructor de la Torre cada vez que plantaba un pie o una mano en un nuevo y pringoso saliente.
Justo cuando pensaba que sus manos iban a negarse a asir una piedra más y que sus piernas iban a fallarle y caería chimenea abajo, algo entró en su nariz y, para variar, esta vez no era hollín.
—¡Aire fresco! —Tasslehoff respiró profundamente y recobró el ánimo.
El soplo de aire que bajaba por el tiro devolvió fuerza a las piernas del kender e hizo que desapareciera el dolor de sus dedos. Escudriñando hacia arriba con la esperanza de atisbar estrellas o quizás el sol —pues tenía la sensación de haber estado trepando durante seis meses como poco— se llevó una desilusión cuando sólo vio más oscuridad. Estaba harto de oscuridad; más que harto. Sin embargo, el aire era fresco y ello significaba que venía del exterior, así que continuó trepando con renovado vigor.
Finalmente, como ocurre con todo, ya sea para bien o para mal, la chimenea se acabó.
La abertura estaba protegida con una rejilla de hierro, a fin de que pájaros, ardillas y otras criaturas indeseables no anidasen en el tiro de la chimenea. Después de todo lo que había pasado Tas, una rejilla de hierro era un pequeño inconveniente. Le dio un empujón de prueba, sin esperar conseguir ningún resultado. Sin embargo, la suerte lo acompañaba. Los pernos que la sujetaban llevaban mucho tiempo corroídos por la herrumbre —probablemente desde antes del Primer Cataclismo— y el enérgico empellón del kender la hizo saltar.
Tasslehoff no estaba preparado para que cediera tan repentinamente. Intentó agarrarla, pero falló, y la rejilla salió lanzada por el aire. El kender se quedó muy quieto, con los ojos apretados y los hombros encogidos, esperando que la rejilla cayera al suelo provocando lo que sin duda sería un golpe lo bastante fuerte para despertar a los muertos, o al menos a aquellos que estuviesen dormitando en ese momento.
Esperó y esperó y siguió esperando. Considerando el larguísimo tramo de chimenea que había subido, suponía que debía de haber un par de cientos de kilómetros hasta el pie de la Torre, pero, al cabo de un tiempo, hasta él tuvo que admitir que si la rejilla hubiese sonado al caer ya tendría que haberlo hecho. Asomó la cabeza por el agujero y al punto le dio en la cara el extremo de una rama; el intenso olor a ciprés le despejó la nariz llena de hollín.
Apartó a un lado la rama y miró en derredor para orientarse. La extraña y desconocida luna de ese extraño y desconocido Krynn se encontraba muy alta esa noche, y Tasslehoff por fin pudo ver algo, aunque ese algo era sólo más ramas de árbol. Ramas de árbol a su izquierda; ramas de árbol a su derecha; ramas de árbol arriba; ramas de árbol debajo. Ramas de árbol hasta donde alcanzaba la vista. Miró por el borde de la chimenea y descubrió la rejilla, enganchada en una rama, unos dos metros más abajo.
Tasslehoff intentó calcular a qué distancia estaba del suelo, pero las ramas se lo impedían. Miró a un lado y localizó la parte superior de uno de los minaretes rotos, que estaba más o menos a la misma altura que él. Eso le dio una idea de lo alto que había trepado y, lo más importante, lo lejos que estaba el suelo.
Eso no representaba un problema, sin embargo, ya que tenía todos esos árboles a mano.
El kender se aupó y salió de la chimenea, localizó una gruesa rama y gateó cuidadosamente por ella, tanteando la resistencia para sostener su peso a medida que avanzaba. La rama era fuerte y ni siquiera crujió. Después de trepar por una chimenea, descender por un árbol era pan comido. Tasslehoff se deslizó por el tronco, se descolgó de rama en rama, y, finalmente, soltando un suspiro de alivio y júbilo, sus pies tocaron suelo firme y sólido.
Allí abajo la luz de la luna no era muy brillante, filtrándose apenas a través del denso follaje. Tas distinguía la silueta de la Torre, pero sólo porque era un manchón negro y grande perfilado contra los árboles. Atisbo, muy, muy arriba, un rectángulo de luz e imaginó que debía de ser la ventana de los aposentos de Dalamar.
—He llegado hasta aquí, pero aún no he salido del bosque —se dijo—. Dalamar le comentó a Palin que estábamos cerca de Solanthus. Recuerdo haber oído decir a alguien que los Caballeros de Solamnia tenían un cuartel general en Solanthus, así que ése parece un buen sitio para ir y enterarme de lo que ha sido de Gerard. Será un plomo y, desde luego, es feo y no le caen bien los kenders, pero es un caballero solámnico, y si hay algo que pueda afirmarse de los caballeros solámnicos es que no son de los que mandarían a nadie de vuelta al pasado para que le despachurrase el pie de un gigante. Encontraré a Gerard y le explicaré todo, y estoy seguro de que se pondrá de mi parte.
Tasslehoff recordó de repente que la última vez que había visto a Gerard, el joven estaba rodeado de caballeros negros que le disparaban flechas. Esa idea desanimó mucho al kender, pero entonces se le ocurrió que había muchos Caballeros de Solamnia, de modo que si uno estaba muerto siempre podía encontrarse a otro.
Ahora la cuestión era cómo salir del bosque.
Desde que puso los pies en el suelo, los muertos habían flotado alrededor como niebla que tuviese ojos, bocas, manos y pies, pasando a su lado y por encima, pero en realidad no había prestado atención ya que había estado muy ocupado pensando. Ahora sí se fijó. Aunque estar rodeado de gente muerta con sus rostros tristes y sus manos tirando de uno de sus saquillos no era la experiencia más agradable del mundo, pensó que quizá podrían compensar ser tan escalofriantes si le indicaban el camino.
—Esto, disculpe, señor... Señora, disculpe... Hobgoblin, camarada, ¿podrías decirme...? Perdona, pero ése es mi saquillo. Eh, chico, ¿si te doy una moneda me enseñarás...? ¡Kender! ¡Eh, compadre! Tengo que encontrar el camino para ir a... Maldición —dijo Tas tras pasar un tiempo intentando en vano conversar con los muertos—. Parece que no me ven. Miran a través de mí. Le preguntaría a Caramon, pero nunca está cuando uno lo necesita. Y no es mi intención insultar —añadió en tono irritado, al tiempo que trataba sin éxito de encontrar un sendero entre los cipreses que se apiñaban alrededor de él—, ¡pero realmente sois un montón de muertos! Muchos más de los necesarios.
Siguió buscando un camino —cualquier clase de camino—, pero sin fortuna. Caminar en la oscuridad resultaba difícil, aunque los muertos irradiaban una especie de brillo suave que al principio le pareció interesante a Tas, pero que después de un rato, contemplando la expresión perdida, doliente y aterrada de los espíritus, decidió que la oscuridad —cualquier oscuridad— sería preferible.
Al menos podría poner cierta distancia entre él y los dos magos. Si él, un kender que jamás se perdía, estaba desorientado entre esos árboles, no le cabía duda de que un simple humano y un elfo oscuro —por muy hechiceros que fuesen— se extraviarían, de modo que perdiéndose también los perdía a ellos.
Continuó caminando, chocando con los árboles y golpeándose la cabeza con las ramas bajas, hasta que tropezó con una raíz y cayó de bruces sobre la capa de agujas secas. Al menos las agujas tenían un olor dulce y estaban decentemente muertas —tan marrones y quebradizas—, no como otros muertos que él podría mentar.
Sus piernas agradecían que no las estuviera utilizando. Las agujas muertas resultaban cómodas después de que uno se acostumbraba a que le pincharan en diversos sitios; así que Tasslehoff decidió que, ya que estaba en el suelo, podía aprovechar la ocasión para descansar.
Se arrastró hasta el pie de un ciprés y se acomodó lo mejor posible, con la cabeza apoyada en un blando parche de musgo. No es de extrañar, pues, que en lo último que pensara, a punto de quedarse dormido, fuera en su padre.
Eso no quería decir que su padre estuviera cubierto de musgo. Se lo recordó porque solía decirle: «El musgo crece en la parte del árbol que está orientada hacia...».
Hacia...
Tas cerró los ojos. Vaya, si pudiera acordarse qué dirección...
—Norte —dijo, y se despertó.
Comprendiendo que ahora podía saber en qué dirección viajaba, estaba a punto de girarse y volver a dormirse cuando alzó los ojos y vio a uno de los espíritus plantado a su lado, mirándolo fijamente.
Era el fantasma de un kender, un kender que le resultaba vagamente familiar; claro que la mayoría de los kenders les resultaban familiares a sus congéneres ya que existen muchas posibilidades de que, en su constante deambular por el mundo, acaben encontrándose unos con otros en alguna ocasión.
—Oye, mira —dijo Tasslehoff mientras se sentaba—. No quiero ser descortés, pero me he pasado casi todo el día intentando escapar de la Torre de la Alta Hechicería y, como sin duda sabes bien, escapar de las torres de hechiceros agota a cualquiera. Así que, si no te importa, voy a dormirme otra vez.
Tas cerró los ojos, pero tenía la sensación de que el fantasma del kender continuaba allí, mirándolo. Y no sólo eso, sino que Tas seguía viéndolo en la parte interior de los párpados, y cuanto más lo pensaba más convencido estaba de que había conocido a ese kender antes.
El fantasma kender era un tipo apuesto, y vestía unas ropas que a otros quizá les parecieran chillonas y estrafalarias, pero que a Tas le encantaban. Llevaba cantidad de saquillos, lo cual no era raro. Lo inusitado era la expresión del kender: triste, perdida, solitaria, ansiosa.
Un escalofrío estremeció a Tas. No un escalofrío emocionante, excitado, como el que uno siente cuando está a punto de sacar el reluciente anillo del huesudo dedo de un esqueleto y el dedo se mueve. Éste era la clase de escalofrío desagradable, horrible, que estruja el estómago y comprime los pulmones, de manera que casi impide respirar. Tas pensó que abriría los ojos, y después pensó que no. Apretó los párpados para que no se abrieran por sí mismos, y se hizo un ovillo. Sabía dónde había visto antes a ese kender.
—Vete —musitó—. Por favor.
Sabía muy bien, aunque no podía verlo, que el fantasma no se había marchado.