El río de los muertos (30 page)

Read El río de los muertos Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El río de los muertos
7.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Vete, vete, vete! —gritó, frenético, y cuando eso tampoco funcionó, abrió los ojos y se incorporó de un salto para gritarle al espíritu—: ¡Márchate!

El fantasma miraba fijamente a Tasslehoff.

Tasslehoff se miraba fijamente a sí mismo.

—Dime —inquirió con voz temblorosa—. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué quieres? ¿Estás... enfadado porque aún no he muerto?

El fantasma de sí mismo no contestó. Siguió mirando a Tas un poco más y luego dio media vuelta y se alejó, pero no como si quisiera hacerlo, sino como si algo lo obligara. Tas vio como su fantasma se unía a la arremolinada corriente de espíritus agitan os. Siguió mirando hasta que ya no pudo distinguir a su fantasma de los demás.

Sintió el ardiente escozor de las lágrimas en los ojos. El pánico se apoderó de él y corrió como jamás había corrido. Corrió y corrió, sin mirar hacia dónde iba, chocando con los arbustos, rebotando contra los troncos, cayendo, levantándose, corriendo de nuevo, corriendo y corriendo hasta que se desplomó y no pudo levantarse porque las piernas ya no lo sostenían.

Exhausto, asustado, horrorizado, Tasslehoff hizo algo que jamás había hecho.

Lloró por sí mismo.

17

Identidad equivocada

Mientras Tasslehoff recordaba con nostalgia su viaje con Gerard, podría afirmarse con certeza que en ese momento Gerard no recordaba ni poco ni mucho al kender. El caballero daba por hecho que no tendría nada que ver con kenders nunca más y había olvidado a Tasslehoff. Tenía asuntos mucho más importantes en los que pensar.

Gerard deseaba desesperadamente regresar a Qualinesti, ayudar al gobernador Medan y a Gilthas a preparar la ciudad para la batalla contra los ejércitos de Beryl. En su fuero interno se encontraba con ellos; en la realidad, estaba sobre el lomo de un Dragón Azul, Filo Agudo, volando hacia el norte, justo en dirección contraria a Qualinesti, dirigiéndose a Solanthus.

Sobrevolaban una zona de Abanasinia —desde el aire, Gerard divisaba la vasta extensión de agua del Nuevo Mar— cuando Filo Agudo empezó a descender. El dragón le informó que necesitaba descansar y comer. El vuelo sobre el Nuevo Mar era largo y, una vez que empezaran a cruzarlo, no tendrían dónde hacer un alto hasta que alcanzaran la otra orilla.

A pesar de que detestaba el retraso, Gerard estaba completamente de acuerdo en que el reptil debía encontrarse descansado antes de la travesía. El Azul extendió las alas para frenar el descenso y empezó a volar en círculos, cada giro llevándolos más cerca del suelo, a su destino, una amplia playa arenosa. El panorama del mar desde lo alto resultaba fascinante; la luz del sol se reflejaba en el agua, dándole el aspecto de fuego fundido. El vuelo del dragón le pareció pausado a Gerard hasta que Filo Agudo se acercó más a tierra o, más bien, hasta que el suelo salió precipitadamente a su encuentro.

El caballero no se había sentido tan aterrado en toda su vida. Tuvo que apretar los dientes para no gritarle al dragón que frenara. En los últimos metros, el suelo se alzó, el dragón cayó a plomo y Gerard supo que todo había acabado para él. Se consideraba tan valiente como el que más, pero no pudo evitar cerrar los ojos, y los mantuvo así hasta que sintió un suave y apagado golpe que lo meció ligeramente hacia adelante en la silla. El dragón acomodó su musculoso corpachón, plegó las alas y echó la cabeza hacia atrás con placer.

El caballero abrió los ojos y se dio unos segundos para recobrarse del mal trago, tras lo cual bajó de la silla, agarrotado. No se había movido durante gran parte del vuelo por miedo a caerse, por lo que tenía el cuerpo dolorido y acalambrado. Paseó un poco, cojeando, gimiendo y estirando los músculos contraídos. Filo Agudo lo observaba con expresión divertida, aunque respetuosa.

El dragón se alejó para buscar algo de comer. Comparado con sus movimientos en el aire, en tierra parecía torpe. Confiando en que Filo Agudo estaría vigilante, Gerard se envolvió en una manta y se tendió sobre la arena caldeada por el sol. Su intención era tomarse un corto descanso...

Gerard despenó del sueño que nunca estuvo en su ánimo echar y encontró al dragón descansando, disfrutando del sol y oteando el mar. Al principio, pensó que sólo había dormido unas pocas horas, pero después cayó en la cuenta de que el sol se encontraba en una posición muy distinta.

—¿Cuánto tiempo he dormido? —preguntó mientras se levantaba y sacudía la arena de las prendas de cuero.

—Toda la noche y parte de la mañana —contestó el reptil.

Maldiciendo por haber perdido tiempo durmiendo, y advirtiendo que había dejado al dragón con la carga de la silla de montar, que ahora estaba muy ladeada, Gerard empezó a disculparse, pero Filo Agudo le quitó importancia a su descuido.

A decir verdad, el Azul parecía inquieto, como si algo le causara zozobra. Dirigía frecuentes miradas a Gerard, dando la impresión de que iba a decir algo y luego, aparentemente, decidía lo contrario. Cerraba las fauces con un seco chasquido y agitaba la cola con aire irritado. Al caballero le habría gustado animar al dragón a que le confiara lo que le preocupaba, pero le parecía que no se conocían lo bastante bien para eso, de modo que no dijo nada.

Pasó un mal rato dando tirones de la silla para volver a colocarla en su posición y luego reajustando parte del arnés, siendo plenamente consciente del valioso tiempo que estaban perdiendo. Por fin tuvo la silla en su posición correcta, o eso esperaba al menos. Imaginó sus grandiosos planes acabando en un estrepitoso fracaso al soltarse la silla en medio del vuelo y precipitándolo a una muerte ignominiosa.

Sin embargo, Filo Agudo lo tranquilizó afirmando que él sentía la silla bien asegurada, y Gerard confió en la experiencia del dragón ya que él era un novato en esas lides. Alzaron el vuelo cuando la luz empezaba a declinar en el horizonte. A Gerard le preocupaba volar de noche, pero, como el Azul comentó juiciosamente, con los tiempos que corrían, el vuelo nocturno era más seguro.

A medida que avanzaba el ocaso, el aire pareció cargarse de neblina, de manera que el sol se tornó de un color rojo oscuro conforme se hundía tras la línea del borroso horizonte. De pronto, el olor a quemado en el aire hizo que Gerard dilatara las aletas de la nariz. Debía de ser humo, y se espesaba por momentos; el caballero se preguntó si habría un bosque incendiado en alguna parte. Miró hacia abajo para localizarlo, pero no distinguió nada. La penumbra aumentó y ocultó las estrellas y la luna, de modo que volaron a través de una neblina teñida de humo.

—¿Puedes orientarte con esto, Filo Agudo? —gritó el caballero.

—Aunque parezca mentira, puedo, señor —contestó el dragón. Se sumió de nuevo en otro incómodo silencio, y luego dijo inesperadamente—: Me siento en la obligación de confesar algo, señor. Una negligencia en el cumplimiento del deber.

—¿Qué? —preguntó Gerard, que sólo oía una palabra de cada tres—. ¿Deber? ¿Qué pasa con eso?

—Ayer, alrededor de mediodía, mientras esperaba que despertaras, oí una llamada. Era como un toque de trompeta que emplazaba a la batalla, Nunca había oído nada semejante, ni siquiera en los viejos tiempos. Yo... Casi la obedecí. Estuve a punto de olvidar mi deber y marcharme, abandonándote a tu suerte. Cuando regresemos, me entregaré para someterme a las medidas disciplinarias oportunas.

De haber estado hablando con otro humano, Gerard habría respondido que debía de haber soñado para tranquilizarlo. No obstante, no podía decirle tal cosa a un ser que era siglos mayor que él y que tenía más experiencia, de modo que acabó comentando que el dragón se había quedado y que eso era lo que contaba. Al menos ahora sabía por qué Filo Agudo se había mostrado tan inquieto.

La conversación acabó en ese punto. Gerard no distinguía nada en aquella oscuridad y esperaba fervientemente no chocar contra una montaña. Debía confiar en Filo Agudo, el cual parecía capaz de ver hacia dónde iba, ya que volaba con seguridad y rapidez. Finalmente el caballero se relajó lo bastante como para aflojar los dedos cerrados sobre la perilla de la silla.

Gerard perdió la noción del tiempo; tenía la impresión de que llevaban horas volando, e incluso volvió a quedarse dormido; despertó sobresaltado y bañado en sudor frío de un espantoso sueño en el que se precipitaba al vacío, y comprobó que el sol estaba saliendo.

—Señor —dijo el dragón—, Solanthus a la vista.

El caballero divisó las torres de una gran ciudad asomando en el horizonte. Ordenó a Filo Agudo que aterrizara a cierta distancia de la urbe, que buscara un lugar donde descansar y que se mantuviera escondido, no sólo de los caballeros solámnicos, sino de Skie, más conocido por Khellendros, el gran Dragón Azul, que había conservado una fuerte posición a pesar de Beryl y Malystryx.

Filo Agudo encontró lo que consideraba un sitio apropiado. Bajo la cobertura de un banco nuboso, realizó un aterrizaje sin complicaciones, descendiendo en amplios círculos hasta una amplia pradera, próxima a un bosque denso.

El dragón aplastó y pisoteó la hierba donde se posó, abriendo agujeros en el suelo con las garrudas patas y azotando el pasto con la cola. Cualquiera que se acercara por allí supondría enseguida que una enorme criatura había caminado por la zona, pero era un lugar apartado. Se divisaban algunas granjas en claros abiertos en el bosque. Una única calzada se extendía, sinuosa como una serpiente, entre la alta hierba, y estaba a varios kilómetros de distancia.

Gerard había avistado un arroyo desde el aire, y lo que más deseaba en ese momento era zambullirse en agua fría. Olía tan mal que casi le revolvía el estómago, y le picaba el cuerpo por la arena y el sudor seco. Se bañaría y se cambiaría de ropa; al menos, se libraría de las prendas de cuero, que lo identificaban como un caballero negro. Tendría que entrar en Solanthus como un mozo de labranza, descamisado, vestido sólo con los calzones. No tenía modo de demostrar que era un caballero solámnico, pero eso no le preocupaba. Su padre tenía amigos en la Orden, y casi con toda seguridad encontraría a alguien que lo conocería.

En cuanto a Filo Agudo, si el dragón preguntaba por qué habían ido allí, había preparado la explicación de que seguía las órdenes de Medan de espiar a la caballería solámnica.

El Azul no hizo ninguna pregunta. Estaba mucho más interesado en encontrar un sitio donde esconderse y descansar; ahora se encontraba en territorio de Skie. El enorme Dragón Azul había descubierto que podía conseguir fuerza y poder alimentándose con los de su propia especie, y los reptiles le temían y lo odiaban.

Gerard estaba ansioso de que el dragón encontrara un escondite. El Azul era grácil en el aire; volaba en silencio, casi sin mover las alas, aprovechando las corrientes ascendentes. En el suelo, era un monstruo torpe y pesado que pisoteaba y aplastaba todo bajo las enormes patas, tronchaba arbolillos con la fustigadora cola y hacía huir aterrorizados a los animales. Abatió a un ciervo de una dentellada y, asiéndolo por el cuello roto con los dientes, lo llevó consigo para devorarlo cuando le viniese bien.

Aquello no facilitó la conversación, pero el dragón respondió a las preguntas de Gerard referentes a Skie con gruñidos y gestos de asentimiento. Habían circulado extraños rumores sobre el poderoso Dragón Azul, que era el dirigente nominal de Palanthas y alrededores. Se contaba que el dragón había desaparecido, dejando al mando a un subalterno. Filo Agudo había oído los rumores, pero los descartó.

Tras examinar una depresión en una rocosa escarpa para ver si serviría como un lugar adecuado para descansar, Filo Agudo soltó el cadáver del ciervo junto a la orilla del arroyo.

—Creo que Skie está implicado en alguna oscura intriga que será su perdición —le dijo a Gerard—. En tal caso, será el castigo por matar a sus semejantes. Incluso si somos de su propia especie —añadió, con una ocurrencia tardía.

—Es un Azul, ¿verdad? —preguntó el caballero, que contemplaba anhelante la fresca corriente, esperando que el dragón se acomodara pronto.

—Sí, señor. Pero ha crecido tanto que es mucho más grande que cualquier Azul jamás visto en Krynn, más incluso que los Rojos, excepto Malystryx. Es un hinchado monstruo. Mis congéneres y yo lo hemos comentado a menudo.

—Sin embargo, combatió en la Guerra de la Lanza —dijo Gerard—. ¿Es apropiado este lugar? No parece que haya cuevas.

—Cierto, señor. Fue un leal servidor de nuestra desaparecida reina. Pero uno no puede menos de hacerse preguntas.

Al no encontrar una cueva lo bastante amplia para meterse en ella, Filo Agudo decidió que la depresión era un buen comienzo, y explicó que se proponía ensancharla arrancando trozos de roca de la cara de la escarpa.

Convencido de que el ruido de piedras resquebrajándose, el estallido de las explosiones y las retumbantes sacudidas debían de oírse en Solanthus, Gerard temió que se enviara a una patrulla para investigar.

—Si los solanthinos oyen algo, señor, creerán que es una tormenta que se aproxima, simplemente —dijo el dragón durante un descanso.

Una vez que hubo creado su cueva, que el polvo se posó y los numerosos y pequeños desprendimientos cesaron, Filo Agudo entró en la oquedad para descansar y disfrutar de su comida.

Gerard se dispuso a quitarle la silla, proceso que le llevó un buen rato puesto que no estaba familiarizado con el complejo arnés. El dragón le ofreció ayuda y, una vez conseguido el objetivo, el caballero arrastró la silla hasta un rincón de la cueva y dejó al Azul para que comiera y descansara.

Gerard recorrió un buen trecho corriente abajo, hasta encontrar un remanso para darse un baño. Se quitó las ropas de cuero y la ropa interior y penetró, desnudo, en el susurrante arroyo.

El agua estaba fría. Jadeó, tiritó y, apretando los dientes, se zambulló de cabeza. No era muy buen nadador, de modo que se mantuvo lejos de la parte profunda del arroyo, donde la corriente era rápida. El sol irradiaba calor; el frío le producía hormigueos en la piel, que resultaban tonificantes. Empezó a chapotear y a saltar, al principio para reanimar la circulación de la sangre y después porque disfrutaba haciéndolo.

Durante unos minutos, al menos, fue libre. Libre de todas las preocupaciones y ansiedades; libre de responsabilidades, de que cualquiera le dijera lo que tenía que hacer. Durante unos pocos minutos se permitió volver a ser un niño.

Intentó atrapar un pez con las manos. Chapoteó al estilo de un perro bajo las ramas colgantes de los sauces. Flotó boca arriba, disfrutando del cálido roce del sol en su piel y del refrescante contraste frío del agua. Se restregó los pegotes de barro y la sangre encostrada con un puñado de hierba, echando de menos un trozo de jabón de sebo de su madre.

Other books

Temptress by Lola Dodge
A Wolf In Wolf's Clothing by Deborah MacGillivray
An Hour in the Darkness by Michael Bailey
Dark Banquet by Bill Schutt
Hanging Time by Leslie Glass
The Greengage Summer by Rumer Godden
Never, Never by Brianna Shrum
Death Sentence by Roger MacBride Allen
Men in Black by Levin, Mark R.